LA TRANSFIGURACIÓN. — Propone hoy la Santa Madre
Iglesia a nuestra consideración un asunto de capital importancia para el tiempo
en que estamos. La lección que el Salvador dio un día a tres de sus Apóstoles,
nos la aplica a nosotros en este segundo Domingo de la Santa Cuaresma.
Esforcémonos por estar más atentos a lo que estuvieron los tres discípulos del
Evangelio de hoy cuando su maestro se dignó preferirles a los demás para
honrarlos con favor tan señalado.
LA CONDESCENDENCIA DE JESÚS. — Se
preparaba Jesús a pasar de Galilea a Judea para ir a Jerusalén donde debía
hallarse en la fiesta de la Pascua. Era esta la última Pascua que iba a
comenzar con la inmolación del cordero figurativo y acabarse con el sacrificio
del Cordero de Dios que borra los pecados del mundo. Jesús no debía ser ya
desconocido a sus discípulos. Sus obras habían dado testimonio de Él a los ojos
de los mismos extraños; su palabra de tan calificada autoridad, su bondad tan
atractiva, su paciencia en sufrir la grosería de los hombres que se había
escogido por compañeros; todo debió contribuir a unírseles a Él hasta la
muerte. Habían oído a Pedro, uno de ellos, declarar por inspiración divina que
era Jesús el Cristo, el Hijo de Dios vivo; la prueba, sin embargo, que se les
venía encima iba a ser tan espantosa, dada su flaqueza, que Jesús quiso antes
de someterles a ella procurarles un último socorro para armarles contra la
tentación.
EL ESCÁNDALO DE LA CRUZ — No sólo para la
Sinagoga, desgraciadamente, iba a ser la Cruz motivo de escándalo; Jesús en la
última Cena decía delante de sus apóstoles reunidos en torno suyo: "Todos
os escandalizaréis esta noche por mi causa". ¡Qué prueba cruel para
hombres carnales como ellos el verle arrastrado y cargado de cadenas por mano
de soldados, conducido de un tribunal a otro, sin pensar en defenderse; el ver
salir adelante aquella conspiración de pontífices y fariseos tan frecuentemente
confundidos por la cordura de Jesús y el brillo de sus milagros; ver al pueblo
que poco antes gritaba Hosanna, reclamar apasionadamente su muerte; verle
finalmente expirar en patíbulo infame entre dos ladrones y servir de trofeo a
los odios reconcentrados de sus enemigos! ¿No se desalentarán a la vista de
tantas humillaciones y sufrimientos esos hombres que desde hace tres años
siguen sus pasos? ¿Se acordarán de cuanto han visto y oído? ¿El pavor y
cobardía no paralizarán sus almas el día en que se cumplan las profecías que
les hizo sobre su persona? Jesús, no obstante quiere ensayar un último esfuerzo
en tres de ellos que le son especialmente queridos: Pedro, a quien ha hecho fundamento
de su futura Iglesia; Santiago, el hijo del trueno, que será el primer mártir
en el colegio apostólico; y Juan su hermano, que es llamado el discípulo amado.
Jesús quiere tomarlos aparte y mostrarles por unos instantes el esplendor de la
gloria que oculta a los ojos de los mortales hasta el día de la manifestación.
LA TRANSFIGURACIÓN. — Deja, pues, a los
otros discípulos en la llanura cerca de Nazaret, y se dirige con los tres
escogidos hacia una alta montaña llamada Tabor, que se encadena a las
estribaciones del Líbano de que el salmista nos dice que debía exultar al
nombre del Señor. Apenas llega Jesús a la cima de esta montaña, de repente
desaparece su mortal aspecto a los ojos maravillados de los tres Apóstoles; su
cara resplandece como el sol, sus vestidos brillan con la blancura deslumbrante
de la nieve. Dos personajes inesperados están allí ante los Apóstoles y
platican con su Maestro sobre los sufrimientos que le esperan en Jerusalén. Son
Moisés, el legislador, coronado de rayos y Elías, el profeta arrebatado en un
carro de fuego sin pasar por la muerte. Estos dos grandes potentados de la
religión mosaica —la Ley y la Profecía— se inclinan humildemente delante de
Jesús de Nazaret. Y no sólo los ojos de los tres apóstoles son iluminados del
resplandor que rodea a su Maestro y sale de Él, sino que sus corazones se ven
sobrecogidos de vivo sentimiento de felicidad que les encadena a la tierra.
Pedro no quiere ya bajar de la montaña; con Jesús, con Moisés y Elías quiere
sentar allí sus reales. Y para que nada faltara a esta escena en que las
grandezas de la humanidad de Jesús se manifiestan a los apóstoles, el
testimonio del Padre celestial sale de una nube luminosa que acaba de cubrir la
cima del Tabor, y oyen proclamar a Dios que Jesús es su Hijo eterno.
Este instante de gloria para el Hijo
del hombre duró poco; su misión de sufrimientos y humillaciones le llamaba a
Jerusalén. Retiró, pues, dentro de Sí ese resplandor sobrenatural; y cuando
volvió en sí a los apóstoles a quienes la voz del Padre había dejado como
anonadados, ya no vieron más que a su Maestro. La nube luminosa desde la que
había resonado la palabra de Dios se había desvanecido. Moisés y Elías habían
desaparecido. ¿Recordarán siquiera lo que vieron y oyeron esos hombres honrados
con tan insigne favor? ¿Quedará en adelante impresa en su memoria la divinidad
de Jesús? Cuando llegue la hora de la prueba, ¿no desconfiarán, por ventura, de
su divina misión? ¿No se escandalizarán de su humillación voluntaria? Los
relatos evangélicos que siguen nos contestarán.
LA AGONÍA DE GETSEMANÍ. — Poco tiempo después,
habiendo celebrado con ellos su última Cena, guía Jesús a sus discípulos a otra
montaña, la de los Olivos al este de Jerusalén; deja a la entrada de un jardín
a la mayoría de ellos, y tomando consigo a Pedro, Santiago y Juan se adentra en
aquel lugar solitario; "triste está mi alma hasta la muerte, les dice,
quedaos aquí, velad conmigo un poco'". Y se aleja a cierta distancia para rogar
a su Padre. Sabemos qué inmenso dolor oprimía entonces el corazón del Redentor.
Cuando vuelve hacia sus tres discípulos la agonía ha pasado por Él; un sudor de
sangre ha empapado sus vestiduras. En medio de crisis tan atroz ¿velan al menos
entonces ardorosos en espera del instante en que han de sacrificarse por él?
No; se han dormido; sus ojos se han vuelto abrumados de sueño. Dentro de poco
todos huirán, y Pedro el más animoso jurará que no le conoce.
LECCIÓN DE FE. — Más tarde los tres apóstoles
testigos de la Resurrección de su Maestro retractaron su conducta con sincero
arrepentimiento y reconocieron la previsora bondad con que el Salvador quiso
armarles contra la tentación, haciéndose ver de ellos en su gloria tan poco
tiempo antes de su Pasión. Por lo que a nosotros cristianos atañe, no
aguardemos a abandonarle y traicionarle para reconocer su grandeza y divinidad.
Estamos en puertas del aniversario de su sacrificio; nosotros también le vamos
a ver humillado por sus enemigos y aplastado bajo el brazo de Dios. No
desfallezca nuestra fe ante ese espectáculo; el oráculo de David que nos le
representa semejante a un gusano al que se pisotea; la profecía de Isaías que
nos le describe como un leproso, como el último de los hombres, el varón de
dolores, todo esto se va a cumplir a la letra. Acordémonos entonces de los
resplandores del Tabor, de los homenajes de Moisés y Elías, de la nube
luminosa, de la voz del Padre. Cuanto más Jesús va a anonadarse a nuestra vista
más debemos ensalzarle con nuestras aclamaciones, diciendo con las milicias
angélicas, con los veinticuatro ancianos que San Juan, uno de los testigos del
Tabor, oyó en el cielo: "Digno es el Cordero que ha sido inmolado, de
recibir el poder y la divinidad, la sabiduría y la fortaleza, el honor, la
gloria y la bendición".
El segundo domingo de Cuaresma se
apellida Reminiscere, primera palabra del Introito de la Misa, y también se le
llama domingo de la Transfiguración con ocasión del Evangelio que acabamos de
explanar.
La Estación en Roma se celebra en la
Iglesia de Santa María in Dominica en el monte Celio. Una leyenda nos cuenta
que esta basílica es la antigua Diaconía habitada por San Ciriaco donde San
Lorenzo distribuía las limosnas de la Iglesia.
MISA
La Iglesia nos espolea en el
Introito a la confianza en la misericordia de Dios que nos librará de nuestros
enemigos, si le invocamos de corazón. Ansiamos alcanzar dos beneficios de Él en
la Cuaresma: El perdón de nuestros pecados y su protección para no volver a
caer en ellos.
INTROITO
Acuérdate, Señor, de tus piedades y
de tu misericordia, que son eternas, para que nunca nos dominen nuestros enemigos;
líbranos, oh Dios de Israel, de todas nuestras angustias. — Salmo: A ti, Señor,
elevo mi alma: en ti confío, Dios mío; no sea yo avergonzado. V. Gloria al
Padre.
En la Colecta pedimos por nuestras
necesidades interiores y exteriores; Dios nos dará el correspondiente remedio
si nuestra plegaria es humilde y sincera; estará al tanto de nuestros
menesteres corporales y defenderá nuestras almas contra las sugestiones del
enemigo que pretende profanar hasta nuestros pensamientos.
COLECTA
Oh Dios, que nos ves destituidos de
toda fuerza; guárdanos interior y exteriormente, para que seamos protegidos
contra toda adversidad en el cuerpo, y seamos purificados de los malos
pensamientos en la mente. Por el Señor.
EPÍSTOLA
Lección de la Epístola del
Apóstol San Pablo a los Tesalonicenses.
Hermanos: Os rogamos y exhortamos en
el Señor Jesús a que, habiendo aprendido de nosotros la manera cómo debéis
caminar y agradar a Dios, caminéis de modo que siempre progreséis más y más.
Porque ya sabéis qué mandamientos os dimos de parte del Señor Jesús. Porque la
voluntad de Dios es vuestra santificación: que os abstengáis de la fornicación:
que cada uno de vosotros sepa conservar su vaso con santificación y honor, y no
con afecto de concupiscencia, como los gentiles que ignoran a Dios; que ninguno
oprima ni engañe a su hermano, porque el Señor es vengador de todo esto, como
ya os lo hemos dicho y atestiguado. Porque no nos ha llamado Dios a la
inmundicia, sino a la santificación, en Jesucristo, Nuestro Señor.
LA SANTIDAD DEL CRISTIANO. — insiste
el Apóstol en este paso sobre la santidad de costumbres que debe brillar en el
cristiano; y la Iglesia que nos propone estas palabras exhorta a los fieles a
aprovechar el tiempo en que estamos para restaurar en ellos la imagen de Dios
en la que fueron renovados por la gracia bautismal. El cristiano es un vaso de
honor, preparado y embellecido por la mano de Dios; guárdese, pues, de la
ignominia que le degradaría y haría digno de ser quebrado y arrojado al muladar
con las inmundicias. Gloria es del cristianismo el haber hecho partícipe al
cuerpo de la santidad del alma; no obstante nos advierte su doctrina celestial,
que esta santidad del alma se empaña y pierde por la sordidez del cuerpo.
Restauremos, pues, en nosotros al hombre entero con la ayuda de la práctica de
esta santa Cuaresma. Purifiquemos nuestras almas por la confesión de los
pecados, por la compunción del corazón, el amor al Señor misericordioso, y
rehabilitemos nuestro cuerpo haciéndole llevar el yugo de la expiación a fin de
que en adelante sea servidor del alma y su dócil instrumento, hasta que,
posesionándose ésta de la felicidad sin fin y sin medida, vierta sobre aquél la
sobreabundancia de delicias en que se verá felizmente anegada.
En el Gradual, el hombre, a la vista
de los peligros que le asedian, clama al Señor su solo amparo, que puede
hacerle triunfar del enemigo casero cuyos insultos frecuentemente soporta. El
Tracto es un cántico inspirado por la confianza en la divina misericordia, y al
propio tiempo una petición que dirige la Iglesia a su Esposo en favor del pueblo
fiel a quien se dignará visitar y salvar con la gran festividad todavía lejana
pero a la que nos acercamos, sin embargo, cada día.
GRADUAL
Se han multiplicado las
tribulaciones de mi corazón: líbrame, Señor, de mis necesidades. V. Mira mi
humildad y mi trabajo: y perdona todos mis pecados.
TRACTO
Alabad al Señor, porque es bueno:
porque su misericordia es eterna. V. ¿Quién expresará las maravillas del Señor,
y quién contará sus alabanzas? V. Bienaventurados los que guardan la ley, y
practican la justicia en todo tiempo. V. Acuérdate de nosotros, Señor, según tu
benevolencia para con tu pueblo; visítanos con tu salud.
EVANGELIO
Continuación del santo
Evangelio según San Mateo.
En aquel tiempo tomó Jesús a Pedro,
y a Santiago, y a Juan, su hermano, y los llevó aparte, a un elevado monte: y
se transfiguró ante ellos. Y resplandeció su cara como el sol, y sus vestidos
se tornaron blancos como la nieve. Y he aquí que se les aparecieron Moisés y
Elías, hablando con Él. Y, respondiendo Pedro, dijo a Jesús: Señor, es bueno
estarnos aquí; si quieres, hagamos aquí tres tiendas, una para ti, una para
Moisés, y una para Elías. Aun hablaba él, cuando una nube lúcida les envolvió.
Y he aquí una voz de la nube, diciendo: Este es mi amado Hijo, en el que me he
complacido bien; oídle a Él. Y al oírlo los discípulos, cayeron sobre sus
rostros, y temieron mucho. Y se acercó Jesús, y les tocó, y les dijo:
Levantaos, y no temáis. Y, alzando sus ojos, no vieron a nadie, sino sólo a
Jesús. Y al descender ellos del monte, les ordenó Jesús, diciendo: A nadie
diréis esta visión, hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos.
— Credo.
BONDAD DE JESÚS Y FLAQUEZA DE LOS APÓSTOLES. — De
este modo acudía Jesús en ayuda de sus Apóstoles en vísperas de la prueba, y
quería estampar profundamente su imagen gloriosa en sus almas, previendo el día
en que el ojo carnal no vería en Él más que flaqueza e ignominia. ¡Oh previsión
de la gracia divina, que jamás falta al hombre y que justifica siempre la
bondad y justicia de Dios! Hemos pecado como los Apóstoles, y como ellos hemos
desaprovechado la ayuda que el cielo nos deparaba, hemos cerrado
voluntariamente los ojos a la luz y olvidado el resplandor que nos había antes
extasiado, y hemos caído de bruces. No hemos, pues, sido tentados por encima de
nuestras fuerzas y nuestros pecados nos son en verdad cosa propia. Los tres
apóstoles se vieron expuestos a tentación violenta el día en que su Maestro
pareció haber perdido toda su grandeza; les era, no obstante, fácil
fortalecerse con un recuerdo glorioso y reciente. Olvidados de esto se
entregaron al desaliento, y no pensaron en reanimar su fortaleza con la
oración; y los testigos afortunados del Tabor se mostraron cobardes y desleales
en el Huerto de los Olivos. No les quedó más remedio que echar mano a la
clemencia cuando triunfó de sus despreciables enemigos; y lograron el perdón
del corazón generoso de su Maestro.
CONFIANZA EN LA MISERICORDIA DIVINA. — Nosotros
también acudimos a implorar esa misericordia sin tasa. Hemos abusado de la
divina gracia; la hicimos estéril por nuestra deslealtad. La fuente de esa
gracia, fruto de la sangre y de la muerte del Redentor, no se ha agotado para
nosotros, mientras vivimos en este suelo; estemos dispuestos cada día a acudir
a su refrigerio. Nos solicita a la enmienda de nuestra vida, y desciende
abundosa a nuestras almas en el tiempo en que nos hallamos; mana abundantemente
de los santos ejercicios de Cuaresma. Subamos al monte con Jesús; en esas
alturas no se oye ya la baraúnda de la tierra. Fijemos allí nuestra tienda
durante cuarenta días en compañía de Moisés y Elías, quienes como nosotros y
antes que nosotros santificaron ese número con sus ayunos; y cuando el Hijo del
hombre haya resucitado de entre los muertos, publicaremos los favores con que
se dignó agraciarnos en el Tabor. Nos exhorta la Iglesia en el Ofertorio a
meditar los divinos mandamientos. ¡Ojalá nos sea dado amarlos como los amó el
profeta rey cuyas palabras relatamos!.
OFERTORIO
Meditaré en tus mandamientos que
mucho amo: y elevaré mis manos a tus preceptos, que mucho estimo.
Saquemos de
la asistencia a la Misa, al soberano Sacrificio, la entrañable devoción cuya
fuente inagotable es, conforme lo pide a favor nuestro la Iglesia en la Secreta,
esta hostia que pronto va a ofrecerse; es la prenda y pago de nuestra
salvación; merced a ella nuestros corazones fielmente preparados alcanzarán lo
que puede aún faltarles para reconciliarse con el Señor.
SECRETA
Te suplicamos, Señor, mires aplacado
los presentes sacrificios, para que aprovechen a nuestra devoción y salud. Por
el Señor.
A la vista
de aquel que es su Salvador y su Juez, presente en este inefable misterio, el
alma penitente exclama quejumbrosa con ardor y confianza. Eso intentan las
palabras del salmista que constituyen la antífona de la Comunión.
COMUNIÓN
Escucha mi clamor; atiende a
la voz de mi oración, oh Rey mío y Dios mío; porque a ti oraré, Señor.
Recomienda
especialmente a Dios la Iglesia en la Poscomunión a sus hijos que acaban de
participar de la víctima que se ha inmolado. Jesús les ha sustentado con su
propia carne; justo es le honre con la renovación de su vida.
POSCOMUNIÓN
Te suplicamos humildemente,
oh Dios omnipotente, hagas que los que Tú alimentas con tus sacramentos, te
sirvan también con buenas costumbres. Por el Señor.
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