Siendo muy niño, Sebastián de Aparicio, natural de España, cuyos padres eran
pobres, tuvo que ocuparse de cuidar el ganado. A los quince años, entró al
servicio de una viuda en Salamanca; pero, viéndose expuesto a las tentaciones,
pasó a servir de ayuda de cámara a un hombre muy rico. Un año después, fue a
trabajar en una granja de Sanlúcar de Barrameda, lugar de donde partían los
barcos que iban a América. Como el trabajo del campo podía combinarse con la
oración y contemplación, el beato permaneció ahí ocho años, durante los cuales
ganó suficiente dinero para dotar a sus hermanas. Viéndose de nuevo asaltado
por la tentación, huyó de Sanlúcar y decidió partir a América.
Se estableció en México, en la Puebla de los Ángeles, donde empezó por
dedicarse a la agricultura. Más tarde inició un negocio de transportes de
mercancía y correo entre Zacatecas y México. Construyó algunas carreteras y, a
fuerza de trabajo, llegó a ser rico. Empleaba su dinero en obras de caridad,
dotando a las doncellas, alimentando a los pobres y prestando a los campesinos,
sin exigirles que le pagasen. El prestigio de Sebastián, así entre los
españoles como entre los indios, era inmenso; las gentes apelaban a su juicio
para resolver las disputas. A pesar de su riqueza, el beato vivía muy austeramente,
dormía sobre una estera y comía como un pobre. En 1552, se retiró de los
negocios y compró una propiedad en las cercanías de la ciudad de México; allí
llevó una vida más retirada durante veinte años, entregado al cultivo y la cría
de ganado. A los sesenta años se casó con una mujer pobre, a ruegos de los
padres de ésta. Cuando murió su esposa, el beato se casó de nuevo; pero en
ambos casos el matrimonio no llegó a ser consumado, por consentimiento mutuo de
los cónyuges. Después de la muerte de su segunda esposa, cuando tenía setenta
años, el beato se vio atacado por una peligrosa enfermedad y fue desahuciado
por los médicos. A pesar de ello, recobró la salud. Considerando esto como un
aviso del cielo, regaló todas sus posesiones a las clarisas y tomó el hábito de
la Tercera Orden de San Francisco.
Pasó algún tiempo al servicio de las clarisas; pero después, sintiéndose
llamado a la vida conventual, ingresó en el monasterio de los Frailes Menores
de la Observancia, en la ciudad de México. No obstante su edad, Sebastián fue
un novicio fervoroso y ejemplar, muy humilde y perfectamente obediente. Sus
superiores le enviaron primero a Tlaxcala y más tarde a Puebla a un convento de
más de cien frailes, donde pasó los veintiséis últimos años de su vida en el
humilde y fatigoso oficio de limosnero. Se cuenta que los ángeles acompañaban
al anciano en sus largos y azarosos viajes y que le mostraban el camino. El
beato poseía un poder especial sobre las bestias y domaba instantáneamente las
mulas y aun las fieras. Acostumbraba conducir un carro tirado por bueyes para
transportar el grano y los alimentos que las gentes le regalaban para el
sostenimiento de su numerosa comunidad; jamás tuvo la menor dificultad con los
bueyes, que obedecían al sólo movimiento de sus labios. El beato Sebastián
vivió hasta los noventa y cinco años. Una de las grandes penas de sus últimos
días fue que no podía recibir la comunión, pues su estómago era ya incapaz de
retener los alimentos. Cuando le llevaron a su celda el Santísimo Sacramento
para que lo adorase, el beato, transportado de gozo, pidió que le bajasen del
lecho al suelo y allí se tendió en adoración y acción de gracias. Fue
beatificado en 1789.
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