martes, 16 de marzo de 2021

17 de marzo SANTA GERTRUDIS, VIRGEN

 


Santa Gertrudis, hija menor de Pipino de Landen y de Itta, Ida o Iduberga, nació en Landen en 626. Tenía un hermano, Grimoaldo, quien sucedió a su padre y una hermana, Santa Begga, quien se casó con el hijo de San Arnulfo de Metz. Gertrudis fue educada muy esmeradamente por sus padres, quienes pronto descubrieron su inclinación por la vida religiosa. Cuando tenía cerca de 10 años, su padre dio una fiesta a la que asistió el rey Dagoberto y los nobles más prominentes de Austrasia. Uno de los nobles pidió al rey que le otorgara la mano de Gertrudis para uno de sus hijos ahí presentes. Dagoberto, pensando halagar a la niña, la mandó llamar y señalando hacia el apuesto joven le preguntó si deseaba casarse con él. Para sorpresa suya, Gertrudis le contestó que ella nunca tomaría esposo y que deseaba tener a Cristo Jesús por su único amo y Señor. Nadie se opuso a la determinación de la niña, antes bien fue elogiada por el rey y los cortesanos. Al quedar viuda, Itta consultó a San Amando, obispo de Maestricht, sobre cuál sería la mejor forma de que ella y su hija sirvieran a Dios. Siguiendo el consejo del obispo, comenzó a construir un monasterio en Nivelles. Para evitar toda tentación en contra de la vocación de Gertrudis, su madre le cortó el pelo y afeitó su cabeza. Cuando la nueva fundación fue terminada, madre e hija ingresaron a ella. Itta insistió en que su hija fuera superiora, aunque de vez en cuando la asistiría con su consejo. La joven abadesa probó ser capaz de desempeñar atinadamente su cargo. No sólo se ganó el respeto de las religiosas, sino también el de muchos peregrinos de categoría que visitaban la casa.

Itta murió en 625; Santa Gertrudis encomendó entonces muchas de las labores de la administración externa a otras personas. Esto le permitió dedicar más tiempo al estudio de las Sagradas Escrituras, así como imponerse mayores mortificaciones. Tan severamente había tratado su cuerpo, que a la edad de 30 años estaba completamente extenuada por el continuo ayuno y falta de sueño. Decidió dejar el cargo a su sobrina Wulfetrudis, a la que había preparado y sólo contaba 20 años de edad. La santa se dedicó entonces a prepararse para la muerte, aumentando sus devociones y disciplinas. Sus biógrafos cuentan que una vez, cuando Gertrudis estaba en la iglesia, una esfera de fuego apareció sobre su cabeza y alumbró el recinto durante media hora. A pesar de su santidad, cuando llegó su hora, tenía miedo de haber sido indigna y entonces envió recado a San Ultan, que estaba en Fosses, para saber si había tenido alguna revelación que se refiriera a ella. El santo hombre mandó decirle que moriría al día siguiente, mientras se celebraba la Santa Misa, pero que no tuviera miedo, porque San Patricio, junto con muchos ángeles y santos, la esperaban para recibir su alma. Santa Gertrudis acogió con regocijo el mensaje y el 17 de marzo, mientras el sacerdote estaba diciendo las oraciones que preceden al prefacio, entregó su alma a Dios. Siguiendo sus deseos, fue enterrada con su cilicio puesto, sin sudario o mortaja, y su cabeza fue envuelta en un velo viejo que una religiosa había dejado allí, a su paso por el convento.

Santa Gertrudis ha sido invocada como la patrona de los viajeros, probablemente debido al interés que mostraba por los peregrinos y también por el rescate milagroso de unos monjes que la invocaron durante un gran peligro en el mar. Existía la costumbre de tomar una copa de despedida en su honor, antes de comenzar un viaje. Se conserva aún una copa que se usaba con este propósito en Nivelles, junto con algunas otras reliquias. El pueblo la veneraba como la patrona de las almas que iban de viaje al otro mundo; decían que las almas viajaban por tres días y se hospedaban la primera noche con ella y la segunda con San Miguel. El símbolo con el que la suelen representar es un ratón. Suelen pintar uno o dos ratones subiendo a su bastón pastoral o jugando sobre su rueca. Nunca se ha dado una explicación satisfactoria a este simbolismo, aunque se han hecho muchas conjeturas: una de ellas es que el diablo en forma de ratón, solía enredarle el hilo mientras hilaba para hacerle perder la paciencia. Ha sido muy invocada contra plagas de ratones y en 1822, durante una de estas plagas de ratón de campo, los campesinos de la zona del bajo Rin llevaron a su altar en Colonia una ofrenda de plata en forma de ratón. También se invoca a Santa Gertrudis para obtener buen alojamiento durante un viaje. Si el día de su fiesta hay buen tiempo, se considera como buen augurio; en muchos sitios ese día marca el comienzo del trabajo en el campo.

17 de marzo SAN PATRICIO, CONFESOR, OBISPO Y APÓSTOL DE IRLANDA

 




San Patricio, apóstol de Irlanda, nació en Escocia en el territorio de la ciudad de Aclud, hoy Dumbrinton, hacia el año 377 del nacimiento de Cristo. Se llamaba su padre Calfurnio, y su madre Conquesa, pariente de San Martin, arzobispo de Tours, los cuales le criaron con tanta piedad, y le educaron tan desde pequeño en los principios de la religión, así con su doctrina como con sus ejemplos, que el niño Patricio en nada hallaba gusto sino en la oración.

A los dieciséis años de su edad le secuestraron unos salteadores de caminos, irlandeses, juntamente con una hermana suya llamada Lupita, y le llevaron cautivo a Irlanda. Lo vendieron a un ciudadano, y en los cinco o seis años que duró su cautiverio aprendió la lengua y las costumbres del país.

Por las muchas visiones que tuvo en este tiempo, conoció que le llamaba Dios a trabajar en la conversión de los pueblos de Irlanda, y desde entonces hizo ánimo de dedicarse a ella. Después de mil vicisitudes que se le presentaron, fue ordenado de sacerdote por el obispo de Pisa, quien le aconsejó que se fuese a echar a los pies del papa Celestino I, para recibir de su mano el destino de aquella misión. Le recibió el Pontífice con mucha benignidad, alabó su celo, aprobó su ánimo; pero, como acababa de enviar a San Paladio a aquel país, le pareció conveniente suspender la ejecución, y así le mandó que esperase.

Volvió por Auxerre el nuevo apóstol, y, recibiendo allí las saludables instrucciones que le dio San Germán para desempeñar felizmente su misión, pasó a Irlanda el año 432. Las milagrosas conversiones que hizo desde entonces en el país de Cambra y Cornuaille le determinaron a entrar en la provincia de Lagenia, donde San Paladio no había hecho fruto alguno. Apenas predicó en ella la fe, cuando tuvo el consuelo de ver convertidas en menos de un año más de las dos terceras partes de la provincia.

Aumentándose la mies, fue preciso que se aumentasen los obreros. Jamás ha habido nación que mostrase mayor ardor por abrazar la fe de Jesucristo. Apenas se dejaba Patricio ver en alguna ciudad o en algún pueblo, cuando los mismos gentiles se daban prisa a echar por tierra los templos que ellos mismos habían levantado, compitiéndose  a porfía en hacer pedazos los ídolos.

Leogar, el príncipe más poderoso del país, y el más encaprichado en las supersticiones paganas, empleó todas sus fuerzas y se valió de todos los artificios de los magos para detener los rápidos progresos de la fe, y para poner límites a las victorias que nuestro Santo conseguía cada día del paganismo; pero todos sus artificios no sirvieron más que para hacer más floreciente la religión cristiana, y más célebre el nombre de San Patricio. Un numeroso ejército de gentiles, que venía a echarse sobre los cristianos congregados por el Santo en una espaciosa llanura, fue enteramente disipado por los truenos y por los rayos que cayeron sobre él, estando el cielo muy sereno. Deshizo todos los embustes y prestigios de los hechiceros; obedecían a su voz los vientos y las tempestades; se desvanecían las dolencias haciendo sobre los enfermos la señal de la cruz, y sus discípulos gozaban el mismo don: para Patricio no había cosa secreta; y hasta la misma muerte soltaba la presa a la voz de su oración.

Pero, creciendo cada día inmensamente el número de los fieles, era menester proveer de nuevos pastores al nuevo rebaño; lo que obligó al Santo a hacer otro viaje á Roma el año 444. Le recibió el gran pontífice San León como lo merecía un apóstol.

Vuelto a Irlanda con la recluta de nuevos operarios, los distribuyó en las provincias de Langenia, de Media, de Connacia, de Momonia, y ordenó gran número de obispos para las nuevas diócesis de Laghlin, de Fernes, de Douna, de Kilmor, de Gallovay, de Limerik, de Media, de Cashel, de Toam, de Wateford, y, volviendo a Ultonia, levantó la célebre iglesia de Armagh, erigiéndola en Silla metropolitana y primada de toda Irlanda. Pasó después a las islas adyacentes, y todas las conquistó para Jesucristo. Hizo un cuarto viaje a Roma para obtener de la Silla Apostólica la confirmación y distribución de los obispos que había erigido, y los títulos y privilegios de las iglesias como los había arreglado; a su vuelta de este viaje celebró en Armagh el primer Concilio.

Apenas sería creíble que nuestro Santo pudiese obrar tantas maravillas, o no rendirse al peso de tantos trabajos, si no se supiera que para los hombres apostólicos están reservadas gracias muy particulares y auxilios muy extraordinarios. Pero lo que se hace más inverosímil, siendo con todo eso muy verdadero, es que tantas y tan portentosas fatigas no bastaron a saciar el ardiente deseo que tenía de padecer por Jesucristo, ni pudieron satisfacer la amorosa ansia que tenía por la penitencia.

Traía siempre un áspero cilicio, ayunaba rigurosamente todo el año, hacía a pie todos los viajes; y, aunque oprimido de la solicitud pastoral y del gobierno de todas las iglesias de Irlanda, todos los días rezaba el Salterio entero con más de doscientas oraciones, y se postraba trescientas veces cada día para adorar a Dios, haciendo cien veces la señal de la cruz en cada hora canónica. Tenía distribuida la noche en tres tiempos diferentes. El primero le empleaba en rezar cien salmos y en hacer doscientas genuflexiones. El segundo le ocupaba en rezar cincuenta salmos metido en un estanque de agua helada hasta la garganta, y lo restante estaba destinado para tomar un poco de reposo sobre una dura piedra. Estos fueron los principales medios de que se valió San Patricio para ganar a Jesucristo tantos pueblos, y para convertir los pecadores y los idólatras.

Pero no sólo convirtió a la fe a aquellos pueblos, sino que también los cultivó, los pulió, los civilizó. Halló Patricio en aquella isla unos pueblos tan necios y tan groseros, que apenas sabían hablar, y ninguno de ellos sabía escribir; el Santo los enseñó, los industrió, y en poco tiempo los hizo capaces de aprender, no solamente las más bellas artes, sino también las más elevadas ciencias.

En fin, colmado de merecimientos, respetado aun de los mismos gentiles, y lleno de alegría, viendo el floreciente estado en que dejaba en Irlanda el Reino de Jesucristo, a los ochenta y cuatro años de su edad (aunque algunos historiadores le dan ciento treinta), pasó a recibir en el Cielo la corona de sus trabajos el año 460 o 461. Murió en su monasterio de Saball, habiendo edificado trescientas sesenta y cinco iglesias, consagrado otros tantos obispos en los veinticinco o treinta años que él lo fue, y ordenado casi tres mil presbíteros. Fue sepultado en la iglesia de la ciudad de Douna, donde fue honrado de los pueblos que concurrían en tropas a venerar su sepulcro, haciéndole muy célebre el Señor con innumerables milagros; hasta que en tiempo de Enrique VIII, rey de Inglaterra, fue destruida la iglesia de Douna por Leonardo Grey, marqués de Dorset y virrey de Irlanda, el cual pagó el delito de su sacrilegio sobre un cadalso, en que le cortaron la cabeza el año 1541.

En la Misa en honra de San Patricio, la oración es la que sigue:

¡Oh Dios, que te dignaste enviar al bienaventurado Patricio, tu confesor y pontífice, para que anunciase tu gloria a los gentiles! Concédenos que con tu gracia, y por su intercesión y merecimientos, cumplamos fielmente todo lo que Tú nos mandas. Por Nuestro Señor Jesucristo, etc.

La Epístola es de los capítulos XLIV y XLV del Libro de la Sabiduría.

REFLEXIONES

Ves aquí un gran sacerdote. Ni los grandes títulos, ni las gruesas rentas forman los grandes prelados. La grandeza de los ministros de Jesucristo tiene origen más noble y nace de otros principios. Agradó a Dios mientras vivió; fue justo, y ninguno observó con mayor exactitud la ley del Altísimo. Ésta es la base, éste el cimiento de la verdadera grandeza; agradar a Dios sin interrupción; cumplir dignamente todas las obligaciones de la justicia; obedecer con la más exacta fidelidad los preceptos del Altísimo. Busca otros títulos, ni más completos, ni más antiguos, de una nobleza más sólida y más real. Esta es la única nobleza que pasa en la otra vida. Ostentoso aparato de títulos y de grandes nombres, puestos elevados, dignidades eminentes, vosotros brilláis, no hay duda. Pero ¿cómo? Como relámpagos fugitivos, que apenas lucen cuando desaparecen. La muerte pone de nivel a todos los hombres. Todo se entierra con nosotros, menos la santidad. Las más bellas prendas de cuerpo y alma sin virtud, son nombres vacíos; las que sólo se fundan en fortuna estruendosa y rentas crecidas, son poco respetables; muchas veces sólo sirven de hacer más visible la pobreza de la persona. Sola la virtud vale más que todos los títulos; y ¿qué son todos los títulos sin la virtud?

El Evangelio es del capítulo XXV de San Mateo.

En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos esta parábola: Un hombre que debía ir muy lejos de su país, llamó a sus criados y les entregó sus bienes. Y a uno dio cinco talentos, a otro dos, y a otro uno, a cada cual según sus fuerzas, y se partió al punto. Fue, pues, el que había recibido los cinco talentos a comerciar con ellos, y ganó otros cinco; igualmente, el que había recibido dos, ganó otros dos; pero el que había recibido uno hizo un hoyo en la tierra, y escondió el dinero de su señor. Mas después de mucho tiempo vino el señor de aquellos criados, les tomó cuentas, y, llegando el que había recibido cinco talentos, le ofreció otros cinco, diciendo:

Señorcinco talentos me entregaste; he aquí otros cinco que he ganado. Le dijo su señor: Bien está, siervo bueno y fiel; porque has sido fiel en lo poco, te daré el cuidado de lo mucho; entra en el gozo de tu señor. Llegó también el que había recibido dos talentos, y dijo: Señor, dos talentos me entregaste; he aquí otros dos más que he granjeado. Le dijo su señor: Bien está, siervo bueno y fiel; porque has sido fiel en lo poco, te daré el cuidado de lo mucho; entra en el gozo de tu señor.

MEDITACIÓN

De los medios que tenemos para salvarnos.

Punto primero.— Considera que uno de los más crueles, de los más desesperados tormentos de los condenados, es la viva y eterna memoria, es la clara, la menuda representación de los medios fáciles y seguros que tuvieron para salvarse. ¡Pude ser santo, Dios lo quería, pero a mí no me dio gana de serlo! Comprende bien toda la fuerza de esta reflexión; pero considera también todo el acíbar de su amargura.

No hay ni una sola criatura que, mirada en sí misma, no nos presente, no nos sirva de medio para conocer a Dios y para amarle; si alguna nos sirve de estorbo, es precisamente porque nosotros abusamos de ella. Los bienes y males de esta vida, hasta los mismos trabajos de que se vale Dios para castigar nuestras culpas, todo puede servir para nuestra salvación.

Las riquezas son como la moneda con que se compra el Cielo por medio de las limosnas; la pobreza es carta de recomendación para salvarnos. Las honras y la prosperidad pueden ofrecer grandes ocasiones para hacer grandes sacrificios; las desgracias y las adversidades abren el camino real para la gloria. Si la salud es don de Dios, no lo es menos la enfermedad; padecer mucho por Dios, aun es de mayor mérito que hacer mucho por Él. Si el ingenio es un talento, la simplicidad es una virtud; porque Dios tiene gusto especial en comunicarse a las almas simples y sencillas.

En una palabra, se puede decir que no hay cosa que no se pueda mirar como talento. Hasta de nuestras mismas faltas, una vez cometidas, se puede y se debe sacar mucho provecho. No hay mayor enemigo de nuestra salvación que el demonio; y, con todo eso, sus mismos artificios, sus mismas tentaciones pueden conducir para conseguirla. ¡Qué abundancia de medios, qué multitud de tantas industrias! Todas las cosas, dice el Apóstol, cooperan al mayor bien de los que aman a Dios.

Punto segundo.— Considera que, además de los medios comunes a todos los cristianos, cada cual encuentra en su propio estado y en su misma condición medios particulares para ser santo. Ha dispuesto de tal manera todas las cosas la Divina Providencia y tiene arregladas todas las condiciones con tal economía, que todos son caminos derechos para llegar con seguridad a nuestro último fin.

No hay que envidiar ni el retiro de los unos ni la tranquilidad de los otros; cada uno de nosotros, dentro de su propio estado, puede recoger los mismos frutos, o, al menos, otros equivalentes y tan buenos. No seamos siervos inútiles ni obreros ociosos; y pocas tierras habrá que no puedan rendir ciento por uno, pocos talentos que no puedan duplicarse y multiplicarse, como se sepa emplearlos y manejarlos bien.

No hay estado, no hay condición en el mundo, no hay edad en la vida, de la cual no haya habido grandes santos; y estos santos de nuestra misma edad y de nuestro mismo estado no fueron a buscar otros medios para serlo que aquellos que nos ofrece a nosotros nuestro estado y nuestra edad. Y aun nosotros tenemos más medios que ellos; porque al fin logramos el de los buenos ejemplos que ellos mismos nos dejaron. ¡Será posible, Dios mío, que todas las cosas me prediquen y me faciliten mi salvación, y que al mismo tiempo todas ellas me reprendan mi irresolución y aun mi insensibilidad!

JACULATORIAS

Ya no viviré, Señor, sino para emplearme en tus alabanzas; por­que hallo mi fuerza y mi socorro en todo lo que has hecho por mí.— Salmo CXVIII.

Siempre estás cerca de mí, y todos los estados de la vida pueden ser caminos seguros que me conduzcan á Ti.— Salmo CXVIII.

 

PROPÓSITOS

1. Todos los  estados son otros tantos caminos diferentes que, según el orden de la Divina Providencia, nos guían a nuestro último fin. Es tentación imaginar que se viviría mejor en otro estado que en el que cada uno profesa. Pernicioso error ocupar el pensamiento en lo que se haría en otra profesión y no pensar en cumplir con las obligaciones de aquella en que se está. Pocos artificios hay que le salgan mejor al enemigo de nuestra salvación que el de esta engañosa inquietud. Por ahora sólo te quiere Dios en el estado de vida en que te hallas; conque sólo has de pensar en desempeñar bien sus obligaciones. Desprecia como ilusión perniciosísima todas esas inconstancias del corazón y del ánimo que consume inútilmente el alma con vanos arrepentimientos y con frívolos deseos, una vez que ya abrazaste un estado. Aplícate únicamente a dar el debido lleno a sus obligaciones, examinando hoy en particular cuáles son éstas, y cuáles son también aquellas en que tú te descuidaste más.

2. Es devoción utilísima la de rezar todas las mañanas alguna oración particular, pidiendo a Dios gracia para cumplir con las obligaciones del estado de cada uno; y es admirable para este efecto la oración siguiente, que decía Santo Tomás:

«Oh Dios lleno de misericordia, dame gracia para que examine diligentemente, conozca verdaderamente, desee ardientemente y cumpla perfectamente todo lo que a Ti te agrada, y que todo sea para mayor honra y gloria tuya. Dispón todas las cosas en el estado en que me has puesto, y dame a conocer aquello que quieres que yo haga, ayudándome a cumplirlo como conviene para el mayor bien de mi alma. Concédeme, Dios y Señor mío, que ni las prosperidades me envanezcan, ni las adversidades me acobarden, y que ni unas ni otras me atropellen, no alegrándome sino de lo que me acerca a Ti, no entristeciéndome sino de lo que de Ti me aparta, no permitas que aspire a complacer, ni que tema desagradar a otro más que a Ti sólo. Sean despreciables para mí todas las cosas caducas, y solamente las ame todas por Ti; pero a Ti sobre todas. Que me cause tedio toda alegría que sea sin Ti, y fuera de Ti nada apetezca. Finalmente, Dios y Señor mío, concédeme que de tal manera me aproveche en esta vida de tus beneficios por tu gracia, que merezca gozar en la Patria celestial las delicias de la gloria. Por Nuestro Señor Jesucristo...

16 de marzo SANTA EUSEBIA, ABADESA

 


(1183) - Santa Eusebia era la hija mayor de San Adalbaldo de Ostrevant y Santa Rita. Después del asesinato de su esposo, Rita se retiró al convento de Marchinnes con sus dos hijos menores y envió a Eusebia a la abadía de Hamage donde su bisabuela Santa Gertrudis era la abadesa. Eusebia tenía solamente doce años de edad cuando Santa Gertrudis murió, pero fue elegida sucesora de ésta, de acuerdo con los deseos de la finada y también porque era costumbre de aquel tiempo que, de ser posible, la superiora de una comunidad fuera de noble cuna para contar con el apoyo de una familia poderosa en tiempos difíciles.

   Santa Rita, que era ya abadesa de Marchinnes, consideró que Eusebia era demasiado joven para tener a su cargo la comunidad y le ordenó venir a Marchinnes con todas sus religiosas. La joven abadesa, no dada a quejarse, se fue a Marchinnes con toda la comunidad, llevando el cuerpo de Santa Gertrudis.

   Las dos comunidades se fundieron en una, con lo que todo quedó felizmente arreglado, excepto para Eusebia. El recuerdo de Hamage la perseguía.

   Así, una noche, ella y algunas de las religiosas salieron a escondidas hacia la abandonada abadía, donde rezaron el oficio y se lamentaron de no haber cumplido los mandatos de Santa Gertrudis. Aunque este acto no quedó sin castigo, viendo que su hija anhelaba estar en Hamage, Santa Rita consultó el caso con el obispo, así como con otros hombres piadosos, quienes le aconsejaron condescendiera con los deseos de Eusebia.

   No tuvo que arrepentirse Rita de su acción, pues la joven abadesa probó ser capaz y juiciosa para restablecer en la comunidad la disciplina de los días de Santa Gertrudis, a quien se esforzó en imitar en todo. 

   Ninguna incidencia especial parece haber marcado la vida posterior de Eusebia. Contaba solamente cuarenta años de edad, cuando tuvo el presentimiento de su inminente fin. Reunió a las religiosas y les dio sus últimas recomendaciones y bendiciones. Al terminar de hablar, un resplandor iluminó su celda y casi inmediatamente después su alma voló al cielo.

16 de marzo SANTOS HILARIO, OBISPO; TACIANO, DIÁCONO, Y COMPAÑEROS MÁRTIRES

 


(284) - Hilario de Aquilea fue educado desde su infancia en el cristianismo. Renunció al comercio con el mundo para dedicarse al estudio de las Sagradas Escrituras.

   Fue ordenado diácono y, más tarde, a instancias de sus compatriotas cristianos, fue consagrado obispo. Gobernó con sabiduría y prudencia a su rebaño. Él fue quien ordenó diácono a un discípulo suyo, por nombre Taciano, para que le ayudara en su ministerio.

   El césar Numeriano promulgó un edicto que obligaba a los cristianos a adorar a los ídolos. Estuvo encargado de su ejecución Beronio, prefecto de la ciudad. A instigación de un tal Monofanto, sacerdote de los ídolos, Hilario y su diácono Taciano fueron los primeros que comparecieron ante el prefecto. Se les hizo saber que debían obedecer a las órdenes del emperador.

   —"Desde mi infancia, dijo Hilario a Beronio, he aprendido a sacrificar al Señor, al Dios Vivo y adoro sin cesar a Jesucristo su Hijo. Pero a los demonios vanos y ridículos que llamáis dioses y no lo son, no les ofrezco sacrificio alguno".

   En vano trató Beronio de dominarlo con amenazas; no surtieron éstas el menor efecto. Sin ningún resultado tampoco, condujo a Hilario ante la estatua de Hércules en su templo suntuoso. El obispo no tuvo más que desprecio y desdén por esos dioses hechos por mano de hombres y que no podían hablar ni caminar.

   Entonces, Beronio lo hizo despojar de sus ropas y azotar con varas. Después mandó que lo extendieran en el caballete y que destrozaran sus costados con garfios hasta que aparecieran las entrañas. Hilario no cesaba de cantar himnos al Señor en medio del suplicio. Beronio ordenó que se multiplicaran y variaran los suplicios. Después lo encerró en una prisión para aplicarle más tormentos aún.

   Al día siguiente, denunciaron ante el prefecto a Taciano, el diácono del obispo Hilario. Taciano tuvo que comparecer ante Beronio, pero todas las tentativas para hacerle sacrificar a los dioses fueron igualmente infructuosas. Los mismos tormentos aplicados a Hilario, fueron renovados en su persona. Cuando se reunió con Hilario en la prisión, éste le saludó con alegría y los dos oraban juntamente al Señor para que confundiera a los que adoraban a los ídolos.

   Una terrible tormenta se desencadenó en la ciudad e infundió espanto a los paganos de Aquilea. Muchos murieron de la sola impresión. El templo de Hércules se derrumbó hasta los cimientos. Beronio dio orden de decapitar a Hilario y a Taciano, a petición de los sacerdotes de los ídolos. Con ellos fueron inmolados otros cristianos que también habían sido detenidos por el nombre de Cristo. Se llamaban, Félix, Largo y Dionisio. Todos murieron el 16 de marzo.

   Al día siguiente, el clero y los fieles consiguieron autorización para recoger sus cuerpos y enterrarlos con honores fuera de los muros de la ciudad.

   En los manuscritos del Martirologio Jeronimiano se encuentran sólo los nombres de Hilario y Taciano. Este último nombre se encuentra en diversas formas: Taciano, Casiano, Daciano.

sábado, 6 de marzo de 2021

6 de marzo SAN OLEGARIO, OBISPO DE BARCELONA

    


En tiempos en que Raimundo Berenguer, conde de Barcelona, primero de este nombre, ilustraba el Principado de Cataluña con las célebres victorias que alcanzó de los moros, nació en Barcelona en el año 1060 San Olegario, para gloria y honor inmortal de aquella capital y de todo su Principado. Fueron sus padres Olegario y Gila, ambos más ilustres por su piedad que por su nobleza, los cuales procuraron con el mayor esmero dar al niño una educación tan propia de su religiosidad como de su ilustre nacimiento.

Manifestó el ilustre joven su inclinación al estado eclesiástico, con la idea de dedicarse enteramente al servicio del Señor; y no queriendo sus padres quitarle tan buena vocación, le ofrecieron a Dios y a la ilustre mártir Santa Eulalia en la Catedral de la Santa Cruz, a la que hicieron donación de una rica heredad que poseían en el condado de Asura, para atender a la necesidad de aquella iglesia recién conquistada de los árabes. Admitido Olegario entre aquellos canónigos a la edad de diecisiete años, acreditó desde ese momento que su virtud era superior a su edad, de tal modo que fue muy pronto nombrado prior de de aquel Cabildo, desempeñando su nuevo destino con tal gravedad, circunspección y sabiduría, que fue la admiración de los seglares y el modelo de los eclesiásticos.

Deseoso el nuevo prior de de mayor perfección, pensó en una vida más recogida, para lo que se retiró al monasterio de San Adrián, que acababa de fundar Don Beltrán, obispo de Barcelona, para canónigos regulares de San Agustín. Bien pronto se hizo admirar en el monasterio por sus virtudes, por lo que fue nombrado por unanimidad prior de aquella santa casa.

Cuando sólo pensaba el ilustre prior en santificarse a sí y a sus súbditos ocurrió la muerte de Don Raimundo, Obispo de Barcelona, y todos convinieron, por inspiración divina, en que le sucediera Olegario, que a la sazón se hallaba en Barcelona. Fue la elección agradable a los condes, acepta al clero, y tan a satisfacción del pueblo, que manifestó su gozo con las más festivas demostraciones. Sólo el Santo reprobó una elección tan aplaudida, y resolviendo no admitir tan pesada carga, huyó secretamente a Francia en el silencio de la noche. El cardenal Bosón fue nombrado legado apostólico, con encargo especial para que se consagrase obispo a Olegario; y habiendo sabido que estaba oculto en el monasterio de San Rufo, le hizo comparecer el legado, e intimándole el precepto del Papa, le consagró inmediatamente, sin dar oídos a sus ruegos ni a sus lágrimas.

No ignoraba Olegario los formidables cargos del estado episcopal; pero lleno de confianza en aquel Señor que le eligió, surtió a su pueblo, con sus continuas predicaciones y con sus saludables consejos, de abundantes pastos espirituales; y no omitiendo su ardiente caridad los oficios de padre, socorrió las necesidades corporales de sus ovejas. El conde Berenguer intentó recuperar a Tarragona de los moros, y convencido del celo del obispo de Barcelona, le cedió dicha ciudad para sí y sus sucesores, según consta de su donación, fecha 1° de febrero de 1117. Olegario pasó con este motivo a obtener de Gelasio II la confirmación de aquella nueva promoción. El Papa le recibió con las demostraciones del mayor honor, y no sólo confirmó su elección, sino que le condecoró con el palio, insignia de los metropolitanos.

Regresó Olegario a España, y verificada la recuperación de Tarragona con su ayuda, restableció su iglesia destruida, creó canónigos, y dispuso lo necesario para la defensa de los ciudadanos. Muerto el papa Gelasio II, y habiéndole sucedido Calixto II, convocó un Concilio general en Roma, que fue el primero de Letrán, en el que se trató de la Cruzada para la reconquista de la Tierra Santa. Olegario concurrió al Concilio como uno de los Padres, y representando por su medio al conde de Barcelona; porque era no menos importante la Cruzada en España que en Palestina, debido a la opresión que padecían en ella los cristianos. Nombró Calixto por su legado apostólico a nuestro ilustre prelado, para que con su autoridad favoreciese las expediciones de Tortosa, Lérida y otras muchas villas que ocupaban los bárbaros. Volvió Olegario de Roma, condecorado con la legacía, y empeñado todo su celo y su reputación en las expediciones expresadas, acreditó muy pronto los felices resultados obtenidos por los cristianos.

Libre ya nuestro Obispo de estas ocupaciones, aconsejó al conde de Barcelona la celebración de unas Cortes generales, que se convocaron en Barcelona en el año 1135, a las que concurrieron Raimundo, Obispo de Vich, y Bernardo de Gerona, los abades, los condes, los nobles y los apoderados de las ciudades del Principado. El virtuoso Olegario, satisfecho con el buen estado de su Iglesia, hizo un viaje a Jerusalén, en donde fue obsequiado por sus virtudes, y regresó a España con la más edificante piedad. A su vuelta estableció la Orden de los Templarios, y fue el arbitro de los príncipes, decidiendo con su prudencia las diferencias suscitadas entre los reyes de Aragón y Castilla, Don Ramiro y Don Alonso, los condes de Tolosa y Venecia, y otros varios. Por último, agobiada su naturaleza con tantos trabajos, quiso Dios acrisolar su virtud en una dolorosa enfermedad, que soportó con increíble resignación. Restablecido, convocó un Sínodo diocesano en Noviembre de 1136. Volvió a recaer enfermo, y, celebrando otro Sínodo, recibió los últimos Sacramentos en presencia de todos los que asistieron al Sínodo; y dándoles su bendición, descansó en el Señor el día 6 de marzo del año 1137, a los setenta y seis de su edad.

Su cuerpo se trasladó con gran pompa a Barcelona, donde actualmente se conserva con veneración sobre un altar algo separado de la pared, por cuyo espacio se ve el cadáver íntegro, a excepción de un poco de carne que le falta en el rostro.

La Epístola es del capítulo XI de la carta del apóstol San Pablo a los hebreos.

Hermanos: Los santos por la fe vencieron los reinos, obraron justicia, alcanzaron lo que se les había prometido, cerraron las bocas de los leones, apagaron la violencia del fuego, escaparon del filo de la espada, convalecieron de su enfermedad, se hicieron esforzados en la guerra, desbarataron los ejércitos de los extraños. Las madres recibieron resucitados a sus hijos que habían muerto. Unos fueron extendidos en potros y despreciaron el rescate, para hallar mejor resurrección. Otros padecieron vituperios y azotes, y además cadenas y cárceles; fueron apedreados, despedazados, tentados, pasados a cuchillo, anduvieron errantes, cubiertos de pieles de ovejas y de cabras, necesitados, angustiados, afligidos; hombres que no los merecía el mundo, anduvieron errantes por los desiertos, las cuevas y cavernas de la tierra. Y todos éstos se hallaron probados por el testimonio de la fe en Cristo Jesús Nuestro Señor.

REFLEXIONES

No solamente vive el justo por la fe, sino que, en cierta manera, se puede decir que la fe es el móvil principal, o, al menos, uno de los principales de las mayores acciones del justo. La fe es la que le infunde aquel gran valor con que arrostra todas las desigualdades de la vida, teniendo su corazón fijo en Jesucristo por la fe.

Pero para que produzca estos efectos, para que sea meritoria, es necesario que sea entera y universal. No hay cosa tan vasta como la fe; no hay cosa tan dilatada a que no se extienda la fe: lo que pasa en el Cielo y lo que sucede en los Infiernos; lo que está sepultado en las tinieblas de lo pasado y lo que está aún escondido en los abismos de lo venidero; lo que sucedió en el principio del tiempo y lo que sucederá hacia su fin, todo pertenece a la fe, que siendo, como es, una participación de la ciencia del mismo Dios, encierra en sí hasta los conocimientos más remotos. Pero, aunque la fe sea tan vasta y nos descubra tanta diferencia de cosas, se debe notar, no obstante, que es una e invisible. Una sola fe, como dice el Apóstol. Divídanse cuanto se quieran las materias de la fe, pero jamás se llegará a dividir la fe misma, porque su objeto formal, como dicen los teólogos, es la primera verdad, esto es, Dios revelando a su Iglesia los dogmas que ella nos propone. Cualquiera que deja de creer alguno de ellos, cesa de asentir y someterse a esta primera verdad, y será reprobado de Dios como si ninguna hubiera creído.

Por último, y como cualidad la más necesaria, la fe debe ser viva, activa y que nos una y nos incorpore con Jesucristo, como dice el Apóstol en la epístola de este día: En obsequio de Cristo. El creer no consiste en rezar simplemente el Credo, ni el ser fiel en decir solamente con la boca las palabras de la fe, sin dar a conocer por las obras lo mismo que se cree; la fe que justifica, y sin la cual nadie puede salvarse, es una fe que obra por medio de la caridad, se explica en obras de caridad; ésta es la fe de que vive el justo; ésta es la que elogia San Pablo en su epístola a los hebreos, en donde, recorriendo todos los siglos pasados, nos hace ver los grandes hombres que hubo en el Antiguo Testamento, y nos los representa grandes sólo en cuanto lo fueron delante de Dios, diciendo que esto lo lograron sólo por la fe.

No sólo la Ley antigua tuvo esta ventaja; también la nueva puede lisonjearse, y con razón, de haber tenido héroes y conquistadores por la fe. Imitemos, pues, si no podemos la fortaleza de los mártires, la fe de tantas almas puras y justas con la que dan incesantemente frutos de buenas obras, y que nada perdonan ni olvidan por ganar el Cielo. Sea, en una palabra, nuestra fe obediente, entera, viva y activa, y conseguiremos como los santos sus premios.

El Evangelio es del Capítulo XXI de San Lucas:

En aquel tiempo dijo Jesús á sus discípulos: Cuando oyereis las guerras y sediciones no os asustéis, porque es menester que haya antes estas cosas, pero no será luego el fin. Entonces les decía: Se levantará una nación contra otra nación, y un reino contra otro reino, y habrá grandes terremotos por los lugares, y pestes y hambres, y habrá en el cielo terribles figuras y grandes portentos. Pero antes de todo esto os echarán mano, y os perseguirán, entregándoos a !as sinagogas, a las cárceles, trayéndoos ante los reyes y presidentes por causa de mi nombre. Y esto os acontecerá en testimonio. Fijad, pues, en vuestros corazones que no cuidéis de pensar antes lo que habéis de responder. Porque Yo os daré boca y sabiduría, a la que no podrán resistir ni contradecir todos vuestros contrarios. Y seréis entregados hasta por vuestros padres, hermanos, parientes y amigos, y matarán a algunos de vosotros. Y seréis aborrecidos de todos por causa de mi nombre; mas no perecerá ni un cabello de vuestra cabeza. En vuestra paciencia poseeréis vuestras almas.

MEDITACIÓN

 De la violencia que todos deben hacer para salvarse.

Punto primero.— Considera que el Salvador ni exageró ni ponderó más de lo justo la moral de su Evangelio cuando aseguró que el Reino de los Cielos padece fuerza, y que solamente los que se hacen violencia le conquistan. En efecto, las dificultades de la salvación son reales y efectivas; el camino es muy estrecho, todo está cubierto de enemigos, y casi a cada paso se tropieza con un estorbo. Si fue menester que Jesucristo padeciese para entrar en su gloria, ¿quién puede racionalmente prometerse entrar en ella sin padecer?

¿Qué significan tantas figuras, tantas parábolas, y todas tan expresivas, de que se vale el Salvador para hacernos concebir una idea cabal de la dificultad de la salvación? Unas veces el Reino de los Cielos es un convite general al que todo el mundo es invitado, sin excepción de personas; pero a nadie se le admite excusa alguna, ni ocupaciones, ni atenciones, ni pretexto de ningún género. Otras es una guerra sangrienta; y en ella ¡cuántos ataques se han de resistir, cuántas batallas hay que sostener, cuántos trabajos se han de tolerar para llegar a vencer! No solamente no hay salvación fuera de la religión de Jesucristo, ni tampoco la hay dentro de la misma religión, sino por el camino que el mismo Jesucristo nos dejó señalado. Así lo comprendieron los gloriosos mártires de este día, que todo lo renunciaron, hasta su vida, por conseguir el gran premio señalado a los que no perdonan violencias ni sacrificio alguno por Jesucristo. Ahora, pregunto: las reglas que sigo, el camino por donde ando, y las máximas que observo, ¿son las reglas, el camino y las máximas de Jesucristo?

Punto segundo.— Considera que para comprender bien lo mucho que es menester combatir y lo mucho que necesariamente ha de costar la victoria en punto de salvación, no hay más que conocer lo que es nuestra religión y lo que es el corazón humano. Pero esto, bastante bien lo sabemos por nuestra propia experiencia. Mas ¿cuándo ha de llegar el tiempo de que discurramos como prudentes y como racionales sobre dos principios tan conocidos?

El negocio de la salvación es un negocio arduo, espinoso, delicado. ¿Cuánto tiempo dedicamos a este importantísimo negocio? En él todo es peligros, todo lazos; apenas hay abrigo; no hay seguridad alguna; hasta la misma calma es sospechosa. Nosotros mismos somos nuestra mayor tentación; nuestro propio corazón nos vende, y del fondo de él nacen las más furiosas tempestades; los malos ejemplos se agigantan en torrentes; la corrupción general apenas asusta a nadie. ¿Qué se ha de inferir de todo esto sino que es preciso estar constantemente con las armas en la mano, que es menester hacerse una continua violencia?

No permitáis, Señor, que haga inútilmente unas reflexiones tan vivas como urgentes y necesarias. Conozco, comprendo y veo que es preciso hacer los últimos esfuerzos para entrar en el Cielo; que el camino es poco frecuentado; que la puerta es muy estrecha; pero aunque sea menester sacrificarlo todo, aunque sea necesario hacernos todavía más violencia, confío tanto en los poderosos auxilios de vuestra gracia, que estoy resuelto a hacer cuanto haya que hacer y a sufrir cuanto haya que sufrir para salvarme y gozar de vuestra divina presencia.

JACULATORIAS

¡Qué angosto, qué estrecho es el camino que lleva á la vida eterna! Mateo VII, 14.

Penetrad, Señor, mi alma, y también mi cuerpo, con vuestro santo temor, para que evite con la penitencia el terrible rigor de vuestro espantoso juicio.— Salmo CXVIII.

PROPÓSITOS

1. Todos confiesan que el negocio de la salvación es muy dificultoso, y con todo eso, todos viven como si fuese la cosa más fácil de conseguir. Cuesta mucho ir al Cielo; ningún santo dejó de caminar por la senda estrecha, ninguno dejó de llevar la cruz, ninguno dejó de mortificar sus pasiones, ninguno dejó de merecer el Cielo por la penitencia. Se conoce, se conviene en la verdad de todas estas proposiciones. Pero los que pasan la vida en el regalo y en la ociosidad, aquellas personas que se alimentan de las diversiones, aquellos que a solo el nombre de ayuno, de abstinencia y de mortificación se asustan y se estremecen, ¿trabajan éstos seriamente en el negocio de su salvación? ¿Trabajas tú mismo con seriedad e interés cuando vives como viven ellos? Esto es lo que debes examinar hoy, no con examen especulativo, sino práctico. El camino que lleva a la vida es estrecho; y dime: el que tú sigues ¿no es muy ancho? ¿Cuántas violencias haces a tus inclinaciones? Ea, déjate de reflexiones superficiales y estériles; no te contentes con decir: este es mi retrato; no hay rasgo en él que no me represente; añade, pero sin dilatarlo un momento: es preciso y necesario enmendarme; y comienza a hacerlo desde ahora. Hoy he de ayunar rigurosamente; desde ahora para siempre me despido de tales juegos, de tales fiestas, de tales visitas, de tales ocasiones de perder miserablemente mi alma. Se acabaron ya para mí tales reuniones y concurrencias, y desde este mismo momento quiero entablar una vida regular y cristiana.

2. Pero no basta evitar lo malo; es menester que no dejes pasar el día sin hacer alguna obra buena. Pocos cristianos habrá en el mundo que no tengan algo que reformar en sus trajes, costumbres e inclinaciones. Reparte entre los pobres, tus hermanos, lo que ahorres de tus superfluidades; gasta en la iglesia parte del tiempo que habrías de perder inútilmente en las visitas, en el teatro y en el juego. Lee todos los días con tu familia la vida del Santo o Santa del día. Vela un poco más sobre tus hijos y criados. Si eres persona retirada, si tienes la dicha de vivir en el estado religioso, examina cuidadosamente cómo cumples con tus gravísimas obligaciones; mira si vives según el espíritu de tu instituto. Reforma desde ahora esos modales tan desarreglados, esa excesiva inclinación a salir de casa, esa perpetua alternativa de tibieza y de fervor, esas aversiones o antipatías, y también esas amistades particulares.


6 de marzo SANTA COLETA, VIRGEN

 


Nació en Corbia, lugar de Picardía, al Norte de Francia, el año de 1380. Fueron sus padres humildes y respetables por su bondad. Sólo tuvieron a esta hija, y procuraron educarla bien, logrando fácilmente sus santos deseos, porque encontraron en ella un corazón nacido para la virtud. Desde la edad de cuatro años conoció y amó a Dios tan tierna y constantemente, que en aquella prematura devoción se descubría la santidad a que había de ascender con los años. Su único entretenimiento era la oración, y su diversión el retiro.

Desde la tierna edad cobró tal amor a los desprecios y a la penitencia, que no podían darle mayor gusto que mortificarla en algún modo, ni mayor consuelo que reprenderla aun sin motivo. Guardó de tal modo la preciosa virtud de la pureza, que, habiendo oído ponderar un día su hermosura, no omitió medio de mortificación para desfigurar y afear su rostro, y lo consiguió perfectamente. Porque, por medio de una rigurosísima abstinencia, de un ayuno casi continuo y de las extraordinarias penitencias con que atormentaba su virginal cuerpo, logró borrar completamente los rasgos de su bello rostro, el que se transformó, y en el resto de su vida se conservó siempre pálida y extenuada. Este género de vida no pudo menos de causar admiración en el público, y el pueblo comenzó ya a llamarla la bienaventurada Coleta. Personas de todas clases iban a visitarla y a encomendarse a sus oraciones. Esta general estimación, tan contraria a su humildad y retiro, sirvió para inspirarle el deseo de huir de la vista del mundo. Juzgó que esto lo conseguiría en el convento de religiosas de Santa Clara, que era uno de los llamados mitigados, porque podían poseer rentas, en virtud de una bula de Urbano IV, por la que se mitigaba el rigor de la primitiva Regla. Pero esta templanza no le agradó, porque ella aspiraba a la perfección; y así, por consejo de su confesor, resolvió tomar el hábito de la Orden Terciaria de Penitencia de San Francisco.

Las que profesaban entonces este instituto de terciarias no vivían en comunidad, viviendo cada cual en su casa. Por lo cual, nuestra santa doncella, vestida ya del hábito de penitencia, para huir del mundo, se encerró en una celdilla que comunicaba a un templo, donde podía oír todos los días Misa y recibir la sagrada Comunión. Allí estuvo encerrada por espacio de cuatro años, ejercitándose en las más heroicas virtudes. Ayunaba toda la Cuaresma a pan y agua, haciendo lo mismo muchos días de la semana en el resto del año. Muchas veces pasaba el día sin otro alimento que la sagrada Eucaristía. Su cama eran unos manojos de sarmientos extendidos en el suelo, donde descansaba pocas horas. Traía de continuo junto a las carnes un áspero cilicio. Su oración era continua, y, absorta siempre en la contemplación más elevada, bebía en la misma fuente de la divina Sabiduría el sublime espíritu de Coleta, que fue la admiración de su siglo, y la hacía tan célebre en el mundo sin salir del rincón de su retiro.

Pero no la quería el Señor tan escondida. A pesar de su amor a la soledad, se vio precisada a rendirse a las visibles señales que dio a la joven Coleta el Señor, de ser voluntad suya que saliese de aquella celda para ocuparse en la reforma de las religiosas de Santa Clara. Meditaba un día sobre los medios de que se valdría para agradar a su Celestial Esposo, cuando, arrebatada en éxtasis, se la dio a conocer el lastimoso estado de las religiosas, que, relajadas las Reglas de su profesión, hacían poco caso de cumplir los deberes de su Orden, descubriéndosela al mismo tiempo las penas a que serían condenadas. Derramaba Coleta copiosas lágrimas, meditando todo esto, cuando la pareció ver a la Virgen Santísima y al patriarca San Francisco, quienes, tomándola por la mano, se la proponían a Jesucristo como instrumento proporcionado para restablecer el espíritu de la primitiva observancia entre las religiosas franciscanas, que no observaban ya la Regla.     

Aunque nuestra santa doncella deseaba con vehemencia ver reformado el fervor antiguo entre sus hermanas de religión, carecía por sí misma de facultad para emprender tan importante reforma. El título de reformadora y de superiora asustaba su modestia y detenía su celo; y, aunque era muy obediente a su confesor, en este punto no fue posible vencerse hasta que, viéndose de repente muda y ciega, en castigo de su resistencia, como se lo habían pronosticado, conociendo claramente la voluntad de Dios, se sometió al fin, y al instante recobró la vista y el habla.

Animada con tan visible prueba de la voluntad divina; asistida de los prudentes consejos de Fray Enrique de la Beaume, gran siervo de Dios del Orden de San Francisco, y ayudada con los socorros que le dio la piadosa señora de Brisay, salió de su retiro en dirección a Niza de la Provenza, y fue a verse con Don Pedro de Luna, que había tomado el nombre de Benedicto XIII (Anti-Papa), a quien ella reconocía por legítimo Papa (por error), como le reconocía entonces la mayor parte de Francia, y en España San Vicente Ferrer (por error). Fue recibida con singular benevolencia, y consiguió licencia para tomar el hábito de Santa Clara, y para observar la Regla primitiva sin modificaciones, como también para emprender bajo su autoridad la reforma de todos los conventos de la Orden; entendiéndose esto con las que voluntariamente quisiesen abrazarla.

Esto último tuvo al principio grandes dificultades; pero habiendo muerto en breve, arrebatados por la peste, que entonces causaba muchos estragos, todos los que principalmente se oponían á la reforma. Benedicto XIII (Anti-Papa) la nombró abadesa y superiora general de todos los conventos de la Orden de Santa Clara. Hizo Coleta en sus manos la profesión, y le dio el velo el mismo Pontífice (Anti-Papa). Con todo, como siempre sucede con las obras de Dios, apenas habló de reforma nuestra Santa, el mundo se turbó, y toda la Tierra parecía levantarse contra ella. Fue tratada de orgullosa, de hipócrita y de ilusa, y fue tanta la oposición en Francia, que se vio precisada a retirarse a Saboya, donde, protegida por el señor de Beaume, hermano de su confesor, en pocos meses tuvo el consuelo de ver alistadas bajo su santa Regla gran número de fervorosas doncellas. Se extendió luego por Borgoña la utilísima reforma, gloriándose el convento de Besanzón de ser el primero en abrazar el vigor de tan sagrado instituto. De Borgoña regresó Santa Coleta a Francia, donde, calmada la tempestad, hizo en el reino maravillosos progresos en todas partes. Se extendió después la reforma por los Países Bajos, y más allá de las márgenes del Rin, hasta dejar a la espalda las elevadas cumbres de los Pirineos.

No satisfecha con los muchos conventos antiguos que redujo a la primitiva observancia, fundó de nuevo por sí misma diez y ocho con el título de Clarisas Pobres, por la pobreza evangélica que en ellos se profesaba. Fácil es comprender los sinsabores, las mortificaciones y los trabajos que la costaría introducir la reforma, luchando con costumbres arraigadas, tenidas por muy santas. Le dieron mucho que padecer seglares, religiosos y hasta prelados; pero todo lo llevó con valor y heroico sufrimiento, pensando siempre en el santo fin que perseguía.

De esta manera se fundó y propagó por toda Europa, aun en vida de Coleta, la famosa reforma, que fue como segundo nacimiento de la religión de Santa Clara. Hasta mediados del siglo pasado se conservaba el verdadero espíritu de su primitivo instituto en todo su vigor, y se veían resucitados en esos tiempos los grandes ejemplos de perfección, que admiraba el mundo en jóvenes ilustres de complexión deli­cada, las cuales, sepultadas en oscuro retiro, observaban los rigores de la penitencia, haciéndose invisibles a las criaturas y aspirando únicamente a ser vistas por los ojos del Creador. Esto se debió en parte al celo, a los sudores y a la virtud eminente de Santa Coleta.

Cuarenta años hacía que trabajaba en fundar por todas partes nuevas colonias de almas seráficas, cuando el Señor le dio a entender que se acercaba el fin de su gloriosa carrera. Hizo esfuerzos para renovar su fervor, y después de haber recibido con extraordinaria devoción los Sacramentos, entregó dulcemente su espíritu en manos de su Creador, en Gante, ciudad de Flandes, el 6 de Marzo del año 1446 (ahora obedeciendo el reinante verdadero Papa, Eugenio IV), a los sesenta y seis de edad, dejando a sus Hijas tan edificadas con sus heroicas virtudes, como afligidas por su dolorosa ausencia. Ilustró Dios en vida la santidad de su sierva con el don de profecía, y en muerte la declaró con la gracia de milagros. En el mismo siglo en que murió fue beatificada por el papa Sixto IV, por vivæ vocis oráculo, y Urbano VII, en el siglo XVII, dio licencia para que se celebre su fiesta en toda la religión de San Francisco.

Cada día obra el Señor nuevos milagros en el sepulcro de su sierva. Cuando se abrió el año 1536, por orden y en presencia del obispo de Sarepta, observó este, y lo hizo observar a los demás presentes, que chorreando agua la bóveda por todas partes, por su gran humedad, no caía una sola gota sobre las preciosas reliquias de Santa Coleta; y el paño de damasco blanco en que estaban envueltas se halló tan entero y tan fresco casi como en el día en que se puso. La canonizó el papa Pío VII, en 1807.

6 de marzo SANTAS PERPETUA Y FELICIDAD, MÁRTIRES

 


Giovanni Gottardi, Martirio de Santas Perpetua
y Felicidad 1780- 90, Pinacoteca Faenza


GLORIA DE ESTE DÍA. — La fiesta de estas dos ilustres heroínas de la fe cristiana correspondía en las iglesias que les fueron consagradas, al día siguiente del aniversario de su triunfo; pero la festividad de Santo Tomás de Aquino, el 7 de marzo, eclipsaba la de las dos mártires africanas. La santa Sede, al elevar en toda la Iglesia su festividad al grado de rito doble, mandó anticipar un día su solemnidad; por eso la Liturgia propone hoy a la admiración del lector cristiano el espectáculo de que fue testigo la ciudad de Cartago en el año 202 o 203. Nada hay más propio para hacernos comprender el verdadero espíritu del Evangelio, sobre el cual debemos reformar en estos días nuestros sentimientos y nuestra vida. Estas dos mujeres, estas dos madres, han soportado los mayores sacrificios; Dios les pide sus vidas y algo más que sus vidas; y obedecen con la sencillez y magnanimidad que hizo de Abrahán Padre de los creyentes.

LA FUERZA EN LA DEBILIDAD. — Observa San Agustín que los dos nombres son un presagio de la suerte que el cielo les reserva: una perpetua felicidad. El ejemplo que dan del valor cristiano es ya de por sí una victoria que asegura el triunfo de la fe de Cristo sobre la tierra africana. Algunos años más y la voz de San Cipriano se dejará oír elocuente, llamando a los cristianos al Martirio; pero aún más elocuente y penetrante son las páginas escritas por la mano de mujer de 22 años, que nos relata con una sencillez celestial las pruebas por las que ha tenido que pasar para llegar a Dios, y que al momento de ir al anfiteatro, entrega a otra pluma con la que debería escribir el desenlace de su sangrienta tragedia.

Al leer tales escritos, cuyo encanto y grandeza no han alterado los siglos, se siente uno en presencia de nuestros antepasados en la fe, se admira el poder de la gracia divina que suscita tal valor en el seno mismo de una sociedad idólatra y corrompida; y considerando qué genero de héroes emplea Dios para quebrantar la formidable resistencia del mundo pagano, no se puede por menos de decir con San Juan Crisóstomo: "Me agrada leer las Actas de los Mártires; pero tengo atracción particular por las que cuentan los combates que han sostenido las mujeres cristianas. Cuanto más débil es el luchador, más gloriosa es la victoria; pues entonces el enemigo ve venir su derrota por la parte que triunfaba hasta entonces; por la mujer nos venció y ahora por ella es vencido. En sus manos fue una arma vuelta contra nosotros; mas ella viene a ser la espada que le traspasa. Al principio la mujer pecó, y como precio de su pecado se la da la muerte; el mártir muere, pero muere para no pecar ya más. Seducida por una promesa mentirosa la mujer viola el precepto de Dios; el mártir, para no infringir su felicidad para con su divino bienhechor. "Qué escusa presentará el hombre ahora para que se le perdone su molicie, cuando débiles mujeres despliegan un valor tan varonil, cuando se las ha visto débiles y delicadas triunfar de la inferioridad de su sexo, y fortalecidas por la gracia llevar a cabo victorias tan brillantes… "

Las Actas de estas dos mártires reproducen los principales hechos de sus combates; se quiere ver en ellas un fragmento del propio relato de Santa Perpetua. Sin duda inspirará a más de un lector el deseo de leer enteramente, en las Actas de los Mártires, lo demás de este magnífico testamento de nuestra heroína.

El emperador Severo, detuvo en Cartago, África, a muchos catecúmenos: entre otros a Revocato y Felicidad, los dos de humilde condición; también a Saturnino y Segundo; entre ellos se encontraban también Vibia Perpetua, mujer joven de familia distinguida, educada con esmero, casada con un hombre de aristocrática condición, teniendo un niño de pecho. Contaba alrededor de 22 años de edad, y nos ha dejado el relato de su martirio escrito por su propia mano. "Estábamos aún con nuestros perseguidores, dice, cuando mi padre, con el cariño que me tiene, hace nuevos esfuerzos para inducirme a cambiar de resolución. ‘Padre mío, le digo yo, no me es posible decir otra cosa sino la verdad: soy cristiana’."

Al oír estas palabras, lleno de cólera se arroja sobre mí para arrancarme los ojos; pero no hace más que maltratarme y se retira vencido, lo mismo que el demonio y todos sus satélites. Pocos días después nos bautizan. El Espíritu Santo me inspiró entonces que no debía pedir otra cosa sino la paciencia en las penas corporales.

Poco después nos encerraron en la prisión. Sufrí primeramente un pasmo. No había estado nunca en tinieblas como las de este calabozo. Después de algunos días, corrió el rumor de que íbamos a ser interrogadas. Mi padre llegó de la ciudad, abrumado de tristeza, y se vino junto a mí para hacerme renunciar a mi intento. Me dijo: "Hija mía, ten compasión de mis canas, ten piedad de tu padre; si es que merezco llamarme tu padre. Mira a tus hermanos, mira a tu madre, mira a tu hijo que no podrá vivir si tú mueres. Deja ese orgullo y no seas la causa de nuestra pérdida." Mi padre me decía todas estas cosas por cariño; después se arrojó a mis pies, bañado en lágrimas, llamándome no su hija sino su señora. Sentía yo la ancianidad de mi padre, pensando que sería el único de toda la familia que no se alegraría de mi martirio. Le dije para fortalecerle: "De todo esto no sucederá más que lo que Dios quiera. Sepa que no dependemos de nosotros sino de Él." Y se retiró agobiado de tristeza.

Un día, cuando comíamos, nos sacaron para sufrir el interrogatorio. Llegamos al foro, subimos al estrado. Mis compañeros fueron interrogados y confesaron. Cuando me llegó la vez a mí apareció mi padre con mi hijo; me apartó y me dijo suplicante: "Ten piedad de tu hijo." El procurador Hilario me decía también: "Apiádate de la vejez de tu padre y de la tierna edad de tu hijo; sacrifica a los emperadores." Respondí: "No lo haré, soy cristiana." Entonces el juez pronunció la sentencia por la que se me condenaba a las fieras y entramos gozosas a la prisión. Como alimentaba a mi hijo y le había tenido hasta entonces en la prisión conmigo, envié a pedirle a mi padre; mas no quiso devolvérmele. Dios quiera que el niño no pida ya más de mamar, y que yo no sea incomodada por mi leche." Todo esto está sacado del relato de Santa Perpetua, que llevó hasta la víspera del combate.

En cuanto a Felicidad, se hallaba encinta de ocho meses cuando fue apresada. Estando cercano el día de los espectáculos, lloraba inconsolable, previendo que su preñez difiriera su martirio. Sus compañeros no estaban menos afligidos que ella al pensar que dejarían sola en el camino de la esperanza celeste a una compañera tan excelente. Hicieron, pues, sus instancias y sus lágrimas ante Dios para obtener su alumbramiento. Faltaban tres días para los espectáculos. Apenas acabaron su oración cuando Felicidad se sintió presa de agudos dolores. Como el parto era difícil, el sufrimiento le arrancaba lamentos, y le dijo un carcelero: "Si lloras ya, ¿qué será cuando seas expuesta a las bestias que has desafiado al no querer sacrificar?” Ella respondió: "Ahora soy yo quien sufro, pero entonces habrá otro que sufrirá por mí, porque debo sufrir por Él. Dio a luz una niña que fue adoptada por una de nuestras hermanas.

Llegó el día de la victoria. Los mártires salieron de la prisión para el anfiteatro como para el cielo, con el rostro gozoso e inundado de felicidad celestial, conmovidos por el gozo, no por el temor. Perpetua caminaba la última; sus rasgos respiraban tranquilidad y su porte digno como el de una noble matrona amada por Cristo. Tenía los ojos bajos para sustraer su brillo a los espectadores. Felicidad estaba junto a ella, llena de gozo por haber dado a luz a tiempo para combatir con las bestias.

Una vaca feroz les había preparado el diablo. Se les envolvió en una red para exponerlas a esta bestia; Perpetua fue la primera. La bestia la lanzó al aire y cayó de espaldas. La mártir, vuelta en sí, al darse cuenta de que su vestido estaba rasgado de arriba abajo, le unió de nuevo, más codiciosa del pudor que sensible a los sufrimientos. Se la volvió para recibir una nueva embestida; y ella entonces se ató los cabellos que tenía desaliñados; pues no convenía que una mártir, el día de su victoria, tuviese los cabellos esparcidos y mostrase duelo en momentos tan gloriosos. Cuando se hubo levantado y viendo a Felicidad, a quien la embestida la había herido, tirada en tierra, fue a ella y dándola la mano la ayudó a levantarse.

Ambas se presentaron para un nuevo ataque; mas el pueblo se compadeció de ellas y se las condujo a la puerta Sanavivaria. Entonces Perpetua saliendo como de un sueño (tan profundo había sido el éxtasis de su espíritu), echando una mirada en torno suyo, dijo con gran sorpresa de todos: “¿Cuándo nos van a exponer a esta vaca furiosa?” Cuando se la relató todo lo ocurrido, no lo creyó hasta después de haber visto, en sus vestidos, las huellas de lo que había sufrido. Entonces mandando acercarse a su hermano y a un catecúmeno, llamado Rústico, les dijo: "Permaneced firmes en la fe, amaos unos a otros y no os escandalicéis de nuestros sufrimientos."

En cuanto a Segundo, Dios le había retirado de este mundo cuando estaba aún en la prisión. Saturnino y Revocato, después de ser atacados por un leopardo, fueron arrastrados por un oso. Saturnino resultó expulsado de su jaula, de suerte que el mártir, libre dos veces, fue retirado. Al final del espectáculo, fue expuesto a un leopardo que de una dentellada le cubrió de sangre. El pueblo, al darse cuenta, haciendo una alusión a este segundo bautismo exclamó: ¡Salvado, lavado! ¡Salvado, lavado! Inmediatamente se trasladó al mártir moribundo al lugar donde debía ser degollado con los otros. El pueblo pidió que no se les volviese a llevar al anfiteatro para saciar sus miradas homicidas viéndoles morir bajo la espada. Los Mártires se levantaron y fueron a donde les pedía el pueblo, después de haberse abrazado para sellar su martirio con el beso de la paz. Recibieron el golpe mortal sin hacer ningún movimiento y sin dejar escapar suspiro alguno; sobre todo Saturnino que fue el primero en morir. A Perpetua, para que sintiese algún dolor, la hirió el gladiador en la espalda y le hizo dar un grito. Ella misma llevó a su garganta la mano aún novicia de este aprendiz. Sin duda fue porque esta mujer sublime no podía morir de otro modo puesto que el espíritu inmundo la temía y no habría osado a atentar contra su vida si ella no hubiese consentido.

Nota sobre la composición de las Actas

"Cuando se lee este célebre trozo de exaltación tan ardiente y pura, una sencillez tan impresionante y graciosa, apenas salpicada aquí y allí por alguna sospecha de retórica, fácilmente se da uno cuenta de su contextura. El capítulo primero es un prólogo del redactor que ha reunido las diversas partes de la narración. En el capítulo segundo este redactor relata brevemente el arresto simultáneo de Vibia Perpetua, una joven de 22 años, docta y de noble familia; de dos jóvenes Saturnino y Segundo y finalmente de dos esclavos Revocato y Felicidad, todos ellos catecúmenos. (Un poco más tarde se entregará espontáneamente cierto Saturnino, que fue quien le instruyó en la doctrina, cristiana). A continuación declara que va a dejar la palabra a Perpetua, que escribió ella misma la narración de sus sufrimientos. —La narración es de Santa Perpetua; llega hasta el § X y concluye observando que se halla en la víspera de su muerte y que por tanto a otro toca si le place, el narrar lo sucedido en el anfiteatro. Al principio del § XI vuelve a tomar la pluma el redactor, pero sólo por un momento: no hace más que atraer la atención sobre la descripción que hace el mismo Saturnino de las visiones con que ha sido favorecida durante la prisión. Toda la parte última de las Actas desde el § XIV es del redactor que, atendiendo a los deseos o mejor dicho al testamento de Perpetua, describe las luchas admirables de los mártires, su muerte sangrienta y, en una peroración de espíritu análogo al que respira el prólogo, pone de relieve la lección que se desprende de estos ejemplos.

Es necesario representarse las cosas poco más o menos así: Perpetua y Saturnino tuvieron tiempo en la cárcel para relatar en una corta narración los sufrimientos que soportaron y sobre todo los "carismas" que recibieron de Dios. Estas notas caen en manos de un testigo de su suplicio, que saca enseñanzas complementarias de lo que no pudo ver con sus propios ojos, terminando la narración de los mártires; y de estos elementos diversos, forma un todo, que encierra en una exhortación moral y religiosa. Por tanto, hay que distinguir dos partes en las Actas: la parte del compilador y la parte compuesta por los mismos mártires.

Creo que el redactor se puede identificar decididamente con Tertuliano. Es su estilo, son sus mismas palabras... El texto debió ser redactado entre el 202, 203, fecha del suplicio de los mártires." (Pedro de Labriolle, Historia de la literatura latina cristiana.)

Perpetua, mientras estaba encarcelada, tuvo varias visiones, las cuales transcribió en su diario. Así relató una de ellas:

«Pocos días después, mientras estaba yo orando, se me escapó el nombre de Dinócrates (su hermano de sangre que había muerto a los siete años). La cosa me sorprendió mucho, pues yo no estaba pensando en él. Al punto comprendí que debía orar por él y así lo hice con gran fervor e insistencia… ».

Gracias a este precioso relato escrito, podemos saber cuán valioso era, ya desde el tiempo de los primeros cristianos, la oración a los fieles difuntos y a las almas del purgatorio.

 

SANTA PERPETUA. — La cristiandad entera se postra ante ti, oh Perpetua; más aun: todos los días, el sacerdote en el altar pronuncia tu nombre, entre los nombres privilegiados que merecieron estar ante la sagrada víctima; así tu memoria está asociada para siempre a la inmolación de Cristo, a quien manifestaste tu gran amor derramando tu sangre. Pero ¡cuán grande beneficio se ha dignado concedernos permitiéndonos penetrar los sentimientos de tu alma generosa en esas bellísimas páginas escritas por tu propia mano, y que han llegado a nosotros a través de los siglos! En ellas aprendemos cómo este amor "es más fuerte que la muerte" (Cantar de los Cantares VIII, 6), y te hizo triunfar en todos tus combates. Aun el agua bautismal no había regado tu frente y ya estabas alistada entre los mártires. Pronto tuviste que soportar los asaltos de un padre y triunfar de la ternura filial natural para salvaguardar la que debías a este otro Padre que está en los cielos. Tu corazón maternal no tardó en verse sometido a la más terrible de las pruebas, cuando te arrebataron, como nuevo Isaac, el niño al que diste de mamar en las oscuras bóvedas de un calabozo, y te quedaste sola en la víspera del último combate.

"¿Dónde estabas, diremos con San Agustín, cuando ni siquiera veías esa bestia feroz a la que fuiste expuesta? ¿De qué delicias gozabas, hasta el punto de hacerte insensible a tales dolores? ¿Qué amor te embriagaba? ¿Qué belleza celeste te cautivaba? ¿Qué bebida te había arrebatado el sentimiento de las cosas de la tierra, a pesar de que estabas aún atada con las cadenas de un cuerpo mortal?". Pero el Señor te había preparado para el sacrificio. Así se comprende que tu vida llegase a ser celestial y que tu alma, habitada ya por el amor con que Jesús te había pedido todo y al que diste todo, fueses desde entonces como extranjera a este cuerpo que tan pronto habías de abandonar. Una atadura te retenía aún, y la espada la había de romper; pero con el fin de que tu inmolación fuese voluntaria, hasta el fin se necesitaba que tú misma llevases esta espada libertadora que abriría el paso a tu alma hacia el Bien soberano. ¡Oh mujer verdaderamente fuerte, enemiga de la serpiente infernal y objeto de su odio, tú la has vencido! Desde hace tantos siglos tu corazón tiene el privilegio de hacer latir a todo corazón cristiano.

SANTA FELICIDAD. — Recibe también tú nuestros homenajes, Felicidad, porque has sido digna de ser compañera de Perpetua. En el siglo, ella brillaba en la categoría de las matronas de Cartago; pero, a pesar de tu condición servil, el bautismo la hizo tu hermana y fuisteis juntas al combate del martirio. Apenas se levantaba de sus caídas violentas corría a ti y tú le tendías la mano; la mujer noble y la sierva se confundieron en el abrazo del martirio, y los espectadores del teatro podían ya prever que la nueva religión encerraba en sí misma una virtud en cuya fuerza haría desaparecer la esclavitud.

¡Oh Perpetua y Felicidad! Pedid que no desaprovechemos vuestros ejemplos y el pensamiento de vuestros heroicos sacrificios nos sostenga en los pequeños que el Señor exige de nosotros. Rogad también por nuestras nuevas Iglesias que surgen en África; se encomiendan a vosotras; bendecidlas y haced que florezcan la fe y las costumbres cristianas por vuestra intercesión.

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