Han pasado por fin los cuarenta días de la Purificación de María, y ha
llegado el momento de subir al Templo del Señor para presentar en él a Jesús.
Antes de seguir al Hijo y a la Madre en este viaje a Jerusalén, detengámonos
todavía un momento en Belén, y meditemos con amor y docilidad los misterios que
van a realizarse.
LA LEY DE MOISÉS. — La Ley del
Señor mandaba que las mujeres de Israel, después de su alumbramiento,
permaneciesen cuarenta días sin acercarse al templo; terminado este plazo,
debían ofrecer un sacrificio para quedar purificadas. Consistía éste en un
cordero, destinado a ser consumido en holocausto; a él debía juntarse una
tórtola o una paloma, ofrecidas por el pecado. Y si la madre era tan pobre que
no podía disponer de un cordero, había permitido el Señor que lo reemplazase
por otra tórtola u otra paloma.
Otro precepto divino declaraba propiedad del Señor a todos los
primogénitos, y ordenaba la manera de rescatarlos. El precio del rescate eran
cinco siclos, que en el peso del santuario, representaban cada uno veinte
óbolos.
OBEDIENCIA DE JESÚS
Y DE MARÍA. — María, hija de Israel, había dado a luz; Jesús era su primogénito,
¿Permitiría que cumpliese la Ley, el respeto debido a tal nacimiento y a tal
primogénito? Si consideraba María las razones que habían movido al Señor a
obligar a las madres a purificarse, podía ver claramente que aquella ley no
rezaba con ella, ¿qué relación podía tener con las esposas de los hombres la
que era santuario purísimo del Espíritu Santo, Virgen al concebir a su Hijo,
Virgen en su inefable alumbramiento, siempre pura, pero más pura aún después de
haber llevado en su seno y haber dado al mundo al Dios de la santidad? Si
miraba la condición de su Hijo, aquella majestad del Creador y del soberano
Señor de todas las cosas, que se había dignado nacer de ella, ¿cómo había de
pensar que semejante Hijo pudiera estar sujeto a la humillación del rescate,
como un esclavo que no se pertenece a sí mismo?
Con todo eso, el Espíritu que moraba en María, le revela que debe
cumplir con este doble precepto. Es necesario, a pesar de su dignidad de Madre
de Dios, que se mezcle con la multitud de las madres ordinarias que acuden al
Templo, para recobrar en él, con un sacrificio, la pureza perdida por éstas.
Además el Hijo de Dios e Hijo del hombre debe ser considerado en todo como un
siervo; es preciso que sea rescatado a este título, como el título de los hijos
de Israel. María adora profundamente esta soberana voluntad y se somete a ella
de todo corazón.
Los designios del Altísimo habían determinado que el Hijo de Dios no se
revelara a su pueblo sino por grados. Después de treinta años de vida oculta en
Nazaret, donde como dice el Evangelista, era tenido como hijo de José, un gran
Profeta debía anunciarle a los Judíos llegados al Jordán para recibir en él el
bautismo de penitencia. Pronto sus obras y milagros darían testimonio de Él.
Después de las afrentas de su Pasión, resucitaría glorioso, confirmando de este
modo la verdad de sus profecías, la eficacia de su Sacrificio, y también su
propia divinidad. Hasta entonces casi todos los hombres ignoraban que la tierra
poseía a su Salvador y a su Dios. Los pastores de Belén no habían recibido
orden, como más tarde los pescadores de Genesaret, de llevar la Buena Nueva
hasta las extremidades de la tierra; los Magos habían vuelto a Oriente, sin
pasar por Jerusalén, conmovida un momento con su llegada. Semejantes prodigios,
que tanta trascendencia tuvieron para la Iglesia después de realizada la misión
de su Divino Jefe, no habían hallado eco, ni fiel recuerdo, sino en el corazón
del algunos verdaderos Israelitas que esperaban la salvación por medio de un
Mesías pobre y humilde; el Nacimiento de Jesús en Belén debía permanecer
ignorado de la mayor parte de los Judíos, pues los Profetas habían anunciado
que se le llamaría Nazareno.
El plan divino había exigido que María fuese la Esposa de José, como
amparo de su virginidad a los ojos del pueblo; exigía también que esta purísima
Madre acudiese como las demás mujeres de Israel a ofrecer el sacrificio de la
purificación, por el nacimiento del Hijo, que debía ser presentado en el templo
como hijo de María, la esposa de José. De este modo se complace la divina
Sabiduría en manifestar que sus pensamientos no son nuestros pensamientos, y
echa por tierra nuestros vanos prejuicios, en espera del día en que descorra el
velo y se muestre a las claras a nuestros maravillados ojos.
María acató amorosamente la voluntad divina en esta como en las demás
circunstancias de su vida. No pensó la Santísima Virgen que obraba contra la
honra de su hijo, ni contra el mérito de su propia integridad, al acudir en busca
de una externa purificación que no necesitaba. En el Templo, fue la esclava del
Señor, como lo había sido en su casita de Nazaret, cuando la visita del Ángel.
Obedece a la Ley, porque las apariencias la declaran sujeta a ella. Su Dios y
su Hijo se sometía al rescate como el último de los hombres; había obedecido ya
al edicto de Augusto para el censo universal; debía ser "obediente hasta
la muerte, y muerte de cruz" la Madre y el Niño se humillaron al mismo
tiempo; y el orgullo del hombre recibió este día una de las más grandes
lecciones que se le han dado.
EL VIAJE. — ¡Admirable
viaje el de María y José, desde Belén a Jerusalén! Va el divino Niño en brazos
de su Madre, quien le aprieta contra su corazón a través de todo el trayecto.
El cielo, la tierra, la naturaleza entera quedan santificados por la dulce
presencia de su Creador. Los hombres por entre quienes pasa aquella madre
cargada con tan tierno fruto, la consideran unos con indiferencia, otros con
simpatía, pero ninguno sospecha siquiera, el misterio que ha de salvarlos a
todos.
José lleva el don que debe ofrecer la madre al sacerdote. Su pobreza no
les ha permitido comprar un cordero; por lo demás, ¿no es Jesús el Cordero de
Dios que quita los pecados del mundo? La Ley señala la tórtola o la paloma para
suplir la ofrenda que no podía presentar una madre pobre. Lleva también José
los cinco siclos, precio del rescate del primogénito; porque realmente es el
Primogénito, el Hijo único de María, el que se dignó hacernos hermanos suyos, y
participantes de la naturaleza divina al asumir la nuestra.
JERUSALÉN. — Por fin entra
la sagrada familia en Jerusalén. Visión de Paz significa el nombre de esta
ciudad; el Salvador va a ofrecer la paz con su presencia. Admiremos qué
magnífica progresión existe en los nombres de las tres ciudades que se
relacionan con la vida mortal del Redentor. Es concebido en Nazaret, que
significa La Flor, porque como dice
el Cantar de los Cantares, Él es la flor de los campos y el lirio de los
valles; su divino aroma nos encanta. Nace en Belén, La Casa del Pan, para ser alimento de nuestras almas. En Jerusalén
se ofrece sobre la cruz en sacrificio, y con su sangre, restablece la paz entre
el cielo y la tierra, la paz entre los hombres, la paz en nuestras almas. Hoy,
como veremos en seguida, nos va a dar las arras de esta paz.
EL TEMPLO. — Prestemos
atención, mientras sube María las gradas del Templo, llevando consigo cual Arca
viva, su divina carga; porque va a realizarse una de las más célebres
profecías, una de las que mejor manifiestan uno de los principales caracteres
del Mesías. Al traspasar el umbral del Templo, Jesús, concebido de una Virgen,
nacido en Belén conforme estaba anunciado, adquiere un nuevo título a nuestra
adoración.
Este Templo no es ya el célebre de Salomón, que fue
presa de las llamas en tiempo de la cautividad de Judá. Es el segundo Templo construido
a la vuelta de Babilonia; su esplendor no ha llegado a la magnificencia del
antiguo. Por segunda vez será derruido antes de finalizar el siglo; y se
comprometerá la palabra del Señor, para que no quede piedra sobre piedra. Ahora
bien, el Profeta Ageo, para consolar a los Judíos vueltos del destierro, que se
lamentaban de no poder elevar al Señor una casa semejante a la edificada por
Salomón, les dijo las siguientes palabras que debían servir para fijar la época
de la venida del Mesías: "Anímate, Zorobabel, dice el Señor; anímate,
Jesús, hijo de Josedec Sacerdote supremo; anímate pueblo de la región, porque
mira lo que dice el Señor: Un poco más de
tiempo y conmoveré el cielo y la tierra, y conmoveré todas las naciones, y
vendrá el Deseado de todos los pueblos, y llenaré de gloria esta casa. Y la
gloria de esta segunda casa será mayor que la de la primera, y en este lugar
daré la paz, dice el Señor de los ejércitos."
Ha llegado ya la hora de la realización de esta profecía. El Emmanuel ha
salido de su descanso de Belén, se ha manifestado en público y ha venido a
tomar posesión de su casa en la tierra; con su sola presencia en el recinto del
segundo Templo, ha sobrepasado con mucho la gloria del Templo de Salomón. Aún
ha de visitarlo varias veces; pero, para el cumplimiento de la profecía, es
suficiente la entrada que hace hoy en brazos de su Madre; desde este momento
comienzan a desvanecerse las sombras y las figuras que envolvían a este templo,
al calor de los rayos del Sol de la verdad y de la justicia. La sangre de las víctimas
teñirá aún algunos años los cuernos del altar; pero el Niño que lleva en sus
venas la sangre de la Redención del mundo se adelanta ya en medio de todas esas
víctimas degolladas, hostias impotentes. Entre la multitud de sacrificadores,
en medio de aquella turba de hijos de Israel que se aglomera en los diversos
apartados del Templo, algunos aguardan al Libertador, y saben que la hora de la
libertad está próxima; pero ninguno de ellos se ha dado cuenta de que en aquel
preciso momento ha entrado en la casa de Dios el Mesías.
No obstante eso, no debía cumplirse un acontecimiento tan extraordinario
sin que obrase el Eterno un nuevo prodigio. Los pastores habían sido llamados
por el Ángel, la estrella había atraído a Belén a los Magos del Oriente; ahora
el mismo Espíritu Santo va a proporcionarnos un testimonio nuevo e inesperado.
EL SANTO ANCIANO. — Vivía en
Jerusalén un anciano, y su vida tocaba ya a su fin; mas, este varón de deseos,
llamado Simeón, había sabido mantener viva en su corazón la esperanza del
Mesías. Presumía que se acercaba ya su tiempo, y en premio a su esperanza, el
Espíritu Santo le había hecho sentir que no se cerrarían sus ojos sin haber
visto aparecer en el mundo la luz divina. Al tiempo que María y José subían las
gradas del Templo, llevando al altar al Niño de la promesa, Simeón se siente
movido interiormente por la fuerza del Espíritu divino; sale de su casa y se
dirige hacia el Templo. Ante el umbral de la casa de Dios, sus ojos han
reconocido a la Virgen profetizada por Isaías, y su corazón vuela hacia el Niño
que tiene en sus brazos.
María, advertida por el mismo Espíritu, deja acercarse al anciano;
deposita en sus trémulos brazos el tierno objeto de su amor y la esperanza de
la salvación de los hombres. ¡Feliz Simeón, símbolo del mundo antiguo, envejecido
en la espera y próximo a fenecer! Apenas ha recibido el dulce fruto de la vida
cuando se renueva su juventud como la del águila; se realiza en él la
transformación que debe también operarse en la raza humana. Se abre su boca,
resuena su voz, y da testimonio como los pastores en la región de Belén, como
los Magos del lejano Oriente. "Oh Dios, dice, mis ojos han visto ya al
Salvador que tenías preparado. Por fin luce la luz que ha de iluminar a los
Gentiles, y que ha de ser la gloria de tu pueblo de Israel."
LA PROFETISA ANA. — Mas he aquí que
se acerca también la piadosa Ana, hija de Fanuel, movida por el mismo Espíritu.
Los dos ancianos, representantes de la antigua sociedad, unen sus voces y
celebran la venida del Niño que va a renovar la faz de la tierra, y la
misericordia de Dios que da por fin la paz al mundo.
En esa paz tan deseada va a dormirse Simeón. Oh Señor, ya puedes dejar
marchar en paz a tu siervo, según tu palabra, dice el anciano; y en seguida su
alma, libre de los lazos corporales, va a llevar a los elegidos que descansan
en el seno de Abrahán la noticia de la paz que ha aparecido en la tierra, y que
pronto les abrirá los cielos. Ana sobrevivirá todavía algún tiempo a esta
grandiosa escena; según el Evangelista, es necesario que anuncie la realización
de las promesas a los Judíos espirituales que esperaban la Redención de Israel.
Había que entregar a la tierra una semilla; la arrojaron los pastores, los
Magos, Simeón y Ana; a su tiempo germinará; y cuando hayan transcurrido los
años oscuros que deberá pasar el Mesías en Nazaret, y venga ya para la
recolección, podrá decir a sus discípulos: Mirad cómo blanquea en los campos el
trigo ya maduro: rogad al Señor de la mies para que envíe operarios para la
recolección.
Devuelve, pues, el feliz anciano a los brazos de la purísima Madre, al
Hijo que ésta va a ofrecer al Señor. Presentan las aves al sacerdote, quien las
sacrifica en el altar, entregan el precio del rescate; han realizado una
obediencia perfecta; después de tributar sus homenajes al Señor, baja María las
gradas del Templo, estrechando contra su corazón al divino Emmanuel, acompañada
por su fiel esposo.
LITURGIA. — Este es el
misterio del día cuadragésimo, que cierra el Tiempo de Navidad con la fiesta de
la Purificación de la Santísima Virgen. La Iglesia Griega y la de Milán colocan
esta fiesta entre las de Nuestro Señor; pero la Iglesia Romana la considera
como de la Santísima Virgen. Indudablemente el Niño Jesús es hoy ofrecido en el
Templo y rescatado, pero es con ocasión de la Purificación de María; la ofrenda
y el rescate son como una consecuencia. Los más antiguos Martirologios y
Calendarios del Occidente señalan esta fiesta con el título que hoy tiene;
lejos de oscurecerse la gloria del Hijo por los honores que la Iglesia concede
a la Madre, más bien recibe un nuevo acrecentamiento, pues Él es el principio
único de todas las grandezas que veneramos en ella.
LA BENDICION DE LAS CANDELAS
ORIGEN HISTÓRICO. — Después del
Oficio de Tercia, realiza hoy la Iglesia la solemne bendición de las Candelas,
una de las tres principales de todo el año: las otras dos son la de Ceniza y la
de Ramos. Esta ceremonia tiene relación directa con el día de la Purificación de
la Santísima Virgen, de manera que si en el día dos de febrero cae una de las
Dominicas de Septuagésima, Sexagésima o Quincuagésima, se traslada la fiesta al
día siguiente, pero la bendición de las Candelas y la Procesión que es su
complemento, permanecen fijas en el dos de febrero.
Con el fin de unir bajo un mismo rito las tres grandes Bendiciones de
que hablamos, ha ordenado la Iglesia el uso del color morado para la de las
Candelas, el mismo que emplea en la de Ceniza y Ramos: de este modo, la función
que sirve para señalar el día en que se realizó la Purificación de María, debe
llevarse a cabo todos los años el día dos de febrero, sin por eso variar el
color prescrito en las tres Dominicas de que hemos hablado.
LA INTENCIÓN DE LA
IGLESIA, — Es difícil señalar el origen histórico de una manera precisa.
Según Baronio, Thomassin, Baillet, etc., habría sido instituida a fines del
siglo V por el Papa San Gelasio (492-496), para dar un sentido cristiano a la
antigua fiesta de los Lupercales, de la que el pueblo romano conservaba aún
ciertas prácticas supersticiosas.
Al menos es cierto que San Gelasio suprimió los últimos restos de la
fiesta de los Lupercales, que se celebraba en el mes de febrero. Inocencio III,
en uno de sus Sermones sobre la Purificación, nos dice que la celebración de la
ceremonia de las Candelas el día dos de febrero se debe a la sabiduría de los
Pontífices Romanos, quienes sustituyeron con el culto de la Santísima Virgen
los restos de cierta práctica religiosa de los antiguos romanos, que encendían
antorchas en recuerdo de las teas, a cuyo fulgor, según cuenta la fábula, había
recorrido Ceres las cumbres del Etna, buscando a su hija Proserpina, robada por
Plutón; pero en el Calendario de los antiguos Romanos no se halla fiesta alguna
en honor de Ceres en el mes de febrero. Nos parece, pues, más exacto adoptar la
opinión de D. Hugo Menard, Rocca, Henschenius y Benedicto XIV, quienes piensan
que fue la antigua fiesta, conocida en febrero con el nombre de Amburbalia,
durante la cual los paganos recorrían la ciudad llevando antorchas en sus
manos, y que dio ocasión a los Soberanos Pontífices para substituirla con una
ceremonia cristiana, uniéndola a la celebración de la fiesta en que Cristo, Luz
del mundo, es presentado en el Templo por la Virgen Madre.
MISTERIO. — Desde el siglo
VII los liturgistas han venido dando muchas explicaciones al misterio de esta
ceremonia. Para San Ivo de Chartres, en su Sermón segundo sobre la fiesta que
nos ocupa, la cera de los cirios, extraída del jugo de las flores por las
abejas a las que toda la antigüedad consideró como símbolo de la virginidad,
significa la carne virginal del divino Infante, el cual no quebrantó la
integridad de María, ni en su concepción, ni en su nacimiento. En la llama del
cirio, nos hace ver el santo Obispo la figura de Cristo, que vino a iluminar nuestras
tinieblas. San Anselmo, en sus Enarrationes sobre San Lucas, explicando el
mismo misterio, nos dice que hay que considerar tres cosas en el Cirio: la
cera, la mecha, y la llama. La cera, dice, obra de la abeja virgen, es la carne
de Cristo; la mecha, que es interior, es el alma; la llama que brilla en la
parte superior, es la divinidad.
LAS CANDELAS. — Antiguamente
los mismos fieles llevaban sus cirios a la Iglesia el día de la Purificación,
para que fuesen bendecidos con los que llevan en la Procesión los sacerdotes y
ministros, costumbre que todavía se conserva en muchos sitios. Sería de desear
que los Pastores de almas recomendaran fervientemente esta práctica, y que la
restableciesen o la sostuviesen donde fuera necesario. Tantos esfuerzos como se
han hecho para destruir o al menos empobrecer el culto externo, han traído
insensiblemente como consecuencia la más desoladora tibieza del sentimiento
religioso, cuya fuente única se halla en la Liturgia de la Iglesia. Es
necesario que sepan también los fieles que los cirios bendecidos en el día de
la Candelaria, deben servir no sólo para la Procesión, sino también para uso de
los cristianos, guardándolos con respeto en sus casas, llevándolos consigo, lo
mismo en tierra que sobre las aguas; como dice la Iglesia, atraerán especiales
bendiciones del cielo. También se deben encender estos cirios junto al lecho de
los moribundos, como recuerdo de la inmortalidad que Cristo nos ha merecido, y
como señal de la protección de María.
LA PROCESION
Rebosante de alegría, iluminada por esas múltiples antorchas, movida
como Simeón por el Espíritu Santo, se pone en marcha la Santa Iglesia para
salir al encuentro del Emmanuel. La Iglesia Griega celebra este encuentro con
el nombre de Hypapante, y así llama a la fiesta de este día. Se trata de
representar la Procesión del Templo de Jerusalén, procesión que San Bernardo
comenta así, en su Sermón primero para la Fiesta de la Purificación de Nuestra
Señora:
"En el día de hoy, la Virgen Madre introduce al Señor del Templo en
el Templo del Señor; presenta José al Señor, no un hijo propio, sino el Hijo
amado del Señor, en el que ha puesto Él todas sus complacencias. El justo
reconoce al que esperaba; le canta con sus alabanzas la viuda Ana. Por vez
primera celebraron estas cuatro personas la Procesión, que en adelante había de
ser alegremente festejada en toda la tierra, en todos los lugares y en todas
las naciones. No nos extrañe que haya sido tan pequeña esta primera Procesión;
porque el que allí era recibido se había hecho también pequeño. No apareció en
ella ningún pecador; todos eran justos, santos y perfectos."
Sigamos, pues, sus pasos. Vayamos al encuentro del Esposo como las
Vírgenes prudentes, llevando en nuestras manos las lámparas encendidas con el
fuego de la caridad. Acordémonos del consejo que nos da el Salvador:
"Estén vuestras caderas ceñidas como las de los caminantes; tened en
vuestras manos las antorchas encendidas, y sed semejantes a los que aguardan a
su Señor." (San Lucas XII, 35.) Guiados por la fe e iluminados por el
amor, lograremos encontrarle, le reconoceremos y Él se entregará a nosotros.
Al terminar la Procesión, el Celebrante y los ministros dejan los
ornamentos de color morado y se revisten de los blancos para la Misa solemne de
la Purificación de Nuestra Señora. Pero si en este día cayera una de las tres
Dominicas de Septuagésima, Sexagésima o Quincuagésima, la Misa de la fiesta se
trasladaría, como hemos dicho, al día siguiente.
MISA
En el Introito, la Iglesia canta la
gloria del Templo visitado por el Emmanuel. El Señor es hoy grande en la ciudad
de David, en la montaña de Sión. Simeón, figura de la humanidad, recibe en sus
brazos al que es la misma misericordia que Dios nos envía.
INTROITO
Hemos recibido, oh Dios, tu misericordia en medio de tu templo: como tu
nombre, oh Dios, así ha llegado tu alabanza hasta los confines de la tierra: tu
diestra está llena de justicia. Salmo: Grande es el Señor, y muy laudable: en
la ciudad de Nuestro Dios, en su santo monte. —V. Gloria al Padre.
En la Colecta, pide la Iglesia para
sus hijos la gracia de ser presentados ellos mismos al Señor, como lo fue el
Emmanuel; pero, para que sean favorablemente recibidos por su Majestad
soberana, pide para ellos la pureza de corazón.
ORACION
Omnipotente y sempiterno Dios, imploramos humildemente tu Majestad, para
que hagas que así como tu Hijo unigénito se presentó hoy en el templo en la
sustancia de nuestra carne, así también nos presentemos nosotros a ti con almas
purificadas. Por el mismo Señor.
EPISTOLA
Lección del Profeta Malaquías (III, 1-4.)
Esto dice el Señor Dios: He aquí que yo envío a mi Ángel, y preparará el
camino delante de mi cara. Y en seguida vendrá a su templo el Dominador, a
quien vosotros buscáis, y el Ángel del testamento, a quien vosotros queréis. He
aquí que viene, dice el Señor de los Ejércitos: y ¿quién podrá pensar en el día
de su llegada, y quién se parará a verlo? Porque será como un fuego inflamado,
y como la hierba de los bataneros: y se sentará para derretir y afinar la
plata, y purificará a los hijos de Leví, y los colará como al oro y a la plata:
y ofrecerán al Señor sacrificios con justicia. Y agradará al Señor el
sacrificio de Judá y de Jerusalén, como en los días pasados, y como en los años
antiguos: lo dice el Señor omnipotente.
Todos los Misterios del Hombre Dios
tienden a purificar nuestros corazones. Para que le prepare el camino, envía
por delante a su Ángel, a su Precursor; y Juan nos predica desde el fondo del
desierto: Humillad los collados, rellenad los valles. Viene, por fin, Él mismo,
el Ángel, el Enviado por antonomasia, para sellar su alianza con nosotros; se
acerca a su templo; este templo es nuestro corazón. Es Él semejante a un fuego
ardiente que derrite y purifica los metales. Quiere renovarnos, hacernos puros,
para que seamos dignos de serle presentados, de ser ofrecidos con Él en
perfecto Sacrificio.
No debemos, por tanto, contentarnos
con la admiración de tan altas maravillas, sino comprender, que si se nos
muestran, es únicamente para que obren en nosotros la destrucción del hombre
viejo, y la creación del nuevo. Hemos debido nacer con Jesucristo; ese nuevo
nacimiento cumple ya su cuadragésimo día. Hoy debemos presentarnos con Él por
medio de María, nuestra Madre, a la Majestad divina. Se acerca el momento del
Sacrificio; preparemos una vez más nuestras almas.
En el Gradual canta de nuevo la
Iglesia la Misericordia que ha aparecido en el Templo de Jerusalén, y que
dentro de poco se va a manifestar con más perfección aún en la ofrenda del gran
Sacrificio.
GRADUAL
Hemos recibido, oh Dios, tu misericordia en medio de tu templo: como tu
nombre, oh Dios, así ha llegado tu alabanza hasta los confines de la tierra. —
V . Como lo oímos, así lo hemos visto en la ciudad de nuestro Dios, en su santo
monte.
ALELUYA
Aleluya, aleluya. — V. El anciano llevaba al Niño: mas el Niño regía al
anciano. Aleluya.
En Septuagésima canta la Iglesia, en
lugar del Aleluya, el Tracto siguiente, compuesto todo él con palabras del
anciano Simeón.
TRACTO
Ahora llévate a tu siervo, Señor, según tu palabra, en paz. —V. Porque
han visto mis ojos tu salud.— V. La que preparaste ante la faz de todos los
pueblos. — V. Luz para revelación de las gentes, y para gloria de tu pueblo
Israel.
EVANGELIO
Continuación del santo Evangelio, según San Lucas. (II, 22-32.)
En aquel tiempo, después de que se cumplieron los días de la
purificación de María, según la Ley de Moisés, llevaron a Jesús a Jerusalén,
para presentarlo al Señor, como está escrito en la Ley: Todo varón que abriere
la matriz, será consagrado al Señor. Y para hacer la ofrenda, conforme a lo que
está dicho en la Ley del Señor, de dos tórtolas o dos crías de palomas. Y he
aquí que había en Jerusalén un hombre justo y timorato, llamado Simeón, el cual
esperaba la consolación de Israel, y el Espíritu Santo estaba en él. Y había
recibido respuesta del Espíritu Santo, que no vería la muerte antes de que
viese al Ungido del Señor. Y vino inspirado por el Espíritu Santo, al templo.
Y, cuando presentaron al Niño sus padres, para hacer con Él conforme a la
costumbre de la Ley, él lo tomó en sus brazos, y bendijo a Dios, y dijo: Ahora,
llévate a tu siervo. Señor, según tu palabra, en paz; porque han visto mis ojos
tu salud: la que preparaste ante la faz de todos los pueblos: luz para
revelación de las gentes, y para gloria de tu pueblo Israel.
El Espíritu Santo nos ha conducido al
Templo como a Simeón; en él contemplamos en este instante a la Virgen Madre,
que presenta ante el altar al Hijo de Dios e Hijo suyo. Nos causa admiración
esta fidelidad del Hijo y de la Madre a la Ley, y en el fondo de nuestros
corazones sentimos también el deseo de ser presentados al Señor para que acepte
nuestro homenaje como aceptó el de su Hijo. Apresurémonos, pues, a unir
nuestros sentimientos a los del Corazón de Jesús y de María. La salvación del
mundo ha dado un paso más en este día; avance, pues, también la obra de nuestra
santificación. En lo sucesivo no nos va a proponer ya la Iglesia a nuestra
adoración el Misterio del Niño Dios de una manera particular como basta ahora;
la dulce cuarentena de Navidad toca ya a su fin; ahora, hemos de seguir al
Emmanuel en sus luchas con nuestros enemigos. Sigamos sus pasos; corramos en
pos de Él como Simeón, caminando sin desmayos sobre las huellas del que es Luz
nuestra; amemos esa Luz, y logremos con nuestra solícita fidelidad que brille
siempre sobre nosotros.
En el Ofertorio, canta la Iglesia la
gracia que puso Dios en los labios de María, y los favores dispensados a la que
el Ángel llamó "bendita entre todas las mujeres".
OFERTORIO
La gracia está pintada en tus labios: por eso te bendijo el Señor para
siempre, y por los siglos de los siglos.
SECRETA
Escucha, Señor, nuestras preces: y, para que sean dignos los dones que
ofrecemos a los ojos de tu Majestad, danos el auxilio de tu piedad. Por el
Señor.
Mientras se distribuye el Pan de vida
el fruto de Belén que ha sido ofrecido en el altar, y ha redimido todos
nuestros pecados, la Santa Iglesia recuerda una vez más a los fieles los
sentimientos del piadoso anciano. En este Misterio de amor, no sólo recibimos
en nuestros brazos, como Simeón, al que es consuelo de Israel, sino que Él mismo
nos visita en nuestro propio corazón tomando posesión de él.
COMUNION
Recibió Simeón respuesta del Espíritu Santo, que no vería la muerte
hasta que viese al Ungido del Señor.
Pidamos con la Iglesia en la
Poscomunión, que el celestial remedio de nuestra regeneración no produzca
solamente en nuestras almas una ayuda transitoria, sino que, gracias a nuestra
fidelidad, se extiendan sus frutos hasta la vida eterna.
POSCOMUNION
Te suplicamos, Señor, Dios nuestro, hagas que los sacrosantos Misterios,
que nos has dado para defensa de nuestra reparación, nos sirvan, por
intercesión de la Bienaventurada siempre Virgen María, de remedio presente y
futuro. Por el Señor.
Oh Emmanuel, recibe el tributo de
nuestra adoración y de nuestro agradecimiento, el día de tu entrada en el
Templo de tu Majestad, llevado en los brazos de María, tu Madre. Si acudes al
Templo, es con el fin de ofrecerte por nosotros; si te dignas pagar el precio
del primogénito, es como anticipo de nuestro rescate; si ofreces un sacrificio
legal, es para abolir a continuación los sacrificios imperfectos. Apareces hoy
en la ciudad que va a ser un día el final de tu carrera y el lugar de tu
inmolación. No te has contentado con nacer por nosotros; tu amor nos guarda
para el futuro un testimonio más elocuente todavía. ¡Oh consuelo de Israel, a
quien miran complacidos los Ángeles! hoy entras en el Templo, y los corazones
que te esperaban se abren y dirigen hacia Ti. ¡Oh, quién nos diera un poco del
amor que sintió el anciano al tomarte en sus brazos, y apretarte contra su
corazón! No deseaba más que verte, oh divino Niño, para morir feliz. Poco
después de haberte contemplado un momento, expiraba dulcemente. ¿Cómo será,
pues, la dicha de poseerte eternamente, cuando unos instantes tan breves
bastaron para compensar la espera de una larga vida?
¡Oh Salvador de nuestras almas! si
tan plenamente feliz se siente el anciano por haberte visto sólo una vez ¿qué
sentimientos deberán ser los nuestros, después de haber sido testigos de la
consumación de tu sacrificio? Día vendrá, para servirnos de la expresión de tu
devoto siervo San Bernardo, en que serás ofrecido, no ya en el Templo y en
brazos de Simeón, sino fuera de la ciudad, en los brazos de la cruz. Entonces,
no será ofrecida por Ti una sangre ajena, sino que Tú mismo ofrecerás la tuya
propia. Hoy se realiza el sacrificio matutino: entonces se ofrecerá el
vespertino. Hoy eres un niño; entonces tendrás la plenitud de la edad viril; y
habiéndonos amado desde el principio, nos amarás hasta el fin. ¿Con qué te
pagaremos, oh divino Niño? Desde esta primera ofrenda llevas ya contigo todo el
caudal de amor que ha de consumar la segunda. ¿Qué podremos hacer, sino
ofrecernos ya a Ti desde este día y para siempre? Con mayor plenitud que te
diste a Simeón, te das a nosotros en tu Sacramento. ¡Libértanos también a
nosotros, oh Emmanuel! rompe nuestras cadenas; danos la Paz de que eres
portador; inaugura para nosotros una nueva vida, como lo hiciste para el
anciano. Durante esta cuarentena, y para imitar tus ejemplos y unirnos a ti,
hemos tratado de crear en nosotros la humildad y la sencillez infantil que nos
recomendaste; ayúdanos ahora en el desarrollo de la vida espiritual, para que
como Tú, crezcamos en edad y en sabiduría, delante de Dios y de los hombres.
¡Oh María la más pura de las Vírgenes
y la más dichosa de las madres! Hija de reyes ¡cuán graciosos son tu pasos y
bellos tus andares cuando subes las gradas del Templo, con tu preciosa carga!
¡cuán gozoso llevas tu maternal corazón, y cuán humilde, cuando vas a ofrecer
al Eterno a su Hijo que es también tuyo! Y ¡cómo te alegras, a la vista de esas
madres israelitas que llevan también ante el Señor a sus hijos, pensando que
esa nueva generación ha de ver con sus ojos al Salvador que tú llevas! ¡Qué
bendición para aquellos recién nacidos el poder ser ofrecidos al mismo tiempo
que Jesús! ¡Qué felicidad la de esas madres, al ser purificadas en tu santa
compañía! Y si se estremece el Templo al ver entrar en su recinto al Dios a
cuya honra está edificado, su gozo no es menor al sentir dentro de sus muros a
la más perfecta de las criaturas, a la única hija de Eva que no conoció el
pecado, a la Virgen fecunda, a la Madre de Dios.
Pero, mientras guardas fielmente, oh
María, los secretos del Eterno, confundida entre la multitud de hijas de Judá,
se dirige hacia ti el santo anciano, y tu corazón se da cuenta de que el
Espíritu Santo se lo ha revelado todo.
¡Con cuánta emoción depositas un
momento entre sus brazos al Dios que sostiene a la naturaleza entera, y que se
digna ser el consuelo de Israel! ¡Con qué bondad acoges a la piadosa Ana! Las
palabras de los dos ancianos que ensalzan la fidelidad del Señor a sus
promesas, la grandeza del que ha nacido de ti, la Luz que va a difundir este
Sol divino sobre todas las naciones, hacen que tu corazón se estremezca. La
dicha de oír glorificar al Dios, a quien tu llamas Hijo, porque lo es
realmente, te emociona de gozo y agradecimiento; pero ¿y las palabras, oh María,
que pronunció el anciano al devolverte a tu Hijo? ¡qué súbito y terrible frío
viene a helar repentinamente tu corazón! El filo de la espada lo ha atravesado
de parte a parte. Ya no podrás contemplar sino a través de las lágrimas, a ese
Hijo que ahora miras con tan dulce alegría. Porque será objeto de contradicción,
y las heridas que Él reciba traspasarán tu alma. Oh María, un día cesará de
correr la sangre de las víctimas, que ahora inunda al Templo; pero, será al ser
reemplazada por la sangre de ese Niño que tienes entre tus brazos. Pecadores
somos ¡oh Madre antes tan feliz, y ahora tan angustiada! Nuestros pecados son
los que así han mudado tu alegría en tristeza. Perdónanos ¡oh Madre! permite
que te acompañemos mientras bajas las gradas del Templo. Estamos ciertos de que
no nos maldices; sabemos que nos amas, porque tu Hijo también nos ama. Ámanos,
pues, siempre, oh María, intercedo por nosotros junto al Emmanuel. Haz que
conservemos los frutos de esta sagrada cuarentena. Haz que no abandonemos nunca
al Niño que será pronto un hombre; que seamos dóciles a la voz de este Doctor
de nuestras almas, adheridos como verdaderos discípulos a este amante Maestro,
fieles como tú en seguirle por todas partes, hasta el pie de esa cruz que ya
ves en lontananza.
FIN DEL TIEMPO DE NADIDAD
¡Gracias a ti, oh Emmanuel, que al venir a visitar la tierra, te has
dignado aparecer bajo formas infantiles, para mejor atraernos a Ti por la
sencillez y dulzura de esa tierna edad! Animados por tu amable invitación hemos
acudido; hemos osado acercarnos a tu cuna, y hemos fijado junto a Ti nuestra
morada. Pero te reclama la obra que tienes que realizar para redención nuestra;
en adelante no atraerás ya nuestras miradas en cuanto niño, sino que serás para
nosotros el varón de trabajos, de sufrimientos y fatigas, el que va con amor
tras la oveja perdida, sin tener en este mundo que es obra de tus manos, un
lugar donde reclinar tu cabeza. Oh Jesús, te seguiremos por todas partes;
escucharemos tus enseñanzas; no queremos perder ni una sola palabra de tus
lecciones; y nuestros corazones seguirán atentamente el desarrollo de la obra
de nuestra salvación, que tantos trabajos va a costarte.
Oh María, con amor te hemos admirado en los días en que se ha
manifestado tu divina maternidad en medio de la alegría del cielo y de la
tierra; hemos participado de tu dicha ¡oh Madre de Dios! Te has dignado
facilitarnos el acceso ante tu divino Hijo, y nos has acogido como a hermanos
suyos.
Recibe nuestro humilde agradecimiento. En adelante, no contemplaremos ya
al Emmanuel descansando en tus brazos, ni dormido sobre tu seno virginal. Los
designios de su eterno Padre le llaman a la gran obra de nuestra redención, y
luego al sacrificio de su vida por nosotros. Oh María, la espada ha traspasado
ya tu alma; tienes ya ante la vista el porvenir del hijo bendito de tus
entrañas. Ojalá que nuestra fidelidad en seguir sus huellas pueda aliviar algo
las penas de tu corazón de Madre.
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