domingo, 30 de enero de 2022

30 de enero SAN LESMES, PATRONO Y PROTECTOR DE BURGOS


 



Natural de Laudun al norte de Poitiers (Francia) a principios del siglo XI, siguió la carrera de las armas hasta la muerte de sus padres. Entró en serias reflexiones, y ambicionando aventajarse en la milicia de Cristo, se desprendió de sus cuantiosos bienes en provecho de los menesterosos y voló a pasos agigantados por los senderos de la perfección evangélica. Se hizo monje en Casa Dei de donde fue nombrado Abad, agraciándole el Señor con el don de milagros.

Le solicitaron de varias provincias, hasta de Inglaterra, para que fuera alivio de los desahuciados, hasta que viniendo a España como esposa de Alfonso VI, Constancia, de estirpe real francesa, quiso tener como capellán asiduo suyo a su compaisano Lesmes, y en Burgos le dio la Capilla de San Juan Evangelista y el adjunto Hospital de peregrinos santiagueses. Alfonso VI levantó al lado un Monasterio benedictino poniendo al frente de él a Lesmes, quien administraba asimismo el Hospital y se deshacía en obras benéficas de todo género, obrando señaladas maravillas.

Era muy insana y pantanosa aquella parte de la ciudad, y el santo se ingenió en sanearla por medio de acueductos, calzadas y pontones, de modo que mereció ser considerado como el bienhechor más insigne de Burgos capital de Castilla.

Alfonso VI le llevó consigo a la conquista de Toledo, y Lesmes entusiasmó a la caballería amedrentada ante la imponente crecida e inundación del Tajo, pasando valiente el vado montado en un asnillo. Fue enterrado ante la Capilla de San Juan de Burgos y posteriormente se erigió sobre su sepulcro la esbelta Parroquia de San Lesmes, declarándole por Patrono y protector suyo la noble y leal ciudad de Burgos que festeja su memoria el 30 de enero, con grandes regocijos.



30 de enero SANTA BATILDE, REINA DE FRANCIA

 


 



Jean-Auguste-Dominique Ingres, Santa Batilde, siglo XIX

Al lado de Santa Paula se presenta hoy otra viuda, una piadosa reina de Francia. Dejó su puesto de honor como soberana, para seguir a Jesús en la humildad de su vida oculta. Madre de tres reyes, después de haber dado sabias leyes como regente, y haber refrenado la insumisión de los grandes, abolido la esclavitud y hecho florecer la religión, se sustrae al amor de su pueblo para encerrarse en la Abadía de Chelles, durante los quince últimos años de su vida. Como los Reyes Magos del Oriente, ve la estrella que la llama a Belén; y tiene para ella más atractivo la contemplación del divino Infante en el pesebre, que las comodidades de aquel palacio que supo llenar con el ejemplo de su piedad y el mérito de sus virtudes.

Buscando a Dios con fidelidad hasta la muerte, acude a refugiarse en el monasterio que ella misma había fundado, pero acude no para ser servida sino para servir. Quiere ser en él la última de todas, y se ejercita en todos los oficios donde mejor puede imitar la humildad de su Salvador.

De este modo se pone de manifiesto una vez más el poder de Jesús; desde su cuna seduce los corazones y atrae las almas, hasta hacerlas olvidar todo lo que no es Él mismo.

Felicitamos a Santa Batilde y a Santa Paula por haber sido admitidas en la compañía de las Vírgenes que rodean al recién nacido. No desdeña el Emmanuel a la esposa del hombre, cuando guarda para Él su supremo amor, y aun cuando es justo que los primeros honores de su corte sean para las Vírgenes que le dedicaron todo su corazón, también se complace en colmar de felicidad a los demás corazones, deseosos de agradarle.

VIDA. —Nació Santa Batilde en Inglaterra. La vendieron unos piratas en 641 al cortesano Erquinoaldo, cuya mano rehusó ella. Pronto, no obstante eso, tuvo que contraer matrimonio con Clodoveo II. A la muerte del rey, ocurrida en 657 fue encargada de la tutela de los príncipes Clotario, Childerico y Teodorico hijos suyos. Le ayudaron con sus consejos, en su regencia, San Crodberto y San Uano. Suprimió las ordenaciones simoníacas, la esclavitud y venta de los cristianos, animó a los Obispos y a los Abades a restablecer la disciplina en los monasterios, y construyó las abadías de Corvey y Chelles. Por fin, dejando en el gobierno a su hijo Clotario, el año 673, se hizo simple religiosa en Chelles, en donde murió en 680. Sus reliquias se guardan hoy en la iglesia parroquial de Chelles.

30 de enero SANTA MARTINA, VIRGEN Y MÁRTIR

 


Pietro da Cortona, Santa Martina mártir, siglo XVII
Los Ángeles, Museo de Arte

Una tercera Virgen romana, con la frente ceñida por la corona del martirio, viene hoy a compartir los honores con Inés y Emerenciana. Es Martina, cuyo nombre recuerda al dios pagano que presidía los combates. Su cuerpo descansa al pie del monte Capitolino, en un antiguo templo de Marte, convertido hoy en la Iglesia de Santa Martina. El deseo de hacerse digna del divino Esposo elegido por su corazón, la hizo fuerte contra los tormentos y la muerte, de suerte que pudo lavar su blanca vestidura con su propia sangre. El Emmanuel es Dios fuerte, poderoso en los combates (Salmo XXIII, 8): no necesita hierro para vencer, como el falso dios Marte. Le basta la suavidad, la paciencia, la inocencia de una virgen para derrotar a sus enemigos; y así, venció Martina con un triunfo mucho más duradero que los de los mayores capitanes de Roma.

Vida — No conocemos ningún documento antiguo que nos acredite la existencia de Santa Martina. Sólo en el siglo VII la hallamos mencionada; en esa época encontramos establecido su culto en una basílica del Foro. Sus Actas, dicen que fue martirizada en tiempo del emperador Alejandro, en 226, después de ser azotada con varas. Se la representa de ordinario con los instrumentos de su suplicio: tenazas y espada.

Oh valerosa Virgen, la Roma cristiana continúa poniendo en tus manos el cuidado de su defensa; si tú la amparas, tendrá confianza y descansará tranquila. Atiende sus plegarias, y arroja muy lejos de la santa ciudad a los enemigos que la oprimen. Mas, acuérdate que no tiene sólo que temer a los batallones que lanzan fuego y destruyen muros; también en tiempo de paz se dirigen continuos y siniestros ataques contra su libertad.

Desbarata, oh Martina, esos pérfidos planes, y no te olvides de que fuiste hija de la Iglesia romana, antes de ser su protectora.

Pide para nosotros al divino Cordero la fortaleza necesaria para arrojar de nuestro corazón a los falsos dioses, a quienes a veces estamos tentados de ofrecer sacrificios. Ayúdanos con tu poderoso brazo, en los ataques que tenemos que sostener contra los enemigos de nuestra salvación. Fuiste capaz de destruir la idolatría en el seno de la Roma pagana; no lo has de ser menos contra este mundo que trata de invadirnos. Como premio a tus victorias, brillas ya junto a la cuna de nuestro Redentor; también a nosotros nos acogerá el Dios fuerte, si, como tú, sabemos luchar y vencer. Él vino para someter a nuestros enemigos; pero exige de nosotros que tomemos parte en la lucha. Haznos fuertes, oh Martina, para que no retrocedamos nunca, y haz también que nuestra confianza en Dios vaya siempre acompañada de la desconfianza de nosotros mismos.

sábado, 29 de enero de 2022

29 de enero SANTA RADEGUNDIS, VIRGEN

No constan su patria, padres, ni primera educación de Radegundis (o Ridegundis o Radegunda); pero, por la gran fama de santidad que ya tenía en su juventud, se puede inferir la conducta que observó en sus primeros años. Nació, según conjeturas, en la provincia de Burgos, en el pueblo de Villamayor, como algún escritor afirma. La historia nos la da a conocer por primera vez joven todavía, pero ya religiosa premonstratense en el monasterio de San Pablo, habiendo sido la última religiosa de él, pues se suprimió por pobreza, y se incorporó al de San Miguel, de Treviño, cerca de Villamayor, en el obispado de Burgos. Se encendió Radegundis en los más vivos deseos de visitar personalmente los Santos Lugares que se veneran en Roma, regados con la sangre de tantos mártires, y emprendió por devoción aquella laboriosa peregrinación, a pesar de la debilidad de su naturaleza. Satisfizo su devoción, y, redoblándola con la vista de aquellos sagrados monumentos, volvió a España enriquecida con muchas preciosas reliquias. Buscaba la ilustre virgen un retiro donde dedicarse enteramente al servicio del Señor, y, animada de este espíritu, se encerró en una humilde habitación que estaba a la parte exterior de la puerta de la iglesia de San Miguel, desde donde podía ver por una ventanilla la Misa y demás cultos que se celebraban en el templo. Negada así Radegundis a todo trato humano, sólo pensó en los rigores de la mortificación. Con esta idea, no es fácil explicar las excesivas austeridades que hizo en aquella clausura; sus ayunos, sus vigilias y su oración casi continua estremecieron el Infierno, que, lleno de furor, no omitió valerse de las más violentas tentaciones para separarla de su buen propósito; pero sólo sirvieron de materia para mayores triunfos de la amada esposa de Jesucristo, llegando a ser por lo mismo objeto de la admiración y de los más altos elogios de cuantos pudieron tener noticia de la prodigiosa conducta de una criatura tan singular. Así continuó algunos años, hasta que conoció, por la debilidad de sus fuerzas, que se acercaba el tiempo de pagar el tributo impuesto a los mortales; y, redoblando su fervor, hizo esfuerzos extraordinarios para purificar su inocencia, y, abrasada como preciosa víctima en divinos incendios, murió tranquilamente el día 29 de Enero del año 1152, a los treinta y tres de la fundación del Orden premonstratense.

Se dio sepultura al venerable cuerpo de la santa virgen en la iglesia de San Miguel, de Treviño; después de muchos siglos se ha encontrado el cadáver íntegro e incorrupto, cuya preciosa reliquia, con varios muebles que sirvieron para su uso, se colocaron en el altar antiguo de San Miguel, donde se venera con gran fervor.

29 de enero SAN FRANCISCO DE SALES, OBISPO, DOCTOR Y CONFESOR



San Francisco de Sales, celebérrimo por su piedad y por su celo, apóstol de estos últimos tiempos, uno de los más bellos ornamentos de la dignidad episcopal, nació en el castillo y casa solariega de Sales, del ducado de Saboya y diócesis de Ginebra, el 21 de agosto de 1567. Fueron sus padres Francisco, señor de Sales, de una de las casas más antiguas y nobles de Saboya, y Francisca de Sionas, de la ilustre casa de Charansonet.

Su virtuosa madre le consagró a Dios antes de que naciera, y nació a los siete meses de ser concebido, por lo que se crió de niño con gran cuidado. Apenas pronunció palabras, dijo éstas: Dios y mi madre me quieren mucho. Las buenas disposiciones de su espíritu hicieron eficaces la piadosa educación que recibió de sus padres. Y así, desde sus más tiernos años dio muestra de gran piedad y modestia, y de caridad excelente con los pobres, hasta el punto de que, según el Padre La Riviére, uno de sus panegiristas, se asemejaba a un ángel.

Sus padres le encomendaron al cuidado de un sacerdote ilustrado y virtuoso, llamado Juan de Aage; e hizo Francisco los primeros estudios en el colegio de la Boche, pasando después a continuarlos en el de Annecy; y tal impresión causaban las virtudes del joven Francisco entre sus condiscípulos que, al verle llegar adonde ellos estaban, suspendían sus juegos y decían con respeto: Seamos juiciosos, que viene el Santo. Si alguno, en momento de cólera, decía alguna palabra fea, Francisco le rogaba con dulzura que se moderara en el lenguaje, y conseguía con esto la enmienda. Su caridad era tan grande, que un primo suyo cometió un día una falta por la que debía ser azotado, y Francisco se ofreció en su lugar para sufrir el castigo.

A los diez años, después de haber hecho la primera Comunión en la iglesia de los dominicos de Annecy, fue enviado a París para proseguir sus estudios. La ciencia, o mejor, la sabiduría de Francisco de Sales, fue el resultado del asiduo estudio de buenos libros en que casi toda su vida se ejercitó su talento fecundo, claro y feliz. En París estudió las humanidades y la filosofía con los padres jesuitas; y la teología, parte con estos Padres y parte en la Universidad de la Sorbona, entonces muy floreciente, teniendo por maestros al sabio P. Maldonado en teología, y al célebre Gilberto Genebrardo en griego y hebreo, a cuyo estudio se dedicó principalmente  para poder comprender bien las Sagradas Escrituras, que eran su lectura ordinaria y su mejor delicia humana. Para librarse de los peligros de malas compañías, no salía de casa como no fuese para la iglesia o para la universidad.

Aunque adelantaba mucho en las letras sagradas y humanas, eran mayores los progresos que hacía en todas las virtudes, siendo de notar su ardiente devoción a la Santísima Virgen, ante cuya imagen pasaba horas enteras en oración. Comulgaba cada ocho días; tres en la semana traía cilicio, y, queriendo consagrarse más perfectamente, hizo voto de perpetua castidad delante de una imagen de la Santísima Virgen en la iglesia de San Esteban de los griegos, que se halla hoy en la capilla de las Hermanas de Santo Tomás de Villanueva, en la calle de Sevres, con la advocación de Nuestra Señora del Buen Socorro.

No podía sufrir el enemigo común tanta inocencia y tanto fervor en un joven de tan tierna edad, y le acometió con una tentación, que era la más capaz de trastornarle. Sugirióle con la mayor viveza que en vano se fatigaba, puesto que era del número de los réprobos; y que así, por mucho que hiciese, infaliblemente se condenaría. El espanto y la turbación que esto le causó le llenó de melancolía tan profunda, que poco a poco le iba consumiendo; hasta que, fijando un día los ojos en una imagen de la Santísima Virgen, le dijo con extraordinario fervor y ternura: «Señora y Madre mía, si es tanta mi desdicha que he de ser condenado, y he de estar en la desgracia de mi Dios después de mi muerte, a lo menos quiero tener el consuelo de amarle con todo mi corazón por todos los días de mi vida». Esta oración tan devota y tan ajena de los sentimientos que suele tener un alma réproba, disipó las nubes, confundió al demonio y restituyó la tranquilidad a su corazón.

Habiendo acabado sus estudios en París, pasó por orden de sus pa­dres a la ciudad de Padua a estudiar en aquella célebre Universidad la jurisprudencia, bajo el magisterio del famoso Pacirola. Escogió luego por director de su conciencia al Padre Antonio Possevino; y conociendo este insigne jesuita en aquel joven un corazón según el de Dios, se aplicó con el mayor empeño a disponerle y habilitarle para las grandes empresas a que concibió tenía Dios destinada aquella alma verdaderamente grande.

Este virtuoso padre, además de guiarle por el camino de la perfección cristiana le explicó la Summa de Santo Tomás y las Controversias del cardenal Belarmino. Buscaba Francisco siempre lo mejor, lo más puro y perfecto, así en amigos como en libros y maestros, y, aun peregrinando y de viaje, nunca abandonaba la Biblia, la Moral de Reginaldo y la Suma de Santo Tomás.

Envidiosos los demás condiscípulos suyos de la universal estima­ción que se había adquirido Francisco por su singular virtud, armaron a su pureza un terrible lazo. Con pretexto que fingieron de visitar a una pobre indigente, le llevaron a presencia de una mujer impúdica, que a los principios se fingió muy virtuosa y muy devota, y le dejaron solo con ella. Lidió algún tiempo contra sus artificios y contra su desenvoltura, y fue tan violento el combate, que al fin no tuvo otro medio para salir del peligro que tirarle a la cara un tizón que encontró a mano y tomar la escalera con precipitada fuga.

Tomó precauciones contra semejantes peligros, y, reflexionando que la rebelión de la carne es el medio de que se valen los enemigos exteriores, redujo su cuerpo a tal grado de debilidad, y fueron tantas sus austeridades, que, junto con el estudio incesante, le acarrearon poco después una grave enfermedad que puso en grave riesgo su vida, llegando a disponer que su cuerpo, ya siendo cadáver, se entregase a los alumnos de la clase de Anatomía con el fin de que, ya que durante su vida de nada útil había servido, sirviera de algo, después de muerto, a sus semejantes. Dios no permitió que se cumplieran los pronósticos de los médicos, y, restablecido de aquella enfermedad, prosiguió sus estudios, tomando la borla de doctor en aquella Universidad. Al salir de Padua para volverse a su casa, le aconsejó su director espiritual el Padre Possevino que no se afanase tanto en aprender el derecho romano como en hacerse buen teólogo para gobernar una diócesis, pues tenía el presentimiento de que había de ser obispo de Ginebra. Pasó por Roma, donde visitó el sepulcro de los Santos Apóstoles. De Roma fue a Loreto, donde veneró la Santa Casa de la Virgen; allí renovó el voto de castidad que había hecho en París, y sintió deseo de abrazar el estado eclesiástico. En Ancona quiso tomar pasaje en un barco para su patria; pero la Divina Providencia hizo que no se le admitiese para que no pereciera, porque, casi sin salir del puerto, aquel barco se fue a fondo con todos los pasajeros y tripulantes.

Después de descansar Francisco en su casa de Sales, adonde llegó con felicidad, su padre, al ver en su hijo un joven tan completo, formó dos proyectos para colocarle con brillo en el siglo. Le envió a Chambery para que se inscribiese como abogado en el Senado de aquella ciudad. Obedeció Francisco, y, en el camino, el caballo que montaba, y que iba al paso, resbaló y cayó tres veces, haciendo en cada una que la espada de Francisco saliera de su vaina, formando con ésta una cruz. Tomó éste aquel prodigio como manifestación de Dios, que le quería para Sí, y resolvió cumplir el deseo que le venía el Señor inspirando de ser sacerdote. Pero aun había que vencer otra dificultad. Su padre acariciaba el proyecto de casarle con la hija del señor de Vegy, rica y virtuosa.

De todos los obstáculos supo triunfar Francisco, confiado en Dios y en la Santísima Virgen. Manifestó a su padre el voto de castidad que había hecho y su evidente vocación al sacerdocio. Se conformó su padre, y en seguida se preparó Francisco a recibir con fervor las Sagradas Órdenes, redoblando sus mortificaciones y penitencias; y el acto de su ordenación sacerdotal, que fue conmovedor, se verificó en Annecy el 18 de diciembre de 1593.

Era obispo de aquella iglesia Claudio Granier, que amaba tiernamente a Francisco, y le miraba ya como a su sucesor. Mandóle que predicase; lo hizo con tanta eficacia, que logró por fruto de su primer sermón trescientas conversiones grandes y ruidosas. No es ponderable el gusto con que le oían, ni el fervor y la eficacia con que predicaba. No había obstinación tan empedernida que pudiese resistir a su devoción en el altar, ni a su elocuencia en el pulpito. Andaba sin cesar de aldea en aldea y de choza en choza, instruyendo a innumerables pobres rústicos que vivían en el Cristianismo casi sin conocerle; y sus primeras excursiones apostólicas ganaron tantas almas para Jesucristo, que así el obispo de Génova como el duque de Saboya le hicieron misionero del Chablais, dominada por el protestantismo, no dudando de que había de ser su apóstol.

Luego que Francisco recibió su misión, marchó a buscar al enemigo, sin más compañero que su pariente Luis de Sales, canónigo de Ginebra, y, sin acobardarle trabajos ni peligros, fue a atacar a la herejía calvinista en sus mismas trincheras. A vista de las iglesias arruinadas, de los monasterios asolados y de las cruces echadas por tierra, se llenó de dolor y se dobló el aliento de su celo. Lleno de aquella santa intrepidez y de aquella confianza, que hacen el carácter de los héroes cristianos, entró por Thonon, capital de la provincia, despreciando generosamente las befas, las irrisiones y los insultos de los protestantes. La paciencia, la modestia y la dulzura fueron las únicas armas de que se valió para resistir a los escarnios y a la malignidad de aquel furioso pueblo. Con esta moderación, y con los ejemplos de su vivísima virtud, se fueron domesticando aquellos ánimos feroces y aquellos corazones apostatas: habla, convence, mueve; le oyen y se convierten. Se agita toda la secta protestante, y resuelven los ministros deshacerse de él. Avisado Francisco de sus intentos, no por eso se acobardó; antes bien se mostró mucho más celoso, y con sola su presencia desarmó a los asesinos que iban a matarle. Le cerraron las posadas, y se fue a dormir al campo. A las violencias sucedieron las calumnias: divulgaron de él que era mago, hechicero y brujo; adelantando que le habían visto en las juntas nocturnas que se dice celebran éstos en el sábado, danzando alrededor del demonio; pero nuestro Santo desarmó a todo el Infierno con su confianza en Dios y con su paciencia.

Teniendo noticia el varón de Hermence de las conspiraciones que se fraguaban contra su vida, quiso darle una escolta para su defensa; pero Francisco no la admitió, diciendo que había entrado en el Chablais como misionero, y como tal se había de mantener en él. A sus elocuentes predicaciones unía una caridad sin límites. Atravesó por un estrecho pontón todo cubierto de hielo, por ir a socorrer a unos pobres paisanos recién convertidos, que estaban de la otra parte de un arroyo bastante profundo, con gran admiración de todos, que se vieron obligados a confesar que sólo pudo atravesar Francisco sin sucumbir por especial milagro de Dios. Ningún peligro le detiene, ningún riesgo le acobarda; todos los arrostra por la salvación de aquel obstinado pueblo: de esta manera fueron excesivos sus trabajos, pero también fueron inmensas sus conquistas. Volvieron a entrar en el seno de la Iglesia los bailiajes de Ger, de Ternier y de Gaillard; todo el Chablais se convirtió, porque no había resistencia ni a la fuerza de sus discursos, ni a la virtud de sus ejemplos; y, por un milagro evidente, aquel cordero rodeado de lobos, en manifiesto peligro de ser despedazado por ellos, con su prudencia, con su mansedumbre y con su piedad convirtió a los mismos lobos en corderos. Siete católicos había en Thonon cuando llegó Francisco de Sales, y a los tres años de predicación pasaban de seis mil los convertidos en dicha ciudad, y de sesenta y dos mil en el resto de la comarca.

Tuvo varias controversias; ocho o diez veces ofreció disputar o conferenciar con los ministros sobre los puntos contestados; pero estuvieron tan lejos de aceptar la conferencia, que buscaron nuevos asesinos para quitarle la vida.

Se extendió por todas las cortes la fama de estas maravillas. El papa Clemente VIII le escribió un Breve laudatorio, en el que, después de haberse congratulado con él por los felices sucesos que lograba, le daba orden que pasase a Ginebra a disputar con Teodoro Beza, que recibió al apóstol Francisco con grandes muestras de atención; le oyó, con gusto al parecer, se confesó convencido, hasta derramar lágrimas; pero no se convirtió, porque dilató demasiado el convertirse, y, después de haber dado a nuestro Santo las más bellas palabras, al cabo murió apóstata en Ginebra.

Ciertamente, apenas se puede comprender cómo un hombre solo, y en tan poco tiempo, pudo hacer tantas maravillas y no rendirse al peso de tantos trabajos. Predicaba muchas veces al día, daba instrucciones particulares, tenía conferencias públicas, visitaba a los enfermos; buscaba a la gente más pobre y más desamparada en sus cabañas y en sus chozas; oía confesiones hasta muy entrada la noche; administraba los Sacramentos a los moribundos; asistía a los entierros. En fin, a ningún oficio perdonaba su cuidado, a todo se extendía su celo, y medía su caridad con las necesidades y no con la calidad de las personas, haciéndose todo a todos para ganarlos a todos.

Para asegurar el triunfo obtenido en el Chablais, fundó en Thonon una especie de universidad, con el título de la Santa Casa, destinada a la enseñanza de diferentes oficios manuales, y aun de las ciencias, juntamente con una sólida instrucción moral y religiosa.

La conversión de este país calvinista fue acompañada de milagros, uno de los cuales fue el siguiente: Una mujer calvinista, convencida, por los sermones de Francisco, del error en que estaba, difería su conversión y dejó que muriera sin el bautismo un hijo suyo. Al llevarle al cementerio, vio a nuestro Santo: se arrojó a sus pies la infeliz mujer, con el cadáver de su hijo en brazos, y exclamó entre sollozos: «¡Devolvedme mi hijo, Padre mío, siquiera el tiempo suficiente para ser bautizado!» Enternecido Francisco, se puso también de rodillas y pidió al Señor que despachase favorablemente la súplica de aquella madre. Oraba todavía el Santo, y el niño abrió los ojos y dio suspiros. Volvió a la vida, fue bautizado y vivió aún dos días más, con gran admiración de todos, sobre todo del médico qué certificó de la muerte del niño.

La santa empresa que en tres años llevó Francisco de Sales a feliz término, habiéndose tenido durante medio siglo por punto menos que imposible, extendió la fama de este santo apóstol por todas partes. Entre los que más le admiraban estaba el cardenal de Perron, que, hablando de Francisco, decía que, si no le pidiesen más que convencer a los hugonotes, no tendría inconveniente en hacerlo; mas, para convertirlos, sería necesario enviar a Francisco de Sales.

No es, pues, de extrañar que el obispo de Ginebra le eligiera para su coadjutor, no sin tener que vencer la resistencia de la humildad de Francisco. Para ser preconizado y dar cuenta al Papa de los resultados de su misión en el Chablais, fue a Roma, donde fue recibido con gran cariño por Clemente VIII, ante quien sufrió un examen teológico tan brillante, que el Papa declaró que ninguno de los examinados hasta entonces le había satisfecho por completo como Francisco de Sales. Le abrazó y le dijo después estas palabras de los Proverbios (capítulo V, versículos 15 y 16): Bebe, hijo mío, de las aguas de tu cisterna y de la fuente de tu pozo. Haz que la abundancia de tus aguas se derrame por todas las plazas públicas, para que todos puedan beber y saciar su sed. Fue preconizado en 1599 obispo de Nicópolis in partibus infidelium, y auxiliar o coadjutor del de Ginebra.

Apenas volvió Francisco a Saboya, cuando los negocios de la religión le precisaron a pasar a París. Allí fue recibido por Enrique IV y por toda la corte con respeto y veneración. La estimación y la confianza con que el rey le trató, y los públicos testimonios que dio de ella, fueron ocasión de que le levantasen una calumnia. Pretendieron hacerle sospechoso con el rey; pero pronto se justificó plenamente, y la malignidad de los envidiosos sólo sirvió para que creciese el amor y el concepto que ya tenía aquel monarca de Francisco de Sales. Le ofreció el rey beneficios y pensiones; llegó a brindarle el obispado de París, pero todo lo agradeció cortesanamente y todo lo renunció con noble desinterés. Esta generosa prenda, su piedad, su dulzura y sus gratísimos modales encantaron a toda la corte. Predicó delante de ella; pero ¡con qué felicidad, con qué éxito! Las maravillosas conversiones que logró fueron fruto de los asombrosos ejemplos que dio en todo. Consiguió decreto del rey para que se volviese a establecer la religión católica en el bailiaje de Ger, cuya solicitud había sido el principal motivo de su viaje a la corte.

Durante su viaje de regreso a Ginebra recibió la noticia de la defunción de Claudio Granier, obispo de aquella diócesis. Como estaba ya designado Francisco para sucederle desde que fue preconizado obispo auxiliar, se preparó luego para tomar sobre sus hombros tan grave carga con oración y retiro. Consagrado obispo de Ginebra el 8 de Diciembre de 1603, visitó en seguida toda la diócesis a pie y sin ostentación alguna, consiguiendo numerosas conversiones y reforma en las costumbres.

Como ángel de paz, ajustó las disensiones que había entre el archiduque y el clero del Franco Condado; como legado de la Santa Sede, reformó las abadías de Taloires, de Abundancia, de Puitdorbe, de Santa Catalina y de Six; como buen pastor, apacentó sus ovejas con el pan de la divina palabra, y expuso cien y cien veces su vida por su salvación, mereciendo mil bendiciones del Cielo para toda su diócesis.

Crecía por instantes su fama. Los príncipes se competían unos a otros en darle los más ilustres testimonios de su alta estimación. No quiso admitir muchas ricas abadías que le brindó Enrique IV, y renunció el capelo de cardenal que le ofreció el papa León XI. Sus relaciones con San Pedro Canisio, el Venerable cardenal Cæsar Baronio, el de Perron, San Roberto Belarmino, Lessio y otros hombres célebres hicieron que el papa Paulo V le consultase sobre la cuestión famosa De auxiliis, y que la decisión que tomó el Papa lo fuese por consejo de San Francisco de Sales. No es extraño, pues, que se le compare con los antiguos doctores de la Iglesia. De todas partes le consultaban como a oráculo de su siglo; y lo que parecía increíble, si la experiencia no hubiera mostrado lo contrario, esta multitud de tantas y tan graves ocupaciones no le estorbaron predicar muchas Cuaresmas en Annecy, en Grrenoble, en Chambery, ni retirarse todos los años a ejercicios espirituales al Colegio de la Compañía.

Al mismo tiempo que el Santo obispo comunicaba a todas partes los ardores de su celo, supo que le habían acusado ante Su Santidad de poco vigilante en desterrar de su obispado los libros heréticos o de doctrina sospechosa. Y el Santo, que siempre había manejado las armas de la invicta paciencia para rebatir los golpes de la calumnia, mostró en esta ocasión, por la vivacidad vigorosa con que se justificó, el horror con que miraba tan perniciosa negligencia.

No se contentó Francisco con que su celo fuese inmenso; quiso en cierta manera hacerle perpetuo componiendo aquel excelente libro de la Introducción a la Vida Devota, que él solo vale por cuantos libros espirituales se han escrito. Apenas salió a luz esta admirable obra, cuando cierto predicador indiscreto comenzó a declamar furiosamente contra ella, calificándola de perniciosa y de relajada, y llegó a quemar un ejemplar públicamente en el pulpito. Contaron al Santo este suceso, y todo su resentimiento se redujo a decir: que deseaba tan abrasado en el fuego del amor de Dios el corazón de aquel Padre, como su libro lo había sido de las llamas.

Pero ninguna empresa fue más digna de aquella gran alma, ninguna pudo ser más útil a toda la Iglesia, que la fundación de la Orden de la Visitación, uno de los más bellos ornamentos de la Iglesia.

El día 6 de junio del año 1610, en que se celebraba la fiesta de la Santísima Trinidad, la célebre Santa Juana Francisca Fremiot, baronesa viuda de Chantal; la hija de Francisco Fabre, presidente del Senado de Saboya, y la noble doncella de la casa de Brechard de Nivernois, dieron principio a este nuevo instituto bajo la dirección de San Francisco de Sales, que había ido a predicar a Dijon la santa Cuaresma. Después de que el santo fundador confesó y dio la comunión a aquéllas sus nuevas hijas, les dio también unas reglas llenas de dulzura, de discreción y de prudencia, en las cuales viene a comprenderse como reducida a arte toda la perfección cristiana, siendo fruto de una vida dulce, tranquila y nada austera. Esta Orden religiosa es aquella grande obra de nuestro Santo, que con tanto esplendor está difundida por todo el Universo, y después de casi tres siglos conserva todo el fervor de su primitivo espíritu, contándose más de seis mil seiscientas esposas de Jesucristo que edifican a la Iglesia con sus ejemplos, y son digno objeto de la admiración de los pueblos con sus religiosas virtudes.

De esta Orden de la Visitación solía decir más tarde su santo fundador con santo gracejo: «Me llaman fundador de una Orden, y, sin embargo, hice lo que no he querido, y no he hecho lo que quería». Esto se explica sabiendo que el proyecto de Francisco era fundar una congregación de señoras, cuya vida, menos austera que la de los demás conventos, permitiera recibir en ella a viudas y señoras de edad e impedidas, sin clausura, para que salieran a visitar a los enfermos. De aquí su nombre de Visitadoras, Visitación el de la Orden. Pero hubo obstáculos a este proyecto; y las consideraciones del cardenal arzobispo de Lyon le obligaron a desistir de él y a adoptar la forma que hoy tiene con aprobación del papa Paulo V.

Poco tiempo después compuso el admirable libro de la Práctica del Amor de Dios, que el papa Alejandro VII llamaba libro de oro; del cual han hecho elevadísimos elogios los más ilustres prelados.

Otras muchas obras devotas dio a luz San Francisco de Sales, llenas todas de igual solidez, y de aquella divina unción que sólo el Espíritu Santo es capaz de derramar. Por eso el papa Alejandro VII, en la bula de su canonización, declara que los saludables escritos de este Santo son hachas brillantes y encendidas que introducen la luz y pegan fuego a todos los miembros del cuerpo místico de la Iglesia.

El año de 1622 recibió Francisco orden de su soberano, el duque de Saboya, para pasar a Aviñón a recibir al príncipe y a la princesa del Piamonte. Desde Aviñón pasó a Lyon, de Francia, donde a la sazón se hallaba el rey cristianísimo Luis XIII con toda la corte, de quien recibió singulares honras y especiales demostraciones de aprecio y de veneración. Por su parte correspondió también con nuevas pruebas de celo y de respeto. Aunque se hallaba con la salud bastante quebrantada, predicó en la iglesia del colegio de la Compañía, y se dedicó a todo género de ministerios, hallándole pronto cuantos le buscaban para su consuelo y para su alivio en las necesidades espirituales.

El día de Navidad dio el hábito de la Visitación a dos doncellas, predicó sobre el misterio del día, y lo pasó todo en tiernas y piadosísimas conferencias con toda la comunidad. Al amanecer del día de San Juan sintió que se le debilitaba la vista y se le iban disminuyendo las fuerzas, mas no por eso dejó de celebrar aquel día. Luego de que dio gracias fue a visitar al duque de Nemours para interceder por aquellos mismos ministros del ducado de Ginebra que tanto le habían dado en qué merecer, y no se retiró hasta que les consiguió el perdón. Por la noche cayó en una especie de delirio, que pronto se declaró en apoplejía.

Apenas se divulgó en la ciudad su peligro, cuando todos concurrieron a visitarle. Los primeros que llegaron fueron los jesuitas del Colegio de San José; y luego de que los vio el Santo les dijo con el mayor agrado: Padres míos, ya ven que, en el estado en que me hallo, sólo tengo necesidad de la misericordia de mi Dios; implórenla por mí y para mí, que yo todo lo espero de su bondad. Mucho tiempo hace que tengo hecho al Señor sacrificio de mi vida. En fin, el día 28 de diciembre del año 1622, este insigne prelado, reverenciado por los pueblos, honrado por los príncipes, amado por los vicarios de Jesucristo, y, lo que es más admirable, respetado hasta por los mismos herejes, de quienes era el mayor azote, rindió a Dios su espíritu inocente y puro con aquella misma tranquilidad con que había vivido. Murió a las ocho de la noche, en el cuarto del hortelano del convento de la Visitación, a los cincuenta y seis años de su edad, y a los veinte de su pontificado.

Luego de que se extendió la noticia de su muerte, fue extraordinaria la conmoción y el concurso de todo el pueblo. Se condujo el santo cadáver á Annecy, con pompa digna de su mérito y correspondiente a la celosa veneración con que todos le miraban. Se le dio sepultura en la iglesia del primer convento de la Visitación; y su corazón, que hoy día se venera entero, engastado entre dos corazones de oro, se quedó en Lyon de Francia, en el convento de la Visitación que está en Belle-Cour, y fue fundación del mismo Santo y de la ilustre Santa Madre Chantal el año de 1615, poco tiempo después de que se fundó el de Annecy, disponiendo la Divina Providencia que después de muerto se quedase su corazón con aquellas hijas a quienes había tenido más dentro de él cuando vivo.

Hallándose en Lyon el rey Luis XIII el año 1630, habiendo caído malo, deseó Su Majestad ver el corazón de San Francisco de Sales. Se lo trajo su confesor; y, habiendo recobrado al punto la salud, contribuyó mucho para que creciese la devoción que ya se tenía al Santo. Agradecido el piadoso monarca, mandó hacer, en testimonio de su reconocimiento, una urna de oro donde se reservase aquella preciosa reliquia. Algunos años antes de su canonización recibió por medio de ella semejante favor el duque de Mercurio; y su madre, la duquesa de Vandome, mandó fabricar otra gran caja de oro, donde estuviese cerrado todo el relicario.

Fue canonizado por Alejandro VII en 1666. El papa Pío IX, por su breve Dives in misericordia, del 16 de noviembre de 1877, le declaró doctor de la Iglesia, y, por último, León XIII le ha declarado patrono de la prensa católica.

viernes, 28 de enero de 2022

28 de enero SAN PEDRO NOLASCO, CONFESOR

 

SAN PEDRO NOLASCO,
Confesor

n. hacia el año 1182 en Languedoc, Francia;
† 25 de diciembre de 1258

Doble
(ornamentos blancos)


Nadie tiene amor mayor
que el que da su vida por sus amigos.
(Juan 15, 13)




Lección
Hermanos: Pues creo que Dios, a nosotros los apóstoles, nos exhibió como los últimos (de todos), como destinados a muerte; porque hemos venido a ser espectáculo para el mundo, para los ángeles y para los hombres. Nosotros somos insensatos por Cristo, mas vosotros, sabios en Cristo; nosotros débiles, vosotros fuertes; vosotros gloriosos, nosotros despreciados. Hasta la hora presente sufrimos hambre y sed, andamos desnudos, y somos abofeteados, y no tenemos domicilio. Nos afanamos trabajando con nuestras manos; afrentados, bendecimos; perseguidos, sufrimos; infamados, rogamos; hemos venido a ser como la basura del mundo, y el desecho de todos, hasta el día de hoy. No escribo estas líneas para avergonzaros, sino que os amonesto como a hijos míos queridos.
I Corintios IV, 9-14

Evangelio
En aquel tiempo: Dijo Jesús a sus discípulos: No tengais temor, pequeño rebaño mío, porque plugo a vuestro Padre daros el Reino. Vended aquello que poseéis y dad limosna. Haceos bolsas que no se envejecen, un tesoro inagotable en los cielos, donde el ladón no llega, y donde la polilla no destruye. Porque allí donde está vuestro tesoro, allí también está vuestro corazón”.
Lucas XII, 32-34


Catena Aurea

San Cirilo, in Cat. graec. Patr
Manifiesta por qué no deben temer, añadiendo: "Porque a vuestro Padre plugo", etc, como diciendo: ¿Cómo aquél que concede gracias tan extraordinarias, dejará de tener clemencia con vosotros? Aun cuando aquí esta grey sea pequeña -por su naturaleza, su número y su gloria-, sin embargo la bondad del Padre ha dispensado a este pequeño rebaño la suerte de los espíritus celestiales, es decir el reino de los cielos. Por tanto, para que poseáis el reino de los cielos debéis despreciar las riquezas de la tierra. Así dice: "Vended lo que poseéis", etc.


Beda
Como diciendo: no temáis que falten las cosas necesarias a los que en esta vida trabajan por el reino de Dios. Más aún, vendan también lo que poseen y denlo de limosna. Esto se hace dignamente cuando alguno, una vez que ha dejado todos sus bienes por el Señor, no obstante gana con el trabajo de sus manos por el reino, lo necesario para el alimento y para dar limosna.


Teofilato
Pero como no todo se quita por el robo, da una razón más poderosa y que no admite réplica diciendo: "Porque donde está vuestro tesoro está vuestro corazón". Como diciendo: supongamos que la polilla no destruya, ni el ladrón robe, ¿cuán digno de suplicio no será tener el corazón aprisionado en un tesoro oculto y hundir en la tierra una obra divina como el alma?


San Eusebio, in Cat. graec. Patr
Porque todo hombre depende naturalmente de aquello de que está apasionado y fija toda su alma en aquello que cree que puede darle todo lo que le conviene. Por tanto, si alguno fija toda su atención y su afecto -lo que llamó corazón- en las cosas de la vida presente, únicamente se ocupa de las cosas de la tierra. Pero si se fija en las cosas del cielo, allí tendrá también su corazón. De modo que parecerá que trata con los hombres sólo por el cuerpo, pero que su alma ha alcanzado ya las mansiones del cielo.



28 de enero SAN PEDRO NOLASCO, CONFESOR


San Pedro Nolasco fue francés, de una de las mejores casas de Languedoc. Nació el año de 1187 en el país de Lauregais, en un lugar del obispado de San Papoul, llamado Mas de Santas Puellas, a una legua de Castelnaudary. A la edad de quince años perdió a su padre Guillermo Nolasco; siguió viviendo bajo el cuidado de su madre Teodora de Narbona, la cual no quiso contraer segundas nupcias para cuidar mejor de su hijo.                                         

Siguió algún tiempo al conde Simón de Monfort, general de la Cruzada contra los albigenses. Después de la famosa batalla de Muret, en que quedó muerto Don Pedro, rey de Aragón, compadecido el conde de la desgracia y de la poca edad del niño rey Don Jaime, que había quedado prisionero, y no tenía más que seis o siete años, creyó no podía hacerle mayor servicio que darle por ayo y por gobernador a Pedro Nolasco. Desempeñó este importante empleo con feliz suceso, y mereció toda la estimación y toda la confianza del joven monarca; de la cual sólo se valió para reformar la corte, y para ir delante de todos con el buen ejemplo.

La devoción a la Reina de los Ángeles, y la caridad con los cristianos cautivos que gemían en la esclavitud de los moros, fueron las dos virtudes características de Nolasco, que no paró hasta vender todos sus bienes para asistir y aliviar a aquellos pobres.

Se animó tanto con el buen éxito que tuvieron las primeras pruebas de esta ardiente caridad, que persuadió a muchos caballeros ricos y piadosos se juntasen con él para formar una congregación que tuviese por fin trabajar en la redención de los cautivos, bajo el título y protección de la Santísima Virgen.

Apenas comenzaba la caritativa congregación a derramar sobre aquéllos infelices los primeros efectos de su celo, cuando la Santísima Virgen se apareció a Nolasco el primer día de Agosto, y le declaró que sería muy del agrado de su Hijo y suyo que fundase una congregación religiosa con el título de Nuestra Señora de la Merced, para la redención de los cautivos cristianos, prometiéndole su socorro y protección. Persuadido Pedro de la voluntad de Dios en virtud de esta visión, y no queriendo moverse a nada sin consultarlo con su confesor San Raimundo de Peñafort, fue a buscar al Santo, que había tenido la misma visión aquella propia noche. Confirmados ambos con la uniformidad de la revelación, pasaron a Palacio a comunicar con el rey sus intentos y darte parte de lo sucedido. Pero se hallaron sorprendidos y gustosamente admirados cuando el Rey se adelantó a contarles una visión que había tenido, y era en todo conforme a la de los dos, sin faltar ninguna circunstancia. Por consecuencia se pensó desde luego en disponer todo lo necesario para la fundación de una orden religiosa tan ilustre y tan santa.

El día de San Lorenzo, el Rey, acompañado de toda su corte y de los magistrados y ministros de Barcelona, pasó a la catedral, donde San Raimundo subió al pulpito y declaró delante de todo el pueblo la revelación de la Madre de Dios que habían tenido el Rey, Pedro Nolasco y el mismo Raimundo, sobre la fundación de una nueva Orden con el título de Nuestra Señora de la Merced, para redención de cautivos. Después del ofertorio, el rey Don Jaime y San Raimundo presentaron a Nolasco a Dom Berenguer de la Palou, obispo de Barcelona, que le vistió el hábito blanco y el escapulario de la Orden; y poco antes de la comunión, después de los tres votos religiosos, el nuevo fundador añadió el cuarto, por el cual se obligan todos los de este sagrado instituto, no solamente a solicitar limosnas para la redención de las cautivos cristianos, sino también a quedarse ellos cautivos en caso necesario, cuando no tengan otro modo de rescatar a los demás. Juntamente con el Santo profesaron otros dos caballeros, y el Rey les cedió generosamente la mayor parte de su palacio de Barcelona para que fundasen en él el primer convento de la Orden, queriendo que llevasen en el escapulario el escudo de las armas de Aragón, a las que añadió el Santo, con beneplácito del Rey, las de aquella santa iglesia catedral.

Derramó el Señor tantas bendiciones sobre la nueva Orden, y fueron tantos los sujetos de la primera nobleza que se declararon pretendientes del piadosísimo instituto, que fue preciso hacer otro convento. Se destinó para éste la iglesia de Santa Eulalia, y en poco tiempo tuvo Nolasco el consuelo de ver dilatada su familia por todas las principales ciudades de Aragón y Cataluña.

Estando Pedro retirado de los negocios de la corte, se vio precisado a pasar a ella para sosegar las inquietudes que causaban en todo el reino los partidarios de Don Sancho, primo hermano del Rey y de Don Guillén de Moncada, vizconde de Bearne. Puso en libertad al Rey, a quien los sediciosos tenían como prisionero en el castillo de Zaragoza, y pacificó los alborotos con recíproca satisfacción de ambos partidos.

Cuando volvió a Barcelona manifestó a sus religiosos que, para satisfacer la obligación del cuarto voto, no bastaba hacer algunas redenciones sin salir de los países sujetos a los príncipes cristianos, y que su instituto los obligaba a ir personalmente a los dominios de los infieles, y a ofrecerse a quedar ellos por esclavos para librar a los cristianos cautivos. Todos se le ofrecieron para tan heroica expedición; pero el Santo, eligiendo algunos pocos, se puso al frente de ellos, y entró en el reino de Valencia, ocupado a la sazón por los sarracenos, donde, lejos de hallar los desprecios y las cadenas que ansiosamente buscaba, sólo encontró estimación y respeto. Libró de las mazmorras a todos los cautivos cristianos; y, habiendo hecho un viaje a Granada, redimió en las dos expediciones a cuatrocientos esclavos.

No se contentaba el celo de Nolasco con la redención de los cautivos; se ocupaba también en la conversión de los infieles, y nunca hacía rescate de cristianos sin que convirtiese gran número de moros a la fe de Jesucristo.

El eco de tantas maravillas hizo famosa en toda la Europa la nueva Orden de la Merced. La aprobó Gregorio IX el año 1230, y, hallándose en Roma por penitenciario mayor el glorioso San Raimundo, que se puede llamar su segundo fundador, hizo que en 1235 la confirmase con sus reglas y constituciones,

Por este tiempo el rey Don Jaime, después de haber conquistado a Mallorca del poder de los infieles, entró con sus armas victoriosas por los reinos de Valencia y Murcia. Como este católico príncipe atribuía los felices sucesos de sus armas menos a sus fuerzas que a las oraciones de Nolasco, en todos los países que iba conquistando dejaba fundados conventos de la Merced. Concedió a la Orden el famoso castillo de Uneza, donde se fundó un convento, que en todos tiempos hizo célebre la devoción al milagroso santuario de Nuestra Señora del Puche o del Puig. Cuando se abrían los cimientos de la obra se observó, en cuatro sábados consecutivos, que siete brillantes luces, a manera de astros resplandecientes, bajaban como del Cielo y ocultaban su luz en el mismo lugar donde se abrían los cimientos. Persuadido Nolasco de que algo quería decir este prodigio, mandó que se cavase más y más, hasta que al fin se encontró una campana de extraordinaria grandeza, debajo de cuya concavidad se halló una bellísima imagen de Nuestra Señora, que recibió el Santo como un precioso don con que Dios quería regalarle y enriquecerle. La colocó luego en un altar, y los continuos favores que la Reina de los Ángeles dispensa a todos los que con fe la invocan en aquella santa capilla acreditan bien que son muy de su especial agrado los cultos que recibe en ella.

El año de 1238 se hizo dueño de Valencia el rey Don Jaime, y, después que hizo consagrar la mezquita mayor en iglesia catedral por el arzobispo de Narbona, concedió la segunda mezquita a la religión de la Merced.

Ya no tenía Nolasco cautivos que rescatar en todas las costas de España, porque su caridad había redimido a cuantos se hallaron en poder de los infieles; y para no descansar en el ejercicio de su voto y de su celo, pasó a buscar en Berbería lo que no encontraba en España. Allí sí que pudo satisfacerse su ardiente sed de padecer por Jesucristo, si ella no fuera insaciable; porque, además de las fatigas que padeció, fue metido en una mazmorra, cargado de cadenas, tratado con crueldad, y no pocas veces estuvo en evidente peligro de perder la vida. Pero como vieron los bárbaros que no deseaba otra cosa, y que, cuando no pudiese conseguir esta dicha, tenía por la mayor el quedarse cautivo por los cautivos, le enviaron a España con gran número de ellos.

Luego que volvió a Barcelona hizo cuanto pudo para renunciar el generalato; pero lo más que logró fue que le nombrasen un vicario, en quien el Santo cedió luego todo lo honorífico del empleo, reservándose para sí únicamente el cuidado de distribuir las limosnas a los peregrinos y a los pasajeros.

En vano le excitaba su humildad a vivir ignorado, cuando su reputación le hacía famoso por todo el mundo. Habiendo venido a la provincia de Languedoc San Luis, rey de Francia, quiso ver a un hombre tan santo, de quien la fama publicaba tantas maravillas. Le llamó y tuvo en su corte algunos días, comunicándole el pensamiento que tenía de ir a conquistar la Tierra Santa, y a librar a tantos cristianos como gemían bajo el pesadísimo yugo de los sarracenos. Se ofreció Nolasco a acompañarle en aquella sagrada empresa; pero se lo impidió una larga enfermedad, que al cabo le redujo a la sepultura.

Padeció por espacio de dos años vivísimos dolores en el cuerpo. Cuanto eran aquéllos más intensos, mayor alegría mostraba por poderlos unir con los que padeció el Niño Dios en su nacimiento. Llegó el día en que la Iglesia le celebra, y viendo Nolasco que con él se llegaba el que Dios había destinado para premiar su ardiente caridad, después de recibidos con nuevo fervor los Santos Sacramentos, y de haber protestado a sus hijos que era cosa muy dulce vivir y morir en el servicio de Dios y en la protección de la Santísima Virgen, en el momento de rezar el salmo Confitebor tibi Domine in toto corde meo, al llegar a las palabras redemptionem misit Dominus populo suo, le faltó aliento para seguir adelante, y rindió su alma al Creador, rodeado de sus religiosos, a los sesenta y nueve años de edad y cuarenta de haber fundado la Orden, en 1256. Fue canonizado este gran Santo por el papa Urbano VIII, el año de 1628, y Alejandro VII fijó su fiesta en este día con rito doble.

 

Misa

¡Oh Dios, que a ejemplo de tu caridad enseñaste a San Pedro Nolasco que enriqueciese tu Iglesia con la fundación de una nueva orden religiosa para redención de los cautivos cristianos! Concédenos por su intercesión que, desprendidos de las cadenas de los pecados, gocemos de una libertad eterna en la patria celestial. Que vives y reinas, etc.

La Epístola es del capitulo 4º, versículos 9 al 14 de la de San Pablo a los Corintios.

Hermanos: Servimos de espectáculo al mundo, a los ángeles y a los hombres. Nosotros somos unos necios por amor de Cristo; mas vosotros, sois los prudentes en Cristo; nosotros flacos, vosotros fuertes; vosotros sois honrados, nosotros viles y despreciados. Hasta la hora presente andamos sufriendo el hambre, la sed, la desnudez, los malos tratamientos, y no tenemos dónde fijar nuestro domicilio. Y nos afanamos trabajando con nuestras propias manos; nos maldicen y bendecimos; padecemos persecución, y las sufrimos con paciencia; nos ultrajan, y retornamos súplicas; somos, en fin, tratados hasta el presente como la basura del mundo, como la escoria de todos. No os escribo estas cosas porque quiera sonrojaros, sino que os amonesto como a hijos míos muy queridos.

 

REFLEXIONES

La inocencia es manantial de consuelos y de felicidades. El pecador nunca está contento ni tranquilo. La paz que hace gustar al alma tantas dulzuras; la paz que sosiega y llena el corazón, siempre es fruto de la buena conciencia. Los sobresaltos, las inquietudes y los temores son cosecha del pecado y herencia del pecador.

Causa admiración que, creyéndose y experimentándose que no hay contento dulce, que no hay alegría pura y sólida sino en la vida inocente, todavía se insista y se haga empeño de buscarla en otra parte.

Los placeres del mundo son fugaces y amargos. Cristo comparó las riquezas a las espinas. Los honores no tienen más ser que la sombra y el humo. ¿Qué ha quedado hoy de los dichosos según el siglo, de los que brillaron por el resplandor de sus honores y riquezas más que por la luz de sus merecimientos? Pasaron como relámpago, y ni aun memoria ha quedado de sus nombres; su grandeza, su brillantez, su imaginada felicidad, todo se enterró con ellos en la sepultura; y si murieron en pecado, ¡qué desdicha y qué lamentable desgracia!

Bienaventurado el que fue hallado sin mancha; bienaventurado el que no corrió tras el oro, que no colocó su esperanza en sus tesoros; su gloria será eterna. Pero ¡qué gloria! No hay hombre justo, no hay hombre santo, que no pueda ser desenfrenado, y tan licencioso como el más libertino; es más piadoso y más circunspecto, porque es más prudente. Pudo hacer mal, y no lo hizo. ¿Y se arrepentirá jamás de no haberlo hecho? ¿Qué se pierde en servir a Dios? O, por mejor decir, ¿qué no se gana en servir a tan grande y tan poderoso Dueño? Teme a Dios y guarda sus Mandamientos, que en esto consiste toda la dicha del hombre.

El Evangelio es de San Lucas, capitulo 12, versículos 32 al 84.

En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: No tenéis vosotros que temer,  pequeñito rebaño, porque ha sido del agrado de vuestro Padre daros el ReinoVendedlo que poseéis, y dad limosna. Haceos una bolsas que no se echen a perder; un tesoro en el Cielo que jamás se agota, adonde no llegan ladrones ni roe la polilla. Porque donde está vuestro tesoro, allí también estará vuestro corazón.

MEDITACIÓN

De la humildad.

Punto primero. —Considera que no hay virtud mejor recompensada que la humildad. A los humildes los salvará Dios, dice el Profeta. No tienes que temer, pequeña grey: con vosotros hablo, los que parecéis tan pequeñuelos a vuestros propios ojos y casi desaparecéis a los ajenos; porque vuestro Padre, que es el Padre de las miseri­cordias, ha querido escogeros con preferencia a todos los demás, para que pobléis el Reino de los Cielos. Para vosotros es este Reino, y ninguno entrará en él que no sea humilde; la soberbia precipitó de aquella Corte celestial a los ángeles rebeldes, y la humildad la poblará de espíritus humildes; éste es el título como primordial de su posesión. ¡Qué poco conocida es en el mundo esta verdad!

No hay en él cosa más rara ni más escasa que esta virtud; pero tampoco la hay más importante. Ninguna otra nos enseñó tanto Jesucristo con sus discursos y con sus ejemplos: Aprended de Mí que soy humilde de corazón. No quiso, por decirlo así, que tuviésemos otro maestro de la humildad más que a Él mismo; ni tampoco podía haber quien nos la enseñase por modo más eficaz. La humildad es la virtud de Jesucristo y la de todos sus hijos verdaderos. ¿Es acaso tam­bién la nuestra? No se habla aquí de la humildad de entendimiento y de razón, que consiste sólo en conocer cada uno la pobreza de sus talentos: este conocimiento le tienen todos los hombres que estén en el uso de la razón, y solamente los necios pueden dejar de tenerle: se habla de la humildad cristiana, que es humildad de corazón. Ésta no sólo abre los ojos del conocimiento propio, no sólo enseña el bajo concepto que cada cual debe tener de sí mismo, sino que se alegra de que los demás formen también el mismo bajo concepto de nos­otros. Bien puede uno estar humillado sin ser humilde; para ser humilde es menester complacerse en la humillación, y éste es el fundamento del edificio cristiano. ¿Lo es también del nuestro? ¿Poseemos esta virtud que tiene al Cielo por herencia? ¿Entramos en el número de aquella pequeña grey que no tiene por qué temer? Somos, a la verdad, pequeñuelos; pero ¿somos humildes a los ojos de Dios?

Con todo el corazón deseo ser humilde ¡oh Divino Maestro mío!, y es justo que siga a lo menos vuestro ejemplo. Un Dios humilde es verdaderamente gran remedio para curar mi soberbia.

Punto segundo. —Considera que no hay virtud más a mano para todo género de personas que la humildad; ninguno hay que no se encuentre a sí mismo bien pequeño si se mira con ojos sanos. Los empleos, los títulos, el nacimiento, las dignidades tienen en sí algún valor, pero no lo comunican. El verdadero mérito siempre ha de ser personal. El hombre más perfecto es el que tiene menos faltas; el más grande es el más humilde, porque la soberbia y el orgullo siempre acreditan poca razón y poco espíritu. Basta haber pecado o poder pecar, para que vivamos siempre humildes. La virtud, la inocencia, el mérito y la misma santidad ofrecen grandes materiales al ejerci­cio de esta virtud. Sean nuestros dictámenes y nuestras máximas en este punto la regla por donde debemos juzgar de nuestro verdadero mérito.

Nadie hay que no pueda o no deba humillarse. El grande, conociendo su nada; el pequeño, amando su oscuridad y abatimiento. ¡Oh gran Dios, qué amable sois! Si hubierais hecho dependiente de otra virtud nuestra salvación, muchos quizá se juzgarían excluidos de vuestro Reino; pero ninguno puede excusarse de ser humilde. Considera qué cosa tan fácil es ser uno santo, cuando el ser humilde le es tan natural. Y pregunto: ¿No es muy familiar una virtud que tenemos tan a mano? ¿De dónde nace la delicadeza y la sensibilidad tan inquieta, la falta de dulzura tan ordinaria y la inmortificación tan viva? ¿De qué otro principio provienen casi todas nuestras faltas?

Busca un solo santo que no haya sido humilde. San Pedro Nolasco, siendo de familia nobilísima, se tiene por tan poca cosa, que se obliga con voto solemne a quedarse él mismo por cautivo siempre que fuere necesario para librar a otros del cautiverio. Fue sin duda magnáni­ma esta caridad, pero su cimiento fue el de una humildad profundí­sima. Observando con reflexión nuestros sentimientos, ¿quién no dirá que hemos encontrado o descubierto alguna otra senda para ir al Cielo? ¡Qué mayor prueba de que es bien corto el número de los escogidos que el ser tan limitado el número de los humildes!

Deseo, Dios mío, ser de este pequeño número, y por eso os pido con las mayores veras me concedáis esta amable virtud. Humilladme, Señor, cuanto fuese vuestro agrado, pero otorgadme la gracia de que sea verdaderamente humilde.

JACULATORIAS

Sí, Señor, cada día quiero ser más humilde a mis propios ojos; y por eso quiero ser cada día más humillado y más abatido a los ojos del mundo —Libro II de los Reyes, VI, 22.

Muy provechoso me ha sido, Señor, el que me hayáis humillado; que de esta manera me habéis hecho dócil a vuestros preceptos, y sometido a vuestros mandamientos —Salmo CXVIII.

 

PROPÓSITOS

1. En los demás se estima y alaba grandemente la virtud de la humildad; pero son pocos los que trabajan eficazmente para poseerla ellos mismos. Si se pudiera ser humilde sin ser humillado; si para serlo bastara conocer que hay sobra de pecados, falta de virtudes, escasez de méritos, pobreza de talentos, no sería tan rara en el mundo esta virtud. Un poco de entendimiento basta para que cada cual se haga justicia a sí mismo; pero nuestras sentencias en este particular jamás salen del secreto tribunal del entendimiento, y nunca se notifican, ni las consiente el corazón. Sin embargo, es cierto que solamente la humildad de corazón es virtud cristiana. Para lograrla es menester, a pesar de la repugnancia natural, llevar a bien y aún desear ser humillado. Examina cuidadosamente los artificios y las ingeniosas salidas del amor propio, para evitar una humilla­ción. ¡Qué sensibilidad cuando se nos hace el más vivo menosprecio!

¡Qué empeño en justificar hasta nuestras mismas faltas! ¡Con qué frialdad miramos a los que nos son preferidos! ¡Qué indigestión, qué desafecto hacia aquellos que, a nuestro modo de entender, no nos estiman tanto! Toma eficaz resolución de reprimir todos esos dictámenes, todos esos ímpetus del orgullo, y por lo menos de no quejarte, de callar cuando se te ofrezcan ciertas pequeñas humillaciones, y de rogar a Dios por todos aquellos de quienes se vale su amorosa providencia para humillarte.

2. Haz hoy una visita a los pobres encarcelados; manifiesta con ellos tu liberalidad, usa de misericordia, haciéndoles una buena limosna; y a lo menos ofréceles tus servicios y tu crédito con el juez, tu protección y tus buenos consejos. Considera que no son como aquellos vagabundos cuya presencia importuna viene a inquietar tu devoción hasta en el mismo templo de Dios; son unos infelices, cuya desgracia los imposibilita de ir a buscarte a tu casa. Tienen cuanto han menester para excitar tu compasión, menos el poder hacerse presentes a tu vista. No son como aquellos holgazanes que ha­cen tráfico de su miseria y negocio de su necesidad; imposibilitados están de ganar su vida, ni un pedazo de pan para sus hijos, que no pocas veces hallan su temprana muerte en la prisión de sus padres. Acordaos sobre todo de los pobres encarcelados, escribía San Pablo. Ciertamente, si tuviéramos fe, no hubiera entre los cristianos gente más feliz que los pobres. Todos nos empeñaríamos a competencia en socorrerlos en sus necesidades, en aliviarlos en sus miserias; sabiendo que cuanto hacemos con ellos lo hacemos a la persona del mismo Jesucristo. Imponte como ley visitar dos veces por lo menos a los pobres de la cárcel, sin tener asco de sus miserias ni horror de sus calabozos, acordándote de este oráculo de Jesucristo: Yo estaba en la cárcel, y me vinisteis a visitar; porque de verdad os digo que a Mí mismo me visitasteis en aquellos lugares de llanto y de miseria, todas las veces que por mi amor visitasteis a los en­carcelados.

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