viernes, 31 de diciembre de 2021

31 de diciembre SAN SILVESTRE I, PAPA

 


(335 p. c.) Al Papa Silvestre I, lo mismo que a su predecesor San Milcíades, se le recuerda más por los sucesos que tuvieron lugar durante su pontificado que por su vida y sus hechos. Vivió en una época de tan grande trascendencia histórica que, inevitablemente surgieron en torno suyo diversas historias y anécdotas sensacionales, como las que figuran en la obra Vita beati Silvestri. El Líber Pontificalis hace constar que era el hijo de un romano llamado Rufino, fue elegido Papa a la muerte de San Milcíades, en 314, casi un año después de que el Edicto de Milán hubiera garantizado la libertad para la Iglesia. En consecuencia, las historias más significativas sobre San Silvestre se vinculan con sus relaciones con el emperador Constantino. En ellas se representa a Constantino como a un leproso que, al convertirse al cristianismo y al recibir el bautismo de manos del Papa Silvestre, quedó curado. Como muestra de gratitud hacia el vicario de Cristo en la tierra, el emperador concedió numerosos derechos y privilegios al Papa y a sus sucesores y dejó bajo el dominio de la Iglesia a las provincias de Italia. La historia de los "donativos de Constantino, que se compuso y se utilizó para fines políticos y eclesiásticos durante la Edad Media, se ha reconocido desde hace mucho como una falsedad, sin embargo, hay un punto en ese relato, el bautismo de Constantino por San Silvestre, que se registra en el Martirologio Romano y en el Breviario.(En realidad, el primero de los emperadores romanos que fue cristiano, era todavía catecúmeno cuando se hallaba en su lecho de muerte y fue entonces, dieciocho meses después de la muerte de San Silvestre, cuando un obispo amano lo bautizó en Nicomedia.)

A los pocos meses de ocupar la silla de San Pedro, el Papa envió una delegación personal al sínodo convocado en Arles para tratar la disputa donatista. Los obispos reunidos en aquella asamblea formularon críticas por la ausencia del Pontífice que, en vez de presentarse en la reunión, permanecía en "el sitio donde los Apóstoles tienen su tribunal permanente". En junio del año 325, se reunió en la ciudad de Nicea, en Bitinia, el primer Concilio Ecuménico o general de la Iglesia, al que concurrieron unos 220 obispos, casi todos orientales. El Papa Silvestre envió de Roma, como delegados, a dos sacerdotes. El Concilio presidido por un obispo de occidente, Osio de Córdoba, condenó las herejías de Arrio y con ello dio principio a una larga y devastadora lucha dentro de la Iglesia. No hay noticias precisas de que San Silvestre haya ratificado oficialmente la firma de sus delegados en las actas del Concilio.

Es probable que haya sido a San Silvestre y no a Milcíades a quien Constantino cedió el palacio de Letrán, donde el Papa estableció su cátedra e hizo de la basílica de Letrán la iglesia catedral de Roma. Durante el pontificado de San Silvestre, el emperador (que en 330 trasladó su capital de Roma a Bizancio) hizo construir las primeras iglesias romanas, como la de San Pedro en el Vaticano, la de la Santa Cruz en el palacio sesoriano y la de San Lorenzo extramuros. El nombre de este Papa, junto con el de San Martín, ha quedado impuesto hasta ahora a la iglesia titular de un cardenal que, por aquel entonces, fue fundada cerca de los baños de Diocleciano, por un sacerdote llamado Equicio. San Silvestre construyó también otra iglesia en el cementerio de Priscila, sobre la Vía Salaria. En aquel mismo lugar fue enterrado en el año de 335, pero en 761, el Papa Pablo I trasladó sus reliquias a la iglesia de San Silvestre in Capite, que es ahora la iglesia nacional de los ingleses católicos en Roma. Desde el siglo XIII, se generalizó la celebración de la fiesta de este santo Pontífice en el occidente el 31 de diciembre, y también se observa en el oriente (el 2 de enero), la conmemoración de aquel primer Pontífice de Roma, después de que la Iglesia salió de las catacumbas.

miércoles, 29 de diciembre de 2021

29 de diciembre SANTO TOMAS BECKET, ARZOBISPO DE CANTERBURY, MÁRTIR

 


(1170 p.c.) Hay una tradición muy conocida en la que se relata que la madre de Santo Tomás Becket era una princesa sarracena que, perdidamente enamorada de un peregrino o un cruzado inglés apellidado Becket, lo siguió desde Tierra Santa y a través de Europa, sin pronunciar ante las gentes que encontraba a su paso más que las dos únicas palabras que conocía en inglés y que le interesaban: "London" y "Becket". Así fue como encontró por fin a su amado, se convirtió al cristianismo y se casó con él. En realidad, no hay ningún fundamento para esta historia. Varios contemporáneos nos han hablado de los parientes del santo. Un tal FitzStephen, un clérigo al servicio de la familia, dice: "Su padre era Gilbert, alguacil de Londres, y el nombre de su madre era el de Matilda. Los dos eran ciudadanos de estirpe burguesa que no hicieron dinero con la usura ni ejercieron el comercio, pero vivían respetablemente con lo que tuviesen" (Sin duda que los padres de Tomás fueron dignos ejemplares de esas gentes en pro de las que habla el propio FitzStephen: "Los ciudadanos de Londres se destacan sobre los demás por sus buenas maneras y educación, en la mesa y en la charla. Las matronas son verdaderas Sabinas".) Otros dicen que el nombre de la madre era Rohesia y que fue normanda como su marido. De todas maneras, se sabe que el hijo de la pareja nació el día de Santo Tomás del año 1118, en Londres, y que fue enviado a educarse con los canónigos regulares en Merton, localidad del Surrey. Al cumplir los veintiún años, perdió a su madre y, poco después, a su padre. Ya para entonces, los bienes de Gilbert habían menguado bastante y Tomás tuvo que "trabajar como empleado" de un pariente, llamado Osbert Eightpence en Londres. También trabajó para Richer de l'Aigle, quien gustaba de hacerse acompañar por el chico en sus cacerías, sobre todo cuando las hacía con halcones, y así despertó en Tomás la afición por las correrías a campo abierto que siempre cultivó. Cierto día en que perseguía a una presa, el halcón que llevaba sobre el hombro, se lanzó al río para atrapar a un pato. Tomás, temeroso de perder a su halcón, se lanzó también al agua con la intención de rescatarlo, pero la rápida corriente lo arrastró hasta un molino y sólo salvó la vida gracias a que la rueda del molino se detuvo, milagrosamente según se dijo, cuando estaba a punto de triturar el cuerpo del joven (Se dice que ese molino estaba situado en el lugar denominado Wade's Mili, en el Hertfordshire, en el terreno comprendido entre Ware y el Colegio de Saint Edmund, un sitio mejor conocido por su relación con otro Tomás, Tomás Clarkson, el abolicionista de la esclavitud). Aquel incidente fue característico de la impetuosidad de Tomás y no uno de los motivos que "le hicieron tomar la vida más en serio". Al cumplir los veinticuatro años obtuvo un puesto en la servidumbre de Teobaldo, el arzobispo de Canterbury. No pasó mucho tiempo sin que recibiese las órdenes menores y muchos favores por parte de Teobaldo, quien se preocupó de que Tomás obtuviese numerosos beneficios en toda la zona comprendida desde Beverley hasta Shoreham. En 1154 fue ordenado diácono, y el arzobispo le nombró archidiácono de Canterbury, un puesto que era, por entonces, el primero en dignidad eclesiástica en Inglaterra, después de los obispos y los abades. Teobaldo le encomendó el manejo de asuntos muy delicados, rara vez hacía algo sin consultarle, en varias ocasiones le envió a Roma con misiones importantes. Por otra parte, el arzobispo jamás tuvo motivos para arrepentirse de haber depositado su entera confianza en Tomás de Londres, como se le llamaba generalmente.

En el Thomas Saga Erkibyskupus, de Norse, se describe al joven y brillante clérigo de esta manera: "Era delgado de cuerpo y de tez pálida, con cabello oscuro, nariz larga y facciones duras. Su carácter alegre le hacía atractivo y amable en la conversación; hablaba siempre con sinceridad y, no obstante cierto leve tartamudeo, era tan claro su discernimiento y tan ágil su mente, que siempre hacía de las cuestiones más difíciles y complicadas el asunto más simple, por su diestra manera de tratarlo." Los monarcas gustan tener a la mano a hombres de esta calidad. Además, gracias a la diplomacia de Tomás de Londres, se había conseguido que el Papa, Beato Eugenio III, dejase de apoyar la sucesión al trono de Eustacio, el hijo de Esteban, y de esta manera, la corona quedó firme en la cabeza de Enrique de Anjou. En consecuencia, hacia 1155, nos encontramos a Santo Tomás Becket, a la edad de treinta y seis años, nombrado canciller del rey Enrique II.

'Tomás", escribió su secretario, Herbert de Bosham, "dejó de lado su dignidad de archidiácono y se hizo cargo de sus deberes de canciller, que desempeñó con entusiasmo y habilidad". Por cierto que su talento tuvo un amplio campo de acción, puesto que el cargo de canciller sólo igualaba en importancia al antiguo funcionario político y judicial llamado "Justice." Así como otro canciller y mártir posterior, también llamado Tomás, fue amigo personal y fiel servidor de su soberano Enrique VIII, Becket era amigo de Enrique II y en mayor grado de intimidad. Se ha comentado que el monarca y su canciller no tenían más que un solo corazón y una sola cabeza; si acaso era así, es indudable que la influencia de Becket tuvo muchísimo que ver en aquellas reformas por las que tanto se alaba a Enrique II, como por ejemplo, las medidas para administrar mejor la justicia y la igualdad de trato, por medio de un sistema de leyes más uniforme. Pero su amistad no se limitaba al común interés en los asuntos de Estado y, en los momentos de descanso y de holgura, sus relaciones personales eran de un "compañerismo retozón", como las describen algunos escritores.

Una de las más destacadas virtudes de Tomás como canciller, fue incuestionablemente la magnificencia, aunque es necesario decir que cayó en algunos excesos. Su residencia y su servidumbre se podían comparar con las de un rey. Cuando se le envió a Francia para negociar un matrimonio real, su séquito personal estaba formado por doscientos hombres y aún había varios cientos más, entre caballeros y nobles, clérigos y criados, músicos y trovadores, que escoltaban la caravana de ocho carros cargados de presentes, caballos, halcones y perros de caza, micos y mastines (Dice FitzStephen que dos de los carros iban cargados con toneles de hierro que contenían cerveza destinada a los franceses, "que gustan de esa clase de bebida, porque es fuerte, clara, transparente y de muy buen sabor"..) Los franceses se quedaron con la boca abierta al ver tanto esplendor y comentaron entre sí: "¡Si este es el canciller del Estado, cómo será la magnificencia del rey!" La forma en que trataba a sus invitados y recibía a sus huéspedes, estaba a la altura correspondiente; y su generosidad hacia los pobres estaba en proporción con todo lo demás.

En el año de 1159, el rey Enrique formó en Francia un ejército de mercenarios, con el propósito de recuperar el condado de Toulouse, que pertenecía, por herencia, a su esposa. En las contiendas que resultaron, tomó parte Becket con un ejército de setecientos de sus caballeros y no sólo dio muestras de ser un buen general, sino también un valiente luchador. Cubierto con su armadura, encabezó los ataques y, no obstante su condición de clérigo, participó en encuentros con el enemigo, cuerpo a cuerpo. Por lo tanto, no es sorprendente que el prior de Leicester, al encontrarse con él en Rouen, exclamase lleno de asombro: "¿Qué hacéis vestido de esa manera? ¡Más parecéis un guerrero que un clérigo! Sin embargo, sois un clérigo en vuestra persona y mucho más lo sois en vuestras dignidades: archidiácono de Canterbury, decano de Hastings, preboste de Beverley, canónigo de ésta y de aquella iglesia, procurador del arzobispado y, según corren los rumores, con muchas posibilidades de llegar a arzobispo". Becket recibió los reproches con toda serenidad y respeto, pero repuso que él conocía a tres pobres sacerdotes ingleses a quienes vería complacido como arzobispos antes que verse él elevado a tan alta dignidad, porque en ese caso, tendría que elegir, inevitablemente, entre el favor del rey y el favor de Dios.

No obstante que la participación continua en los asuntos públicos, la magnificencia espectacular y la actividad secular eran los aspectos predominantes en la vida de Becket como canciller, no eran los únicos. Durante toda su vida fue orgulloso, irascible y violento, pero también sabemos de sus "retiros" en Merton, de las disciplinas a que se sometía y de sus plegarias en las largas noches de vigilia. Asimismo, conocemos el testimonio de su confesor sobre la intachable vida privada del canciller bajo condiciones de extremo peligro y grandes tentaciones de toda especie. Y, si a veces iba demasiado lejos al colaborar en los planes y proyectos de su real señor, que a veces infringían los derechos de la Iglesia, no tuvo reparos en marcarle el alto en otros asuntos peores, como el caso del matrimonio de la abadesa de Romsey.

Teobaldo, el arzobispo de Canterbury, murió en el año de 1161. En aquellos momentos, el rey Enrique se hallaba en Normandía con su canciller, a quien ya tenía pensado entregar el arzobispado. En cuanto le hizo la propuesta, Becket repuso con firmeza: "Si Dios permite que yo ascienda a la dignidad de arzobispo de Canterbury, no pasará mucho tiempo sin que pierda los favores de Vuestra Majestad, y todo el afecto con que vos me honráis se transformará en odio. Puesto que Vuestra Majestad proyectará hacer ciertas cosas que vayan en perjuicio de los derechos de la Iglesia, mucho me temo que Vuestra Majestad requiera de mí una ayuda o una aprobación que no podré darle. No faltarán personas envidiosas que aprovechen esas ocasiones para alentar una amarga e interminable desavenencia entre vos y yo".

El rey hizo caso omiso de los escrúpulos de Tomás, y éste se negó a aceptar la dignidad obstinadamente, hasta que el cardenal Enrique de Pisa acalló sus recelos. La elección se llevó a cabo en mayo de 1162. El príncipe Enrique, que se encontraba en Londres, dio su aprobación en nombre de su padre, y Becket partió inmediatamente de Londres a Canterbury. En el camino distribuyó algunos cargos privados entre diversos miembros de su clero y a todos les recomendó encarecidamente que le observaran y le advirtieran de la menor falta en su conducta, "porque en esas cuestiones, cuatro ojos ajenos ven mejor y más claramente que los dos propios". El sábado de la semana de Pentecostés, fue ordenado sacerdote por Walter, el obispo de Rochester, y en la octava de Pentecostés, recibió la consagración de manos de Enrique de Blois, obispo de Winchester. (Santo Tomás decretó que el aniversario de su consagración se observase en toda su provincia con una fiesta en honor de la Santísima Trinidad, ciento cincuenta años antes de que esa conmemoración se adoptase en la Iglesia de occidente.)

Poco tiempo después, recibió el palio que le enviaba el Papa Alejandro III, y hacia fines de aquel año, se produjo un cambio notabilísimo en su manera de vivir. Sobre sus carnes llevaba una camisa de cerdas, y su vestimenta ordinaria era una casaca negra, una sobrepelliz de lino y la estola sacerdotal al cuello. De acuerdo con la regla de vida que estableció para sí, se levantaba muy de mañana para leer las Sagradas Escrituras, siempre en compañía de Herbert de Bosham, a fin de discutir o aclarar con él algunos de los pasajes. A las nueve de la mañana, cantaba la misa o bien asistía a ella cuando no era él quien la celebraba. Una hora más tarde, y a diario, distribuía personalmente las limosnas, las que elevó al doble de lo que daban sus antecesores. Dormía o descansaba un poco después del mediodía y, a las tres de la tarde, comía con sus invitados y familiares en el gran salón. En vez de música, durante la comida se leía un libro piadoso. Siempre se sirvieron en su mesa los alimentos más escogidos y los manjares suculentos, pero eso era para los huéspedes e invitados, porque el arzobispo conservaba invariablemente una templanza y una moderación notables. Casi todos los días visitaba la enfermería y el vecino claustro de los monjes. Entre sus propios familiares y servidores, estableció cierta regularidad monástica. Tomaba especial cuidado en la selección de candidatos a las sagradas órdenes, los examinaba personalmente y, de acuerdo con su capacidad judicial, ejercía la justicia rigurosamente. "Ni siquiera las cartas y las solicitudes del rey tenían poder alguno para inclinarle en favor de un hombre que no tuviese el derecho justo de su parte", dicen sus biógrafos.

No obstante que el arzobispo había renunciado a su cancillería, en contra de los deseos del rey, las relaciones entre ambos se conservaban tan amistosas como antes. A pesar de ciertas diferencias, el rey Enrique le manifestaba todavía sus favores, le daba grandes muestras de afecto y parecía conservar aún el cariño que le había profesado desde un principio. El primer descontento serio se produjo en Woodstock donde residía temporalmente el monarca con su corte. Era costumbre pagar dos chelines anuales a los alguaciles de los condados, por cada una de las parcelas de tierra arrendadas o de propiedad de los colonos, a fin de que los alguaciles protegieran a éstos contra la rapacidad de los cobradores de impuestos (parece que en estos cobros se hacían los chanchullos de la peor especie). En aquella ocasión, el rey ordenó que las sumas le fueran pagadas a su tesorero. El arzobispo le hizo ver que se trataba de un pago voluntario que no podía ser cobrado, ni mucho menos exigido como un haber de la corona. "Si los alguaciles, sus sargentos y oficiales", replicó Becket, "cumplen con defender y proteger al pueblo, pagaremos; de otra manera, nada se pagará".

A esto repuso el rey con un juramento profano: "¡Por Dios, que sí pagaréis!", exclamó altivo y con tono airado. "Con todo el respeto que se debe a ese santo nombre, mi rey y señor", dijo Becket, "debo advertiros que no se pagará ni un penique en las tierras bajo mi jurisdicción". El monarca no dijo nada más en aquel momento, pero ya estaba resentido. Después se produjo el caso de Felipe de Brois, un canónigo que fue acusado de asesinato. Según las leyes de aquellos tiempos, el canónigo fue juzgado por un tribunal eclesiástico, y el obispo de Lincoln lo declaró inocente. Pero uno de los jueces que el rey envió observadores, Simón Fitzpeter, citó al acusado ante su propio tribunal civil. El canónigo Felipe se negó a aceptar aquel proceso y se dirigió a Fitzpeter con altanería y en términos insultantes. Entonces, el rey ordenó que el reo fuese juzgado por el delito original y por desacato a la autoridad. Pero intervino Tomás Becket para exigir que el proceso se siguiese en su propio tribunal, a lo que el monarca tuvo que acceder contra toda su voluntad. La sentencia previa fue aceptada como válida, pero, a causa del desacato al juez Fitzpeter, se le condenó a ser azotado y a la suspensión temporal de sus beneficios. Al rey Enrique le pareció demasiado benigna aquella sentencia y convocó a los asesores para demandarles: "¿Me juraréis en nombre de Dios que no salvasteis al acusado por ser un miembro del clero?" Todos se manifestaron prontos a jurar, pero Enrique no quedó satisfecho y su resentimiento aumentó. Se acumularon incidentes y conflictos semejantes, hasta que, en el mes de octubre de 1163, el rey convocó a los obispos a un concilio en Westminster, para exigirles que se hiciera entrega a los poderes civiles de los clérigos delincuentes y criminales a fin de aplicarles el merecido castigo. Los obispos se mostraron un tanto vacilantes y atemorizados, pero Tomás los alentó a mantenerse firmes. Entonces el rey les pidió una solemne promesa de atenerse a sus reales costumbres, las cuales no especificó. Santo Tomás y los otros miembros del concilio accedieron, pero con la salvedad de que, "si las costumbres del rey afectaban a la Iglesia", no podrían tolerarlas. De acuerdo con los objetivos del monarca, aquella salvedad equivalía a una rotunda negativa y, en consecuencia, al día siguiente despojó a Tomás de algunos títulos, beneficios y castillos que el arzobispo conservaba desde sus tiempos de canciller. En el curso de una tempestuosa entrevista realizada en Northampton, el rey trató en vano de obligar a su antiguo amigo a modificar su actitud, y el conflicto estalló por fin en el consejo de Clarendon, cerca de Salisbury, a principios de 1164. Como Tomás no había recibido más que un apoyo muy débil por parte del Papa Alejandro III, al comienzo de las sesiones se mostró conciliatorio y aun prometió hacer "todo lo posible por aceptar las "costumbres" del rey", pero en cuanto leyó las constituciones en las que se exponían detalladamente esas costumbres reales que él debía aprobar, exclamó: "¡No permita Dios que yo ponga mi sello en esto!" Las constituciones pedían, inter alia, que ningún prelado podía abandonar el territorio del reino sin el permiso del monarca, ni apelar a Roma sin el consentimiento del mismo; ningún funcionario con algún alto puesto civil o cortesano podría ser excomulgado en contra de la voluntad del rey (esto se había reclamado desde los tiempos de Guillermo I, pero nunca se concedió porque era una evidente infracción a la jurisdicción espiritual de la Iglesia); los beneficios de las sedes u otros puestos eclesiásticos vacantes y las ganancias que produjeran, quedarían bajo la custodia del rey (aquel abuso ya había sido reconocido durante el reinado de Enrique I); y —lo que llegó a ser la cláusula crítica— los clérigos convictos y sentenciados en los tribunales eclesiásticos deberían quedar a disposición de los funcionarios del rey (con la posibilidad de recibir el castigo por partida doble).

El arzobispo estaba ya profundamente arrepentido de haberse mostrado débil, al principio, en su oposición a las pretensiones del rey y se mostraba muy dispuesto a poner un ejemplo que, los otros obispos habrían de seguir sin vacilaciones. "¡Soy un hombre orgulloso y vano!", exclamó entonces, lleno de amargura. "No soy nada más que un criador de aves de presa y perros de caza. ¡Y es a mí a quien han hecho pastor de un rebaño! No merezco otra cosa sino que me expulsen de la sede que ocupo". Desde aquel momento y durante más de cuarenta días, en tanto que aguardaba la absolución y la autorización del Papa, no volvió a celebrar la misa. Hizo repetidos intentos de allanar las cosas y llegar a la concordia, pero ya el rey Enrique le consideraba como su enemigo y le había sometido a una persecución sistemática que culminó con una denuncia judicial contra Tomás para que pagase 30 000 marcos que supuestamente le debía de los tiempos en que fue canciller del reino (no obstante que, al ser consagrado arzobispo, obtuvo un documento de descargo, perfectamente claro y preciso). El rey Enrique se negó a recibirlo cuando fue a solicitarle audiencia en Woodstock y en dos ocasiones se le impidió cruzar el canal para trasladarse al continente a fin de presentar su caso ante el Pontífice. Después, el rey Enrique convocó a un nuevo concilio en Northampton. De aquella reunión resultó un ataque concreto y directo en contra del arzobispo, en el que los prelados se plegaron a los deseos de los señores. En primer lugar, se le condenó a pagar una crecida multa por no haberse presentado ante el tribunal del rey luego de haber recibido una cita para hacerlo en un proceso en su contra; en segundo lugar, se pronunciaron varias causas por mal uso del dinero del reino y, por fin, se le exigió que presentase ciertas cuentas de la cancillería. Enrique, el obispo de Winchester, abogó por el descargo del canciller, pero no se le autorizó a tomar su defensa. Entonces, se ofreció a hacer un pago ex gratia de 2 000 marcos de su propio peculio. El martes 13 de octubre de 1164, Santo Tomás celebró la misa votiva de San Esteban Protomártir y, al término de la misma, sin mitra ni palio, con la cruz del arzobispo metropolitano en la mano, se dirigió a la sala del concilio. El rey y los barones deliberaban en una habitación aparte. Tras una larga espera, el conde de Leicester salió para hablar con el arzobispo. "El rey manda que le entreguéis las cuentas", le dijo. "En caso contrario, seréis sometido a un juicio". "¿Un juicio?", preguntó extrañado Santo Tomás. "La iglesia de Canterbury me fue entregada libre de toda obligación temporal. Por lo tanto, en lo que se refiere a obligaciones temporales, no tengo nada de que responder ni puedo ser sometido a proceso". Luego de una fría reverencia, el de Leicester dio media vuelta para informar al rey sobre la contestación, pero Becket le detuvo. "Señor conde e hijo mío, escuchad", v dijo en tanto que tendía una mano hacia él: "estáis obligado a obedecer a Dios y a mí antes que a vuestro rey terrenal. No hay ley ni razón que permita a los hijos juzgar a sus padres ni condenarlos. Por eso rechazo el juicio del rey y el vuestro y el de todos. Tan sólo por el Papa puedo ser juzgado, después de Dios y ante El". Ya para entonces, los barones habían salido de la habitación privada y escuchaban a Becket en la sala de concilios. Este se dirigió concretamente a los prelados: “A vosotros, obispos, compañeros míos, que habéis servido al hombre antes que a Dios, a vosotros os convoco ante el Pontífice. De esta manera, protegido por la autoridad de la Iglesia católica y de la Santa Sede, salgo de aquí". Un vocerío en el que se destacaba la palabra "¡Traidor, traidor!", siguió al arzobispo que abandonó la sala pausadamente. Aquella misma noche, Tomás Becket huyó desde el puerto de Northampton (Santo Tomás de Canterbury es el patrono principal de la actual diócesis y la catedral de Northampton), bajo una lluvia torrencial y, tres semanas más tarde, dentro del mayor secreto, abordó una nave en Sandwich.

Santo Tomás y los pocos fieles que le siguieron, desembarcaron en Flandes y se refugiaron en la abadía de Saint Omer, gobernada por San Bertino. Desde ahí, el arzobispo envió delegados a Luis VII, rey de Francia, quien los recibió amablemente y formuló la invitación para que Tomás Becket se amparase en sus dominios.

En aquellos momentos, el Papa Alejandro III se encontraba en la ciudad de Sens. Antes de que Santo Tomás pudiese llegar allí, los obispos y caballeros del bando del rey Enrique se le adelantaron para formular gravísimas acusaciones contra el arzobispo ante el Pontífice, (Entre los clérigos, su principal enemigo era Gilbert Foliot, obispo de Londres. Este comenzó su arenga con mucha vehemencia y el Papa le interrumpió: "|Por gracia, hermano!", le dijo. "¿Debo tener gracia para él, mi señor?", preguntó Gilbert. "No imploro la gracia para él, hermano, sino para ti mismo") pero ya habían partido cuando llegó el acusado. Tomás mostró al Papa las dieciséis Constituciones de Clarendon, muchas de las cuales fueron calificadas de "intolerables" por el Pontífice, quien incluso reconvino al arzobispo por haber pensado en aceptarlas. Al día siguiente, en la segunda entrevista, confesó Becket haber recibido la sede de Canterbury, aunque en contra de su voluntad, pero sí por medio de una elección que posiblemente se llevó a cabo fuera de los cánones y en la que él no había participado de ninguna manera. Después de esta admisión, renunció a su dignidad en manos del Sumo Pontífice, le entregó el anillo que sacó de su dedo y se retiró. En seguida, le llamó de nuevo el Papa y le devolvió todas sus dignidades y le mandó que no abandonase su puesto, ya que eso equivaldría, evidentemente, a abandonar la causa de Dios. El Papa recomendó al exilado arzobispo al abad del Pontigny para que le hospedara y protegiera.

Santo Tomás ingresó a aquel monasterio de la orden del Cister, como a un retiro religioso, un lugar de penitencia para expiación de sus pecados; se sometió a las reglas del convento y no permitió que se hiciera ninguna distinción en su favor. Dedicó el tiempo al estudio y a escribir cartas, tanto a sus partidarios como a sus contrincantes, aunque de nada sirvieron para alcanzar un acuerdo pacífico. Mientras tanto, el rey Enrique confiscaba los bienes de todos los amigos, parientes y servidores de Tomás, dictaba órdenes de destierro contra ellos y a muchos los obligaba a viajar hasta Pontigny para que se presentaran, miserables y despojados como estaban, ante el arzobispo y le mostraran que, por culpa suya habían caído en tan grande desgracia. Gran número de exilados comenzaron a llegar a Pontigny para conmover a Becket. Al reunirse el capítulo general de la orden del Cister en Citeaux, recibió una intimación del rey de Inglaterra en el sentido de que si los monjes persistían en asilar a su enemigo, procedería a confiscar las casas de la orden en todos sus dominios. No le quedaba al abad del Cister otra alternativa que la de insinuar a Santo Tomás la necesidad de abandonar su refugio de Pontigny. Así lo hizo el santo prontamente y fue a refugiarse en la abadía de San Columbano, cerca de Sens, como huésped del rey Luis de Francia. A lo largo de casi seis años, hubo negociaciones entre el Papa, el arzobispo y el monarca inglés. A Santo Tomás se le nombró legado a latere para toda Inglaterra, a excepción de York, y, desde su alto cargo, excomulgó a muchos de sus adversarios, se mostró amenazante y también conciliador, pero el Papa Alejandro creyó conveniente anular algunas de sus sentencias. El rey Luis de Francia se vio arrastrado a la lucha. En enero de 1169, el monarca francés y el inglés mantuvieron una conferencia con el arzobispo en Montmirail, donde Tomás se resistió a ceder en dos puntos de los que se le propusieron. Una conferencia similar, que se llevó a cabo en Montmartre durante el otoño, fracasó también, a causa de la intransigencia de Enrique. Becket redactó una serie de cartas a los obispos para ordenarles la publicación de una sentencia de entredicho sobre el reino de Inglaterra. Entonces, sin que nadie lo esperase, en julio de 1170, el rey y el arzobispo se reunieron de nuevo en Normandía y, por fin, se llegó a una reconciliación sin que se hicieran, al parecer, referencias a los asuntos en disputa. En marzo de aquel mismo año, es decir ocho meses antes, San Godrico había enviado un mensaje, a Santo Tomás para vaticinarle que regresaría a Inglaterra y moriría poco después, Cuando Santo Tomás se despidió del obispo de París, le dijo: "Vuelvo a Inglaterra para morir".

El 1* de diciembre, Santo Tomás desembarcó en Sandwich y, no obstante que el alguacil de Kent trató de detenerlo, el corto trayecto desde ahí a Canterbury, fue una marcha triunfal. Las gentes alineadas a lo largo del camino le aclamaban, y las campanas de todas las iglesias se echaron a vuelo. Sin embargo, aquella no era la paz. Los que retenían el poder estaban de plácemes, puesto que tenían la presa a su merced, y Tomás se vio obligado a hacer frente a la desagradable tarea de tratar con Roger du Pont l'Evéque, arzobispo de York, y los otros obispos que habían colaborado con él en el acto de coronación del hijo del rey Enrique, en abierto desafío a los derechos de Canterbury y, quizá, en contra de las instrucciones del Papa. Ya había enviado Santo Tomás las cartas de suspensión para el arzobispo Roger y otros, así como la excomunión de los obispos de Londres y de Salisbury. Los tres prelados partieron juntos a Francia, donde estaba el rey Enrique, para apelar a su justicia. Mientras tanto, Tomás Becket permanecía en Kent, sujeto a la constante persecución y a los insultos del señor Ranulfo de Broc, a quien el arzobispo había exigido (inoportunamente, dadas las circunstancias) la devolución del castillo de Saltwood, un edificio que pertenecía a su sede. Luego de pasar una semana en Canterbury, el arzobispo hizo una visita a Londres, donde fue recibido con regocijo por todos, menos por el hijo de Enrique, "el joven rey", quien se negó a verlo. Luego de saludar a varios de sus amigos, el arzobispo regresó a Canterbury, donde celebró su quincuagésimo segundo cumpleaños.

Al mismo tiempo, los tres obispos sancionados por el de Canterbury, habían presentado sus quejas ante el rey. La conferencia tuvo lugar en Bur, cerca de Bayeux y, en el curso de la misma, alguien declaró en voz alta que no podría haber paz en el reino mientras viviera Becket. Fue entonces cuando el rey Enrique, en uno de sus accesos de furor, pronunció las palabras fatales que algunos de sus oyentes interpretaron como una réplica por la que autorizaba a suprimir a aquel "clérigo infernal que le hacía la vida imposible." Al momento, cuatro caballeros emprendieron el viaje a Inglaterra y desembarcaron en las costas de Saltwood. Sus nombres eran: Reinaldo Fitzurse, Guillermo de Tracy, Hugo de Morville y Richard le Bretón.

El día de San Juan, el arzobispo recibió una carta donde se le advertía sobre el peligro a que estaba expuesto. En toda la región sudeste de Kent, la población estaba a la expectativa y vivía en un estado de constante tensión. Por la tarde del 29 de diciembre, era un martes, el mismo día de la semana en que Becket nació y en el que fue bautizado, los caballeros procedentes de Francia se entrevistaron con él. Durante la conferencia se le hicieron al arzobispo varias exigencias, entre ellas, la de que levantase las censuras impuestas a los tres obispos que habían pedido clemencia al rey. La entrevista empezó serenamente y terminó en una tempestad de voces, gritos y amenazas. Los caballeros, al partir, proferían juramentos y maldiciones. Apenas habían trascurrido unos minutos, cuando se escuchó afuera una gritería descomunal, golpes en las puertas y el chocar de las armas. Dentro, los familiares y servidores de Santo Tomás le rodearon y se lo llevaron pausadamente en dirección a la iglesia. Uno de los servidores portaba la cruz delante de él. En la catedral comenzaban a cantarse las vísperas, y un grupo de monjes aterrorizados se acercó a la puerta del crucero norte por donde entró el arzobispo. "¡Retiraos al coro!" les ordenó Becket. "Mientras permanezcáis agolpados frente a la puerta, no podré entrar". Los monjes se apartaron, sin retirarse y, cuando el arzobispo avanzaba entre ellos, serenamente hacia el interior de la iglesia, pudieron ver las sombras de hombres armados en la penumbra del claustro (ya casi era de noche). Tan pronto como entró el arzobispo, los monjes cerraron y atrancaron la puerta con tanta precipitación, que dejaron fuera a algunos de sus hermanos. Estos comenzaron a dar fuertes golpes en los maderos. Becket se detuvo y se volvió. "¡Apartaos, cobardes!", exclamó: "Una iglesia no es una fortaleza"- Y él mismo quitó las trancas a la puerta y la abrió. Después prosiguió su camino y ascendió la escalera hacia el coro. Sólo tres hombres subían con él'- Roberto, el prior de Merton, Guillermo FitzStephen y Eduardo Grim (es decir, respectivamente, el anciano confesor y consejero del arzobispo, un clérigo de su servidumbre y un monje inglés). El resto de sus acompañantes se habían refugiado en la cripta o en algún rincón apartado de la catedral. Una vez en el coro, sólo Grim se quedó con él. Los caballeros, a quienes se había unido un subdiácono llamado Hugo de Horsea, entraron a su vez, en forma atropellada y entre gritos de "¿Dónde está Tomás, el traidor?" "¿Dónde está el arzobispo?" Becket respondió "Aquí me tenéis." "Aquí tenéis no a un traidor, sino al arzobispo y al sacerdote de Dios". Al decir esto, bajó las escaleras para ir al encuentro de sus atacantes, hasta que se detuvo, de pie, entre los altares de Nuestra Señora y de San Benito.

Los caballeros le intimaron a que absolviese a los tres obispos. "No puedo deshacer lo que ya está hecho", repuso serenamente, pero un instante después levantó la voz y alzó su mano. "¡Reinaldo!", gritó. "Tú has recibido de mí muchos servicios, ¿por qué vienes armado a mi iglesia?" Por toda respuesta, Reinaldo Fitzurse levantó su hacha. "Yo estoy pronto a morir", dijo Santo Tomás. "Pero la maldición de Dios caerá sobre ti si haces daño a mi gente'. Fitzurse le tomó por la casaca y tiró de él hacia la puerta. Becket se desasió de un manotazo. Entonces, le prendieron entre todos para llevarlo en vilo hasta la puerta. Se produjo la lucha y el arzobispo derribó a uno de sus atacantes. En ese instante, Fitzurse arrojó violentamente su hacha al suelo y desenvainó la espada. "¡Rufián!", le gritó el arzobispo. "Tú me debes respeto y sumisión". "No te debo ninguna sumisión antes que al rey", vociferó Fitzurse y luego gritó una orden: "¡Golpead!" Su espada hendió los aires e hizo volar el gorro del arzobispo. Santo Tomás se cubrió el rostro con las manos e imploró a Dios y a sus santos. Tracy lanzó un golpe, pero Grim lo detuvo con su propio brazo. Sin embargo, la espada de Tracy abrió una herida en la cabeza de Becket y comenzó a caer la sangre hacia sus ojos. El se llevó las manos a la cara y las retiró después; al verlas tintas en sangre, exclamó: '¡Oh, Señor! ¡En tus manos encomiendo mi espíritu!" Otro mandoble que le asestó Tracy le hizo caer de rodillas al tiempo que murmuraba estas palabras: "En nombre de Jesús y en defensa de la Iglesia, estoy dispuesto a morir". Se dejó caer de bruces al suelo. Le Bretón levantó muy alto .su espada, como si fuese a decapitar al arzobispo, y el tremendo golpe que descargó le cortó de tajo la parte superior del cráneo. El golpe fue tan fuerte, que la espada de Le Bretón se rompió en pedazos. Hugo de Horsea metió la punta de su espada en el casco roto del cráneo del obispo, le sacó los sesos y los diseminó sobre las losas. Tan sólo Hugo de Morville se abstuvo de asestar golpe alguno contra el arzobispo. Los asesinos emprendieron de prisa la retirada dando voces; "¡Los hombres del rey, los hombres del rey!", y huyeron a través de los claustros por donde habían penetrado apenas diez minutos antes. En ese preciso instante, las grandes naves de la catedral se llenaban de gente y en cielo estallaba una furiosa tormenta. El cadáver del arzobispo yacía boca abajo, sobre un charco de sangre, en la mitad del crucero y, durante largo tiempo, nadie se atrevió a tocarlo o siquiera a acercársele.

Aun después de tomar completamente en cuenta el horror universal que pudo haber causado en el siglo XII el sacrilegio de asesinar a un arzobispo metropolitano en su propia catedral, debemos considerar la indignación y el repudio que, en un instante, se extendió por toda Europa, así como el movimiento espontáneo del pueblo en general para lograr la canonización de Tomás Becket, para llegar a comprender el significado intrínseco que tuvo su trágica y heroica muerte en todos los círculos sociales. El martirio del arzobispo hizo entender a todos que se había cumplido una reivindicación necesaria de los derechos de la Iglesia contra un estado agresor y que el arzobispo de Canterbury, que en muchos aspectos era de una personalidad poco atractiva (precisamente cuando le estaban matando, Grim oyó murmurar a uno de los monjes en el sentido de que aquél era el castigo que merecía el arzobispo, por su obstinación; también en la Universidad de París y en otras partes se podían encontrar personas que sostenían abiertamente que el asesinato no había sido más que la ejecución justa de «un hombre que procuraba colocarse por encima del rey»), había sido sin embargo un mártir digno de ser venerado como un santo. El descubrimiento de la camisa de cerdas en su cadáver y otras pruebas de que practicaba la austeridad y la penitencia en su vida privada, así como los milagros que comenzaron a obrarse en su tumba desde un principio, según numerosos testimonios, atizaron el fuego de su devoción. No se puede decir positivamente hasta qué grado fue deliberado y directamente responsable del crimen el rey Enrique II, pero de todas maneras, la conciencia pública no habría de quedar satisfecha hasta que el soberano más poderoso de Europa hizo una penitencia pública en la forma más humillante. Así lo hizo el rey Enrique en el mes de julio del año 1174 (hasta hoy, existe un pilar que señala el lugar donde el rey hizo penitencia, en el sitio donde estaba la antigua catedral). Habían transcurrido apenas dieciocho meses desde que el Papa Alejandro III proclamara en Segni la canonización del mártir Tomás Becket, cuando el rey Enrique hizo, ahí mismo, su gran penitencia pública.

El 7 de julio de 1220, el cuerpo de Santo Tomás fue solemnemente trasladado desde su tumba en la cripta de Canterbury, a la parte posterior del altar mayor, por iniciativa del arzobispo, cardenal Esteban Langton, y en presencia del rey Enrique III. El cardenal Pandolfo, legado pontificio, el arzobispo de Reims y muchas otras personalidades, asistieron también a la traslación. Desde aquel día, hasta septiembre de 1538, el santuario de la tumba de santo Tomás fue uno de los sitios de peregrinación más favorecidos por los cristianos y muy famoso por su belleza y su riqueza material y espiritual. No se tienen datos concretos sobre la forma y la fecha en que se procedió a la destrucción y saqueo de aquel santuario durante el reinado de Enrique VIII. Incluso el destino de las reliquias del santo es incierto. Casi seguramente fueron destruidas por aquella época en que la memoria del santo arzobispo era particularmente execrada, sobre todo por el rey Enrique VIII. Sin embargo, debe hacerse notar que el registro de las crónicas donde se dice que «el rey hizo una especie de auto de fe en el que los restos corporales de Tomás, el que fuera alguna vez arzobispo de Canterbury y culpable de traición, se quemaron públicamente», es apócrifo. La festividad de santo Tomás de Canterbury se celebra en toda la Iglesia de Occidente, y en Inglaterra se le venera como patrono del clero secular. La ciudad de Portsmouth tiene también el privilegio de conmemorar el aniversario de la traslación de sus reliquias.

martes, 28 de diciembre de 2021

28 de diciembre LOS SANTOS INOCENTES

 


Sma. Virgen con el Niño, circundados por la corona
de los Santos Inocentes, 1618, Museo del Louvre

Herodes llamado "el Grande", gobernaba al pueblo judío, dominado por Roma, por la época en que nació Nuestro Señor Jesucristo. Herodes era idumeo, es decir que no era un judío perteneciente a la casa de David o de Aarón, sino descendiente del pueblo al que Juan Hyrcan obligó a abrazar el judaísmo; si ocupaba el trono de Judea, era por un favor especial de la casa imperial de Roma. Por lo tanto, desde que oyó decir que ya habitaba en el mundo un ser "nacido como rey de los judíos" al que tres sabios magos del oriente habían venido a adorar, Herodes estuvo inquieto y vivió en el temor de perder su corona. En consecuencia, convocó a los sacerdotes y escribas para preguntarles en qué lugar preciso debía nacer el esperado Mesías. La respuesta unánime fue: "En Belén de Judá". Más atemorizado que nunca, realizó toda clase de diligencias para encontrar a los magos que habían venido de oriente en busca del "rey" para rendirle homenaje. Una vez que encontró a los magos, los interrogó secretamente sobre sus conocimientos, los motivos de su viaje, sus esperanzas, hasta que, por fin, les recomendó que fuesen a Belén y los despidió con estas palabras: "Id a descubrir todo lo que haya de cierto sobre ese niño. Cuando sepáis dónde está, venid a decírmelo, a fin de que yo también pueda ir a adorarle". Pero los magos recibieron en sueños la advertencia de no informar a Herodes, de suerte que, tras haber adorado al Niño Jesús, hicieron un rodeo para regresar a oriente por otro camino. Al mismo tiempo, Dios, por medio de uno de sus ángeles, mandó a José que tomase a su esposa María y al Niño y que huyese con ellos a Egipto, "porque sucederá que Herodes buscará al Niño para destruirlo".

"Entretanto, Herodes, al verse burlado por los magos, se irritó sobremanera y mandó matar a todos los niños que había en Belén y sus contornos, de dos años abajo, conforme al tiempo de la aparición de la estrella, que había averiguado de los magos. Entonces se cumplió lo que predijo el profeta Jeremías cuando anunciaba: "En Rama se oyeron las voces, muchos lamentos y alaridos. Es Raquel que llora a sus hijos, sin hallar consuelo, porque ya no existen". (Mat. II, 18).

Al hablar de Herodes, dice el historiador Josefo que "era un hombre de gran barbarie hacia todos los demás" y relata varios de sus crímenes, tan espantosos, crueles y repugnantes, que la matanza de unos cuantos niños judíos parece cosa de nada, y Josefo ni la menciona. Por tradición popular, se supone que el número de las víctimas de la matanza ordenada por Herodes fue muy crecido. La liturgia bizantina habla de 14,000 niños, las "Menaia" sirias, de 64,000 y, por cierta interpretación a algunas palabras del Apocalipsis XIV 1-5), se hace ascender la cifra a 144,000. Sobre la menor de estas cantidades, dice Alban Butler con toda razón, que "excede todos los límites y, ciertamente que no ha sido confirmada por ninguna autoridad calificada". Belén era una villa pequeña y, aun cuando se incluyesen sus contornos, no podía tener, en un momento dado, más de veinticinco niños menores de dos años. Algunos de los investigadores hacen descender la cifra a media docena solamente. Hay una historia muy conocida que escribió Macrobio, cronista hereje del siglo quinto, donde se afirma que, al enterarse el emperador Augusto de que, entre los niños menores de dos años que Herodes había mandado matar se encontraba el propio hijo del rey, hizo este comentario: "Valdría más ser el cerdo (hus) de Herodes que su hijo (huios)", con lo que hacía una irónica referencia a la ley judía de no comer carne de cerdo y, en consecuencia, de no matar a los cerdos. Sin embargo, esta noticia es falsa, puesto que el hijo de Herodes a quien se refiere, era Herodes Antipas, quien por aquella época ya era un adulto y a quien su propio padre mandó matar poco antes de expirar.

La fiesta de los Santos Inocentes (a quienes en el oriente se llama sencillamente los Santos Niños), se ha observado en la Iglesia desde el siglo quinto. La Iglesia los venera como mártires que no sólo murieron por Cristo, sino en lugar de Cristo. "Flores martyrum", los llama la Iglesia, mientras que San Agustín habla de ellos como de capullos destrozados por la tormenta de la persecución en el momento en que se abrían. Sin embargo, en la liturgia no se los trata como a mártires. El color de las vestiduras sacerdotales para la misa de los Santos Inocentes, es el púrpura y no se canta el Gloria ni el Aleluya; pero en la octava y cuando la fiesta cae en domingo, se usan vestiduras rojas y se cantan, como de costumbre, el Gloria y el Aleluya. Antiguamente, en Inglaterra se llamaba a esta fiesta "Childermass" y San Beda compuso un extenso himno en honor de los Inocentes. Naturalmente que en Belén reciben una veneración especial; su fiesta es ahí obligatoria y por las tardes de todos los días del año, los frailes franciscanos y los niños del coro, visitan el altar de los Santos Inocentes, en la cripta de la Basílica de la Natividad y cantan el himno de Laudes de la fiesta: "Sálvete, flores martyrum".

lunes, 27 de diciembre de 2021

27 de diciembre SAN JUAN EVANGELISTA, APÓSTOL

 


Carlos Dolci, S. Juan Evangelista
escribe su Evangelio. S. XVII

(C. 100 p.c.) San Juan el Evangelista, a quien se distingue como "el discípulo amado de Jesús" y a quien a menudo se llama "el Divino" (es decir, el "Teólogo"), sobre todo entre los griegos y en Inglaterra, era un judío de Galilea, hijo de Zebedeo y hermano de Santiago el Mayor, con quien desempeñaba el oficio de pescador. Junto con su hermano, se hallaba Juan remendando las redes a la orilla del lago de Galilea, cuando Jesús, que acababa de llamar a su servicio a Pedro y a Andrés, llamó también a los otros dos hermanos para que fuesen sus Apóstoles. A éstos, el propio Jesucristo les puso el sobrenombre de Boanerges, o sea "hijos del trueno" (cf. Lucas IX, 54), aunque no está aclarado si lo hizo como una recomendación o bien a causa de la violencia de su temperamento. Se dice que San Juan era el más joven de los doce Apóstoles y que sobrevivió a todos los demás; por otra parte, es el único sobre el cual se tiene la certeza de que no murió en el martirio. En el Evangelio que escribió se refiere a sí mismo, como "el discípulo a quien Jesús amaba", y es evidente que era uno de los que ocupaban una posición de privilegio. El Señor quiso que estuviese presente, junto con Pedro y Santiago, en el momento de Su transfiguración, así como durante Su agonía en el Huerto de los Olivos. En muchas otras ocasiones, Jesús demostró a Juan su predilección o su afecto especial, mayor que hacia los otros, por consiguiente, nada tiene de extraño desde el punto de vista humano, que la esposa de Zebedeo pidiese al Señor que sus dos hijos llegasen a sentarse junto a Él, uno a la derecha y el otro a la izquierda, en Su Reino. Juan fue el elegido para acompañar a Pedro a la ciudad a fin de preparar la cena de la última Pascua y, en el curso de aquel convite, Juan reclinó su cabeza sobre el pecho de Jesús y fue a Juan a quien el Maestro indicó, no obstante que Pedro formuló la pregunta, el nombre del discípulo que habría de traicionarle. Es creencia general la de que era Juan aquel "otro discípulo" que entró con Jesús ante el tribunal de Caifás, mientras Pedro se quedaba afuera. Juan fue el único de los Apóstoles que permaneció al pie de la cruz con la Virgen María y las otras piadosas mujeres y fue él quien recibió el sublime encargo de tomar bajo su cuidado a la Madre del Redentor.' "Mujer, he ahí a tu hijo", murmuró Jesús a su Madre desde la cruz. "He ahí a tu madre", le dijo a Juan. Y desde aquel momento, el discípulo la tomó como suya. El Señor nos llamó a todos hermanos y nos encomendó el amoroso cuidado de Su propia Madre, pero entre todos los hijos adoptivos de la Virgen María, San Juan fue el primogénito. Tan sólo a él le fue dado el privilegio de tratar a María como si fuese su propia madre y el de honrarla, servirla y cuidarla en persona.

Cuando María Magdalena trajo la noticia de que el sepulcro de Cristo se hallaba abierto y vacío, Pedro y Juan acudieron inmediatamente y Juan, que era el más joven y el que corría más de prisa, llegó primero. Sin embargo, esperó a que llegase San Pedro y los dos juntos se acercaron al sepulcro y los dos "vieron y creyeron" que Jesús había resucitado. A los pocos días, Jesús se les apareció por tercera vez, a orillas del lago de Galilea, y vino a su encuentro caminando por la playa. Fue entonces cuando interrogó a San Pedro sobre la sinceridad de su amor, le puso al frente de Su Iglesia y le vaticinó su martirio. San Pedro, al caer en la cuenta de que San Juan se hallaba detrás de él, preguntó a su Maestro, por solicitud hacia su compañero: "Señor, ¿qué hará este hombre?" Y Jesús replicó: "Si mi deseo es que se quede hasta que yo venga, ¿qué tiene eso que ver contigo? Sígueme tú". Debido a aquella respuesta, no es sorprendente que entre los hermanos corriese el rumor de que Juan no iba a morir, un rumor que el mismo Juan se encargó de desmentir al indicar que el Señor nunca dijo: "No morirá". Después de la Ascensión de Jesucristo, volvemos a encontrarnos con Pedro y Juan que subían juntos al templo y, antes de entrar, curaron milagrosamente a un tullido. Los dos fueron hechos prisioneros, pero se los dejó en libertad con la orden de que se abstuviesen de predicar en nombre de Cristo, a lo que ambos respondieron: "Si es razón delante de Dios escucharos a vosotros antes que a Dios, juzgadlo vosotros mismos. No podemos nosotros dejar de hablar de lo que vimos y oímos". Después, los dos Apóstoles fueron enviados a confirmar a los fieles que el diácono Felipe había convertido en Samaria. Cuando San Pablo fue a Jerusalén tras de su conversión se dirigió a aquéllos que "parecían ser los pilares" de la Iglesia, es decir a Santiago, Pedro y Juan, quienes confirmaron su misión entre los gentiles y fue por entonces cuando San Juan asistió al primer Concilio de los Apóstoles en Jerusalén. Tal vez concluido éste, San Juan partió de Palestina para viajar al Asia Menor. No hay duda de que estaba presente en el Tránsito de la Virgen María, ya haya ocurrido el hecho en Jerusalén o en Éfeso. San Ireneo afirma que Juan se estableció en Éfeso después del martirio de San Pedro y San Pablo, pero es imposible determinar la época precisa. De acuerdo con la tradición, durante el reinado de Domiciano, San Juan fue llevado a Roma, donde quedó milagrosamente frustrado un intento para quitarle la vida (ver el 6 de mayo). La misma tradición afirma que posteriormente fue desterrado a la isla de Patmos, donde recibió las revelaciones celestiales que escribió en su libro del Apocalipsis.

Después de la muerte de Domiciano, en el año 96, San Juan pudo regresar a Éfeso, y es creencia general que fue entonces cuando escribió su Evangelio. El mismo nos revela el objetivo que tenía presente al escribirlo. "Todas estas cosas las escribo para que podáis creer que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios y para que, al creer, tengáis la vida en Su nombre". Su Evangelio tiene un carácter enteramente distinto al de los otros tres y es una obra teológica tan sublime que, como dice Teodoreto, "está más allá del entendimiento humano el llegar a profundizarlo y comprenderlo enteramente". La elevación de su espíritu y de su estilo y lenguaje, está debidamente representada por el águila, que es el símbolo de San Juan el Evangelista. También escribió el Apóstol tres epístolas: a la primera se le llama Católica, ya que está dirigida a todos los otros cristianos, particularmente a los que él convirtió, a quienes insta a la pureza y santidad de vida y a la precaución contra las artimañas de los seductores. Las otras dos son breves y están dirigidas a determinadas personas: una, probablemente a la Iglesia local, y la otra a un tal Gayo, un comedido instructor de cristianos. A lo largo de todos sus escritos, impera el mismo inimitable espíritu de caridad. No es éste el lugar para hacer referencias a las objeciones que se han hecho a la afirmación de que San Juan sea el autor del cuarto Evangelio.

Los más antiguos escritores hablan de la decidida oposición de San Juan a las herejías de los ebionitas y a los seguidores del gnóstico Cerinto. En cierta ocasión, cuando Juan iba a los baños, se enteró de que Cerinto estaba en ellos y entonces se devolvió y comentó con algunos amigos que le acompañaban: "¡Vámonos, hermanos y a toda prisa!, no sea que los baños en donde está Cerinto, el enemigo de la verdad, caigan sobre su cabeza y nos aplasten". Dice San Ireneo que fue informado de este incidente por el propio San Policarpo, el discípulo personal de San Juan. Por su parte, Clemente de Alejandría relata que en cierta ciudad cuyo nombre omite, San Juan vio a un apuesto joven en la congregación y, con el íntimo sentimiento de que mucho de bueno podría sacarse de él, lo llevó a presentar al obispo a quien él mismo había consagrado. "En presencia de Cristo y ante esta congregación, recomiendo ente joven a tus cuidados". De acuerdo con las recomendaciones de San Juan, el joven se hospedó en la casa del obispo, quien le dio instrucciones, le mantuvo dentro de la disciplina y a la larga lo bautizó y lo confirmó. Pero desde entonces, las atenciones del obispo se enfriaron, el neófito frecuentó las malas compañías y acabo por convertirse en un asaltante de caminos. Transcurrió algún tiempo, y San Juan volvió a aquella ciudad y pidió al obispo: "Devuélveme ahora el cargo que Jesucristo y yo encomendamos a tus cuidados en presencia de tu iglesia . El obispo se sorprendió creyendo que se trataba de algún dinero que se le había confiado, pero San Juan explicó que se refería al joven que le había presentado y entonces el obispo exclamó: "¡Pobre joven! Ha muerto". "¿De que murió?", preguntó San Juan. "Ha muerto para Dios, puesto que es un ladrón", fue la respuesta. Al oír estas palabras, el anciano Apóstol pidió un caballo y un guía para dirigirse hacia las montañas donde los asaltantes de caminos tenían su guarida. Tan pronto como se adentró por los tortuosos senderos de los montes, los ladrones le rodearon y le apresaron. "Para esto he venido", gritó San Juan. "¡Llevadme con vosotros!" Al llegar a la guarida, el joven renegado reconoció al prisionero y trató de huir, lleno de vergüenza. Pero Juan le gritó para detenerle: "¡Muchacho! ¿Por qué huyes de mí, tu padre, un viejo y sin armas? Siempre hay tiempo para el arrepentimiento. Yo responderé por ti ante mi Señor Jesucristo y estoy dispuesto a dar la vida por tu salvación. Es Cristo quien me envía". El joven escuchó estas palabras inmóvil en su sitio; luego bajó la cabeza y, de pronto, se echó a llorar y se acercó a San Juan para implorarle, según dice Clemente de Alejandría, un segundo bautismo. Por su parte, el Apóstol no quiso abandonar la guarida de los ladrones hasta que el pecador quedó reconciliado con la Iglesia.

Aquella caridad que inflamaba su alma, deseaba infundirla en los otros de una manera constante y afectuosa. Dice San Jerónimo en sus escritos que, cuando San Juan era ya muy anciano y estaba tan debilitado que no podía predicar al pueblo, se hacía llevar en una silla a las asambleas de los fieles de Éfeso y siempre les decía estas mismas palabras: "Hijitos míos, amaos entre vosotros. . ." Alguna vez le preguntaron por qué repetía siempre la frase, respondió San Juan: "Porque ése es el mandamiento del Señor y si lo cumplís ya habréis hecho bastante". San Juan murió pacíficamente en Éfeso hacia el tercer año del reinado de Trajano, es decir hacia el año cien de la era cristiana, cuando tenía la edad de noventa y cuatro años, de acuerdo con San Epifanio. Según los datos que nos proporcionan San Gregorio de Nisa, el Breviarium sirio de principios del siglo quinto y el Calendario de Cartago, la práctica de celebrar la fiesta de San Juan el Evangelista inmediatamente después de la de San Esteban, es antiquísima. En el texto original del Hieronymianum (alrededor del año 600 P.C.), la conmemoración parece haber sido anotada de esta manera: "La Asunción de San Juan el Evangelista en Éfeso y la ordenación al episcopado del Santo Santiago, el hermano de Nuestro Señor y el primer judío que fue ordenado obispo de Jerusalén por los Apóstoles y que obtuvo la corona del martirio en el tiempo de la Pascua". Era de esperarse que en una nota como la anterior, se mencionaran juntos a Juan y a Santiago, los hijos de Zebedeo; sin embargo, es evidente que el Santiago a quien se hace referencia, es el otro, el hijo de Alfeo, a quien ahora se honra junto con San Felipe el  de Mayo. La frase "Asunción de San Juan", resulta interesante puesto que se refiere claramente a la última parte de las apócrifas "Actas de San Juan". La errónea creencia de que San Juan, durante los últimos días de su vida en Éfeso desapareció sencillamente, como si hubiese ascendido al cielo en cuerpo y alma puesto que nunca se encontró su cadáver, una idea que surgió sin duda de la afirmación de que aquel discípulo de Cristo "no moriría", tuvo gran difusión y aceptación a fines del siglo II. Por otra parte, de acuerdo con los griegos, el lugar de su sepultura en Éfeso era bien conocido y aun famoso por los milagros que se obraban en él. El Acta Johannis, que ha llegado hasta nosotros en forma imperfecta y que ha sido condenada a causa de sus tendencias heréticas, por autoridades en la materia tan antiguas como Eusebio, Epifanio, Agustín y Toribio de Astorga, contribuyó grandemente a crear una leyenda tradicional. De estas fuentes o, en todo caso, del pseudo Abdías, procede la historia en base a la cual se representa con frecuencia a San Juan con un cáliz y una víbora. Se cuenta que Aristodemus, el sumo sacerdote de Diana en Éfeso, lanzó un reto a San Juan para que bebiese de una copa que contenía un líquido envenenado. El Apóstol apuró el veneno sin sufrir daño alguno y, a raíz de aquel milagro, convirtió a muchos, incluso al sumo sacerdote. En ese incidente se funda también sin duda la costumbre popular que prevalece sobre todo en Alemania, de beber la Johannis-Minne, la copa amable o pocidum charitatis, con la que se brinda en honor de San Juan. En la ritualia medieval hay numerosas fórmulas para ese brindis y para que, al beber la Johannis-Minne, se evitaran los peligros, se recuperara la salud y se llegara al cielo.

domingo, 26 de diciembre de 2021

26 de diciembre SAN ESTEBAN, PROTOMÁRTIR

 


Vicente Juan Masip, llamado Juan de Juanes
Martirio de S. Esteban S. XVI, Museo del Prado

(C. 34 P.C.) Está fuera de toda duda que Esteban era judío y, muy probablemente, un helenista de la Dispersión que hablaba el griego. Su nombre proviene del griego Stephanos, que significa "corona". Desconocemos por completo las circunstancias de su conversión al cristianismo. San Epifanio dice que Esteban fue uno de los setenta discípulos del Señor. La primera referencia que se hace de Esteban en el libro de los Hechos de los Apóstoles, surge al abordar el tema de que entre los numerosos convertidos judíos, los helenistas murmuraban contra los hebreos y se quejaban de que a las viudas de los helenistas se las discriminaba en el diario reparto de los bienes de la comunidad. Con ese motivo, los Apóstoles reunieron a los fieles y les advirtieron que no debían descuidar los deberes de la predicación y la plegaria para atender a la distribución de alimentos; asimismo, les recomendaron que eligiesen a siete hombres de irreprochable conducta, llenos del Espíritu Santo y de reconocida prudencia, para que administrasen el reparto de los bienes comunes. La recomendación fue aprobada y las gentes eligieron a Esteban, "un hombre lleno de fe y del Espíritu Santo", a Felipe, a Prócoro, Nicanor, Timón, Parmenas y a Nicolás, un prosélito de Antioquía. Aquellos siete les fueron presentados a los Apóstoles, quienes les impusieron las manos y, de esta manera, los ordenaron como a los primeros diáconos.

"Y la palabra del Señor se difundió y el número de los discípulos se multiplicó extraordinariamente en Jerusalén; también gran número de entre los sacerdotes se sometieron a la fe. Y Esteban, lleno de gracia y de fortaleza, obró grandes maravillas y señales entre el pueblo". Al hablar, lo hacía con un espíritu tan vehemente y con tanta sabiduría, que sus oyentes no podían resistir a sus llamados y, al ver la influencia que ejercía sobre el pueblo, los ancianos y jefes de algunas de las sinagogas de Jerusalén, fraguaron una conspiración para perderle. Al principio, los conspiradores decidieron entablar disputas con Esteban, pero al verse incapaces para derrotarlo en aquel terreno, recurrieron al soborno de testigos falsos que le acusaron de blasfemia contra Moisés y contra Dios. El proceso se estableció en el Sanedrín y ante ese tribunal fue citado Esteban. El cargo principal en contra suya consistía en que había dicho y afirmado que el templo sería destruido y que las tradiciones mosaicas no eran más que sombras de normas inaceptables para Dios, puesto que Jesús de Nazaret las había substituido por otras nuevas. "Y todos cuantos se hallaban en el Sanedrín le miraron y advirtieron que su rostro era como el de un ángel". Entonces se le dio permiso para que hablase y, por medio de una extensa perorata en su defensa, reproducida en los Hechos vil 2-53, demostró que Abraham, el padre y fundador de su nación había dado testimonio y recibido los mayores favores de Dios en tierra extraña; que a Moisés se le mandó hacer un tabernáculo, pero se le vaticinó también una nueva ley y el advenimiento de un Mesías; que Salomón construyó el templo, pero nunca imaginó que Dios quedase encerrado en casas hechas por manos de hombres. Afirmó que tanto el templo como las leyes de Moisés eran temporales y transitorias y deberían ceder el lugar a otras instituciones mejores, establecidas por Dios mismo al enviar al mundo al Mesías. Esteban puso término a su discurso con una amarga invectiva. "¡Sois duros de corazón e incircuncisos de corazones y de oídos!", les dijo. "Siempre resistís al Espíritu Santo, como lo hicieron vuestros padres, ¿Qué profeta hubo al que no persiguiesen vuestros padres? Y mataron a los que de antemano anunciaron el advenimiento del Justo, del cual ahora vosotros os hicisteis traidores y asesinos, vosotros que recibisteis la ley como mandato de ángeles y no la guardasteis".

Toda la asamblea se estremeció de rabia al oír las palabras de Esteban, mas como él estuviese lleno del Espíritu Santo, no hizo más que levantar los ojos al cielo, vio la gloria de Dios y al Salvador de pie a la derecha del Padre y dijo a los del Sanedrín: "He aquí que contemplo los cielos abiertos y al Hijo del hombre de pie a la diestra de Dios". Y ellos, dando grandes voces, se taparon los oídos y, como de común acuerdo, se precipitaron con el mismo furor contra él. A empellones, le sacaron fuera de la ciudad para apedrearle. Los testigos dejaron sus mantos a los pies de un joven llamado Saulo. Entonces apedrearon a Esteban que imploraba y decía: "Señor Jesús, recibe mi espíritu". Al caer sobre sus rodillas, clamó con fuerte voz: "Señor, no les tomes en cuenta este pecado". Y al decir esto descansó en paz".

Las referencias que se hacen a los testigos requeridos por la ley de Moisés y todas las circunstancias del martirio, muestran que la lapidación de. San Esteban no fue un acto de violencia de la multitud, sino una ejecución judicial. De entre los que estaban presentes y "consentían en su muerte", sólo uno llamado Saulo, el futuro Apóstol de los Gentiles, supo aprovechar la semilla de sangre que sembró aquel primer mártir de Cristo. "Llevaron a enterrar a Esteban hombres piadosos e hicieron gran duelo sobre él", dicen para concluir los Hechos de los Apóstoles. El hallazgo de los restos de Esteban por el sacerdote Luciano en el siglo quinto, se relata en el artículo relacionado con ese suceso en esta obra, bajo la fecha del 3 de Agosto

viernes, 24 de diciembre de 2021

25 de diciembre EL SANTO DÍA DE NAVIDAD


FIN DE LA VIGILIA. — El día feliz de la Vigilia de Navidad toca a su fin. La Iglesia ha clausurado ya los Oficios divinos propios del Adviento con la celebración del gran Sacrificio. Con maternal clemencia ha permitido a sus hijos quebrantar desde medio día el ayuno preparativo; los fieles se han sentado a la frugal mesa con una alegría espiritual que los hace sentir de antemano la que invadirá sus corazones en la noche que les va a traer al divino Emmanuel.

Mas una fiesta tan solemne como la de mañana debe comenzar desde el día anterior, como acostumbra hacerlo la Iglesia en sus festividades. Dentro de unos momentos va a llamar la Iglesia a los cristianos al templo para el Oficio de las Primeras Vísperas, en el que se ofrece a Dios el incienso de la tarde. El esplendor de las ceremonias y la magnificencia de los cantos van a preparar a las almas para las emociones de amor y gratitud que las dispondrán a recibir las gracias en el momento supremo.

En espera de la llamada que nos ha de invitar a la casa de Dios, aprovechemos los instantes que nos quedan para ahondar en el misterio de tan gran día, y en los sentimientos que embargan a la Santa Iglesia en esta fiesta, y en las tradiciones católicas que tanto ayudaron a que la celebraran dignamente nuestros antepasados.

SERMÓN DE SAN GREGORIO NACIANCENO. — Primeramente, escuchemos la voz de los santos Padres que resuena con un énfasis y una elocuencia capaces de despertar a toda alma que no esté muerta. He aquí en primer lugar a San Gregorio el Teólogo, Obispo de Nacianzo, en su discurso treinta y ocho dedicado a la Teofanía o Nacimiento del Salvador: ¿quién será capaz de permanecer frío oyendo sus palabras?

"Cristo nace; ensalzadle. Cristo baja del cielo; salidle al encuentro. Cristo está ya en la tierra; oh hombres, elevaos. Cante al Señor toda la tierra y para decirlo todo en una sola palabra: Alégrense los cielos y salte de gozo la tierra por causa de Aquel que es al mismo tiempo del cielo y de la tierra. Cristo se viste con nuestra carne, estremeced de temor y alegría: de temor por razón de vuestros pecados, de alegría por la esperanza. Cristo nace de una Virgen; mujeres, honrad la virginidad para que lleguéis a ser Madres de Cristo.

¿Quién no adorará al que existió eternamente? ¿quién no alabará y ensalzará al que acaba de nacer? He aquí que se deshacen las tinieblas; es creada la luz; Egipto permanece en las sombras, e Israel es alumbrado por la columna luminosa. El pueblo que estaba sentado en las tinieblas de la ignorancia ve el resplandor de una profunda ciencia. Ha terminado lo antiguo; todo es ya nuevo. Le letra huye, triunfa el espíritu; las sombras han pasado; la verdad ha hecho su aparición. La naturaleza ve sus leyes violadas; ha llegado el momento de poblar el mundo celestial: Cristo manda; guardémonos de oponer resistencia.

Aplaudid, naciones todas: porque un Niño nos ha sido dado, un Hijo nos ha nacido. La señal de su principado está sobre sus espaldas: porque la cruz ha de ser el instrumento de su exaltación; su nombre es Ángel del Gran Consejo, es decir, del consejo paterno.

Ya puede San Juan exclamar: ¡Preparad el camino del Señor! En cuanto a mí, quiero publicar la magnificencia de tan gran día: El incorpóreo se encarna; el Verbo toma carne; el Invisible se deja ver de nuestros ojos, el Impalpable se deja tocar: el que no conoce el tiempo, toma principio en él; el Hijo de Dios se hace hijo del hombre. Jesucristo fué ayer; es hoy, y será siempre. Escandalícese el Judío; mófese el Griego, muévase la lengua del hereje su boca impura. También, ellos creerán por fin en el Hijo de Dios, cuando le vean subir al cielo; y, si aún entonces se niegan hacerlo, creerán cuando baje del cielo para juzgarlos en su tribunal justiciero".

SERMÓN DE SAN BERNARDO. — Oigamos ahora, en la Iglesia latina, al piadoso San Bernardo, que, en el Sermón VI de la Vigilia de Navidad derrama una dulce alegría en sus melodiosas palabras.

"Acabamos de oír una noticia llena de gracia y a propósito para ser recibida con transportes de alegría: Jesucristo, Hijo de Dios, nace en Belén de Judea. Mi alma se ha derretido al oír esta frase; mi espíritu se agita dentro de mí, obligándome a comunicaros esta felicidad. Jesús quiere decir Salvador: ¿Hay algo más necesario que un Salvador para los que estaban perdidos, más deseable para los desgraciados, más conveniente para los que carecían de esperanza? ¿Dónde estaba la salvación, dónde ni siquiera la esperanza de salvación por ligera que fuese, bajo esa ley de pecado, en ese cuerpo de muerte, en medio de esa maldad, en esa mansión de llanto, si la salvación no hubiese nacido de repente y contra toda esperanza? ¡Oh hombre, deseas ciertamente la salud; pero conociendo tu debilidad y tu flaqueza, temes la dureza del tratamiento! No temas: Cristo es dulce y suave; inmensa su misericordia; por ser Cristo, ha recibido la unción para derramarla sobre tus heridas. Mas, al decirte que es dulce, no vayas a creer que carece de poder; porque se añade que es Hijo de Dios. Saltemos, pues, de gozo repasando dentro de nosotros mismos y pronunciando esa dulce frase, esa suave palabra: ¡Jesucristo, Hijo de Dios, nace en Belén de Judea!"

SERMÓN DE SAN EFRÉN. — Es, pues, un gran día el del Nacimiento del Salvador: día esperado por el género humano durante miles de años; esperado por la Iglesia en esas cuatro semanas de Adviento, de tan grato recuerdo; esperado por la naturaleza entera, que, a su llegada, vuelve a ver todos los años el triunfo del sol material sobre las tinieblas siempre crecientes. El gran Doctor de la Iglesia Siria, San Efrén, celebra con entusiasmo el encanto y la fecundidad de este misterioso día; tomemos sólo una muestra de esa divina poesía y digamos con él:

"Dignaos, Señor, permitirnos celebrar hoy el día propio de tu natalicio, que la fiesta de hoy nos trae a la memoria. Este día es semejante a Ti; es amigo de los hombres. Vuelve anualmente a través de los siglos; envejece con los viejos y se rejuvenece con el niño que acaba de nacer. Todos los años nos visita y pasa, para volver con nuevos atractivos. Sabe que la naturaleza humana no podría prescindir de él; lo mismo que Tú, trata de ayudar a nuestra raza en peligro. Todo el mundo, Señor, ansia el día de tu nacimiento; este feliz día lleva en sí todos los siglos venideros; es uno y se multiplica. Sea, pues, semejante a Ti también este año, y tráiganos la paz entre el cielo y la tierra. Si todos los días son testigos de tu magnanimidad, ¿cuánto más deberá serlo éste?

Los demás días del año toman de él su belleza. y las fiestas que van a seguir le deben la dignidad y el esplendor con que brillan. El día de tu nacimiento es un tesoro, Señor, un tesoro destinado a pagar la deuda común. Bendito sea el día que nos ha hecho ver el sol a los que andábamos errantes en la noche oscura; que nos ha traído la mies divina con la que nadaremos en la abundancia; que nos ha dado la rama de la viña, abundante en el líquido de salvación que nos comunicará a su debido tiempo. En medio del invierno que priva a los árboles de sus frutos, la viña se ha revestido de una exuberante vegetación; en la estación del hielo, el tallo ha brotado de la raíz de Jesé. En diciembre, en este mes que guarda todavía en sus entrañas la semilla que se le confió, es cuando la espiga de nuestra salvación se yergue del seno de la Virgen, a donde había bajado en los días de la primavera, cuando los corderuelos triscan por las praderas."

No es, pues, de extrañar que este día haya sido privilegiado en la economía del tiempo, y hasta vemos con satisfacción que las mismas naciones paganas presienten en sus calendarios la gloria que le estaba reservada en el curso de los siglos. Hemos visto también que no fueron los Gentiles los únicos en prever misteriosamente las relaciones del divino Sol de justicia con el astro caduco que ilumina y da calor al mundo; los santos Doctores y la Liturgia entera hablan continuamente de esta inefable armonía.

BAUTISMO DE CLODOVEO. — Con el fin de grabar más hondamente la importancia de tan sagrado día en la memoria de los pueblos cristianos de Europa, pueblos de elección en los designios misericordiosos de Dios, el soberano Señor de los acontecimientos quiso que el reino de los Francos naciera el día de Navidad (496), cuando en el Baptisterio de Reims, en medio de las pompas de esta solemnidad, Clodoveo, el fiero Sicambro, convertido en dulce cordero, fue sumergido por San Remigio en la fuente de salvación, de la que salió para fundar la primera monarquía católica entre las nuevas naciones, ese reino de Francia, el más bello, se ha dicho, después del cielo.

LA CONVERSIÓN DE INGLATERRA. — Un siglo después (597) sucedía algo parecido al pueblo anglosajón. El Apóstol de la isla de los Bretones, el monje San Agustín, después de haber convertido a la religión verdadera al rey Etelredo, seguía conquistando almas. Dirigiéndose hacia York, predicaba la palabra de vida, y un pueblo entero se reunía pidiendo el Bautismo. Fue fijado el día de Navidad para la regeneración de los nuevos discípulos de Cristo; y el río que corre bajo las murallas de la ciudad fue elegido para servir de fuente bautismal a aquel ejército de catecúmenos. Diez mil hombres, sin contar mujeres y niños, bajan a las aguas cuya corriente debe llevarse la impureza de sus almas. La crudeza del tiempo no es capaz de detener a aquellos nuevos pero fervientes discípulos del Niño de Belén, los cuales desconocían hasta su nombre pocos días antes. Un ejército completo de neófitos sale radiante de alegría e inocencia del seno de las olas heladas, y el día de su Nacimiento cuenta Cristo una nación más bajo su imperio.

Mas no bastará esto todavía al Señor, empeñado en la tarea de honrar el día del Nacimiento de su Hijo.

LA CORONACIÓN DE CARLOMAGNO. — Otro ilustre nacimiento debía aún embellecer este feliz aniversario. En Roma, en la Basílica de San Pedro, y en la fiesta de Navidad del año 800, nacía el Sacro Imperio Romano, al que estaba reservada la misión de propagar el reino de Cristo en las regiones bárbaras del Norte, y mantener la unidad europea, bajo la dirección del Romano Pontífice. San León III colocaba en este día la corona imperial sobre la cabeza de Carlomagno; y la tierra, admirada, volvía a contemplar a un César, un Augusto, no un César o un Augusto sucesor de los Césares y Augustos de la Roma pagana, sino investido de esos gloriosos títulos por el Vicario de Aquel que en las profecías se llama Rey de reyes y Señor de los señores.

LA GLORIA DEL DÍA DE NAVIDAD. — De este modo ha querido Dios hacer brillar a los ojos de los hombres la gloria del real Niño que ha nacido hoy; así ha dispuesto de cuando en cuando, a través de los siglos, esos ilustres aniversarios de la Natividad que da gloria a Dios y paz a los hombres.

Los siglos venideros podrán decir cómo se reserva aún el Altísimo el derecho de glorificar en este día su nombre y el de su Emmanuel.

Entretanto, las naciones de Occidente, conocedoras de la dignidad de esta fiesta y considerándola con razón como el principio universal de todo, en la era de la renovación del mundo, contaron durante mucho tiempo sus años partiendo de Navidad, como se puede apreciar por los antiguos calendarios, por los Martirologios de Usuardo y de Adón y por un gran número de Bulas, de Cartas y Diplomas. En 1313 un concilio de Colonia nos muestra subsistente todavía en esa época esta costumbre. Varios pueblos de la Europa católica, han guardado hasta el día de hoy la costumbre de celebrar el nuevo año en la fiesta de Navidad. Se desea feliz Navidad como entre nosotros el día primero de enero feliz año nuevo. Se cambian cumplidos y regalos; se escribe a los amigos ausentes: ¡restos preciosos de las antiguas costumbres que tenían la fe como fundamento y muralla inexpugnable!

Es tal la alegría que a los ojos de la Santa Iglesia debe llenar a los fieles en la Natividad del Salvador, que, asociándose a ella misericordiosamente, dispensa el día de mañana el precepto de la abstinencia cuando Navidad cae en viernes o sábado. Esta dispensa se remonta al Papa Honorio III, que gobernaba en 1216; pero ya desde el siglo IX San Nicolás I, en su respuesta a consultas de los Búlgaros, había manifestado una condescendencia parecida, con objeto de animar la alegría de los fieles en la celebración no sólo de la fiesta de Navidad, sino también en las de San Esteban, de San Juan Evangelista, de la Epifanía, de la Asunción de Nuestra Señora, de San Juan Bautista y de San Pedro y San Pablo. Pero esta dispensa no fue universal y sólo se ha mantenido para la fiesta de Navidad, contribuyendo así a aumentar la alegría popular. La legislación civil de la Edad Medía, en su deseo de confirmar a su modo la importancia que daba a una fiesta tan querida de toda la cristiandad, concedía a los deudores la facultad de suspender el pago a los acreedores durante toda la semana de Navidad, que por esta razón era apellidada semana de remisión, lo mismo que las de Pascua y Pentecostés.

Pero dejemos un momento estos datos familiares que nos hemos complacido en reunir a propósito de la gloriosa festividad que conmueve tan dulcemente nuestros corazones; es hora de que acudamos a la casa de Dios, a donde nos llama el Oficio solemne de las Primeras Vísperas. Por el camino, vayamos pensando en Belén, a donde han llegado ya José y María. El sol material camina rápidamente al ocaso; y el divino Sol de justicia permanece todavía oculto por algunos momentos bajo la nube, en el seno de la más pura de las vírgenes. Se acerca la noche; José y María recorren las calles de la ciudad de David, buscando un asilo para albergarse. Atención, pues, corazones fieles, ¡uníos a los dos incomparables peregrinos! Ha llegado la hora de que salga de toda lengua humana un canto de gloria y agradecimiento. Para expresarnos, aceptemos con diligencia la voz de la Santa Iglesia, que estará a la altura de tan noble tarea.

ANTES DE LOS OFICIOS NOCTURNOS

MAITINES. — Deben saber los fieles que, en los primeros siglos de la Iglesia, no se celebraba nunca una fiesta solemne sin hacer su preparación por medio de una Vigilia, en la que el pueblo cristiano, renunciando al sueño, llenaba la Iglesia y seguía fervorosamente la salmodia y las lecturas; este conjunto constituía lo que hoy llamamos Oficio de Maitines. Se dividía la noche en tres partes, conocidas con el nombre de Nocturnos; al apuntar el alba comenzaban otros cánticos más solemnes que formaban el Oficio de, las alabanzas, que de ahí ha quedado con el nombre de Laudes. Este Oficio divino, que ocupaba gran parte de la noche, se celebra aún diariamente aunque a horas menos penosas, en los Capítulos y Monasterios, y es recitado en privado por todos los clérigos obligados al rezo, del que forma la parte más notable. Con la pérdida de las prácticas litúrgicas desapareció también la costumbre de que los fieles tomasen parte en la celebración de los Maitines; y, en la mayoría de las iglesias parroquiales y aun de las catedrales de Francia, se terminó por no cantarlos más que cuatro veces al año: a saber, los tres últimos días de la Semana Santa, siendo todavía hoy anticipados a la tarde anterior, con el nombre de Tinieblas; y finalmente el día de Navidad, que se celebran a la misma hora, poco más o menos que antiguamente.

El Oficio de la noche de Navidad fue siempre objeto de una especial devoción y solemnidad entre todos los del año: primero por razón de ser la hora en que la Santísima Virgen dio a luz al Salvador, y por eso debemos esperarla en oración y ardientes deseos; además, porque esta noche la Iglesia no se contenta con celebrar el Oficio de Maitines de un modo ordinario, sino que, por excepción única y para mejor honrar el divino Nacimiento, añade la ofrenda del santo Sacrificio de la Misa, precisamente a media noche, que es cuando María dio su augusto fruto a la tierra. De ahí que en muchos lugares, sobre todo en las Galias, según testimonio de San Cesáreo de Arlés, los fieles pasaban toda la noche en la Iglesia.

En Roma, durante varios siglos, por lo menos del séptimo al undécimo, se decían dos Maitines en la noche de Navidad. Los primeros se cantaban en la Basílica de Santa María la Mayor; se comenzaban en cuanto se ponía el sol; no se decía Invitatorio en ellos, y a continuación de este primer Oficio nocturno el Papa celebraba a media noche la primera Misa de Navidad. Inmediatamente después, se trasladaba con el pueblo a la Iglesia de Santa Anastasia, donde celebraba la Misa de la Aurora. Luego, la piadosa comitiva se dirigía con el Pontífice a la Basílica de San Pedro, donde comenzaban inmediatamente los segundos Maitines. Estos tenían su Invitatorio y eran seguidos de Laudes: terminados éstos y los Oficios siguientes a sus horas correspondientes, el Papa celebraba la tercera y última Misa a la hora de Tercia. Amalario y el antiguo liturgista del siglo XII que se ha dado a conocer con el nombre de Alcuino nos han transmitido estos detalles, que están de acuerdo con el texto de los antiguos Antifonarios de la Iglesia Romana publicados por el Beato José María Tomasí y por Gallicioli.

Eran tiempos de fe viva; para ellos las horas pasaban veloces en la casa de Dios, porque la oración servía de poderoso lazo de unión a los pueblos abrevados continuamente en los divinos misterios. Entonces se gustaba la oración de la Iglesia; las ceremonias de la Liturgia, que son su necesario complemento, no eran como hoy un espectáculo mudo, o a lo más impregnado de una vaga poesía; las masas sentían y creían lo mismo que los individuos. ¿Quién nos devolverá esta comprensión de lo sobrenatural, sin la cual tantas personas de hoy día se jactan de ser cristianas y católicas?

LA NOCHE DE NAVIDAD. — A pesar de todo, todavía no se ha extinguido gracias a Dios por completo entre nosotros esa fe práctica; esperemos que volverá aún algún día a revivir con su antigua vida. ¡Cuántas veces nos hemos complacido en buscar y observar sus huellas en el seno de esas familias patriarcales, numerosas todavía en nuestras pequeñas ciudades y aldeas! Allí fue donde vimos, y ningún recuerdo de infancia nos es tan grato, a toda una familia, que, después de la frugal colación de la noche, se reunía en torno a un gran hogar, en espera de que sonara la señal para acudir a la Misa de la media noche.

Allí estaban preparados de antemano los platos que habían de ser servidos a la vuelta, apetitosos, sin ser rebuscados y que habían también de contribuir a la alegría de tan santa noche: en medio del hogar ardía un grueso tronco, llamado "leño de Navidad", que calentaba toda la sala. Había de consumirse lentamente durante los Oficios para que a su vuelta encontraran un reconfortante brasero los miembros de los ancianos y de los niños ateridos por el frío.

Allí se hablaba animadamente del misterio de la solemne noche; se compadecía a María y a su dulce Hijo expuesto a los rigores del invierno en un establo abandonado; luego se entonaban algunos de aquellos villancicos que habían servido para entretenerlos durante las largas vigilias del Adviento.

Las voces y los corazones estaban de acuerdo al ejecutar aquellas populares melodías compuestas en días mejores. Aquellos ingenuos cantos referían la visita del Ángel Gabriel a María y el anuncio de la maternidad divina hecho a la digna doncella; la pena de María y de José al recorrer las calles de Belén en busca de un albergue en las posadas de aquella ingrata ciudad; el milagroso alumbramiento de la Reina del cielo; los encantos del Recién Nacido en su humilde cuna; la llegada de los pastores con sus rústicos regalos, su música un tanto ruda y la sencilla fe de sus corazones.

Se animaban pasando de un villancico a otro; olvidaban sus preocupaciones; consolaban sus penas y se ensanchaba el alma; mas de pronto la voz de las campanas, que resonaban en la noche, terminaban con tan ruidosos como amables conciertos. Comenzaban a salir hacia la Iglesia; ¡qué felices entonces los niños a quienes su edad permitía ya asociarse por vez primera a las alegrías inefables de esta solemne noche; tan santas y fuertes impresiones debían quedar grabadas en su alma durante el resto de su vida!

Pero ¿a dónde nos llevan estos encantadores recuerdos? Con objeto de ocupar útilmente los últimos momentos que preceden a la entrada en la Iglesia, quisiéramos sugerir a nuestros lectores algunas consideraciones que les unan al espíritu de la Iglesia, fijando su corazón y su fantasía sobre objetos reales y consagrados por los misterios que se celebran en esta augusta noche.

LA GRUTA DE BELÉN. — Así pues, en esta hora nuestro pensamiento debiera volar con preferencia hacia tres lugares que existen en el mundo. El primero es Belén, y en Belén, la gruta del Nacimiento quien nos reclama. Acerquémonos con santo respeto y contemplemos el humilde asilo que el Hijo del Eterno bajado del cielo ha escogido para su primera morada. Este establo, cavado en la roca, se halla situado fuera de la ciudad; tiene unos doce metros de largo por tres y medio de ancho. El asno y el buey anunciados por el Profeta están junto a la cueva, testigos mudos del divino misterio que el hombre se ha negado a recibir en su casa.

José y María se encuentran también en el humilde retiro; los rodea el silencio de la noche; mas su corazón se dilata en alabanzas y adoraciones dirigidas al Dios que se digna satisfacer de manera tan perfecta por el orgullo humano. La purísima María prepara los pañales que han de envolver los miembros del celeste Infante, y espera con inefable paciencia el momento en que sus ojos verán por fin el fruto bendito de sus castas entrañas, y podrá cubrirle con sus besos y caricias y amamantarle con su leche virginal.

Mas antes de salir del seno materno y de hacer su entrada visible en este mundo pecador, el divino Salvador se inclina ante su Padre celestial y, conforme a la revelación del Salmista explicada por el gran Apóstol San Pablo en la Epístola a los Hebreos, dice: ¡Oh Padre mío! ya estás harto de los groseros sacrificios de la Ley; esas vacías ofrendas no han aplacado tu justicia; pero me has dado un cuerpo; heme aquí pronto a sacrificarme; vengo a cumplir tu voluntad." (Hebreos X, 7.)

Todo esto ocurría, a estas horas, en el establo de Belén; los Ángeles del Señor estaban maravillados ante tan gran misericordia de un Dios para con sus rebeldes criaturas, contemplando al mismo tiempo con gran placer el gracioso semblante de la Virgen sin mancha, y esperando el momento en que la Rosa mística iba por fin a abrirse para derramar su divino perfume.

¡Feliz gruta de Belén, testigo de semejantes maravillas! ¿Quién no dejará allí ahora su corazón? ¿Quién no la preferiría a los más suntuosos palacios de los reyes? Ya, desde los primeros días del cristianismo, la piedad de los fieles la rodeó de la más tierna devoción, hasta que la gran Santa Elena, elegida por Dios para reconocer y honrar en la tierra las huellas del Hombre-Dios, hizo construir en Belén la magnífica Basílica que debía guardar en su recinto el trofeo del amor de Dios hacia su criatura.

Transportémonos con el pensamiento a esta Iglesia que todavía subsiste; contemplábamos allí, en medio de infieles y herejes, a los religiosos que servían en aquel santuario, y que se disponían a cantar en nuestra lengua latina los mismos cánticos que bien pronto vamos a oír nosotros. Eran hijos de San Francisco, héroes de la pobreza, discípulos del Niño de Belén; precisamente por ser pequeños y débiles eran los únicos que durante cinco siglos, sostuvieron las batallas del Señor en aquellos lugares de la Tierra Santa, que la espada de los Cruzados se cansó de defender. Esta noche oremos en unión con ellos; besemos con ellos la tierra en aquel lugar de la gruta, en que se lee con palabras de oro: Hic DE VIRGINE MARÍA IESUS CHRISTUS NATUS EST.

Pero en vano buscaríamos hoy en Belén la feliz cueva que acogió al divino Infante. Hace ya doce siglos que huyó de aquellas tierras maldecidas por Dios, viniendo a buscar refugio en el centro de la catolicidad en Roma, la Esposa favorecida por el Redentor, hasta que también la Santa Sede fue usurpada, tal como se encuentra hoy.

LA BASÍLICA DEL PESEBRE. — Roma es por tanto, el segundo lugar del mundo que debería visitar nuestro corazón en esta noche afortunada. Pero dentro de la ciudad santa, hay un santuario que en este momento reclama toda nuestra devoción y nuestro amor. Es la Basílica del Pesebre, la magnífica y radiante Iglesia de Santa María la Mayor. Reina de las numerosas Iglesias que la devoción de los romanos dedicó a la Madre de Dios, levanta su magnificencia sobre el Esquilino, resplandeciente de oro y mármol, pero afortunada sobre todo por poseer en su interior, junto con el retrato de la Virgen Madre atribuido a San Lucas, el humilde y glorioso Pesebre que los impenetrables designios del Señor hicieron que saliese de Belén para confiarlo a su guarda. Un pueblo innumerable se agolpa en la Basílica en espera del feliz instante en que el evocador monumento del amor y de las humillaciones de un Dios, aparezca llevado sobre los hombros de los ministros, como arca de la nueva alianza cuya ansiada visión tranquiliza al pecador y hace palpitar de emoción el corazón del justo. Quiso Dios que Roma, que debía ser la nueva Jerusalén, fuese también la nueva Belén, y que los hijos de su Iglesia hallasen en este centro inconmovible de su fe, el alimento abundante e inagotable de su amor.

NUESTRO CORAZÓN. —- Visitemos finalmente el tercer santuario donde se va a realizar esta noche el misterio del Nacimiento del Hijo divino de María. Este tercer templo está a nuestro lado; está dentro de nosotros: es nuestro propio corazón. Nuestro corazón es el Belén que Jesús quiere visitar, en el que desea nacer para morar allí y crecer hasta llegar al hombre perfecto, como dice el Apóstol (Efesios IV, 13). Si desciende hasta el establo de la ciudad de David, es sólo para poder llegar con mayor seguridad hasta nuestro corazón, al que amó con amor eterno hasta el extremo de descender del cielo para venir a habitar en él. El seno de María le llevó nueve meses; en nuestro corazón quiere vivir eternamente.

¡Oh corazón del Cristiano, Belén viviente, prepárate y alégrate!; por la confesión de tus pecados, por la contrición de tus faltas, por la penitencia de tus delitos estás ya dispuesto para esa alianza que el Niño Dios desea hacer contigo. Está ahora atento; vendrá en medio de la noche. Te halle preparado como halló el establo, el pesebre y los pañales. Tú no puedes ofrecerle las puras y maternales caricias de María, ni los cariñosos cuidados de José; preséntale las adoraciones y el amor sencillo de los pastores. Como la Belén de los actuales tiempos, tu vives en medio de los infieles, de los que no conocen el divino misterio del amor; sean tus votos secretos y sinceros como los que esta noche subirán hacia el cielo desde el fondo de la gloriosa y santa gruta que reunía a los fieles en torno a los hijos de San Francisco. En el gozo de esta santa noche sé semejante a la radiante Basílica que guarda en Roma el tesoro del Santo Pesebre y el dulce retrato de la Virgen Madre. Sean tus afectos puros como el blanco mármol de sus columnas; tu caridad resplandeciente como el oro que brilla en sus artesonados; tus obras luminosas como los mil cirios que, en su feliz recinto, iluminan la noche con los esplendores del día. Finalmente, oh soldado de Cristo, piensa que es necesario luchar para merecer acercarse al divino Infante; luchar para conservar dentro de uno mismo su amorosa presencia; luchar para llegar a la feliz consumación que te hará una sola cosa con Él, en la eternidad. Conserva, pues, con cariño estas impresiones, que te nutran, consuelen y santifiquen hasta que descienda a ti el Emmanuel. ¡Oh Belén viviente! repite sin cesar esa dulce frase de la Esposa: Ven, Señor Jesús, ven.


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