La peste había hecho estragos en la mayor parte del Imperio Romano, durante los años 249 a 263. Se dice que en Roma habían muerto cinco mil personas en un solo día. La ciudad de Alejandría fue una de las más severamente castigadas por la epidemia; San Dionisio de Alejandría nos dice que ahí se declaró el hambre, y que esto había provocado tumultos y violencias tan graves, que era más fácil ir de un extremo al otro del mundo conocido, que atravesar de una calle a otra en el interior de la ciudad. A estas desgracias vino a añadirse la peste, que causó tales estragos, que no había casa en la que no se llorara por lo menos a un muerto. Los cadáveres yacían insepultos; el aire estaba cargado de microbios y de los vapores pestilenciales del Nilo. Los sobrevivientes vagaban aterrorizados y el miedo volvía a los paganos crueles, aun con sus parientes más cercanos. En cuanto alguien caía enfermo, sus amigos huían de él; los enfermos eran arrojados de su propia casa, antes de morir.
En tan
angustiosas circunstancias, los cristianos de Alejandría dieron gran ejemplo de
caridad. Durante las persecuciones de Decio, Galo y Valeriano habían tenido que
ocultarse; sólo podían reunirse en secreto, o en los barcos que partían de
Alejandría, o en las prisiones. La peste les permitió salir de sus escondrijos.
Sin temor al peligro, acudieron a asistir a los enfermos y a reconfortar a los
moribundos; cerraban los ojos a los muertos y transportaban los cadáveres.
Aunque sabían perfectamente que se exponían a contraer el mal, lavaban y
enterraban decentemente a las víctimas de la enfermedad. El obispo de la ciudad
escribió: «Muchos que habían
curado a otros murieron apestados. La muerte nos ha arrebatado así a los
mejores de nuestros hermanos: sacerdotes, diáconos y laicos excepcionales. Su
heroica muerte, motivada por la fe, apenas es inferior a la de los mártires».
Reconociendo el valor de estas palabras de San Dionisio, el Martirologio Romano
honra a esos distinguidos cristianos como mártires. La caridad que mostraron
asistiendo a sus perseguidores en las enfermedades, es un ejemplo de lo que
debe ser nuestra actitud con los pobres, que no son nuestros enemigos, sino
nuestros correligionarios.
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