martes, 23 de febrero de 2021

24 de febrero SAN MATÍAS, APÓSTOL

   SAN MANTÍAS, APÓSTOL - P. Juan Croisset, S.J.

San Matías, que fue elegido en lugar del traidor Judas, fue de la tribu de Judá, y nació en Belén, de familia ilustre, no menos dis­tinguida por su calidad y por su riqueza que por el celo que profe­saba a la religión de Moisés.

Le criaron sus padres con gran cuidado, instruyéndole en las buenas costumbres y en la ciencia de las Escrituras y de la religión. La inocencia de vida con que pasó la juventud fue una bella disposición para que se aplicase a oír la doctrina de Cristo, luego de que se comenzó a manifestar después de su sagrado bautismo. Tuvo la dicha de seguirle en compañía de los Apóstoles desde el principio de su predicación hasta su gloriosa ascensión a los Cielos, y fue uno de los setenta y dos discípulos.

Judas Iscariote, uno de los doce apóstoles que Jesucristo con particular amor había escogido para favorecidos y confidentes suyos, hizo traición a su Maestro, y con torpísima ingratitud le vendió a sus enemigos. De apóstol pasó a ser apóstata; y añadiendo la desesperación a la perfidia, él mismo vengó su delito, y acabó su desdichada vida con muerte horrible y vergonzosa (y ya está en el infierno 2000 años por su propia culpa).

Habiendo resucitado Cristo, quiso dar pruebas sensibles de la verdad de su resurrección por espacio de cuarenta días, y también instruir todavía más particularmente a sus Apóstoles y a sus amados discípulos. Se les aparecía de cuando en cuando; conversaba familiarmente con ellos, y con maravillosa bondad les explicaba los misterios más secretos de la religión, descubriéndoles todo el plan y toda la economía de la Santa Iglesia.

Hacía siempre delante de ellos algún milagro, para que advirtiesen que no se había disminuido con la muerte su poder. No eran continuas ni muy frecuentes sus apariciones, y aun algunas veces dejaba pasar muchos días sin manifestarse, para irlos poco a poco desacostumbrando y que se hiciesen a vivir sin el consuelo de su presencia corporal.

En todas estas visitas los instruía en lo que debían hacer para cumplir con las obligaciones de los cargos y empleos a que los destinaba en su Iglesia. En particular les enseñaba el modo de administrar los Sacramentos, de gobernar a los pueblos y de portarse entre sí unos con otros. Les declaraba una multitud de cosas, que en otras ocasiones no había hecho más que apuntar, reservando su individual y clara explicación para aquel tiempo.

En fin, estando ya para volverse a su Eterno Padre, entre otras muchas instrucciones les mandó que, después de su Ascensión a los Cielos, ellos se retirasen juntos a Jerusalén, sin salir de allí hasta nueva orden, y que esperasen el cumplimiento de la promesa que el mismo Padre Eterno les había hecho por su boca, de que les comunicaría el mayor don de todos los dones, enviándoles al Espíritu Santo.

Luego de que el Salvador subió a los Cielos desde el monte de las Olivas en presencia de todos ellos, los Apóstoles se volvieron a Jerusalén con la Santísima Virgen, y se encerraron todos en la casa que habían escogido para su retiro. Quedó santificada la casa con las continuas oraciones que hacían todos con un mismo espíritu, estando al frente de aquella apostólica congregación María Madre de Jesús, con algunos parientes cercanos suyos, que, según la costumbre de los judíos, se llamaban hermanos; añadiéndose también algunas devotas mujeres que ordinariamente acompañaban a la Virgen. La pieza más respetable y aun más santa de aquella dichosa casa era el cenáculo, que fue la primera Iglesia de la Religión cristiana. Vueltos, pues, del monte Olivete, subieron todos al cenáculo, por ser el lugar donde celebraban sus juntas, y en una de ellas resolvieron llenar la plaza vacante en el Colegio Apostólico por la apostasía y funesta muerte del infelicísimo Judas Iscariote (que está ya 2000 años en el infierno).

Aun no habían recibido visiblemente al Espíritu Santo; pero Pedro, como Príncipe de los Apóstoles, Vicario de Jesucristo y visible Cabeza de su Iglesia, obraba ya inspirado del mismo Espíritu Divino; y como a quien tocaba regir todas las cosas, y dar providencia en todo, se levantó en medio de los discípulos, en número de casi ciento veinte, que ya tenían la costumbre de llamarse hermanos entre sí, por la estrechísima y santísima unión de la caridad fraternal que los enlazaba , y les habló de esta manera:

Venerables varones y hermanos míos: ya llegó el tiempo de cumplirse el oráculo que el Espíritu Santo pronunció en la Escritura por boca del Profeta Rey, tocante a Judas (Iscariote), que vendió a su Maestro y nuestro, y no tuvo vergüenza de servir de guía a los que le prendieron, y le quitaron la vida como a un malhechor. Bien sabéis que era apóstol como nosotros, llamado a las mismas funciones que nosotros; pero, con todo eso, pereció miserable y desgraciadamente. No ignoráis que después de los hurtos y de los sacrilegios que cometió en la administración de su oficio, y después de su infame traición, se ahorcó desesperado; que, cayendo en tierra boca abajo el infeliz cadáver, reventó por medio, arrojando las entrañas; que de esta manera entregó su alma al demonio, abandonando el campo que se había comprado con el dinero que se dio por precio de su delito, después de que él mismo había restituido desesperadamente este dinero. Toda Jerusalén fue testigo de este suceso, habiéndose hecho tan público que, para conservar la memoria, se dio al campo el nombre de Haceldam, que en hebreo significa tierra de homicidio y campo de sangre. Esta es aquella tierra maldita, aquella heredad de los malos que desea David se convierta en triste destierro, de manera que ninguno habite ni la cultive, y que su poseedor, maldito de Dios y de los hombres, pierda el obispado y deje su lugar a otro. Le perdió Judas, y es menester no tardar en colocar en él un sucesor de conocido mérito, que sea tan capaz de esta dignidad como Judas (Iscariote) era indigno; porque el Señor quiere que esté completo el número de sus Apóstoles, y que haya en la Iglesia doce príncipes del pueblo, como ha habido hasta aquí doce cabezas en las doce tribus de Israel.

Para ejecutar, pues, cuanto antes la voluntad del Señor, es necesario elegir, entre los que estamos presentes, uno que, juntamente con nosotros, pueda dar testimonio cierto de la resurrección de Jesús, y que, para ser mejor creído, sea uno de los que siempre le acompañaron en sus viajes, desde que fue bautizado por Juan hasta el día en que nos dejó para subir al Cielo, que hubiese oído sus instrucciones, y que hubiese sido testigo de sus milagros.

Se deliberó en la junta sobre quién había de ser el elegido; y, habiendo hecho oración a Dios, pasaron todos a votar. Se repartieron los votos entre dos, ambos sujetos muy recomendables entre los discípulos: el primero era José, llamado Barsabás, que por su particular virtud había merecido el nombre de Justo; el segundo era Matías; pero no habiendo más que una silla vacante, y no sabiendo a cuál de los dos habían de preferir, porque ambos eran muy dignos y muy beneméritos, volvieron a orar con nuevo fervor, haciendo a Dios esta oración: Vos, Señor, que conocéis los corazones de los hombres, dadnos a entender a cuál de estos dos habéis elegido para que entre en lugar del traidor Judas (Iscariote), sucediéndole en el ministerio y en el apostolado, de que él abusó para irse al infierno que merecía.

Oyó el Señor benignamente la oración de los fieles, y, según la costumbre de los judíos, se echaron suertes entre los dos concurrentes, poniéndoles delante una caja o un vaso cubierto con su tapa, donde estaban las cédulas, y la mano invisible de Dios condujo la suerte de manera que cayó sobre Matías, y, agregado a los otros once apóstoles, completó con ellos el número de doce.

Llevado ya a la dignidad del apóstol, recibió con ellos la plenitud del Espíritu Santo en el día de Pentecostés; y como era ya tan estimado de toda la nación, así por la integridad de sus costumbres como por la nobleza de su sangre, hizo maravilloso fruto con los celestiales dones que había recibido, convirtiendo a la fe gran número de judíos, y haciendo muchos milagros.

En el repartimiento del mundo, que hicieron los Apóstoles para conducir la luz de la fe y del Evangelio a todas las naciones, tocó a San Matías el reino de Judea. El abrasado celo que desde entonces mostró por la conversión de sus mismos nacionales, le obligó a padecer muchos trabajos, y a exponerse a grandes peligros y sufrir grandes persecuciones, y, finalmente, a coronar su santa vida con un glorioso martirio.

Corrió casi todas las provincias de Judea anunciando a Jesucristo, confundiendo a los enemigos de la fe y haciendo en todas partes conversiones y conquistas. Dice San Clemente Alejandrino ser constante tradición que San Matías fue con particularidad gran predicador de la penitencia, la que enseñaba no menos con el ejemplo de su penitentísima vida que con los discursos que había aprendido de su divino Maestro. Decía que era menester mortificarse incesantemente, combatir contra la carne, tratarse con rigor, hacerse eterna violencia, reprimiendo los desordenados deseos de la sensualidad, llevando a cuestas la cruz y arreglando la vida por las máximas del Evangelio. Añadía que esta mortificación exterior, aunque tan necesaria, no basta si no está acompañada de una fe viva, de una esperanza superior a toda duda y de una caridad ardiente. Concluía que ninguna persona, de cualquier edad o condición que fuese, estaba dispensada de esta ley, y que no había otra teología moral. Hizo San Matías gran fruto en toda Judea, teatro de sus trabajos, espacioso campo de su glorioso apostolado.

Muchos años había que este gran apóstol no respiraba más que la gloria de Jesucristo y la salvación de su nación, corriendo por toda ella, predicando con valor y con asombroso celo, confundiendo a los judíos y demostrándoles con testimonios irrefragables de la Sagrada Escritura que Jesucristo, a quien ellos habían crucificado y había resucitado al tercer día, era el Mesías prometido, hijo de Dios, y en todo igual a su Padre.

No pudiendo sufrir los jefes del pueblo judaico verse tantas veces confundidos, irritados también, por otra parte, de la multitud de conversiones que hacía y de los milagros que obraba, resolvieron acabar con él. Refiere el Libro de los condenados, esto es, el libro donde se tomaba la razón de todos los que habían sido ajusticiados en Judea desde la resurrección del Señor, por haber violado la ley de Moisés, como San Esteban, los dos Santiago y San Matías; refiere dicho libro que nuestro Santo fue preso por orden del pontífice Ananías, y que, habiendo confesado a Jesucristo en concilio pleno, demostrando su divinidad, y convenciendo que había sido Redentor del género humano con lugares claros de la Escritura, y con hechos innegables, a los que no tuvieron qué responder, fue declarado enemigo de la Ley, y como tal sentenciado a ser apedreado. Llegado el Santo al lugar del suplicio, se hincó de rodillas, y, levantando los ojos y las manos al Cielo, dio gracias al Señor por la merced que le hacía en morir por defender su santa religión; hizo oración por todos los presentes y por toda su nación, la que, concluida, fue cubierto de una espesa lluvia de piedras. Añade el mismo libro que, no pudiendo sufrir este género de suplicio los romanos que gobernaban la provincia contuvieron el furor de los que le apedreaban, y hallando al Santo medio muerto, por despenarle, acabándole de matar, le cortaron la cabeza. Sucedió el martirio de San Matías el día 24 de febrero, aunque no se sabe precisamente en qué año.

Su sagrado cuerpo, según la más constante tradición, de la que no tenemos motivo sólido, o a lo menos convincente, para separarnos, fue traído a Roma por Santa Elena, madre de Constantino, y hasta hoy se venera en la iglesia de Santa María la Mayor, la más considerable parte de sus preciosas reliquias. Se asegura que la otra parte de ellas se la dio la misma santa emperatriz á San Agricio, arzobispo de Tréveris, quien las colocó en la iglesia que hasta hoy tiene la advocación de San Matías.
La Misa es en honra del mismo santo Apóstol, y la oración es la que sigue:

¡Oh Dios, que te dignaste agregar al Colegio de tus Apóstoles al bienaventurado San Matías! Concédenos por su intercesión que experimentemos siempre los efectos de tus misericordiosas entrañas. Por Nuestro Señor Jesucristo, etc.

La Epístola es del capítulo I de los Hechos de los Apóstoles.

En aquellos días, levantándose Pedro en medio de los hermanos (era el número de las personas congregadas casi de ciento veinte), dijo: Hermanos, es menester que se cumpla la Escritura que predijo el Espíritu Santo por boca de David, en orden a Judas, que fue el conductor de los que prendieron a Jesús, el cual era de vuestro número, y obtuvo la suerte de este ministerio. Éste, pues, poseyó un campo en recompensa de la iniquidad, y, habiéndose ahorcado, reventó por en medio, y se derramaron todas sus entrañas. Y la cosa se ha hecho notoria a todos los habitantes de Jerusalén; de manera, que aquel campo vino a llamarse en su lengua Haceldama, esto es, campo de sangre. Pues en el Libro de los Salmos (Salmo CVIII) está escrito: Hágase la habitación de ellos un desierto, ni haya quien la habite, y el cargo (obispado) de ello obtenga otro. Es necesario, pues, que de estos hombres, que han estado unidos con nosotros, todo aquel tiempo que hizo entre nosotros mansión el Señor Jesús, comenzando desde el bautismo de Juan, hasta el día en que se subió robándose a nuestra vista, uno de ellos sea constituido para dar con nosotros testimonio de su resurrección. Y señalaron dos: á José, que se llamaba Barsabás, el cual se llamaba por sobrenombre el Justo, y a Matías. E hicieron oración, diciendo: Tú, Señor, que ves los corazones de todos, declara a cuál de estos dos has elegido para recibir el puesto de este ministerio y apostolado, del cual prevaricó Judas (Iscariote), para ir a su destino (por su culpa al infierno). Y echaron suertes, y cayó la suerte sobre Matías, y fue agregado a los once Apóstoles.

REFLEXIONES

¡Qué maravilla es ver a San Pedro, aquel hombre pocos días antes tan grosero, tan ignorante, tan tímido, y que parecía más a propósito para pescador de peces que para gobernador de hombres; qué maravilla es verle ahora tener valor para hablar de repente en un congreso de ciento veinte personas, y hablar sobre la elección de un sucesor de Judas (Iscariote) con tanta precisión, con tanta limpieza, citando lugares de la Escritura tan concluyentes, tan inmediatos y tan oportunos para apoyar lo que dice! ¡Qué bien, qué justamente se habla con el Espíritu de Dios! ¡Qué bellamente caracterizada se descubre en este hecho la verdad de nuestra religión! Es menester que se cumpla lo que pronosticó el Espíritu Santo por boca de David acerca de Judas (Iscariote – Salmo CVIII), que capitaneó a los que prendieron a Jesús.

Siendo palabra de Dios la Sagrada Escritura, no puede menos de ser infalible. Para Dios no hay futuros, todas las cosas están presentes a sus ojos. ¡Con qué moderación habla San Pedro de Judas (Iscariote)! Se contenta con acordar sencillamente su delito, sin exagerar la culpa y sin insultar a la persona; porque el Espíritu del Señor a nadie insulta. La verdadera caridad no entiende de términos ofensivos, y parece que ni aun los conoce. Judas (Iscariote), aquel que fue uno de nosotros y tuvo parte en nuestro ministerio (de Apóstol y de Obispo). ¿Quién no se estremecerá al pensar que este apóstata fue uno de los doce Apóstoles? ¿Quién no temblará, quién no desconfiará de sí al considerar que un discípulo de Cristo, formado por su misma mano, colmado de los mayores favores, su confidente, y criado, por decirlo así, a sus mismos pechos, se hace con el tiempo el más impío, el más perverso de todos los mortales? De un apóstol avariento, presto se hace un apóstata y un traidor. El que de devoto y fervoroso se hace malo, nunca lo es a medias. Penetrado Judas (Iscariote) con los agudos remordimientos de su conciencia, espantado de la enorme gravedad de su delito, al cabo se ahorca. Cuando a las mayores gracias suceden los mayores pecados, es de temer que el término sea la desesperación. Es terrible la muerte de un apóstata, de un devoto pervertido; de temer es que sea también funesta. Yo conocí a Dios, y le amé; me previno con mil bendiciones de dulzura; experimenté mil consuelos en su servicio. ¡Qué paz interior, qué gozo tan exquisito, qué alegría tan pura! Pero todo esto, mientras fui fiel al Señor, mientras la fe y la ley eran la regla de mi entendimiento y de mi voluntad. Pero me cansé de ser feliz; me causó tedio el estar siempre a la vista de tan buen Padre; sacudí el yugo del Señor, me descaminé y me perdí. Pero ¡qué pensamiento tan cruel por toda la eternidad! Jamás olvidará Judas (Iscariote), ni podrá olvidar, que perdió el Cielo por pura malicia suya; que San Matías entró en su lugar y se apoderó de su corona.

El Evangelio es del capítulo XI de San Mateo.

En aquel tiempo respondió Jesús, y dijo: Te glorifico, ¡oh Padre!, Señor del Cielo y de la Tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes y las has revelado a los párvulos. Sí, Padre, porque esta ha sido tu voluntad. Todo me lo ha entregado mi Padre. Y nadie conoce al Hijo sino el Padre, ni al Padre le conoce alguno sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo lo quisiere revelar. Venid a Mí todos los que trabajáis y estáis cargados, y Yo os aliviaré. Llevad sobre vosotros mi yugo, y aprended de Mí, que soy dulce y humilde de corazón, y hallaréis el descanso de vuestras almas. Porque mi yugo es suave y mi carga es ligera.

MEDITACIÓN

Del corto número de los que se salvan.

Punto primero.— Considera que no solamente es corto el número de los que se salvan, respecto de aquella multitud casi innumerable de infieles, de herejes y de cismáticos que perecen miserablemente; esto también respecto de la muchedumbre espantosa de fieles que se condenan dentro del mismo seno de la Santa Iglesia. Hay pocas verdades más terribles que esta verdad, y quizá ninguna hay ni más clara, ni más sólidamente establecida.

Trabajad en entrar por la puerta angosta, decía el Hijo de Dios, porque es ancha la puerta, es espacioso el camino que guía a la perdición, y son muchos los que van por él. Al contrario, ¡qué angosta es la puerta, qué estrecho es el camino que guía a la vida, y qué pocos van por este camino!

Muchos son los llamados, dice en otra parte, y aun de los llamados son pocos los escogidos. (Mateo XXII, 14) Repetía tantas veces este terrible verdad el Salvador a sus discípulos, que uno de ellos le preguntó en una ocasión: ¿Es posible, Señor, que sea tan corto el número de los que se salvan? Y el Hijo de Dios, por no espantar, por no acobardar a los que le oían, hizo como que eludía la pregunta, y solamente le respondió (Lucas XIII, 24): Hijos míos, la puerta del Cielo es estrecha; haced cuantos esfuerzos podáis para entrar por ella.

El apóstol San Pablo, lleno del mismo espíritu que su celestial Maestro, compara indiferentemente todos los cristianos a los que corren en el estadio (I Corintios IX, 24): Todos corren, dice, pero uno solo es el que lleva el premio y la corona. Y, para dar a entender que habla precisamente de los fieles, trae el ejemplo de los israelitas, en cuyo favor había obrado Dios tantas maravillas. Todos, dice, fueron mística o figurativamente bautizados por Moisés en la nube y en el mar; pero de más de seiscientos mil hombres, capaces de tomar armas, que salieron de Egipto, sin contar las mujeres, los viejos y los niños, sólo dos entraron en la tierra de promisión: Caleb y Josué. ¡Terrible comparación! Pero ¿será menos terrible lo que significa?

De todos los habitadores del Universo, una sola familia se escapó de las aguas del diluvio. De cinco populosísimas ciudades que fueron consumidas con fuego del Cielo, sólo cuatro personas se libraron de las llamas. De tantos paralíticos como esperaban alrededor de la piscina, sólo uno sanaba cada mes. Isaías compara el número de los escogidos al de las pocas aceitunas que quedan en la oliva después de la cosecha, al de los pocos racimos escondidos en la vid, que se escapan de la diligencia de los vendimiadores. ¡Buen Dios, aun cuando fuese verdad que de diez mil personas una sola había de condenarse, yo debiera temblar, debiera estremecerme temiendo ser esa persona infeliz! ¡Puede ser que de diez mil apenas se salve una, y vivo sin susto, y estoy sin temor!

¡Ah, dulce Jesús mío, y cuan de temer es esta seguridad, tan parecida a un letargo! Voy con la muchedumbre por el camino espacioso, ¿y espero llegar al término del camino estrecho? ¡Qué confianza más irracional!

Punto segundo.— Considera que, aunque esta verdad no estuviera tan fundada en los principios evangélicos que suponen todos los cristianos, bastaría la sola razón natural para convencernos que es corto el número de los que se salvan.

Instruidos de las verdades de nuestra religión, informados de las obligaciones de los cristianos, convencidos de nuestra propensión al mal y a vista de las costumbres del siglo, ¿se podrá inferir racionalmente que se salvan muchos fieles?

Para salvarse es menester vivir según las máximas del Evangelio; bien: ¿y es grande el número de los cristianos que viven hoy arreglados a estas máximas?

Para salvarse es necesario hacer descubierta profesión de ser discípulos de Cristo; y ¡cuántos hay en el día de hoy que se avergüenzan de parecerlo! Es necesario renunciar o efectiva o afectivamente a todo lo que se posee; es necesario cargar con la cruz todos los días. ¡Qué pureza inalterable, qué delicadeza de conciencia, qué humildad profunda, qué bondad ejemplar, qué sólida piedad, qué caridad, qué rectitud! Por estas señales ¿se conocen en este mundo muchos discípulos de Cristo?

Es el mundo enemigo irreconciliable del Salvador; no es posible servir a un tiempo a dos señores. Pues juzgad ahora cuál de estos dos amos tiene más criados que le sirvan.

Para salvarse no basta no vengarse del enemigo; es menester hacer bien a los que hacen mal. No basta condenar los pecados de obra; es menester tener horror aun a los mismos malos pensamientos. No basta no tener injustamente los bienes ajenos; es menester socorrer a los pobres con los propios. Reprueba la ley cristiana toda profanidad, todo fausto, toda ambición; ha de ser la modestia el más bello ornamento, la más rica gala de los que la profesan. Según esta pintura, ¿conocéis por ahí a muchos cristianos?

Ya sabes cuál es el primer Mandamiento de la Ley: Amarás a tu Dios y Señor con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas, con todo tu espíritu, y al prójimo como a ti mismo. Este es el primero y máximo Mandamiento. Este es el fundamento de todos los demás. Haz reflexión sobre todas estas palabras; mira si hay muchos que guarden este Mandamiento, y concluye si son muchos los que se salvan.

Es el Evangelio la regla de las costumbres; pero, en realidad, las costumbres de la mayor parte de los cristianos ¿son arregladas a las máximas del Evangelio? Para entrar en el Cielo es menester no haber perdido la gracia, o haberla recobrado por medio de la penitencia. ¿Y será muy crecido en nuestros días el número de los inocentes, o el de los penitentes verdaderos? Según estas pruebas, fundadas en nuestra misma razón natural, juzguemos serenamente si serán muchos los que se salvan, y concluyamos que, aunque Cristo no se hubiera explicado con tanta claridad sobre su corto número, nuestra misma razón nos está dictando que es muy crecido el de los que infelizmente se condenan.

Dulce Jesús mío, que moriste pendiente en un afrentoso madero por la salvación de todos los hombres, no permitáis que yo sea del número de los que se pierden. Por lo que a mi me toca, aunque supiera que uno solo habría de salvarse, haría, con el auxilio de vuestra divina gracia, todo lo que pudiese para ser yo ese uno solo.

 

JACULATORIAS

Salvad, mi Dios, a este humilde siervo vuestro, que espera únicamente en vuestra misericordia. —Salmo LXXXV, 13.

¡Qué estrecho es el camino que guía a la vida eterna, y qué pocos son los que dan con él! —Mateo VII, 14.

PROPÓSITOS

Parece cierto que serán pocos los que se salvan, respecto de la espantosa multitud de los cristianos que se condenan. Pero aunque el número de los primeros fuese mucho más pequeño de lo que es, es menester, cueste lo que costare, hacer todo lo posible para ser de este número. Para este fin, toma una fuerte resolución de aplicar todos tus talentos, toda tu industria, y de no perdonar medio alguno para salir con un negocio de tan gran consecuencia. El camino que guía a la vida es estrecho. Clame, grite lo que quisiere el amor propio y las pasiones; no hay dos caminos para la vida. Desde este punto has de resolverte a hacer todos los esfuerzos imaginables para entrar por la puerta estrecha. Huye de todo director, de todo confesor de manga ancha, porque son muy malas guías. El camino es estrecho, es áspero, es dificultoso, y más cuando se ha de trepar por él cargado con una pesada cruz; pero es único, no hay otro que escoger. Ni Cristo nos enseñó otro, ni fue por otro santo alguno, alma alguna de las que se salvaron. ¿Has tenido tú la dicha de encontrar acaso otro camino? Él es poco frecuentado; no vayas por donde va la muchedumbre; porque el ruido que hay y el polvo que se levanta impiden ver los precipicios. Fuera de esto, observa las cosas siguientes:

Primera: visita con frecuencia a Jesucristo en el Santísimo Sacramento. Pon toda tu confianza en este divino Salvador, y profesa una tierna y respetuosa devoción a este adorable misterio. Segunda: la frecuente comunión, con la disposición debida, asegura en cierta manera la salvación, y alimenta al alma con el Pan de los fuertes. Porque ¿qué cosa mejor ni más excelente tiene el Señor, dice el profeta Zacarías, sino el trigo de los escogidos? Tercera: la tierna y constante devoción con la Santísima Virgen siempre se ha considerado como señal visible de predestinación, que por eso la llama el Damasceno: Prenda de la salvación eterna.


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