San Matías, que fue elegido en lugar del traidor Judas, fue de la tribu de
Judá, y nació en Belén, de familia ilustre, no menos distinguida por su calidad
y por su riqueza que por el celo que profesaba a la religión de Moisés.
Le criaron sus padres con gran cuidado, instruyéndole en las buenas costumbres
y en la ciencia de las Escrituras y de la religión. La inocencia de vida con que
pasó la juventud fue una bella disposición para que se aplicase a oír la doctrina
de Cristo, luego de que se comenzó a manifestar después de su sagrado bautismo.
Tuvo la dicha de seguirle en compañía de los Apóstoles desde el principio de su
predicación hasta su gloriosa ascensión a los Cielos, y fue uno de los setenta y
dos discípulos.
Judas Iscariote, uno de los doce apóstoles que Jesucristo con particular
amor había escogido para favorecidos y confidentes suyos, hizo traición a su Maestro,
y con torpísima ingratitud le vendió a sus enemigos. De apóstol pasó a ser apóstata;
y añadiendo la desesperación a la perfidia, él mismo vengó su delito, y acabó su
desdichada vida con muerte horrible y vergonzosa (y ya está en el infierno 2000
años por su propia culpa).
Habiendo resucitado Cristo, quiso dar pruebas sensibles de la verdad de su
resurrección por espacio de cuarenta días, y también instruir todavía más particularmente
a sus Apóstoles y a sus amados discípulos. Se les aparecía de cuando en cuando;
conversaba familiarmente con ellos, y con maravillosa bondad les explicaba los misterios
más secretos de la religión, descubriéndoles todo el plan y toda la economía de
la Santa Iglesia.
Hacía siempre delante de ellos algún milagro, para que advirtiesen que no
se había disminuido con la muerte su poder. No eran continuas ni muy frecuentes
sus apariciones, y aun algunas veces dejaba pasar muchos días sin manifestarse,
para irlos poco a poco desacostumbrando y que se hiciesen a vivir sin el consuelo
de su presencia corporal.
En todas estas visitas los instruía en lo que debían hacer para cumplir con
las obligaciones de los cargos y empleos a que los destinaba en su Iglesia. En particular
les enseñaba el modo de administrar los Sacramentos, de gobernar a los pueblos y
de portarse entre sí unos con otros. Les declaraba una multitud de cosas, que en
otras ocasiones no había hecho más que apuntar, reservando su individual y clara
explicación para aquel tiempo.
En fin, estando ya para volverse a su Eterno Padre, entre otras muchas instrucciones
les mandó que, después de su Ascensión a los Cielos, ellos se retirasen juntos a
Jerusalén, sin salir de allí hasta nueva orden, y que esperasen el cumplimiento
de la promesa que el mismo Padre Eterno les había hecho por su boca, de que les
comunicaría el mayor don de todos los dones, enviándoles al Espíritu Santo.
Luego de que el Salvador subió a los Cielos desde el monte de las Olivas
en presencia de todos ellos, los Apóstoles se volvieron a Jerusalén con la Santísima
Virgen, y se encerraron todos en la casa que habían escogido para su retiro. Quedó
santificada la casa con las continuas oraciones que hacían todos con un mismo espíritu,
estando al frente de aquella apostólica congregación María Madre de Jesús, con algunos
parientes cercanos suyos, que, según la costumbre de los judíos, se llamaban hermanos;
añadiéndose también algunas devotas mujeres que ordinariamente acompañaban a la
Virgen. La pieza más respetable y aun más santa de aquella dichosa casa era el cenáculo,
que fue la primera Iglesia de la Religión cristiana. Vueltos, pues, del monte Olivete,
subieron todos al cenáculo, por ser el lugar donde celebraban sus juntas, y en una
de ellas resolvieron llenar la plaza vacante en el Colegio Apostólico por la apostasía
y funesta muerte del infelicísimo Judas Iscariote (que está ya 2000 años en el infierno).
Aun no habían recibido visiblemente al Espíritu Santo;
pero Pedro, como Príncipe de los Apóstoles, Vicario de Jesucristo y visible Cabeza
de su Iglesia, obraba ya inspirado del mismo Espíritu Divino; y como a quien tocaba
regir todas las cosas, y dar providencia en todo, se levantó en medio de los discípulos,
en número de casi ciento veinte, que ya tenían la costumbre de llamarse hermanos entre sí, por la estrechísima y santísima unión de la
caridad fraternal que los enlazaba , y les habló de esta manera:
Venerables varones y
hermanos míos: ya llegó el tiempo de cumplirse el oráculo que el Espíritu Santo
pronunció en la Escritura por boca del Profeta Rey, tocante a Judas (Iscariote), que vendió a su Maestro y nuestro, y no tuvo vergüenza de servir de guía
a los que le prendieron, y le quitaron la vida como a un malhechor. Bien sabéis
que era apóstol como nosotros, llamado a las mismas funciones que nosotros; pero,
con todo eso, pereció miserable y desgraciadamente. No ignoráis que después de los
hurtos y de los sacrilegios que cometió en la administración de su oficio, y después
de su infame traición, se ahorcó desesperado; que, cayendo en tierra boca abajo
el infeliz cadáver, reventó por medio, arrojando las entrañas; que de esta manera
entregó su alma al demonio, abandonando el campo que se había comprado con el dinero
que se dio por precio de su delito, después de que él mismo había restituido desesperadamente
este dinero. Toda Jerusalén fue testigo de este suceso, habiéndose hecho tan público
que, para conservar la memoria, se dio al campo el nombre de Haceldam, que en hebreo significa tierra de homicidio y campo de sangre.
Esta es aquella tierra maldita, aquella
heredad de los malos que desea David se convierta en triste destierro, de manera
que ninguno habite ni la cultive, y que su poseedor, maldito de Dios y de los hombres,
pierda el obispado y deje su lugar a otro. Le perdió Judas, y es menester no tardar
en colocar en él un sucesor de conocido mérito, que sea tan capaz de esta dignidad
como Judas (Iscariote) era indigno; porque el Señor quiere que esté completo el
número de sus Apóstoles, y que haya en la Iglesia doce príncipes del pueblo, como
ha habido hasta aquí doce cabezas en las doce tribus de Israel.
Para ejecutar, pues,
cuanto antes la voluntad del Señor, es necesario elegir, entre los que estamos presentes,
uno que, juntamente con nosotros, pueda dar testimonio cierto de la resurrección
de Jesús, y que, para ser mejor creído, sea uno de los que siempre le acompañaron
en sus viajes, desde que fue bautizado por Juan hasta el día en que nos dejó para
subir al Cielo, que hubiese oído sus instrucciones, y que hubiese sido testigo de
sus milagros.
Se deliberó en la junta sobre quién había de ser el
elegido; y, habiendo hecho oración a Dios, pasaron todos a votar. Se repartieron
los votos entre dos, ambos sujetos muy recomendables entre los discípulos: el primero
era José, llamado Barsabás, que por su particular virtud había merecido el nombre
de Justo; el segundo era Matías; pero no habiendo más que una silla vacante, y no
sabiendo a cuál de los dos habían de preferir, porque ambos eran muy dignos y muy
beneméritos, volvieron a orar con nuevo fervor, haciendo a Dios esta oración: Vos, Señor, que conocéis los corazones de los hombres, dadnos a entender
a cuál de estos dos habéis elegido para que entre en lugar del traidor Judas (Iscariote),
sucediéndole en el ministerio y en el apostolado, de que él abusó para irse al infierno
que merecía.
Oyó el Señor benignamente la oración de los fieles, y, según la costumbre
de los judíos, se echaron suertes entre los dos concurrentes, poniéndoles delante
una caja o un vaso cubierto con su tapa, donde estaban las cédulas, y la mano invisible
de Dios condujo la suerte de manera que cayó sobre Matías, y, agregado a los otros
once apóstoles, completó con ellos el número de doce.
Llevado ya a la dignidad del apóstol, recibió con ellos la plenitud del Espíritu
Santo en el día de Pentecostés; y como era ya tan estimado de toda la nación, así
por la integridad de sus costumbres como por la nobleza de su sangre, hizo maravilloso
fruto con los celestiales dones que había recibido, convirtiendo a la fe gran número
de judíos, y haciendo muchos milagros.
En el repartimiento del mundo, que hicieron los Apóstoles para conducir la
luz de la fe y del Evangelio a todas las naciones, tocó a San Matías el reino de
Judea. El abrasado celo que desde entonces mostró por la conversión de sus mismos
nacionales, le obligó a padecer muchos trabajos, y a exponerse a grandes peligros
y sufrir grandes persecuciones, y, finalmente, a coronar su santa vida con un glorioso
martirio.
Corrió casi todas las provincias de Judea anunciando a Jesucristo, confundiendo
a los enemigos de la fe y haciendo en todas partes conversiones y conquistas. Dice
San Clemente Alejandrino ser constante tradición que San Matías fue con particularidad
gran predicador de la penitencia, la que enseñaba no menos con el ejemplo de su
penitentísima vida que con los discursos que había aprendido de su divino Maestro.
Decía que era menester mortificarse incesantemente, combatir contra la carne, tratarse
con rigor, hacerse eterna violencia, reprimiendo los desordenados deseos de la sensualidad,
llevando a cuestas la cruz y arreglando la vida por las máximas del Evangelio. Añadía
que esta mortificación exterior, aunque tan necesaria, no basta si no está acompañada
de una fe viva, de una esperanza superior a toda duda y de una caridad ardiente.
Concluía que ninguna persona, de cualquier edad o condición que fuese, estaba dispensada
de esta ley, y que no había otra teología moral. Hizo San Matías gran fruto en toda
Judea, teatro de sus trabajos, espacioso campo de su glorioso apostolado.
Muchos años había que este gran apóstol no respiraba más que la gloria de
Jesucristo y la salvación de su nación, corriendo por toda ella, predicando con
valor y con asombroso celo, confundiendo a los judíos y demostrándoles con testimonios
irrefragables de la Sagrada Escritura que Jesucristo, a quien ellos habían crucificado
y había resucitado al tercer día, era el Mesías prometido, hijo de Dios, y en todo
igual a su Padre.
No pudiendo sufrir los jefes del pueblo judaico verse
tantas veces confundidos, irritados también, por otra parte, de la multitud de conversiones
que hacía y de los milagros que obraba, resolvieron acabar con él. Refiere el Libro de los condenados, esto es, el libro donde
se tomaba la razón de todos los que habían sido ajusticiados en Judea desde la resurrección
del Señor, por haber violado la ley de Moisés, como San Esteban, los dos Santiago
y San Matías; refiere dicho libro que nuestro Santo fue preso por orden del pontífice
Ananías, y que, habiendo confesado a Jesucristo en concilio pleno, demostrando su
divinidad, y convenciendo que había sido Redentor del género humano con lugares
claros de la Escritura, y con hechos innegables, a los que no tuvieron qué responder,
fue declarado enemigo de la Ley, y como tal sentenciado a ser apedreado. Llegado
el Santo al lugar del suplicio, se hincó de rodillas, y, levantando los ojos y las
manos al Cielo, dio gracias al Señor por la merced que le hacía en morir por defender
su santa religión; hizo oración por todos los presentes y por toda su nación, la
que, concluida, fue cubierto de una espesa lluvia de piedras. Añade el mismo libro
que, no pudiendo sufrir este género de suplicio los romanos que gobernaban la provincia
contuvieron el furor de los que le apedreaban, y hallando al Santo medio muerto,
por despenarle, acabándole de matar, le cortaron la cabeza. Sucedió el martirio
de San Matías el día 24 de febrero, aunque no se sabe precisamente en qué año.
Su sagrado cuerpo, según la más constante tradición,
de la que no tenemos motivo sólido, o a lo menos convincente, para separarnos, fue
traído a Roma por Santa Elena, madre de Constantino, y hasta hoy se venera en la
iglesia de Santa María la Mayor, la más considerable parte de sus preciosas reliquias.
Se asegura que la otra parte de ellas se la dio la misma santa emperatriz á San
Agricio, arzobispo de Tréveris, quien las colocó en la iglesia que hasta hoy tiene
la advocación de San Matías.
La Misa es en honra del mismo santo Apóstol,
y la oración es la que sigue:
¡Oh Dios, que te dignaste agregar al Colegio de tus Apóstoles al bienaventurado
San Matías! Concédenos por su intercesión que experimentemos siempre los efectos
de tus misericordiosas entrañas. Por Nuestro Señor Jesucristo, etc.
La Epístola es del capítulo I de los Hechos de los Apóstoles.
En aquellos días, levantándose Pedro en medio de los
hermanos (era el número de las personas congregadas casi de ciento veinte), dijo:
Hermanos, es menester que se cumpla la Escritura que predijo el Espíritu Santo por
boca de David, en orden a Judas, que fue el conductor de los que prendieron a Jesús,
el cual era de vuestro número, y obtuvo la suerte de este ministerio. Éste, pues,
poseyó un campo en recompensa de la iniquidad, y, habiéndose ahorcado, reventó por
en medio, y se derramaron todas sus entrañas. Y la cosa se ha hecho notoria a todos
los habitantes de Jerusalén; de manera, que aquel campo vino a llamarse en su lengua
Haceldama, esto es, campo de sangre.
Pues en el Libro de los Salmos (Salmo CVIII) está escrito: Hágase la habitación
de ellos un desierto, ni haya quien la habite, y el cargo (obispado) de ello obtenga
otro. Es necesario, pues, que de estos hombres, que han estado unidos con nosotros,
todo aquel tiempo que hizo entre nosotros mansión el Señor Jesús, comenzando desde
el bautismo de Juan, hasta el día en que se subió robándose a nuestra vista, uno
de ellos sea constituido para dar con nosotros testimonio de su resurrección. Y
señalaron dos: á José, que se llamaba Barsabás, el cual se llamaba por sobrenombre
el Justo, y a Matías. E hicieron oración, diciendo: Tú, Señor, que ves los corazones
de todos, declara a cuál de estos dos has elegido para recibir el puesto de este
ministerio y apostolado, del cual prevaricó Judas (Iscariote), para ir a su destino
(por su culpa al infierno). Y echaron suertes, y cayó la suerte sobre Matías, y
fue agregado a los once Apóstoles.
REFLEXIONES
¡Qué maravilla es ver a San Pedro, aquel hombre pocos días antes tan grosero,
tan ignorante, tan tímido, y que parecía más a propósito para pescador de peces
que para gobernador de hombres; qué maravilla es verle ahora tener valor para hablar
de repente en un congreso de ciento veinte personas, y hablar sobre la elección
de un sucesor de Judas (Iscariote) con tanta precisión, con tanta limpieza, citando
lugares de la Escritura tan concluyentes, tan inmediatos y tan oportunos para apoyar
lo que dice! ¡Qué bien, qué justamente se habla con el Espíritu de Dios! ¡Qué bellamente
caracterizada se descubre en este hecho la verdad de nuestra religión! Es menester
que se cumpla lo que pronosticó el Espíritu Santo por boca de David acerca de Judas
(Iscariote – Salmo CVIII), que capitaneó a los que prendieron a Jesús.
Siendo palabra de Dios la Sagrada Escritura, no puede menos de ser infalible.
Para Dios no hay futuros, todas las cosas están presentes a sus ojos. ¡Con qué moderación
habla San Pedro de Judas (Iscariote)! Se contenta con acordar sencillamente su delito,
sin exagerar la culpa y sin insultar a la persona; porque el Espíritu del Señor
a nadie insulta. La verdadera caridad no entiende de términos ofensivos, y parece
que ni aun los conoce. Judas (Iscariote), aquel que fue uno de nosotros y tuvo parte
en nuestro ministerio (de Apóstol y de Obispo). ¿Quién no se estremecerá al pensar
que este apóstata fue uno de los doce Apóstoles? ¿Quién no temblará, quién no desconfiará
de sí al considerar que un discípulo de Cristo, formado por su misma mano, colmado
de los mayores favores, su confidente, y criado, por decirlo así, a sus mismos pechos,
se hace con el tiempo el más impío, el más perverso de todos los mortales? De un
apóstol avariento, presto se hace un apóstata y un traidor. El que de devoto y fervoroso
se hace malo, nunca lo es a medias. Penetrado Judas (Iscariote) con los agudos remordimientos
de su conciencia, espantado de la enorme gravedad de su delito, al cabo se ahorca.
Cuando a las mayores gracias suceden los mayores pecados, es de temer que el término
sea la desesperación. Es terrible la muerte de un apóstata, de un devoto pervertido;
de temer es que sea también funesta. Yo conocí a Dios, y le amé; me previno con
mil bendiciones de dulzura; experimenté mil consuelos en su servicio. ¡Qué paz interior,
qué gozo tan exquisito, qué alegría tan pura! Pero todo esto, mientras fui fiel
al Señor, mientras la fe y la ley eran la regla de mi entendimiento y de mi voluntad.
Pero me cansé de ser feliz; me causó tedio el estar siempre a la vista de tan buen
Padre; sacudí el yugo del Señor, me descaminé y me perdí. Pero ¡qué pensamiento
tan cruel por toda la eternidad! Jamás olvidará Judas (Iscariote), ni podrá olvidar,
que perdió el Cielo por pura malicia suya; que San Matías entró en su lugar y se
apoderó de su corona.
El Evangelio es del capítulo XI de San Mateo.
En aquel tiempo respondió Jesús, y dijo: Te glorifico, ¡oh Padre!, Señor
del Cielo y de la Tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes
y las has revelado a los párvulos. Sí, Padre, porque esta ha sido tu voluntad. Todo
me lo ha entregado mi Padre. Y nadie conoce al Hijo sino el Padre, ni al Padre le
conoce alguno sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo lo quisiere revelar. Venid a
Mí todos los que trabajáis y estáis cargados, y Yo os aliviaré. Llevad sobre vosotros
mi yugo, y aprended de Mí, que soy dulce y humilde de corazón, y hallaréis el descanso
de vuestras almas. Porque mi yugo es suave y mi carga es ligera.
MEDITACIÓN
Del corto número de los que se salvan.
Punto primero.— Considera que no solamente es corto el número de los que
se salvan, respecto de aquella multitud casi innumerable de infieles, de herejes
y de cismáticos que perecen miserablemente; esto también respecto de la muchedumbre
espantosa de fieles que se condenan dentro del mismo seno de la Santa Iglesia. Hay
pocas verdades más terribles que esta verdad, y quizá ninguna hay ni más clara,
ni más sólidamente establecida.
Trabajad en entrar por
la puerta angosta, decía el Hijo de Dios, porque es ancha la puerta, es espacioso el camino que guía a la perdición,
y son muchos los que van por él. Al contrario, ¡qué angosta es la puerta,
qué estrecho es el camino que guía a la vida, y qué pocos van por este camino!
Muchos son los llamados,
dice en otra parte, y aun de los llamados
son pocos los escogidos. (Mateo XXII, 14) Repetía tantas veces este terrible verdad
el Salvador a sus discípulos, que uno de ellos le preguntó en una ocasión: ¿Es posible, Señor, que sea tan corto el número de los que se salvan? Y el Hijo de Dios, por
no espantar, por no acobardar a los que le oían, hizo como que eludía la pregunta,
y solamente le respondió (Lucas XIII, 24): Hijos míos, la puerta del Cielo es estrecha; haced cuantos esfuerzos podáis
para entrar por ella.
El apóstol San Pablo, lleno del mismo espíritu que su
celestial Maestro, compara indiferentemente todos los cristianos a los que corren
en el estadio (I Corintios IX,
24): Todos corren, dice, pero uno solo es el que lleva el premio y la corona. Y, para dar a entender
que habla precisamente de los fieles, trae el ejemplo de los israelitas, en cuyo
favor había obrado Dios tantas maravillas. Todos, dice, fueron mística o figurativamente
bautizados por Moisés en la nube y en el mar; pero de más de seiscientos mil hombres,
capaces de tomar armas, que salieron de Egipto, sin contar las mujeres, los viejos
y los niños, sólo dos entraron en la tierra de promisión: Caleb y Josué. ¡Terrible comparación!
Pero ¿será menos terrible lo que significa?
De todos los habitadores del Universo, una sola familia se escapó de las
aguas del diluvio. De cinco populosísimas ciudades que fueron consumidas con fuego
del Cielo, sólo cuatro personas se libraron de las llamas. De tantos paralíticos
como esperaban alrededor de la piscina, sólo uno sanaba cada mes. Isaías compara
el número de los escogidos al de las pocas aceitunas que quedan en la oliva después
de la cosecha, al de los pocos racimos escondidos en la vid, que se escapan de la
diligencia de los vendimiadores. ¡Buen Dios, aun cuando fuese verdad que de diez
mil personas una sola había de condenarse, yo debiera temblar, debiera estremecerme
temiendo ser esa persona infeliz! ¡Puede ser que de diez mil apenas se salve una,
y vivo sin susto, y estoy sin temor!
¡Ah, dulce Jesús mío, y cuan de temer es esta seguridad, tan parecida a un
letargo! Voy con la muchedumbre por el camino espacioso, ¿y espero llegar al término
del camino estrecho? ¡Qué confianza más irracional!
Punto segundo.— Considera que, aunque esta verdad no estuviera tan fundada
en los principios evangélicos que suponen todos los cristianos, bastaría la sola
razón natural para convencernos que es corto el número de los que se salvan.
Instruidos de las verdades de nuestra religión, informados de las obligaciones
de los cristianos, convencidos de nuestra propensión al mal y a vista de las costumbres
del siglo, ¿se podrá inferir racionalmente que se salvan muchos fieles?
Para salvarse es menester vivir según las máximas del Evangelio; bien: ¿y
es grande el número de los cristianos que viven hoy arreglados a estas máximas?
Para salvarse es necesario hacer descubierta profesión de ser discípulos
de Cristo; y ¡cuántos hay en el día de hoy que se avergüenzan de parecerlo! Es necesario
renunciar o efectiva o afectivamente a todo lo que se posee; es necesario cargar
con la cruz todos los días. ¡Qué pureza inalterable, qué delicadeza de conciencia,
qué humildad profunda, qué bondad ejemplar, qué sólida piedad, qué caridad, qué
rectitud! Por estas señales ¿se conocen en este mundo muchos discípulos de Cristo?
Es el mundo enemigo irreconciliable del Salvador; no es posible servir a
un tiempo a dos señores. Pues juzgad ahora cuál de estos dos amos tiene más criados
que le sirvan.
Para salvarse no basta no vengarse del enemigo; es menester hacer bien a
los que hacen mal. No basta condenar los pecados de obra; es menester tener horror
aun a los mismos malos pensamientos. No basta no tener injustamente los bienes ajenos;
es menester socorrer a los pobres con los propios. Reprueba la ley cristiana toda
profanidad, todo fausto, toda ambición; ha de ser la modestia el más bello ornamento,
la más rica gala de los que la profesan. Según esta pintura, ¿conocéis por ahí a
muchos cristianos?
Ya sabes cuál es el primer Mandamiento de la Ley: Amarás a tu Dios y Señor con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas
tus fuerzas, con todo tu espíritu, y al prójimo como a ti mismo. Este es el primero
y máximo Mandamiento. Este es el fundamento de todos los demás.
Haz reflexión sobre todas estas palabras; mira si hay muchos que guarden este Mandamiento,
y concluye si son muchos los que se salvan.
Es el Evangelio la regla de las costumbres; pero, en realidad, las costumbres
de la mayor parte de los cristianos ¿son arregladas a las máximas del Evangelio?
Para entrar en el Cielo es menester no haber perdido la gracia, o haberla recobrado
por medio de la penitencia. ¿Y será muy crecido en nuestros días el número de los
inocentes, o el de los penitentes verdaderos? Según estas pruebas, fundadas en nuestra
misma razón natural, juzguemos serenamente si serán muchos los que se salvan, y
concluyamos que, aunque Cristo no se hubiera explicado con tanta claridad sobre
su corto número, nuestra misma razón nos está dictando que es muy crecido el de
los que infelizmente se condenan.
Dulce Jesús mío, que moriste pendiente en un afrentoso madero por la salvación
de todos los hombres, no permitáis que yo sea del número de los que se pierden.
Por lo que a mi me toca, aunque supiera que uno solo habría de salvarse, haría,
con el auxilio de vuestra divina gracia, todo lo que pudiese para ser yo ese uno
solo.
JACULATORIAS
Salvad, mi Dios, a este humilde siervo vuestro, que espera únicamente en vuestra misericordia. —Salmo LXXXV, 13.
¡Qué estrecho es el camino que guía a la vida eterna,
y qué pocos son los que dan con él! —Mateo VII, 14.
PROPÓSITOS
Parece cierto que serán pocos los que se salvan, respecto de la espantosa
multitud de los cristianos que se condenan. Pero aunque el número de los primeros
fuese mucho más pequeño de lo que es, es menester, cueste lo que costare, hacer
todo lo posible para ser de este número. Para este fin, toma una fuerte resolución
de aplicar todos tus talentos, toda tu industria, y de no perdonar medio alguno
para salir con un negocio de tan gran consecuencia. El camino que guía a la vida
es estrecho. Clame, grite lo que quisiere el amor propio y las pasiones; no hay
dos caminos para la vida. Desde este punto has de resolverte a hacer todos los esfuerzos
imaginables para entrar por la puerta estrecha. Huye de todo director, de todo confesor
de manga ancha, porque son muy malas guías. El camino es estrecho, es áspero, es
dificultoso, y más cuando se ha de trepar por él cargado con una pesada cruz; pero
es único, no hay otro que escoger. Ni Cristo nos enseñó otro, ni fue por otro santo
alguno, alma alguna de las que se salvaron. ¿Has tenido tú la dicha de encontrar
acaso otro camino? Él es poco frecuentado; no vayas por donde va la muchedumbre;
porque el ruido que hay y el polvo que se levanta impiden ver los precipicios. Fuera
de esto, observa las cosas siguientes:
Primera: visita con frecuencia a Jesucristo en el Santísimo
Sacramento. Pon toda tu confianza en este divino Salvador, y profesa una tierna
y respetuosa devoción a este adorable misterio. Segunda: la frecuente comunión,
con la disposición debida, asegura en cierta manera la salvación, y alimenta al
alma con el Pan de los fuertes. Porque ¿qué cosa mejor ni más excelente tiene el Señor, dice el profeta Zacarías,
sino el trigo de los escogidos? Tercera: la tierna
y constante devoción con la Santísima Virgen siempre se ha considerado como señal
visible de predestinación, que por eso la llama el Damasceno: Prenda de la salvación eterna.
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