sábado, 13 de febrero de 2021

14 de febrero SAN VALENTÍN, PRESBÍTERO Y MÁRTIR

SAN VALENTÍN, PRESBÍTERO Y MÁRTIR - P. Juan Croisset, S.J.

San Valentín, presbítero, se hallaba en Roma en el reinado del emperador Claudio II, hacia el año de 270. El universal y elevado crédito de su virtud y de su sabiduría, le habían granjeado la veneración no solo de los cristianos, sino aun de los mismos gentiles. Mereció el renombre de padre de los pobres por su grande caridad y su celo por la religión era tanto más eficaz, cuanto se mostraba más puro y más desinteresado. La humildad, la dulzura, la solidez de su conversación y cierto aire de santidad que se derramaba en todas sus modales, hechizaban a cuantos le trataban, ganaba primero los corazones para sí, y después los ganaba para Jesucristo.

No podía ser desconocido en la corte un hombre como Valentín, tan venerado del pueblo y tan estimado de los grandes. Hablaron de él al emperador, informándole ser un hombre de un mérito superior y de una sabiduría extraordinaria. Quiso verle, y el distinguido modo con que le recibió acreditó bien la grande estimación que hacía de su persona. Le preguntó, desde luego, por qué no quería ser su amigo, puesto que él mismo deseaba serlo suyo: añadiendo que por lo mismo que le estimaba tanto no podía llevar en paciencia que profesase una religión enemiga de los dioses del imperio, y consiguientemente de los emperadores.

Valentín, que por su compostura, por su grato semblante y por su modestia había ya cautivado al emperador, le respondió poco mas o menos en estos términos: Si conocierais, señor, el don de Dios, y quién es aquel a quien yo adoro y a quien sirvo, os tendríais por feliz en reconocer a tan soberano dueño, y detestando el culto que ciegamente rendís a los demonios, adoraríais como yo al solo Dios verdadero, criador del cielo, de la tierra y de todo cuanto se contiene en este vasto universo, juntamente con su único Hijo Jesucristo, redentor de lodos los mortales, igual en todo a su Padre. Gran señor, a la benignidad de este único supremo numen debéis el ser que tenéis y el imperio que gozáis; Él solo os puede hacer feliz a vos y a todos vuestros vasallos.

Al oír esto cierto doctor idólatra que tenia oficio en palacio, y se hallaba a la sazón en el cuarto del emperador, le preguntó: ¿Pues y qué juicio hacéis de nuestros grandes dioses Júpiter y Mercurio? — El juicio que yo hago, respondió el santo, es el mismo que tú propio debes hacer; quiero decir, que no hubo en el mundo hombres más malvados que esos a quienes vosotros dais el titulo de dioses. Vuestros mismos poetas tuvieron gran cuidado de instruiros de sus infamias y de sus disoluciones. A mano tenéis sus historias; mostradme únicamente su genealogía, con una breve noticia de su vida, y os haré confesar que acaso no ha habido jamás hombres más perversos.

Aturdió a todos una respuesta tan animosa como verdadera; y mirándose atónitos los unos a los otros, quedaron por algún tiempo como embargados y mudos. Pero vueltos en sí, se dejó oír una confusa gritería de los que clamaban en tono descompuesto: Blasfemia, blasfemia. Mas el emperador, o porque estuviese interiormente convencido de lo que acababa de escuchar, o porque a lo menos le hubiese hecho alguna fuerza, sin hacer aprecio del desentono de los cortesanos, quiso oír a Valentín en particular. Le hizo varias preguntas con mucha bondad acerca de diferentes artículos de nuestra Religión. Si Jesucristo es Dios, le preguntó, ¿por qué no se deja ver? ¿y por qué tú mismo no me haces evidencia de una verdad en que voy a interesar tanto?

Señor, le respondió el santo, por lo que toca a mí, no dejaréis de lograr esta dicha; y después de haberle explicado con la mayor viveza y claridad los puntos más esenciales de nuestra santa fe, concluyó diciendo: ¿Queréis, señor, ser feliz? ¿queréis que vuestro imperio florezca, que vuestros enemigos sean destruidos? ¿queréis hacer felices a vuestros pueblos, y aseguraros a vos mismo una eterna felicidad? pues creed en Jesucristo, sujetad vuestro imperio a sus leyes, y recibid el bautismo. Así como no hay otro Dios que el Dios de los cristianos, así tampoco hay que esperar salvación fuera de la religión que los cristianos profesan. No, señor, fuera de la Religión cristiana no hay salvación.

Habló el santo con tanta energía y con tanto peso, que el emperador pareció verdaderamente movido; y aun es fama que, vuelto a sus cortesanos, les dijo: Es preciso confesar que este hombre nos dice muy bellas cosas, y que la doctrina que enseña tiene tal aire de verdad que no es fácil resistirse a ella. Al oír estas palabras el prefecto de la ciudad, llamado Calpurnio, comenzó á gritar: ¿No veis cómo este encantador ha engañado a nuestro príncipe? Y qué, ¿abandonaremos la religión de nuestros padres, y la que mamamos con la leche, y en la que nos criamos desde la cuna, por abrazar una secta desconocida e incomprensible?

Al oír esta sediciosa exclamación del prefecto, temió el emperador algún tumulto; pudo mas este desdichado miedo, que la gracia interior que le solicitaba fuertemente a convertirse, y sacrificando su eterna salvación á un vil humano respeto, ahogó los saludables movimientos de su corazón, y remitió la causa del santo presbítero al prefecto Calpurnio, para que la sustanciase y sentenciase según las leyes.

Mandó Calpurnio que le metiesen en la cárcel, y encargó al juez Asterio que le hiciese la causa como a cristiano, y como uno de los mayores enemigos de los dioses del imperio.

Asterio había sido testigo de la gran impresión que habían hecho en el emperador las palabras de Valentín, y celebró mucho que se le ofreciese esta ocasión de hablarle despacio, resuelto a emplear cuantos artificios pudiese para derribarle de la fe, no dudando que haría bien la corte al prefecto si lograba persuadir a Valentín de que renunciase el cristianismo.

Con esta idea le llevó a su casa. Apenas entró en ella nuestro santo, cuando levantando las manos y los ojos al cielo, rogó fervorosamente al Señor que, pues había dado su sangre y su vida por la salvación de todos los hombres, se dignase alumbrar con las luces de la fe a todos los habitadores de aquella casa, que estaban sepultados en las tinieblas de la idolatría, haciéndoles la gracia de conocer a Jesucristo, verdadera luz del mundo.

Oyó Asterio esta oración, y le dijo: Me admiro de que un hombre de tan noble, de tan claro entendimiento tenga a Jesucristo por verdadera luz; gran lástima me da verte encaprichado en esos errores.Sábete, Asterio —respondió el santo— que no estoy en el error, y que no hay verdad mas innegable que el que Jesucristo mi Salvador y mi Dios, que se dignó hacerse hombre por nosotros, es verdadera luz que alumbra a todos los que vienen al mundo. —Si eso es cierto —replicó Asterio en tono de burla— quiero hacer la prueba: Ahí tengo una hija, a quien amo tiernamente, que está ciega hace muchos años; si Jesucristo la restituye la vista, te empeño mi palabra de hacerme cristiano con toda mi familia.

Animado Valentín de una viva fe, hizo traer á la doncella, y haciendo sobre sus ojos la señal de la cruz, dirigió al cielo esta oración fervorosa: Señor mío Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, que disteis vista a un ciego desde su nacimiento, y que queréis la salvación de todos los hombres, dignaos oír la oración de este pobre pecador, y de curar a esta pobre doncellita. A estas palabras recobró su vista la niña. Asterio y su mujer se arrojaron a los pies de Valentín pidiéndole el bautismo. Los catequizó el santo por algunos días, y los bautizó con toda su familia en número de cuarenta y cuatro personas, cuya mayor parte tuvo la dicha de recibir pocos días después la corona del martirio.

Habiendo llegado a noticia del emperador todo lo que había pasado, admiró la virtud divina tan visiblemente ostentada en todas estas maravillas. Gran deseo tenia este príncipe de librar a san Valentín; pero temiendo alguna sedición del pueblo, que ya le sospechaba cristiano, no se atrevió a embarazar que los jueces le juzgasen, y le condenasen según las leyes. Estuvo algunos días en la cárcel cargado de cadenas y fue apaleado muchas veces; hasta que al fin fue degollado fuera de la ciudad en la via Flaminia, que va a Umbría, el año del Señor de 270. Los cristianos tomaron su sagrado cuerpo y le enterraron cerca de la misma puerta Flaminia, que después se llamó la puerta de san Valentín, y hoy se llama del Popólo, hacia el Ponte Mole. Se dice que el papa Julio mandó edificar una iglesia sobre la sepultura de nuestro santo, la que reparó el año de 645 el papa Teodoro, y fue después muy célebre por la mucha devoción que siempre ha tenido el pueblo a este gran siervo de Dios. La mayor parte de sus reliquias están en Roma, aunque se veneran algunas en muchas ciudades de Italia y de Francia, especialmente en Melun sobre el Sena, y en la abadía de San Pedro.

La Misa es en honra del Santo, y la oración es la que sigue:

Concédenos, omnipotente Señor, por la intercesión del bienaventurado mártir Valentín, cuya festividad celebramos, que seamos libres de los males que nos amenazan. Por Nuestro Señor Jesucristo.

La Epístola es del capítulo X de la Sabiduría.

El Señor ha conducido al justo por caminos rectos, y le mostró el Reinó de Dios. Le dio la ciencia de los santos, le enriqueció en sus trabajos, y se los colmó de frutos. Le asistió contra los que le sorprendían con engaños, y le hizo rico. Le libró de los enemigos, y le defendió de los seductores, y le empeñó en un duro combate para que saliese vencedor y conociese que la sabiduría es más poderosa que todo. Ésta no desamparó al justo cuando fue vendido, sino que le libró de los pecadores, y bajó con él a la cisterna, y no le desamparó en la prisión hasta que le puso en las manos el cetro real y le dio poder sobre los que le oprimían; convenció de mentirosos a los que le deshonraron, y le dio una gloria eterna el Señor Nuestro Dios.

REFLEXIONES

El Señor guió al justo por caminos derechos. El Espíritu de Dios nunca guía por otros. La rectitud de corazón y de entendimiento son dos de las más bellas pinceladas que siempre se descubren en el retrato del justo. El pecador siempre va por camino torcido, así como el justo marcha a Dios por el más derecho. Los disolutos se descaminan a ojos abiertos, y a la mitad del día; los falsos devotos, a favor de una niebla voluntaria. Muchas personas que hacen profesión de virtuosas, viven con mil groseros errores prácticos por falta de esta rectitud. Todo sirve de pretexto y de alimento al amor propio, hasta la misma religión. Se lisonjea vanamente el corazón de que ama a Dios y se ama a sí mismo; el pretexto de la mayor gloria de Dios sirve no pocas veces maravillosamente para nutrir nuestro orgullo. Es la rectitud una pureza de intención y de motivo, que encamina el alma hacia el bien por amor del bien mismo. Aun cuando la rectitud no se hallase en un grado de perfección tan elevado, todavía sería muy provechosa. ¡Buen Dios, y qué prueba más sensible de los pocos que sinceramente os aman que tanta delicadeza en la devoción, tanta condescendencia consigo, tanta flojedad, tanta tibieza en vuestro servicio! La ciencia de los santos es la ciencia de la salvación; la ciencia de la salvación es la ciencia práctica del Evangelio.

 

El Evangelio es del capítulo X de San Mateo.

En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: No penséis que yo he venido a poner paz sobre la tierra; no he venido a poner paz, sino guerra. Porque vine a separar el hijo del padre, y la hija de la madre, y la nuera de la suegra; y los enemigos del hombre son sus familiares. El que ama a su padre o a su madre más que a Mí, no es digno de Mí: y el que ama al hijo o a la hija más que a Mí, no es digno de Mí. Y el que no toma su cruz y me sigue, no es digno de Mí. El que cuida de su vida, la perderá; y el que perdiere la vida por Mí, la volverá a encontrar. El que os recibe a vosotros, me recibe a Mí; y quien me recibe a Mí, recibe a Aquel que me envió. El que recibe a un profeta como profeta, recibirá el premio de profeta; y el que recibe a un justo a título de justo, recibirá el galardón de justo. Y cualquiera que diere un solo vaso de agua fresca a uno de estos más pequeñuelos a título de discípulo, os digo de verdad que no perderá su recompensa.

MEDITACIÓN

De la necesidad de la penitencia.

Punto primero. —Considera que no hay más que dos caminos para ir al Cielo: o la inocencia o la penitencia. No hay medio. O nunca has pecado o fuiste pecador. ¡Buen Dios! ¿Quién podrá presumir de conservarse en aquella primera inocencia? Pues ¿quién podrá dispensarse de los rigores de la penitencia? Busca otra senda si la hallas; pero advierte que Jesucristo la ignoró. Fíngete el sistema que quieras, forja la moral que se te antojare, pretextos de salud, vanos títulos de la edad o del estado; figúrate privilegios y razones para eximirte de una ley tan indispensable; no hay otro partido que tomar: o llorar en tiempo, o arder por toda la eternidad; o infierno o penitencia.

Esta vida es el tiempo de la misericordia, que es el fruto de la muerte del Redentor; pero la justicia no por eso ha de quedar frustrada de sus derechos: éstos son los que corren a cuenta de la penitencia; ella, por decirlo así, es como sustituta o como apoderada de la divina justicia. Sí, Dios quiere fiarse de tu buena fe para castigar tus pecados; quiere que tú mismo seas el vengador de tus delitos, que te impongas el castigo. ¿Pudieran estar tus intereses en manos más favorables ni más amigas? Desengañémonos: todo pecado ha de ser castigado, o por un Dios vengador, o por el hombre penitente.

¡Qué penitencia no hizo el mismo Jesucristo sólo por haber tomado la apariencia de pecador! Las almas más puras, los santos más inocentes pasaron la vida entre espantosas penitencias y en la mayor amargura de corazón. ¡Cuánto tiempo, por las culpas más leves, mojaron el pan en sus dolorosas lágrimas! Nosotros, gracias al Señor, somos de la misma religión, hemos pecado. ¡Ah, que ninguno de vosotros hay que no pueda decir con el profeta: Rebosan mis maldades por encima de la cabeza! ¿Y cuál es nuestra penitencia? Mientras tanto, ninguno hay que no espere gozar la misma gloria que gozan los santos, ninguno que no pretenda la misma corona. Pero ¿en qué se funda esta confianza? ¿En los méritos de Jesucristo? Sin duda que a estos méritos deberemos nuestra salvación.

Pero ¿será sin hacer penitencia? Oigamos al mismo Jesucristo: Si no hiciereis penitencia, todos pereceréis sin remedio. No ignoraba Él mismo el precio de su sangre; conocía perfectamente el valor y la virtud de sus merecimientos; sin embargo de eso, con toda la redención superabundante, con todo el fruto de mi pasión y de mi muerte, dice el Salvador, ninguno se salvará si no hace penitencia: todos pereceréis: igualmente el rey que el vasallo; tanto el amo como el criado: la dama delicada y noble como la mujer más ruda y más plebeya; la señora de la casa y la moza de cocina; el sabio, el ignorante, el caballero, el mercader, el mozo y el viejo, el seglar y el religioso, todos pereceréis de la misma manera, si no hiciereis penitencia. Este solo oráculo vale una meditación, vale un libro entero.

¡Ah mi Dios, qué latidos no me está dando ahora mi conciencia; qué remordimientos, qué justos espantos, qué sobresaltos, qué sustos! ¿Y será todo esto sin provecho?

Punto segundo. —Considera que es grande error querer salvarse sin hacer penitencia. A menos que renuncies mi Evangelio, dice el Salvador del mundo, debes inferir que el que pecó, si no hace penitencia, no se salvará. ¿Se cree, o, por lo menos, se sigue el día de hoy esta evangélica máxima?

Pero ¿no será bastante penitencia confesar uno sus pecados, y no bastarán por satisfacción aquellas oraciones vocales, aquellas ligeras obras de virtud que se imponen en penitencia? A esta pregunta yo respondo con otra. ¿Y será posible que la doctrina de Jesucristo en orden a la necesidad de la penitencia se ha de entender por esto sólo, y no ha de tener otro sentido?

Los santos que no practicaron otra teología moral que la que les enseñó Jesucristo, ¿dieron a estas palabras una interpretación tan benigna? Y nosotros mismos, por poca tintura que tengamos de nuestra religión, ¿nos persuadiremos fácilmente a que todo el castigo que la divina Justicia exige por nuestras graves culpas se reduce a una satisfacción tan corta, tan ligera y tan superficial? Después de los más enormes pecados, ¿será ésta toda la penitencia de un cristiano?

¡Qué! Aquellos disolutos, aquellos insignes pecadores, aquellas mujeres mundanas, cuya confesión apenas interrumpe por algunas horas, una o dos veces al año, el juego, el fausto, la profanidad, los convites, los saraos, y acaso, acaso, otros pecados más feos; esas personas que se disponen para la confesión de la Pascua con las más refinadas diversiones del Carnaval, y que aun quizá se dispensarán del ayuno y de la abstinencia de carne en la Cuaresma, todas éstas ¿hacen verdadera y suficiente penitencia?

¡Qué! Aquellas otras personas tan inmortificadas, que bajo una exterior apariencia de virtud, en traje y profesión de penitencia, buscan acaso todas sus comodidades que a los ojos de Dios puede ser no tengan de penitentes más que la indispensable obligación de serlo; esas personas que no reconocen otra regla que la del amor propio, ¿habrán hecho verdadera penitencia? Y si no tratan de entablar una vida más penitente, ¿en qué principios, contra la palabra expresa del mismo Jesucristo, fundarán la esperanza de su salvación?

Pero ¿no me hallaré yo, por ventura, en el caso? Estoy seguro de que he pecado; mas ¿estoy igualmente seguro de que he hecho penitencia? ¿Se siguió a esa verdadera contrición la fuga de las ocasiones, la reformación de las costumbres, la modestia en el vestido y, en fin, los frutos dignos de penitencia?

¡Mi Dios, cuánto tengo de qué reprenderme! Y ¿cómo sufriré algún día los cargos que Vos me haréis, si desde hoy no comienzo á hacer penitencia? Veo la precisión, conozco la necesidad indispensable; todo lo arriesgo si la difiero; mas, aunque supiera que había de morir dentro de veinticuatro horas, quiero tener el consuelo de haber comenzado.

JACULATORIAS

Señor, de hoy en adelante repasaré delante de Ti mi mala vida en la amargura de mi corazón. —Isaías, XXXVIII, 15.

¿Quién dará, Señor, a mis ojos una fuente de lágrimas para llorar día y noche mis maldades?—Jeremías, IX, 1.

 

PROPÓSITOS

1.    Pocos hay que no digan, y menos son los que no tienen mil razones para decir que son grandes pecadores; pero ¿dónde está la penitencia? Esta confesión estéril sólo sirve para aumentar más el cargo. ¿De qué sirve confesarse uno pecador, si no se hace penitente? No hay que disculparse con la poca edad, con la delicadeza de la complexión, ni mucho menos con los empleos, con el estado, con la calidad. ¿Pecaste? Pues sin penitencia no hay para ti salvación; fuera de la penitencia interior, que se pasa en la amargura del corazón, es necesaria otra penitencia exterior que mortifique el cuerpo y que le humille. Comienza por las penitencias que son de precepto: abstinencias de obligación, ayunos de la Iglesia, son leyes de que no te puedes dispensar con vanos pretextos.

2.    No te contentes con las penitencias comunes de que ningún cristiano puede lícitamente dispensarse, no ocurriendo grave causa para ello; hay otras particulares que quizá no te serán menos necesarias respecto de tus necesidades espirituales. La vista sola, sólo el nombre de instrumentos de penitencia, aterra frecuentemente a muchas personas a quienes no aterran las mayores maldades. Bien se les pudiera preguntar a muchos si el número y la enorme gravedad de las culpas dispensa de este género de penitencias, porque es cosa que llama la admiración la novedad que les causa cuando un confesor celoso, al oír sus enormísimas culpas, tiene valor para imponérselas. 


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