Ya hemos hablado en nuestro artículo del 11 de
febrero sobre las apariciones de Nuestra Señora de Lourdes, cuya fiesta se
celebra en todo el occidente cristiano. Ahora, en el día de la humilde
intermediaria de que se sirvió la Santísima Virgen para transmitir su mensaje
al mundo, hablaremos de esa alma escogida, cuyos méritos conocía Dios, pero
permanecieron ocultos a la mayor parte de sus contemporáneos. Había nacido el 7
de enero de 1844 y era la mayor de una familia de seis hermanos. Su nombre de
bautismo era María Bernarda, pero todos la llamaban Bernardita. Su padre era
molinero; en 1844 había alquilado un molino; pero el espíritu de empresa y la
efectividad no eran ciertamente las virtudes características de Francisco
Soubirous ni de su esposa, Luisa Casterot. Esta última no había cumplido
todavía los veinte años y era dieciocho años menor que su esposo. Bernardita
era muy delicada de salud y padecía de asma; por otra parte, contrajo el cólera
en la epidemia de 1854, lo cual ciertamente no favoreció su desarrollo normal.
La familia había ido hundiéndose poco a poco en la pobreza; esto contribuyó sin
duda a que la educación de Bernardita, aun desde el punto de vista religioso,
no fuese particularmente esmerada. En la fecha de la primera de las apariciones
(11 de febrero de 1858), la familia vivía en el oscuro sótano de una vieja casa
de la calle de Petits Fossés. Aunque Bernardita tenía ya catorce años, no había
hecho aún la primera comunión y en la escuela pasaba por tonta. Era, sin
embargo, extraordinariamente buena, obediente y cariñosa con sus hermanitos y
hermanitas, no obstante sus continuas enfermedades.
La resonancia que tuvieron las apariciones en el pueblo favoreció en
cierto sentido a la familia Soubirous, porque las gentes se preocuparon por
conseguir trabajo al padre de Bernardita. En cambio, para la niña empezó una
época muy difícil, pues el consuelo de las apariciones duró menos de dos meses
y, a partir de entonces, se vio acosada por los curiosos e indiscretos, que no
le dejaban un momento de reposo. Las gentes querían averiguar cuáles eran los
tres secretos que la Virgen María le había confiado, darle dinero, verla a
todas horas del día y de la noche, recibir su bendición para ellos y sus
enfermos y hasta llegaban a arrancarle trozos de su vestido. Todo ello
constituía una extraña prueba para una muchacha de la sensibilidad de Bernardita.
En realidad, a los dieciocho años, era ya una verdadera mártir. La madre
Victoria, a cuyo cuidado estaba confiada, escribió que Bernardita «se rehusaba
casi siempre a responder a las preguntas de los que iban a verla, pues eso la
fatigaba extraordinariamente. El esfuerzo nervioso que debía hacer para
responder, le producía ataques de asma. Cuando la llamaba yo al recibidor, la
veía detenerse delante de la puerta, con los ojos cubiertos de lágrimas. 'Entra
-le decía yo-, ten valor'. Entonces Bernardita enjugaba sus lágrimas, saludaba
amablemente a los visitantes, y respondía a todas sus preguntas, sin dar la
menor muestra de impaciencia cuando éstas eran indiscretas, ni la menor muestra
de irritación cuando los visitantes ponían en duda su veracidad».
Un inglés no católico, que visitó a Bernardita en 1859, un año después
de las apariciones, nos dejó un interesante relato de la impresión que
Bernardita producía en quienes imaginaban que se trataba de una histérica o de
una impostora. Dicho relato está tomado de un diario y dice lo siguiente:
«Pero antes debería yo haber hablado de la chiquilla. Era una muchachita
de catorce años [en realidad tenía quince años y medio], con grandes ojos
soñadores y muy tranquila; su quietud hacía pensar que era menos joven y no
cuadraba con una chiquilla de tan corta estatura. Bernardita nos recibió con la
naturalidad de quien está acostumbrado a tratar con extraños y nos rogó que la
siguiésemos a un cuarto del piso superior de la casucha que se levantaba junto
al molino de su padre. Sus hermanos, dos alegres pilluelos, jugaban allí
alborozadamente y nuestra presencia no pareció afectarles... La chiquilla nos
ofreció asiento. Ella se quedó de pie, junto a la ventana, y respondió
brevemente a todas mis preguntas, pero sin añadir comentarios... Le ofrecimos
de regalo una nadería, pero ella se negó cortésmente a aceptarla y no nos
permitió que diésemos tampoco nada a sus hermanitos. En pocas palabras, nos
hizo comprender que, a pesar de su pobreza, la familia no aceptaría ningún
regalo... Nuestra impresión fue que se trataba de una chiquilla muy agradable,
superior a su edad y educación, por sus maneras y su cortesía. Cualquiera que
sea el juicio que haya que dar sobre las apariciones, estamos persuadidos de
que Bernardita cree sinceramente en ellas.»
Los visitantes protestantes mostraron mucha más delicadeza que algunos
de los sacerdotes católicos que fueron a hablar con Bernardita. Citamos a
continuación el escrito de cierto sacerdote que pasó un día en Lourdes, en
enero de 1860. Leyéndole, tiene uno la impresión de que creía que, con su
interés por las apariciones, hacía un insigne favor a Bernardita y a toda la
Iglesia. El sacerdote hizo venir a la niña a su cuarto del hotel, a pesar de
que habían advertido que el viento y la lluvia podían hacerle daño, pues estaba
resfriada y era débil de salud. Durante casi dos horas interrogó a la pobre
Bernardita sobre las apariciones, la fuente y los tres secretos de la Santísima
Virgen. La entrevista terminó como sigue, según lo narra él mismo:
-«Hija mía, debes estar ya cansada de mis preguntas. Toma estos dos
luises de oro para consolarte.»
-«No, señor, no necesito nada.»
Bernardita dijo esto con sequedad, por lo que comprendí que la había
herido. Traté sin embargo de ponerle el dinero en la mano; pero su silencio,
que era la mejor expresión de su disgusto e indignación, me convenció de que no
debía yo seguir insistiendo. Así pues, metí el dinero en mi bolsa y proseguí:
-«Hija mía, ¿quieres mostrarme las medallas de la virgen?»
-«Las tengo en la casa. Me las quitaron para imponerlas a unos enfermos
y rompieron la cadenita.»
-«Entonces, enséñame tu rosario.»
Bernardita me mostró un rosario muy sencillo, con una medalla en el
extremo.
-«¿Me permites guardar este rosario? Te daré exactamente lo que te
costó.»
-«No, señor, no quiero regalar mi rosario ni venderlo.»
-«Pero, ¡me gustaría tanto tener un recuerdo tuyo! Piensa en el largo
viaje que he hecho para venir a verte. Permíteme que me quede con tu rosario.»
Al fin cedió la niña. Yo acaricié ese rosario sobre el que la niña había
llorado más de una vez y que había sido el instrumento de tantas fervorosas y
agradecidas oraciones en presencia de la Virgen María; porque Bernardita había
tenido entre las manos ese rosario, cuando la aparición contaba las Avemarías
en el suyo en la gruta de Massabielle. Desde entonces me he sentido dueño de un
tesoro muy precioso.
-«¿Me permites que te ofrezca el precio del rosario? Por favor, acepta
esta monedita sin valor.»
-«No, señor, yo me compraré otro con mi dinero.»
Pero no terminó todo ahí. El imprudente sacerdote prosiguió todavía:
-«Te voy a enseñar mi escapulario. ¿Es como el tuyo?»
-«No, señor, el mío es doble.»
-«Enséñamelo.»
Bernardita dejó modestamente ver un extremo de su escapulario; como me
lo había dicho, tenía dos cordones.
-«Alabado sea Dios, hija mía. Yo conozco un alma muy piadosa, que se
consideraría feliz de tener tu escapulario. Como ves, es muy fácil dividirlo en
dos partes.»
-«Sí, pero...»
-«¿No quieres hacerme el favor de regalarme la mitad? Con ello no
pierdes nada, pues tu escapulario valdrá lo mismo.»
-«¿Va Ud. a regalar la mitad del rosario que acabo de darle?»
-«No.»
-«Pues tampoco yo quiero regalar la mitad de mi escapulario.»
Comprendí entonces que tenía yo que ceder y dejar las cosas como
estaban. Le dije que le iba a dar mi bendición, y se arrodilló para recibirla,
con la reverencia de un ángel.»
Si Bernardita, que tenía entonces dieciséis años, no temblaba de
indignación al fin de esa entrevista, debía ya haber alcanzado un grado muy
alto de perfección o de resignación para aceptar el tipo de prueba en el que su
alma estaba destinada a purificarse. Por todo lo que sabemos sobre ella, era
una muchacha excepcionalmente sensible. En 1864, después de solicitar consejo,
pidió la admisión en el convento de Nuestra Señora de Nevers. La enfermedad le
impidió partir de Lourdes tan pronto como hubiese deseado; pero en 1866,
ingresó en el noviciado en la casa madre de la orden. Le costó mucho apartarse
de su familia y de la gruta. Sin embargo, no era menos alegre que las otras
novicias de Nevers y seguía siendo tan paciente y humilde como siempre. A los
cuatro meses, enfermó tan gravemente, que hubo de hacer los primeros votos y
recibir los últimos sacramentos. Pero se rehízo de esa enfermedad y pudo
desempeñar, más tarde, los oficios de enfermera y sacristana; pero siguió
padeciendo de asma y, antes de morir, tuvo otras complicaciones.
Las virtudes características de santa Bernardita eran su sencillez
infantil, su buen juicio de mujer del campo y su modestia. Se consideraba como
un instrumento de la Santísima Virgen: «Nuestra Señora quiso valerse de mí.
Ahora me han arrinconado. Aquí estoy bien y aquí quiero morir...» Pero en el
convento tuvo también que recurrir, de vez en cuando, a algunos estratagemas
para evitar la «publicidad». Aunque tenía el corazón puesto en Lourdes, no
participó en las celebraciones que tuvieron lugar con motivo de la consagración
de la basílica en 1876. Según parece, ella misma decidió no asistir, por modestia.
Pero indudablemente que eso le costó mucho, como lo prueba su doloroso grito:
«¡Oh! si je pouvais voir, sans are vue!» («¡Si yo pudiera ver sin que me
vieran!»). No es aventurado conjeturar que uno de los «secretos» de Bernardita
consistía precisamente en no hacer nunca nada que atrajese sobre ella las
miradas.
Bernardita murió el 16 de abril de 1879, a los treinta y cinco años de
edad. Fue canonizada en 1933. Los documentos oficiales de la Iglesia la llaman
santa María Bernarda, pero en el corazón de los fieles es y seguirá siendo
siempre «Bernardita».
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