viernes, 30 de abril de 2021

30 de abril SANTA CATALINA DE SIENA, VIRGEN

 


Pompeo Batoni: Santa Catalina de Siena recibe las estigmatizaciones
(1743, Museo de Villa Guinigi, Lucca)

(1380 D.C.) - Santa Catalina nació en Siena el día de la fiesta de la Anunciación de 1347. Junto con su hermana gemela, quien murió poco después de nacida, era la más joven de los veinticinco hijos de Giacomo Benincasa, un pintor acomodado. Lapa, la madre de la santa, era hija de un poeta que ha caído en el olvido. Toda la familia vivía en la espaciosa casa, que la piedad de los habitantes de Siena ha conservado intacta hasta el día de hoy. Cuando niña, Catalina era muy alegre. En ciertas ocasiones, al subir por la escalera, se arrodillaba en cada escalón para decir un Avemaría. A los seis años tuvo una extraordinaria experiencia mística, que definió prácticamente su vocación. Volvía con su hermano Esteban de la casa de su hermana Buenaventura, que estaba casada, cuando se detuvo de pronto, como si estuviese clavada en el suelo y fijó los ojos en el cielo. Su hermano, que se había adelantado algunos pasos, regresó y la llamó a gritos, pero la niña no le oía. Catalina no volvió en sí hasta que su hermano la tomó por la mano: "¡Oh! —exclamó—, si hubieses visto lo que yo veía no me habríais despertado." Y empezó a llorar porque había desaparecido la visión en la que el Salvador se le apareció en su trono de gloria, acompañado por San Pedro, San Pablo y San Juan. Cristo había sonreído y bendecido a Catalina. A partir de ese instante, la muchacha se entregó enteramente a Cristo. En vano se esforzó su madre, que no creía en la visión, por despertar en ella los intereses de los niños de su edad; lo único que interesaba a Catalina eran la oración y la soledad y sólo se reunía con los otros niños para hacerles participar en sus devociones.

A los doce años de edad, sus padres trataron de que empezase a preocuparse un poco más de su apariencia exterior. Por dar gusto a su madre y a Buenaventura, Catalina arregló sus cabellos y se vistió a la moda durante algún tiempo, pero pronto se arrepintió de esa concesión. Hizo a un lado toda consideración humana y declaró abiertamente que no pensaba casarse nunca. Como sus padres insistieron en buscarle un partido, la santa se cortó los cabellos, que con su color de oro mate constituían el principal adorno de su belleza. La familia se indignó y trató de vencer la resistencia de Catalina por medio de una verdadera persecución. Todos se burlaban de ella de la mañana a la noche, le confiaban los trabajos más desagradables y, como sabían que amaba la soledad, no la dejaban sola un momento y le quitaron su antiguo cuartito. La santa soportó todo con invencible paciencia. Muchos años más tarde, en su tratado sobre la Divina Providencia, más conocido con el nombre de "El Diálogo", dijo que Dios le había enseñado a construirse en el alma un santuario, al que ninguna tempestad ni tribulación podía entrar. Finalmente, el padre de Catalina comprendió que era inútil toda oposición y le permitió llevar la vida a la que se sentía llamada. La joven dispuso nuevamente de su antiguo cuartito, no mayor que una celda, en el que se enclaustraba con las ventanas entreabiertas para orar y ayunar, tomar disciplinas y dormir sobre tablas. Con cierta dificultad, logró el permiso que había deseado tanto tiempo, de hacerse terciara en la Orden de Santo Domingo. Después de su admisión, aumentó todavía las mortificaciones para estar a la altura del espíritu, entonces tan riguroso, de la regla.

Aunque tuvo consolaciones y visiones celestiales, no le faltaron pruebas muy duras. El demonio producía en su imaginación formas horrendas o figuras muy atractivas y la tentaba de la manera más vil. La santa atravesó por largos períodos de desolación, en los que Dios parecía haberla abandonado. Un día en que el Señor se le apareció al cabo de uno de aquellos períodos, Catalina exclamó: "Señor, ¿dónde estabas cuando me veía yo sujeta a tan horribles tentaciones?" Cristo le contestó: "Hija mía, yo estaba en tu corazón, para sostenerte con mi gracia." A continuación le dijo que, en adelante, permanecería con ella de un modo más sensible, porque el tiempo de la prueba se acercaba a su fin. El martes de carnaval de 1366, mientras la ciudad se entregaba a la celebración de la fiesta, el Señor se apareció de nuevo a Catalina, que estaba orando en su cuarto. En esta ocasión acompañaban a Cristo, su Madre Santísima y un coro celestial. La Virgen tomó por la mano a la joven y la condujo hacia el Señor, quien puso en su dedo un anillo de esponsales y la alentó al anunciarle que ahora estaba ya armada con una fe capaz de vencer todos los ataques del enemigo. La santa veía siempre el anillo, que nadie más podía ver. Esos esponsales místicos marcaron el fin de los años de soledad y preparación. Poco después, Catalina recibió aviso del cielo de que debía salir a trabajar por la salvación del prójimo, y la santa empezó, poco a poco, a hacerse de amigos y conocidos. Como las otras terciarias, fue a asistir a los enfermos en los hospitales, pero escogía de preferencia los casos más repugnantes. Entre las enfermas que atendió, se contaban una leprosa llamada Teca y otra mujer que sufría de un cáncer particularmente repulsivo. Ambas correspondieron ingratamente a sus cuidados, la insultaban y esparcían calumnias sobre ella cuando se hallaba ausente. Pero la bondad de la santa acabó por conquistarlas.

Nuestro Señor había dicho a Catalina: "Deseo unirme más contigo por la caridad hacia el prójimo." De hecho, la vida de apostolado de la santa no interfería su unión con Dios. El Beato Raimundo de Capua dice que la única diferencia era que "Dios no se le aparecía únicamente cuando estaba sola, como antes, sino también cuando estaba acompañada". Catalina era arrebatada en éxtasis, lo mismo mientras conversaba con sus parientes, que cuando acababa de recibir la comunión en la iglesia. Muchas gentes la vieron elevarse del suelo mientras hacía oración. Poco a poco, la santa reunió a un grupo de amigos y discípulos que formaban como una gran familia y la llamaban "Mamá". Los más notables de entre ellos, eran sus confesores de la Orden de Santo Domingo, Tomás della Fonte y Bartolomé Domenici; el agustino Tantucci, el rector del hospital de la Misericordia, Mateo Cenni; Mateo Vanni, el artista a quien la posteridad debe los más hermosos retratos de la santa, el joven aristócrata y poeta, Neri de Landoccio dei Pagliaresi, Lisa Colombini, cuñada de Catalina, la noble viuda Alessia Saracini, el inglés Guillermo Flete, ermitaño de San Agustín y el Padre Santi, un anacoreta al que el pueblo llamaba "El Santo", que frecuentemente iba a visitar a Catalina porque, según decía, al charlar con ella alcanzaba mayor paz del alma y valor para perseverar en la virtud de los que había conseguido en toda su vida de anacoreta. Catalina amaba tiernamente a su familia espiritual y consideraba a cada uno de sus miembros como a un hijo que Dios le había dado para que le condujese a la perfección. La santa no sólo leía el pensamiento de sus hijos, sino que, con frecuencia, conocía las tentaciones de los que se hallaban ausentes. El motivo de sus primeras cartas fue el de mantenerse en contacto con ellos.

Como era de esperar, la opinión de la ciudad estaba muy dividida a propósito de Catalina. Mientras unos la aclamaban como santa, otros —entre los que se contaban algunos miembros de su propia orden—- la trataban de fanática e hipócrita. Probablemente a raíz de alguna acusación que se había levantado contra ella, Catalina compareció, en Florencia, ante el capítulo general de los dominicos. Si la acusación existió en verdad, la santa probó claramente su inocencia. Poco después, el Beato Raimundo de Capua fue nombrado confesor de Catalina. La elección fue una gracia para los dos. El sabio dominico fue, a la vez, director y discípulo de la santa, y ésta consiguió, por medio suyo el apoyo de su orden. El Beato Raimundo fue, más tarde, superior general de los dominicos y biógrafo de su dirigida.

El retorno de Catalina a Siena, coincidió con una terrible epidemia de peste, en la que se consagró, con toda "su familia", a asistir a los enfermos. "Nunca fue más admirable que entonces", escribió Tomás Caffarini, quien la había conocido desde niña. "Pasaba todo el tiempo con los enfermos; los preparaba a bien morir y les enterraba personalmente". El Beato Raimundo, Mateo Cenni, el Padre Santi y el Padre Bartolomé, que habían contraído la enfermedad al atender a las víctimas, debieron su curación a la santa. Pero ésta no limitaba su caridad al cuidado de los enfermos: visitaba también, regularmente, a los condenados a muerte, para ayudarlos a encontrar a Dios. El mejor ejemplo en este sentido fue el de un joven caballero de Perugia, Nicolás de Toldo, que había sido condenado a muerte por hablar con ligereza sobre el gobierno de Siena. La santa describe los pormenores de su conversión, en forma muy vívida, en la más famosa de sus cartas. Movido por las palabras de Catalina, Nicolás se confesó, asistió a la misa y recibió la comunión. La noche anterior a la ejecución, el joven se reclinó sobre el pecho de Catalina y escuchó sus palabras de consuelo y aliento. Catalina estaba junto al cadalso a la mañana siguiente. Al verla orar por él, Nicolás sonrió lleno de gozo y murió decapitado, al tiempo que pronunciaba los nombres de Jesús y de Catalina. "Entonces vi al Dios hecho Hombre, resplandeciente como el sol, que recibía a esa alma en el fuego de su amor divino", afirma ésta.

Estos sucesos y la fama de santidad y milagros de Catalina le habían ganado ya un sitio único en el corazón de sus conciudadanos. Muchos de ellos la llamaban "la Beata Popolana" y acudían a ella en todas sus dificultades. La santa recibía tantas consultas sobre casos de conciencia, que había tres dominicos encargados especialmente de confesar a las almas que Catalina convertía. Además, como poseía una gracia especial para arreglar las disensiones, las gentes la llamaban constantemente para que fuese el árbitro en todas sus diferencias. Sin duda que Catalina quiso encauzar mejor las energías que los cristianos perdían en luchas fratricidas, cuando respondió enérgicamente al llamamiento del Papa Gregorio XI para emprender la Cruzada que tenía por fin rescatar el Santo Sepulcro de manos de los turcos. Sus esfuerzos en ese sentido le hicieron entrar en contacto con el Papa.

En febrero de 1375, Catalina fue a Pisa, donde la recibieron con enorme entusiasmo y, su presencia produjo una verdadera reforma religiosa. Pocos días después de su llegada a dicha ciudad, tuvo otra de las grandes experiencias místicas que preludiaron las nuevas etapas de su carrera. Después de comulgar en la iglesita de Santa Cristina, se puso en oración, con los ojos fijos en el crucifijo; súbitamente se desprendieron de él cinco rayos de color rojo, que atravesaron las manos, los pies y el corazón de la santa y le causaron un dolor agudísimo. Las heridas quedaron grabadas sobre su carne como estigmas de la pasión, invisibles para todos, excepto para la propia Catalina, hasta el día de su muerte. Se hallaba todavía en Pisa, cuando supo que Florencia y Perugia habían formado una Liga contra la Santa Sede y los delegados pontificios franceses. Bolonia, Viterbo, Ancona y otras ciudades se aliaron pronto con los rebeldes, debido en parte, a los abusos de los empleados de la Santa Sede. Catalina consiguió que Lucca, Pisa y Siena, se abstuviesen durante algún tiempo, de participar en la contienda. La santa fue en persona a Lucca y escribió numerosas cartas a las autoridades de las tres ciudades. El Papa apeló, en vano, desde Aviñón, a los florentinos; después despachó a su legado el cardenal Roberto de Ginebra, al frente de un ejército y lanzó el interdicto contra Florencia. Esta medida produjo efectos tan desastrosos en la ciudad, que las autoridades pidieron a Catalina, quien se hallaba entonces en Siena, que ejerciese el oficio de mediadora entre Florencia y la Santa Sede. Catalina, siempre dispuesta a trabajar por la paz, partió inmediatamente a Florencia. Los magistrados le prometieron que los embajadores de la ciudad la seguirían, en breve, a Aviñón; pero de hecho, éstos no partieron sino después de largas dilaciones. Catalina llegó a Aviñón el 18 de junio de 1376 y, muy pronto, tuvo una entrevista con Gregorio XI, a quien ya había escrito varias cartas "en un tono dictatorial intolerable, dulcificado apenas por las expresiones de deferencia cristiana". Pero los florentinos se mostraron falsos; sus embajadores no apoyaron a Catalina, y las condiciones que puso el Papa eran tan severas, que resultaban inaceptables.

Aunque el principal objeto del viaje de Catalina a Aviñón había fracasado, la santa obtuvo éxito en otros aspectos. Muchas de las dificultades religiosas, sociales y políticas en que se debatía Europa, se debían al hecho de que los Papas habían estado ausentes de Roma durante setenta y cuatro años y a que la Curia de Aviñón estaba formada, casi exclusivamente, por franceses. Todos los cristianos no franceses deploraban esa situación, y los más grandes hombres de la época habían clamado en vano contra ella. El mismo Gregorio XI había tratado de partir a Roma, pero la oposición de los cardenales franceses se lo había impedido. Como Catalina había tocado el tema en varias de sus cartas, nada tiene de extraño que el Papa haya tratado el asunto con ella, cuando se encontraron frente a frente. "Cumplid vuestra promesa", le respondió la santa, aludiendo a un voto secreto del Papa, del que éste no había hablado a nadie. Gregorio decidió cumplir su voto sin pérdida de tiempo. El 13 de septiembre de 1376, partió de Aviñón para hacer, por mar, la travesía a Roma, en tanto que Catalina y sus amigos salían, por tierra, rumbo a Siena. Las dos comitivas se encontraron de nuevo, casi incidentalmente, en Génova, donde Catalina había tenido que detenerse debido a la enfermedad de dos de sus secretarios, Neri di Landoccio y Esteban Maconi. Este último era un noble sienés, a quien la santa había convertido y quería tal vez más que a ningún otro de sus hijos, excepto Alessia. Un mes después, Catalina llegó a Siena, desde donde escribió al Papa para exhortarle a hacer todo lo que estaba en su mano por la paz de Italia. Por deseo especial de Gregorio XI, Catalina fue nuevamente a Florencia, que seguía estragada por las facciones y obstinada en su desobediencia. Ahí permaneció algún tiempo, a riesgo de perder su vida en los diarios asesinatos y tumultos; pero siempre se mostró valiente y se mantuvo serena cuando la espada se levantó contra ella. Finalmente, consiguió hacer la paz con la Santa Sede, bajo el sucesor de Gregorio XI, Urbano VI.

Después de esa memorable reconciliación, Catalina volvió a Siena, donde, según escribe Raimundo de Capua, "trabajó activamente en componer un libro, que dictó bajo la inspiración del Espíritu Santo". Se trataba de su famosísima obra mística, dividida en cuatro tratados, conocida con el nombre de "Diálogo de Santa Catalina". Pero ya desde antes, la ciencia infusa que poseía se manifestó en varias ocasiones, tanto en Siena como en Aviñón y en Génova, para responder a las abrumadoras cuestiones de los teólogos, con tal sabiduría, que los había dejado desconcertados. La salud de Catalina empeoraba por momentos y tenía que soportar grandes sufrimientos, pero en su pálida faz se reflejaba una perpetua sonrisa y, con su encanto personal ganaba amigos en todas partes.

Dos años después del fin del "cautiverio" de los Papas en Aviñón, estalló el escándalo del gran cisma. A la muerte de Gregorio XI, en 1378, Urbano VI fue elegido en Roma, en tanto que un grupo de cardenales entronizaba, en Aviñón, a un Papa rival. Urbano declaró ilegal la elección del Pontífice de Aviñón, y la cristiandad se dividió en dos campos. Catalina empleó todas sus fuerzas para conseguir que la cristiandad reconociese al legítimo Papa, Urbano. Escribió carta tras carta a los príncipes y autoridades de los diferentes países de Europa. También envió epístolas a Urbano, unas veces para alentarle en la prueba y, otras, para exhortarle a evitar una actitud demasiado dura que le restaba partidarios. Lejos de ofenderse por ello, el Papa la llamó a Roma para disfrutar de su consejo y ayuda. Por obediencia al Vicario de Cristo, Catalina se estableció en la Ciudad Eterna, donde luchó infatigablemente, con oraciones, exhortaciones y cartas, para ganar nuevos partidarios al Papa legítimo. Pero la vida de la santa tocaba a su fin. En 1380, en una extraña visión se contempló aplastada contra las rocas por la nave de la Iglesia; al recuperar el sentido, se ofreció como víctima por Ella. Nunca más se rehízo. El 21 de abril del mismo año, un ataque de apoplejía la dejó paralítica de la cintura para arriba. Ocho días después, murió en brazos de Alessia Saracini, a los treinta y tres años de edad.

Además del "Diálogo" arriba mencionado, se conservan unas cuatrocientas cartas de la santa. Muchas de ellas son muy interesantes, desde el punto de vista histórico, y todas son notables por la belleza del estilo. Los destinatarios eran Papas, príncipes, sacerdotes, soldados, hombres y mujeres piadosos y constituyen, por su variedad, "la mejor prueba de la personalidad múltiple de la santa." Las cartas a Gregorio XI, en particular, muestran una extraordinaria combinación de profundo respeto, franqueza y familiaridad. Se ha llamado a Catalina "la mujer más grande de la cristiandad." Cierto que su influencia espiritual fue inmensa, pero, tal vez, su influencia política y social fue menor de lo que se ha afirmado algunas veces. Como escribió el Padre de Gaiffier, "la grandeza de Catalina consiste en su devoción a la causa de la Iglesia de Cristo". Catalina fue canonizada en 1461.

jueves, 29 de abril de 2021

29 de abril SAN PEDRO DE VERONA

 


Domenichino: Martirio de San Pedro de Verona
(1626) Pinacoteca Nacional de Bolonia

(1252 D.C.) - Pedro nació en Verona, en 1205. Sus padres pertenecían a la secta de los cátaros, una herejía muy semejante a la de los albigenses, que negaba, entre otras cosas, que Dios hubiese creado la materia. Pedro asistió a una escuela católica, no obstante la indignación de un tío suyo, cuando supo que el niño no sólo había aprendido el Símbolo de los Apóstoles, sino que defendía el artículo "Creador del cielo y de la tierra". En la Universidad de Bolonia Pedro tuvo que hacer frente a todas las tentaciones, pues sus compañeros eran muy licenciosos. Pronto decidió solicitar la admisión en la Orden de Santo Domingo y, en cuanto tomó el hábito, el joven novicio se entregó ardientemente a las prácticas de la vida religiosa, que comprendían el estudio, la lectura, la oración, el cuidado de los enfermos y la limpieza de la casa.

Más tarde, le encontramos dedicado a la actividad de predicar en Lombardía. Una de sus mayores pruebas fue que se le prohibiese enseñar y se le enviase a un remoto convento, pues había sido falsamente acusado de recibir extraños y aun mujeres en su celda. Un día, arrodillado ante el crucifijo, exclamó: "Señor, Tú sabes que no soy culpable. ¿Por qué permites que me calumnien?" La respuesta del crucifijo no se hizo esperar: "¿Y qué hice yo, Pedro, para merecer la pasión y la muerte?" Avergonzado y consolado a la vez, el fraile recuperó el valor y, poco después, su inocencia quedó probada. A partir de entonces, su predicación tuvo más éxito. Pedro iba de pueblo en pueblo para sacudir a los negligentes, convertir a los pecadores y reconquistar a los que habían abandonado la religión. A la fama de su elocuencia se añadió pronto la reputación de sus milagros. En cuanto aparecía en público, la multitud se apretujaba junto a él para pedirle la bendición, para presentarle a los enfermos y para oír la Palabra de Dios.

Hacia el año 1234, el Papa Gregorio IX nombró a Pedro, inquisidor general pura los territorios milaneses. El santo desempeñó su oficio con tal celo y eficacia —en Cremona, Ravena, Génova, Venecia y aun en la Marca de Ancona, predicó la fe— que su jurisdicción llegó a extenderse a casi todo el norte de Italia. En Bolonia discutió con los herejes, desenmascaró los errores y reconcilió con la Iglesia a quienes la habían abandonado. Sin embargo, Pedro sabía perfectamente que sus éxitos le habían ganado también muchos enemigos y, frecuentemente, pedía a Dios la gracia del martirio. En un sermón que predicó el Domingo de Ramos de 1252, anunció públicamente que se estaba tramando una conspiración contra él y que su cabeza había sido puesta a precio. "Dejadles tranquilos —añadió—; después de muerto seré todavía más poderoso."

Dos semanas después, cuando viajaba de Como a Milán, dos asesinos cayeron sobre él, en un bosque de los alrededores de Barlassina. Uno de ellos, llamado Carino, le golpeó en la cabeza y después se lanzó sobre su acompañante, un fraile llamado Domingo. Aunque herido muy gravemente, el santo no perdió el conocimiento y aún tuvo tiempo de encomendarse a sí mismo y a su asesino a Dios, usando las palabras de San Esteban. Después, según la tradición, mojó un dedo en su propia sangre y empezó a escribir las palabras "Credo in Deum". En ese momento, uno de los asesinos le remató con otro golpe en la cabeza. Era el 6 de abril de 1252. El mártir acababa de cumplir cuarenta y seis años. El hermano Domingo sólo le sobrevivió unos cuantos días.

El Papa Inocencio IV canonizó a San Pedro de Verona al año siguiente de su muerte. Carino huyó a Forli, donde se arrepintió de su crimen, abjuró de la herejía, entró en la Orden de Santo Domingo y murió tan santamente, que el pueblo empezó a venerarle. En 1934, los restos de Carino fueron trasladados de Forli a Balsamo, su pueblo natal, en las cercanías de Milán, donde se le tributa cierto culto.


miércoles, 28 de abril de 2021

28 de abril SAN PABLO DE LA CRUZ, FUNDADOR DE LOS CLÉRIGOS DESCALZOS DE LA SANTA CRUZ y PASIÓN

 

(1775 D.C.) - San Pablo de la Cruz, fundador de los pasionistas, nació en Ovada, en la República de Génova, en 1604, casi al mismo tiempo que Voltaire. Pablo Francisco era el hijo mayor de Lucas Danei, hombre de negocios de buena familia. Tanto éste como su esposa eran excelentes cristianos. Siempre que Pablo empezaba a llorar por cualquier motivo, su madre le mostraba el crucifijo y le hablaba de los sufrimientos de Cristo. Así, fue formando poco a poco en el niño, la gran devoción a la Pasión, que había de distinguirle toda su vida. El padre de Francisco leía en familia las vidas de los santos y exhortaba a sus hijos a guardarse de los peligros del juego y de los pleitos. Aunque Pablo era una de esas almas selectas que se entregan a Dios desde la infancia, a los quince años, un sermón que oyó le dejó convencido de que no correspondía suficientemente a la gracia. Así pues, luego de hacer una confesión general, emprendió una vida de austeridad: dormía en el suelo, pasaba varias horas de la noche en oración y tomaba severas disciplinas. En estas prácticas le imitaba su hermano, Juan Bautista, dos años menor que él. También fundó una especie de sociedad de santificación mutua con sus amigos, varios de los cuales entraron más tarde en la vida religiosa. En 1714, Pablo partió a Venecia para responder al llamado del Papa Clemente XI, quien había pedido voluntarios para la guerra contra los turcos; pero un año después se dio de baja, convencido de que no estaba hecho para la vida militar. Sintiendo que Dios no le llamaba tampoco a una vida ordinaria en el mundo, rechazó una cuantiosa herencia y un matrimonio brillante. Pero antes de que él o sus directores lograsen descubrir su verdadera devoción, vivió varios años en casa de sus padres, en Castellazzo de Lombardía, donde mediante la práctica constante de la oración, alcanzó un alto grado de contemplación.

En tres extraordinarias visiones que tuvo, en 1720, observó un hábito negro sobre el que estaba grabado el nombre de Jesús, en caracteres blancos, bajo una cruz, a la altura del pecho. En la tercera de esas visiones, la Santísima Virgen, vestida con el hábito negro, le ordenó que fundase una congregación cuyos miembros vistiesen ese hábito y sufriesen constantemente por la pasión y muerte de Cristo. Pablo presentó por escrito un relato de sus visiones al obispo de Alejandría, el cual consultó con varias personas de autoridad, entre las que se contaba el capuchino Columbano de Génova, antiguo director espiritual de Pablo. Conociendo la heroica vida de virtud y oración que el joven había llevado desde niño, todos declararon que se trataba, realmente, de una vocación señalada por Dios. Entonces, el obispo autorizó a Pablo a seguir el divino llamamiento y le confirió el hábito negro. La insignia de la cruz la reservó hasta que el Papa aprobase la nueva fundación. Pablo empezó inmediatamente a redactar las reglas de la futura congregación. Durante cuarenta días se retiró a una oscura y húmeda celda triangular, contigua a la sacristía de la iglesia de San Carlos de Castellazzo, donde vivió a pan y agua y durmió en un lecho de paja. Las reglas que redactó entonces, sin consultar ningún libro, son sustancialmente las mismas que observan actualmente los pasionistas.

Después de ese retiro, permaneció algún tiempo con Juan Bautista y otro discípulo, en las cercanías de Castellazzo, ayudando al clero en la catequesis y dando misiones con gran éxito. Pero pronto comprendió que, para cumplir plenamente su misión, necesitaba la aprobación de Roma. Así pues, descalzo, con la cabeza descubierta y sin un centavo en la bolsa, emprendió el viaje a la Ciudad Eterna. En Génova dejó a su hermano Juan Bautista. En cuanto llegó a Roma, se presentó en el Vaticano; pero, como no tenía credenciales, no pudo entrar. Pablo vio en ello una señal de que todavía no sonaba la hora de Dios y emprendió tranquilamente el viaje de vuelta. Pasó por las solitarias laderas de Monte Argentaro, que el mar separa casi enteramente de la península. El sitio le impresionó tanto, que poco después volvió con Juan Bautista, decidido a llevar en una de las ermitas abandonadas en aquel lugar, una vida tan austera como la de los padres del desierto. Más tarde, pasaron algún tiempo en Roma, donde recibieron las Órdenes Sagradas; pero en 1727, retornaron a Monte Argentaro, con la intención de fundar el primer noviciado, para el cual habían recibido ya la autorización pontificia.

En la empresa tuvieron que hacer frente a numerosas dificultades. Todos los primeros candidatos encontraron demasiado duro el régimen de vida y se volvieron atrás. Por otra parte, a causa de la amenaza de la guerra, los bienhechores no pudieron cumplir sus promesas. Finalmente, se desató una grave epidemia en los pueblos de los alrededores. Pablo y Juan Bautista, que habían recibido en Roma facultades de misioneros, se consagraron a dar los últimos sacramentos a los agonizantes, a cuidar a los enfermos y a reconciliar con Dios a los pecadores. Las misiones que predicaron por entonces tuvieron tal éxito, que pronto empezaron a llamarles de otros pueblos. Igualmente, solicitaron la admisión varios nuevos novicios (de los que no todos perseveraron) y, en 1737, se acabó de construir el primer "retiro" o monasterio pasionista. A partir de entonces, la congregación empezó a florecer, aunque las pruebas y decepciones no escasearon. En 1741, Benedicto XIV aprobó las reglas, un tanto mitigadas, e inmediatamente aumentó el número de vocaciones para la congregación. Seis años después, cuando los pasionistas tenían ya tres casas, se reunieron en capítulo general. Ya para entonces, la fama de sus misiones y de la austeridad de su vida se había divulgado por toda Italia. San Pablo en persona evangelizó casi todas las ciudades de los Estados Pontificios y la región de Toscana. El tema constante de su predicación era la Pasión de Cristo. Con una cruz en la mano y los brazos extendidos, el santo hablaba de los sufrimientos del Señor, en forma que conmovía aun a los más duros. Cuando se disciplinaba violentamente en público por los pecados del pueblo, hacía llorar aun a los soldados y a los bandoleros. Uh oficial que asistió a una de las misiones confesó al santo: "Padre, yo he estado en muchas batallas, sin pestañear siquiera al tronar del cañón, pero la voz de vuestra reverencia me hace temblar de pies a cabeza". El apóstol trataba tiernamente a los penitentes en el confesionario, confirmándolos en sus buenos propósitos, exhortándolos a cambiar de vida y sugiriéndoles medios prácticos para perseverar en el buen camino.

Dios colmó a San Pablo de la Cruz de dones extraordinarios. El santo predijo el futuro, curó a muchos enfermos y, aun en su vida mortal, se apareció en varias ocasiones a personas que se hallaban muy distantes del sitio en que él se encontraba. En las ciudades, las gentes se arremolinaban a su alrededor, tratando de tocarle y de arrancarle un fragmento del hábito para guardarlo como reliquia, a pesar de que él desechaba toda muestra de veneración. En 1765, San Pablo tuvo la pena de perder a su hermano Juan Bautista, del que nunca se había separado y con quien le unía un cariño extraordinario. De temperamento muy diferente, ambos hermanos se completaban el uno al otro y luchaban juntos por adquirir la perfección. Desde que habían recibido la ordenación sacerdotal, se había confesado el uno con el otro, ejerciendo por turno el oficio de jueces. La única vez en que no estuvieron de acuerdo fue el día que Juan Bautista se atrevió a alabar a su hermano en su presencia. Ello hirió tan profundamente la humildad de San Pablo, que prohibió a su hermano que le dirigiese la palabra, lo cual resultó ser una penitencia tan dura para uno como para el otro. La nube de la desavenencia se esfumó finalmente al tercer día, cuando Juan Bautista pidió de rodillas perdón a su hermano. Jamás volvió a haber una dificultad entre ellos. En memoria de la amistad que los había unido, el Papa Clemente XIV confió, muchos años más tarde, a San Pablo de la Cruz, la basílica romana de San Juan y San Pablo.

En 1769, Clemente XIV aprobó definitivamente la nueva congregación. San Pablo hubiese querido retirarse entonces a la soledad, pues su salud se había debilitado mucho y el siervo de Dios consideraba terminada su tarea. Pero sus hijos se resistieron a cambiar de superior, y el Papa, que tenían gran cariño por el santo, quiso que pasase en Roma una temporada. Durante sus últimos años, San Pablo de la Cruz se consagró a la fundación de las religiosas pasionistas. Después de muchas dificultades, se inauguró en 1771 el primer convento, en Corneto; pero la mala salud del fundador le impidió asistir a la ceremonia y nunca llegó a ver a sus hijas espirituales vestidas con el hábito. Sintiéndose ya muy enfermo, mandó pedir al Papa su bendición, pero el Pontífice le respondió que la Iglesia necesitaba que viviese algunos años más. San Pablo mejoró un poco y vivió todavía tres años. Su muerte ocurrió el 18 de octubre de 1775, cuando tenía ochenta años. Su canonización tuvo lugar en 1867, cuando se estableció la fecha del 28 de abril para su fiesta.

28 DE ABRIL SAN LUIS MARIA GRIGNION DE MONTFORT - SANTO PATRONO DE LOS MISIONESROS DEL SANTÍSIMO ROSARIO



 San Luis María Grignion de Montfort


En 1673 nace Luis María en Montfort-La-Cane, cerca de Rennes, en una familia de la pequeña nobleza de Bretaña. Su padre es abogado.

Hace sus estudios en el colegio de los jesuitas de Rennes, y a los veinte años de edad inicia en París su formación para el sacerdocio, primero en la comunidad de M. de La Barmondière y después en San Sulpicio. Reza mucho, lee mucho -es encargado de la biblioteca del Seminario- y se acoge muy especialmente bajo el amparo de la Virgen María. En 1700 es ordenado sacerdote.

Apostolado

Los primeros ministerios de Montfort se desarrollan en los Hospitales de Poitiers y de París, pero se ve obligado a dejar la atención a los pobres en el uno y en el otro. Da entonces misiones populares con gran éxito, y ya en 1701 conoce a María Luisa Trichet, con la que más adelante fundará las Hijas de la Sabiduría.

Sin embargo, las contradicciones que halla en los ambientes eclesiásticos, entonces dominados por el jansenismo, le llevan en 1706 a Roma. Allí se ofrece al papa Clemente XI para ir a las misiones del Oriente. Pero el papa le confirma en sus trabajos apostólicos de Francia, y le da el título de misionero apostólico.

Dedica su vida desde entonces a predicar misiones populares en el nordeste de Francia, especialmente en las diócesis de Saint-Brieuc, Saint-Malo, Nantes, Luçon y La Rochelle. En todas ellas consigue conversiones y frutos duraderos de vida cristiana. Es significativo, por ejemplo, que la región de La Vendée, que se alza en armas en 1793 contra la Revolución que atacaba la fe católica, había sido misionada por Montfort ochenta años antes.

San Luis María muere en 1716, al terminar una misión en Saint-Laurent-sur-Sèvre.

Espiritualidad

En 1710 profesa Monfort como terciario dominico. Su ideal, sin duda, es el mismo de Santo Domingo: orar y predicar, «hablar con Dios y hablar de Dios».

La vida de Montfort es netamente evangélica, y en ella destacan la pobreza, la oración, la penitencia y, sobre todo, el valor martirial para predicar la Palabra divina.

Las fuentes de su espiritualidad son múltiples. Influyeron en su orientación espiritual dominicos como Alain de La Roche o Suso, y franciscanos, como San Buenaventura; entre los jesuitas, Surin, Saint-Jure, los discípulos de Lallemant y también otros de tendencia salesiana; y con todos ellos, los maestros de la espiritualidad francesa de su tiempo, como Bérulle, Eudes, Olier o la escuela de Port-Royal.

En todo caso, hay que destacar en Mont-fort su profundísima asimilación de la Biblia y de la Liturgia. Esto se pone de manifiesto continuamente en sus escritos: la densidad en ellos de citas bíblicas, explícitas o implícitas, es realmente impresionante. Hay ocasiones en que su discurso se hace una verdadera antología de la sagrada Escritura. Véase como ejemplo el número 9 de la Carta a los Amigos de la Cruz.

La espiritualidad monfortiana, siempre arraigada profundamente en el Bautismo, está centrada, como dos de sus libros lo afirman con especial claridad, en Jesucristo -El amor de la Sabiduría eterna- y en la Virgen María -Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen-.

En el tiempo actual es Monfort, sin duda alguna, uno de los maestros espirituales más influyentes en personas y asociaciones cristianas, tanto por el estilo de su evangelismo directo y atrevido, como sobre todo por la profundidad maravillosa de su espiritualidad mariana.

Vida crucificada

Cuando Montfort habla de la cruz sabe por experiencia de qué está hablando. En efecto, el notable éxito apostólico que él tiene entre los pobres y entre los cristianos del pueblo no le atrae el favor de los altos ambientes eclesiásticos de su tiempo, dominados por el jansenismo, sino la persecución clara o encubierta.

Y la condición itinerante de su vida no se produce sólamente por su dedicación a las misiones populares aquí y allá, sino que también se debe a que se vió expulsado, de un modo o de otro, de varias diócesis. En algunas de ellas, incluso, le fueron retiradas las licencias ministeriales.

Una carta de Montfort a su hermana Sor Catalina, del 15 de agosto de 1713 -tres años antes de morir-, expresa bien el ambiente de contradicción continua que hubo de sufrir dentro de la Iglesia local en que le puso el amor de Dios:

«¡Viva Jesús! ¡Viva su Cruz!

«Si conocieras en detalle mis cruces y humillaciones, dudo que tuvieras tantas ansias de verme. En efecto, no puedo llegar a ninguna parte sin hacer partícipes de mi cruz a mis mejores amigos, frecuentemente a pesar mío y a pesar suyo. Todo el que me defiende o se declara en mi favor, tiene que sufrir por ello y a veces caer bajo la furia del infierno, a quien combato; del mundo, al que contradigo; de la carne, a la que persigo. Un enjambre de pecadores y pecadoras a quienes ataco no me da tregua ni a mí ni a los míos. Siempre alerta, siempre sobre espinas, siempre sobre guijarros afilados, me encuentro como una pelota en juego: tan pronto la arrojan de un lado, ya la rechazan del otro, golpeándola con violencia. Es el destino de este pobre pecador. Así estoy sin tregua ni descanso desde hace trece años, cuando salí de San Sulpicio.

«No obstante, querida hermana, bendice al Señor por mí. Pues me siento feliz en medio de mis sufrimientos, y no creo que haya nada en el mundo tan dulce para mí como la cruz más amarga, siempre que venga empapada en la sangre de Jesús crucificado y en la leche de su divina Madre. Pero además de este gozo interior hay gran provecho en llevar la cruz. ¡Cuánto quisiera que pudieras ver mis cruces! ¡Nunca he logrado mayor número de conversiones que después de los entredichos más crueles e injustos!».

Tan acostumbrado está Montfort a llevar sobre sí su amada cruz, que en sus escasos tiempos de bonanza se siente extraño y a disgusto. Por ejemplo, cuando en 1708 obtiene un éxito notable en la misión de Vertou, exclama: «Ninguna cruz, ¡qué cruz!».

Sólo en 1711, cinco años antes de su muerte, gracias a Mons. de Lescure, obispo de La Rochelle, «encuentra por fin su inserción armoniosa y definitiva en la vida de la Iglesia» (Laurentin 149).

«Dios, por fin, le deparaba dos diócesis en que iba a poder trabajar con santa libertad: la de Luçon y la de La Rochela. Sus obispos eran de los poquísimos que en Francia no se habían dejado doblegar por el espíritu jansenista [...] Al tiempo mismo que el prelado de Nantes, presionado más o menos por los jansenistas, se deshacía del misionero, los de Luçon y la Rochela le llamaaban a sus diócesis» (Abad 41).

De todos modos, la cruz pesa sobre Montfort hasta su muerte, entre otras cosas porque no logra consolidar un grupo de misioneros populares que asimilen su espíritu y continúen su obra. A su muerte, en 1716, apenas ha reunido en la Compañía de María a dos sacerdotes y siete hermanos. Y las Hijas de la Sabiduría no son apenas más numerosas, aunque bajo la guía de Sor María Luisa Trichet forman una asociación más organizada.

Carta a los Amigos de la Cruz

La devoción a la cruz es absolutamente central en la espiritualidad de Monfort, como en tantos otros santos cristianos. Encabeza con frecuencia sus cartas con el lema ¡Viva Jesús, viva su cruz! En una de sus obras principales, El amor de la Sabiduría eterna, ofrece un programa completo de vida cristiana fundamentado en la cruz de Cristo (capítulos XII-XIV). Son también muy hermosos los cánticos que dedica a la cruz, especialmente el 11, La fuerza de la paciencia, de treinta y nueve estrofas; el 13, La necesidad de la penitencia; y el 19, El triunfo de la cruz.

En la Francia de 1700 existe en muchas diócesis una asociación de fieles llamada Los Amigos de la Cruz. Y Montfort la establece en Nantes, en 1708, al terminar la misión que dió allí en una parroquia. A partir de 1710 no pudo seguir visitando y animando a sus cofrades, porque el obispo de Nantes le quita las licencias para predicar y confesar.

Pues bien, en 1714, hallándose Montfort en Rennes, donde también tiene prohibido predicar, se retira al colegio de los jesuitas, donde hace unos ejercicios espirituales de ocho días. Y es al terminar estos ejercicios cuando escribe a sus antiguos fieles de Nantes, Los Amigos de la Cruz, una Carta circular. En la literatura espiritual sobre la cruz de Cristo, que es abun-dantísima -ya desde San Pablo o San Juan, pasando por los Padres y los autores medievales y renacentistas-, no es fácil hallar una síntesis tan perfecta de la espiritualidad de la cruz.

La presente edición

La traducción que ofrezco de la Lettre circulaire aux Amis de la Croix parte del texto de la citada edición francesa de las Oeuvres complètes de Montfort.

Me he permitido introducir en el mismo texto las citas bíblicas, que cuando sólamente son implícitas o paráfrasis aproximadas van precedidas del signo +.

De entre las obras de Montfort, ésta, la Carta a los Amigos de la Cruz es una de las más difundidas. Y es que los cristianos de diferentes tiempos y culturas, concretamente los de habla hispana, se identifican cordialmente con tan precioso texto y una y otra vez lo devoran con espiritual afecto. Ellos saben que, como dice Santa Teresa de Jesús,

en la cruz está la vida y el consuelo,
y ella sola es el camino para el cielo.

lunes, 26 de abril de 2021

27 de abril SANTO TORIBIO DE MOGROVEJO, PATRONO DEL EPISCOPADO DE IBEROAMÉRICA

 


Sebastián Conca: Milagro de San Toribio,
Obispo de Lima, 1726 - Pinacoteca Vaticana

   Toribio Alfonso de Mogrovejo nació en Mayorga, hoy provincia de Valladolid, en 1538, de una antigua familia noble, muy distinguida en la comarca. Su padre, don Luis, «el Bachiller Mogrovejo», como le decían, fue regidor perpetuo de la villa, y su madre, de no menor señorío, fue doña Ana de Robledo. Antes de él habían nacido dos hijos, Luis y Lupercio. Y después de él, dos hermanas, Grimanesa y María Coco, que habría de ser religiosa dominica. Muertos los dos primeros, a él le correspondió el mayorazgo de los Mogrovejo. Recordaremos aquí su vida según la amplia y excelente biografía de Vicente Rodríguez Valencia, y la más breve de Nicolás Sánchez Prieto.

   Su educación fue muy cuidada y completa. A los 12 años estudia en Valladolid gramática y retórica, y a los 21 años, en 1562, comienza a estudiar en Salamanca, una de las universidades principales de la época, que sirvió de modelo a casi todas las universidades americanas del siglo XVI. En Salamanca le ayudó mucho, en su formación personal y en sus estudios, su tío Juan de Mogrevejo, catedrático en Salamanca y en Coímbra.

   Al parecer, pasó también en Coímbra dos años de estudiante, y se licenció finalmente en Santiago de Compostela, adonde fue a pie en peregrinación jacobea. En 1571 gana por oposición una beca en el Colegio Mayor salmantino de San Salvador de Oviedo. Uno de sus condiscípulos del Colegio, su amigo don Diego de Zúñiga, fue importante, como veremos, en ciertos pasos decisivos de su vida.

   Como es frecuente en los santos, ya desde chico da Toribio signos precoces de las maravillas que Cristo va obrando en él. Su capellán más íntimo, Diego de Morales, afirma que «desde sus tiernos años consagró a Dios su virginidad», y que la defendió con energía cuando fue puesta a prueba con ocasión de una broma de estudiantes. En su tiempo de universitario, continuó en él la manía de dar limosna que ya tenía desde niño, y acostumbraba contentarse con pan y agua en desayuno y cena. El rector del Colegio Mayor salmantino en que vivía, el de Santiago de Oviedo, hubo de llamarle la atención por la dureza de las mortificaciones que practicaba. Una testigo de Villaquejido, donde Toribio solía ir en las vacaciones escolares y universitarias, pues era el pueblo natal de su madre, «dijo que era tan buen mozo y tan buen cristiano como no lo vio en su vida» (Rodríguez Valencia I, 91).

   Por influjo quizá de su amigo Zúñiga, oidor entonces de la Audiencia de Granada, fue nombrado don Toribio Inquisidor de Granada, función muy alta y delicada, en la que permaneció cinco años. Tenía entonces éste 35 años, y fue aquel un tiempo muy valioso para él, pues aprendió a ejercitar el discernimiento y la prudencia, sirviendo a la pureza de la fe en aquella sociedad compleja, en la que moriscos y abencerrajes estaban mezclados con la población cristiana.

   El primer arzobispo de Lima, don Jerónimo de Loaysa, murió en 1575. Y por aquellos años, tanto el rey como el Consejo de Indias recibían continuas solicitudes de virreyes y gobernadores, para que mandaran a las Indias obispos jóvenes, abnegados y fuertes, pues tanto el empeño misionero como el gobierno eclesiástico de aquellas regiones, apenas organizadas, requerían hombres de mucho temple y energía.

   En marzo de 1578, siendo don Diego de Zúñiga consejero en el Consejo de Indias, don Toribio de Mogrevejo es designado para arzobispo de Lima. En ocasión solemne, Felipe II afirma: «la elección que yo hice de su persona»... En aquel momento Mogrovejo es sólo clérigo de primera tonsura, y tiene 39 años. Se explica, pues, que necesitara tres meses para decidirse, en agosto, a aceptar el nombramiento. Recibe entonces en Granada las órdenes menores y el subdiaconado, y allí mismo, donde continúa dos años como Inquisidor, recibe el subdiaconado, el diaconado y el sacerdocio presbiteral.


   Prepara en esos años su viaje a América, donde le van a acompañar veintidós personas, entre ellas su hermana Grimanesa, con su marido don Francisco de Quiñones. Se despide en Mayorga de su madre doña Ana, visita en Madrid el Consejo de Indias, es ordenado obispo en Sevilla, donde está la llave que abre las puertas de las Indias. Por fin, en setiembre de 1580, desde Sanlúcar de Barrameda, parte con los suyos en la flota que va al Perú. 

   La tarea apostólica de Santo Toribio iba a desarrollarse en una arquidiócesis limeña de enorme extensión, unos mil por trescientos kilómetros. Abarcaba, en efecto, desde Chiclayo y Trujillo al norte, hasta Ica al sur, más las regiones andinas, desde Cajamarca y Chachapoyas hasta Huancayo y Huancavelica, y aún más al oriente por Moyobamba. A las ciudades ya nombradas se añadían Huaylas, Cinco Villas, Cañete, Carrión, Chancay, Santa, Saña —donde vino a morir—, más otros pueblos y unas 200 reducciones-doctrinas de indios. Actualmente hay diecinueve grandes diócesis en ese inmenso territorio.

   Pero además era Lima una arquidiócesis de suma importancia en lo eclesiástico, pues tenía como diócesis sufragáneas la vecina de Cuzco, las de Panamá y Nicaragua, Popayán (Colombia), La Plata o Charcas (Bolivia y Uruguay), Santiago y La Imperial, después trasladada a Concepción (Chile), Río de la Plata o Asunción (Paraguay) y Tucumán (Argentina). Es decir, casi toda Sudamérica y parte de Centroamérica quedaba presidida por este hombre de 43 años, recién hecho sacerdote y obispo.

   Santo Toribio llega a la sede limeña en mayo de 1581. Seis años llevaba sin cabeza pastoral la Ciudad de los Reyes, fundada en 1535. El dominico fray Jerónimo de Loaysa, primer obispo de Lima (1541), y primer arzobispo (1546), había muerto en 1575. Fue Loaysa «sintetizador de las reivindicaciones que las grandes personalidades cristianas del Perú hicieron en favor de los naturales durante el siglo XVI», como dice Manuel Olmedo Jiménez (299).

   Y mereció realmente ser llamado Pacificador de españoles y protector de indios, pues lo fue de verdad, «sin más pretensiones lascasianas, sino midiendo la propia realidad de los hechos y sus verdaderas posibilidades de acción» (ib.). En su tiempo se celebraron los Concilios regionales I de Lima (1552) y II de Lima (1567). Y a él debemos los Avisos Breves para Todos los Confesores destos Reinos del Perú, donde tan gravemente se urgen las conciencias de los españoles (309-313).

   Sin embargo, esta gran disciplina eclesiástica apenas había sido aplicada a la realidad pastoral. De hecho, ya en 1556, Loaysa pidió al rey ser relevado de su cargo, alegando «no puedo cumplir con la carga y oficio que tengo», pues se veía enfermo y agotado (Rodríguez Valencia I, 194)

   Mogrovejo asume, pues, la diócesis en los comienzos de su organización, tras seis años de sede vacante, con un clero diocesano y regular bastante numeroso, y con un Cabildo eclesiástico de hombres bien preparados en la Universidad limeña de San Marcos, fundada en 1551. Y sus veinticinco años de ministerio episcopal se distribuyen de forma verdaderamente rigurosa y exacta, que denota un perfecto dominio de sí mismo. «No es nuestro el tiempo», solía decir. Éste fue, en síntesis, el calendario de su apostolado:

·         1581: Llegada de Santo Toribio a Lima, y primera salida de su sede, «para tomar claridad y lumbre de las cosas que en el concilio se habían de tratar». 

·         1582-1583: III Concilio de Lima. 

·         1584-1590: Primera visita general. 

·         1591: IV Concilio. 

·         1593-1597: Segunda visita. 

·         1601: V Concilio. 

·         1605-1606: Tercera visita. Hizo también varias salidas en visitas parciales, y cumpliendo la norma de Trento, celebró Trece Sínodos diocesanos. 

·         1606 Muere.

   La diócesis limeña, como todas las de entonces, era fundamentalmente misionera. Y muy consciente de ello, Santo Toribio, a diferencia de otros obispos que se quedaban en su sede y dejaban a los religiosos y doctrinos la acción propiamente misional, se dedicó principalmente al apostolado entre los indios, limitando casi sus estancias en Lima a los tiempos en que se celebraron sus tres Concilios o los Sínodos diocesanos.

   Al narrar los hechos apostólicos de Santo Toribio, merecen memoria especial sus visitas pastorales, que conocemos bien por el Diario, y por el Libro de la Visita. Tenemos también los relatos y testimonios detallados de sus acompañantes Bernardino de Almansa, Juan de Vargas, Sancho Dávila, Hernando Martínez, Ramírez Berrio...

   En los libros de visita todo quedaba anotado: estado de los indios, de la iglesia, de los ganados, telares y obras, estadísticas... Veamos como muestra la visita a la doctrina de Cajacay: «Está junto a Chiclayo; hay 67 indios tributarios y 18 reservados, y 145 de confesión y 185 ánimas, grandes y chicas. Confirmó su Señoría Ilustrísima, la vez pasada, en este pueblo 255 personas, y ahora 22. Hay cerca de este pueblo las estancias siguientes: Una estancia de Alonso de Migolla, que está media legua de este pueblo. Hay 20 personas. Otra estancia»... Y así va detallando hasta sumar 356 indios tributarios (Rodríguez Valencia I, 455).

   Los secretarios de visita, que se turnaban para acompañar al señor arzobispo, quedaban agotados, pero él iba siempre adelante incansablemente, y no llevado por indígenas en litera o silla de manos, como era normal en los indios o españoles principales, sino siempre en mula o a pie, como dice Almansa, «sólo por no dar molestia ni trabajo a los indios». Viajaba en mula a veces por laderas asomadas a los abismos andinos, «que parecía milagroso dejarse de matar». O si no era posible entrar la cabalgadura, «muchas veces a pie, con las ciénagas y lodo hasta las rodillas y muchas caídas».

   No era raro para él tener que pasar la noche al sereno. Utilizaba entonces la montura de la mula como cabezal. Y también le servía para cubrirse con ella en los aguaceros que a veces les sorprendían de camino, perdidos, lejos de cualquier tambo, en soledades donde nadie había para orientarles.

   Los indios estaban con frecuencia dispersos fuera de las doctrinas y pueblos. Pero Santo Toribio no limitaba sus visitas pastorales a estos centros principales, ni empleaba delegados, sino que él mismo se allegaba, según los testimonios de sus acompañantes, «visitando personalmente y consolando a sus ovejas, no dejando cosa por ver... No dejando huaicos, cerros ni valles que él mismo por su persona no los visitase con grandísimo trabajo y riesgo de su vida... No contentándose con andar y visitar los pueblos grandes, sino los cortijos, pueblos y chácaras, aunque en ellos no hubiese más de tres o cuatro viejos... Muchas veces a pie».

   Para dar la confirmación a una indiecita en alguna parte remota, allá «iba él propio a buscarla y la confirmaba, y no quería que pasase la dicha india ningún peligro en su persona; y Su Señoría lo quería pasar y la iba a buscar». Durante la peste de viruela, que diezmó las reducciones, él visitaba a los indios, entrando en sus chozas, «sufriendo el hedor que tenían, de suerte que, si no fuera con celo ferviente de caridad y amor, no se pudiera hacer ni sufrir». Tampoco había zona de indios de guerra que le arredrase, como cuando entró en las montañas de Moyobamba. En aquella ocasión «le persuadieron y aconsejaron muchas personas y le requirieron que en ninguna manera entrase». Pero él allá se entró, «que por Dios más que aquello se había de pasar». Con todo esto, «algunos de los criados que llevaba se le despidieron y quedaron por no atreverse a entrar».

   El apostolado no es otra cosa que mostrar a los hombres el amor que Dios les tiene en Cristo (I Juan IV, 21). Pues bien, el amor de Cristo a los indios del Perú se manifestó de forma conmovedora en las andanzas apenas imaginables que el santo arzobispo Mogrovejo pasó en sus visitas pastorales. Los incas habían dejado una incipiente red viaria, pero él hubo de ir muchas veces por caminos de cabras, «aptos sólo para ciervos» (cervis tantum pervia), como decía el padre Acosta, su colaborador principal.

   Téngase en cuenta que la diócesis de Lima iba desde los calurosos llanos hasta las alturas de los Andes, cuyas cimas alcanzan allí los 7.000 metros de altura. Ni siquiera sus criados indios aguantaban a veces cambios climáticos tan brutales. Pero el santo arzobispo, un día y otro, durante meses, durante muchos años, atravesaba selvas, llanos y ciénagas, valles y ríos, o se remontaba a aquellas alturas majestuosas, que avistaban cortinas sucesivas de montes y montañas, entre cortados precipicios, con un río quizá allá abajo, apenas un hilo de plata dos kilómetros al fondo.

   Mogrovejo iba siempre animando a todos, con buen semblante, unas veces detrás, recogido en oración, otras veces delante, abriendo camino, si el paso era peligroso, y en ocasiones cantando a la Virgen o semitonando aquellas Letanías del Concilio de Lima —así llamadas porque se incluyeron en la compilación de sinodales del Santo—, en las que por cierto se confesaba la Inmaculada Concepción de María y su gloriosa Asunción a los cielos con varios siglos de anticipación a su proclamación dogmática. Fray Melchor y el licenciado Cepeda, que en una ocasión le acompañaban, y le hacían coro, comentaban: «No parecía sino que venía allí un ángel cantando la letanía, con lo cual no se sentía el camino».

   Es preciso repetirlo: resulta casi inimaginable lo que Santo Toribio pasó recorriendo aquellas inmensas distancias en sus visitas pastorales. Como los itinerarios de sus viajes quedaron registrados al detalle, puede calcularse con bastante exactitud que recorrió unos 40.000 kilómetros.

   Este hombre, de buena salud, pero de complexión no demasiado fuerte, que hasta los 43 años lleva una vida sedentaria, entre papeles y cartapacios, y que a esa edad inicia 25 años de vida pastoral, la mayor parte de ella de camino, en chozas, a la intemperie, a pan y agua, es una demostración patente de que el hombre sinceramente enamorado de Dios viene a participar de la omnipotencia divina, se hace tan fuerte como el amor que inflama su corazón, y puede con todo. Y además con facilidad y con alegría.

   Su apasionado amor pastoral le llevaba a una entrega tan total que excluía todo descanso. Ni se le pasó por la mente tomar nunca vacaciones, por cortas que fueran. Y nunca viajó a España, aunque asuntos muy graves lo hubieran justificado a veces. Prefería enviar un delegado en su nombre. El sabía aquello de San Pablo, «el tiempo es corto» (I Corintios VII, 29).

   Y no se le ocurría invertir una semana o un día o medio en visitas de cumplido, en conmemoraciones, bodas de plata, oro o diamante, inauguraciones diversas o fiestucas piadosas. Incluso para ordenar obispos suyos sufragáneos, estando de visita pastoral en lugares alejados de Lima, hacía llegar al presbítero electo a donde él estaba; así lo hizo, por ejemplo, con fray Luis López, a quien consagró como obispo de Quito. El tenía claro que «no es nuestro el tiempo».

   La Providencia divina le hizo superar muchos peligros graves. Contaremos sólo un par de ejemplos. Una vez, queriendo llegar a Taquilpón, anejo a la doctrina de Macate, había de atravesar el río Santa, que estaba en crecida impetuosa. Allí no servían ni balsas de enea, ni flotadores de calabazas, ni los demás trucos habituales. Allí hubo que tender un cable de lado a lado, bien tenso entre dos postes, y atado el cuerpo del arzobispo con unas cuerdas y suspendido así del cable, fueron tirando de él desde la orilla contraria, con el estruendo vertiginoso del potente río a sus pies. Y una vez cumplida y bien cumplida su misión pastoral, con visita y muchas confirmaciones, otra vez la misma operación a la inversa.

   En otra ocasión, bajando de las montañas, descendía a caballo una cuesta larguísima, «de más de cuatro leguas», La Cacallada, que le decían los indios, la pedregosa. Ya a oscuro, les pilló el estallido de una tormenta andina, con fragor de truenos, ecos redoblados, lluvia, oscuridad, estruendo. El arzobispo, acompañado de su criado Diego de Rojas, iba adelante, con tenacidad obstinada, y Diego se maravillaba «viendo la paciencia y contento con que el dicho señor arzobispo iba animando a los demás». A pesar de sus voces, se iba dispersando el grupo, todos a ciegas, «se fueron todos quedando, unos caídos y otros derrumbados con sus caballos». A una de éstas, el arzobispo se vio descalabrado en una caída aparatosa, tan fuerte que al criado «se le quebró el corazón de ver al señor arzobispo echado, desmayado en el lodo, donde entendió muchas veces que pereciera». Acudieron algunos a sus gritos, y todos pensaron que Santo Toribio estaba muerto, «helado y hecho todo una sopa de agua». Pero cuando le levantaron, cobró conocimiento y algo de ánimo, y sostenido por los compañeros, descalzo —había perdido las botas hundidas en el barro—, retomó la subida, desmayándose varias veces por el camino. Cesó la tormenta, asomó la luna de parte de Dios, y allí divisaron un tambo, al que llegaron como pudieron. No había nadie. Sólo había silencio y soledad, noche y frío. Tumbado el arzobispo, helado, exangüe, quedó como muerto. Cuando así le vio su paje Sancho Dávila «se hartó de llorar al verlo de aquella suerte». Todos le daban por perdido, pero a él, a Sanchico, se le ocurrió sacar la lana de una almohada, y calentándola a la lumbre, frotar y calentar con ella al arzobispo, hasta que logró que volviera en sí. Ya de día comenzaron a llegar algunos indios, y el Santo se encontraba de nuevo dispuesto a todo. Celebró la misa, predicó en lengua indígena «con tanto fervor y agradable cara como si por él no hubiera pasado cosa alguna». Allí dejó, en aquellas desolaciones de montaña, dos doctrinas que integraron a 600 indios.

   Mogrovejo, como Zumárraga, era un ministro apasionado de la confirmación sacramental. Su capellán Diego de Morales cuenta que, acompañándole él en la visita de 1598 y 1599, con Juan de Cepeda, capellán también, y el negro Domingo, se les hizo la noche a orillas de un río muy caudaloso. Como no tenían más que un pan, el arzobispo lo dividió en cuatro, y así cenaron. Rezó el breviario, paseó un poco, y se acostó a dormir en el suelo, con la silla de la mula como cabezal. Al poco rato, se inició «un aguacero muy terrible», que duró hasta el amanecer, y él «no tuvo otro reparo más que taparse con el caparazón de la silla».

   Muy de mañana, en ayunas, emprendieron la marcha a pie, y el arzobispo iba rezando las Horas mientras subían una gran cuesta. Y «como había pasado tan mala noche, se sintió fatigado», y hubieron de ofrecerle un bastón, pero él «no le quiso admitir hasta que pagaron a un indio, de quien era, cuatro reales por él, y entonces le tomó». Llegó por fin, «sudando y fatigado del camino», a la doctrina que llevaba el dominico fray Melchor de Monzón. Allí fue a la iglesia, hizo oración, predicó a los indios en la misa, y estuvo confirmando hasta las dos del mediodía. Cuando se sentó a comer eran ya las tres, y estaba «bien cansado y trabajado».

   Entonces se le ocurrió preguntar al padre doctrinero si faltaba alguno por confirmar. Tras algunas evasivas de éste, el arzobispo le exigió la verdad, y el padre hubo de decirle que a un cuarto de legua, en un huaico, había un indio enfermo. El arzobispo «se levantó de la mesa» y se fue allá con el capellán Cepeda. El indio estaba en un altillo, «que si no era con una escalera, no pudieran subir». Le animó y le confirmó con toda solemnidad, como si hubiera «un millón de personas». Regresó después, a las seis de la tarde, y se sentó a comer...

   Bien podían quererle los indios, que «no le saben otro nombre más que Padre Santo». Cuando el señor arzobispo, una vez celebrada la misa en el claro del bosque, o junto al río fragoroso, o en una capilla perdida en las alturas andinas, bajo el vuelo circular de los cóndores, se despedía de los indios y después de bendecirlos se iba alejando, «lloraban con muchas veras su partida como si se les ausentase su verdadero padre». Y es que realmente lo era: «Pues aunque tuvierais diez mil pedagogos en Cristo, no tenéis muchos padres; porque en Cristo Jesús os engendré yo por medio del Evangelio» (I Corintios IV, 15).

   «Confirmó más de ochocientas mil almas», afirma su sobrino clérigo, Luis de Quiñones, ateniéndose a los registros. Hizo más de medio millón de bautismos. Anduvo 40.000 kilómetros... A veces la cantidad es tan enorme que se trasforma en calidad, en dato cualitativo. Bien pudo decir quien llegó a ser su fiel capellán, Sancho Dávila: «Conoció este testigo que el amor de verdadero pastor y gran santidad de dicho señor arzobispo le hacía sufrir y hacer lo que... ni persona particular pudiera hacer».

   Considerando estas enormidades —más allá de la norma— que produce la caridad pastoral extrema, no faltará alguno que se diga: «Qué cosas es necesario hacer para llegar a ser santo»... Pero el santo no es santo porque hace esas cosas, sino que hace esas cosas porque es santo.

   A no pocos capitalinos de Lima, muy conscientes de vivir en la Ciudad de los Reyes, no les hacía ninguna gracia las interminables ausencias del señor arzobispo, aunque éste se viera sustituido por el prudentísimo don Antonio de Valcázar, provisor.

   Un grupo de canónigos del Cabildo limeño, molestos con el arzobispo por un par de cuestiones, escriben al rey con amargura: «Para más nos molestar, ha casi siete años que anda fuera de esta ciudad so color de que anda visitando... Pudiendo hacer la Visita en breve tiempo, se está en los Partidos hasta los fenecer» (30-4-1590). El oidor Ramírez de Cartagena confecciona primorosamente un Memorial al Rey, engendro contrario al Santo, que entregó al virrey nuevo del Perú, don García Hurtado de Mendoza, marqués de Cañete, el cual tuvo buen cuidado de hacerlo llegar al Consejo de Indias. Otros varios se unen también contra él, con pleitos y cartas de agravios dirigidas al rey.

   El de Cañete estimula estos escritos difamatorios contra el arzobispo, y se apresuraba para hacer llegar todas estas quejas a la Corte. El mismo escribe al rey que el arzobispo «y sus criados andan de ordinario entre los indios comiéndoles la miseria que tienen». Y añade delicadamente: «y aún no sé si hacen cosas peores... Todos le tienen por incapaz para este Arzobispado» (1-5-1590). Y en otra carta: «Hará ocho meses que está fuera de aquí... Es muy enemigo de estar a donde vean la poca compostura y término que en todas las cosas tiene» (12-4-1594).

   El rey, que mucho aprecia al Santo, llega a creer, al menos en parte, las acusaciones, y en una cédula real le ruega y le exige que excuse «las dichas salidas y visitas todo cuanto fuere posible». Con todo respeto, el arzobispo escribe al rey, recurre en consulta al Consejo de Indias, alega siempre los imperativos de su oficio pastoral, cita las normas dadas por Trento, y no muda su norma de conducta, asegurando, como atestigua don Gregorio de Arce, que «andar en las visitas era lo que Dios mandaba», y que en ellas él «se ponía en tan graves peligros de mudanzas de temples [climas], de odio de enemigos, de caminos que son los más peligrosos de todo el mundo», hasta el punto que «muchas veces estuvo en peligro de muerte», y que todo «esto hacía por Dios y por cumplir con su obligación».

   Santo Toribio tuvo siempre gran aprecio por el rey, como buen hidalgo castellano, y no despreció a sus contradictores, especialmente al Consejo de Indias. Pero jamás permitió que el César se entrometiera en las cosas de Dios indebidamente, y en lo referente a las visitas pastorales nunca modificó su norma de vida episcopal; más aun, como veremos, logró que en el III Concilio limeño, con la firma de todos los padres asistentes, se hiciera de su conducta personal norma canónica para todos los obispos.

   En el antiguo imperio de los incas se hablaban innumerables lenguas. El padre Acosta, al tratar de hacer el cálculo, pierde la cuenta, y termina diciendo que unos centenares (De Procuranda Indorum Salute I, 2; IV, 2 y 9; VI, 6 y 13; Historia Natural VI, 11). Ya en 1564 se disponía de un Arte y vocabulario de la lengua más común, el quechua, libro compuesto por fray Domingo de Santo Tomás y publicado en Valladolid.

   Pero los padres y misioneros, fuera de algunas excepciones, no se animaban a aprender las lenguas indígenas, pues eran muy diversas y había poca estabilidad en los oficios pastorales, de manera que la que hoy se aprendía, mañana quizá ya no les servía. De hecho, a la llegada de Santo Toribio al Perú, todavía los indios aprendían la doctrina «en lengua latina y castellana sin saber lo que dicen, como papagayos». La acción misionera en México había ido mucho más adelante en la asimilación de las lenguas.

   «Fue arduo el problema lingüístico del Perú, observa Rodríguez Valencia. Pero era necesario resolverlo, por gigantesco que fuera el esfuerzo. Y es de justicia y de satisfacción mencionar a los Virreyes, Presidentes y Oidores de Lima, que prepararon con su pensamiento y su denuedo de gobernantes el camino a la solución misional de Santo Toribio» (I, 347). Solórzano sintetiza la posición de aquéllos: «No se les puede quitar su lengua a los indios. Es mejor y más conforme a razón que nosotros aprendamos las suyas, pues somos de mayor capacidad» (Política Indiana II, 26, 8). Muchas veces se discutió en el Consejo de Indias la posibilidad de unificar toda América en la lengua castellana. La tentación era muy grande, si se piensa en la escuela y la administración, la actividad económica y la unidad política. Pero «triunfó siempre el criterio teológico misional de llevar a los indios el evangelio en la lengua nativa de cada uno de ellos. Se vaciló poco en sacrificar el castellano a las necesidades misionales» (Rodríguez Valencia I, 347). De hecho, solamente «en 1685 se toman providencias definitivas para unificar la lengua de América en el castellano, pues hasta entonces, por fuerza de la evangelización en lengua nativa, estaba "tan conservada en esos naturales su lengua india, como si estuvieran en el Imperio del Inca"» (I, 365).

   El Virrey Toledo, que visitó el Virreinato casi entero, fue en esto el «adalid seglar de la lengua indígena, "que [según decía] es el instrumento total con que han de hacer fruto [los sacerdotes] en sus doctrinas"» (I, 348). Bajo su influjo, el rey Felipe II prohibió la presentación de clérigos para Doctrinas si no sabían la lengua indígena.

   Por otra parte, si ya Loaysa en 1551 había iniciado en su propia catedral limeña una Cátedra de lengua indígena, en 1580 el rey dispuso que en Lima y en todas las ciudades del Virreinato se fundaran estas Cátedras, que tenían finalidad directamente misional. En efecto, en ellas habían de hacer el aprendizaje necesario el clero y los religiosos, y por ellas se pretendía que los naturales «viniesen en el verdadero conocimiento de nuestra Santa Fe Católica y Religión Cristiana, olvidando el error de sus antiguas idolatrías y conociendo el bien que Nuestro Señor les ha hecho en sacarlos de tan miserable estado, y traerlos a gozar de la prosperidad y bien espiritual que se les ha de seguir gozando del copioso fruto de nuestra Redención» (19-9-1580). La dignidad cristiana de esta cédula real está a la altura del Testamento de Isabel la Católica.

   Llegó al Perú la real cédula en la misma flota que trajo al arzobispo Mogrovejo, quien procuró en seguida su aplicación, como veremos, en el Concilio III de Lima (1582-83). No muchos años después, pudo escribir al rey elogiando al clero: «procuran ser muy observantes... y aprender la lengua que importa tanto, con mucho cuidado» (13-3-1589). Y en una relación de 1604, hay en el arzobispado «ciento veinte Doctrinas de Clérigos, y figura una relación de un centenar de sacerdotes seculares de la Diócesis que saben la lengua... Esa cifra da idea de la marcha rápida e implacable de la imposición de la lengua indígena en el Arzobispado de Lima» (Rodríguez Valencia I, 364).

   Puede, pues, decirse que «el esfuerzo misional de las lenguas indígenas retrasó en más de un siglo la unificación de idioma en América. Prevaleció el criterio teológico y se sacrificó el castellano» (I, 364). Ésa es la causa histórica de que todavía hoy en Hispanoamérica sigan vivas las lenguas aborígenes, como el quechua, el aimara o el guaraní.

   El mismo Santo Toribio, que ya quizá en España estudiara el Arte y vocabulario quechua, a poco de llegar, usaba el quechua para predicar a los indios y tratar con ellos; «desde que vine a este Arzobispado de los Reyes», le informa al Papa. Siendo tantas las lenguas, solía llevar intérpretes para hacerse entender en sus innumerables visitas. No poseía, pues, el santo arzobispo el don de lenguas de un modo habitual, pero en algunos casos aislados lo tuvo en forma milagrosa, como la Sagrada Congregación reconoció en su Proceso de beatificación.

   En una ocasión, por ejemplo, según informó un testigo en el Proceso de Lima, entró a los panaguas, indios de guerra infieles. Salieron éstos en gran número con sus armas y le rodearon, «y su Señoría les habló de manera que se arrojaron a sus pies y le besaron la ropa». Uno de los intérpretes quiso traducir al señor arzobispo lo que los indios le decían «en su lengua no usada ni tratada», pero éste le contestó: «Dejad, que yo los entiendo». Y comenzó a hablarles en lengua para ellos desconocida «que en su vida habían oído ni sabido... y fue entendido de todos, y vuelto a responder en su lengua». En esta forma asombrosa «los predicó y catequizó y algunos bautizó y les dio muchos regalos y dádivas, con que quedaron muy contentos». Fundó allí una Doctrina, dejando un misionero a su cargo.

   El magno Concilio de Trento se celebra en los años 1545-1563, dando un fortísimo impulso de renovación a la Iglesia. «Publicado en España en 1564 y recibido como ley del reino [1565], Felipe II concibió el generoso proyecto de secundarle inmediatamente con la celebración simultánea de Concilios provinciales en todas las metropolitanas de España y de sus reinos de Europa y de ultramar a lo largo del año 1565» (Rodríguez Valencia I, 193). En efecto, en 1565 se celebraron Concilios en Compostela, Toledo, Tarragona, Zaragoza, Granada, Valencia, Milán, Nápoles, Sicilia y México. Y en 1567, el Concilio II de Lima.

   Continuando, pues, este mismo impulso de renovación eclesial, y en virtud del regio Patronato, en 1580 Felipe II encarga al recién elegido arzobispo de Lima con todo apremio, por real cédula, que reúna un Concilio provincial, y que exija asistencia a todos los obispos sufragáneos, «advirtiéndoles que en esto ninguna excusa es suficiente ni se les ha de admitir, pues es justo posponer el regalo y contentamiento particular al servicio de Dios, para cuya honra y gloria esto se procura». Sabía el rey las enormes dificultades que llevaba consigo la reunión de un Concilio al que habían de asistir obispos, a veces ancianos, desde miles de kilómetros de distancia. De ahí que su mandato, dado con la autoridad del Patronato Real, sea tan enérgico, reforzando así al arzobispo metropolitano en su llamada convocadora.

Por lo demás, la convocación del Concilio no era tarea fácil para Santo Toribio, recién llegado al sacerdocio, al episcopado y a América, y todavía joven entre tantos obispos maduros o ancianos. De todos modos, junto a la autoridad del rey, tuvo no pocas ayudas, de las que destacaremos aquí algunas.

   Mucho ayudó siempre al santo arzobispo su primo segundo y cuñado Francisco de Quiñones, casado con Grimanesa. Como administrador general y limosnero, fue quizá una de las personas que mejor se entendieron con el Santo, y su mejor colaborador en todo el tiempo de su ministerio. Como perfecto caballero cristiano, fue el mejor cómplice de las desmesuradas limosnas del arzobispo, y fue para él también una gran ayuda en los muchos asuntos prácticos anejos a la celebración de aquel difícil Concilio. También fue hombre de confianza de los sucesivos Virreyes —exceptuando al de Cañete—, y ocupó cargos de mucha importancia: maese de campo, comandante de la flota del sur, corregidor de Lima, gobernador y capitán general de Chile en 1600, durante la segunda rebelión araucana.

   En segundo lugar, el virrey don Francisco de Toledo. Este hombre de gran valía, Caballero de Alcántara y observador en la Junta de 1568, en la que Felipe II reorganiza políticamente las Indias y la actuación del Patronato regio, llega al Perú cuando ya la autoridad de la Corona se había afirmado sobre levantamientos y banderías. Cuatro años de visita le dieron un cabal conocimiento del virreinato, y él fue sin duda quien dio al Perú y sur de América su organización política, social y económica. Pero también su gobierno tuvo gran influjo en lo religioso, pues promovió con gran celo la reducción de los indios a poblados, y por tanto la erección de doctrinas; e impulsó desde el Patronato real, de acuerdo con el arzobispo Loaysa, la celebración de asambleas eclesiásticas. El virrey Toledo hizo finalmente cuanto pudo para facilitar la celebración del Concilio III de Lima, y para ello esperó «con muchos apuntamientos» al nuevo arzobispo. Pero hubo de partir de Lima días antes de la llegada de Santo Toribio. El virrey don Martín Enríquez, designado para el Perú al mismo tiempo que Mogrovejo, mostró también un gran celo misional, y con su gobierno conciliador calmó los ánimos de aquellos que se habían sentido turbados por la impetuosidad de Toledo.

   Por último, es preciso destacar a quien fue sin duda el brazo derecho de Santo Toribio en los altos asuntos de la gobernación pastoral de la Iglesia, el jesuita padre José de Acosta (1540-1600), castellano de Medina del Campo, hombre polifacético, teólogo y canonista, naturalista y poeta, activo y en ocasiones —al decir del General jesuita Acquaviva— afectado de «humor de melancolía». Autor de la Historia Natural y Moral de las Indias, compuso también una obra admirable, De Procuranda Indorum Salute, en la que, llevando a síntesis madura los estudios de autores precedentes, daba respuesta segura a muchas cuestiones teológicas, jurídicas y misionales. Escrito entre 1575 y 1576, este libro, como dice el padre Francisco Mateos, «fue considerado desde su aparición como un importante Manual de Misionología, el primero de los tiempos modernos» (BAE 73, XXXVII). En el padre Acosta encontró el santo arzobispo un colaborador inteligente, y un negociador hábil y amable. Falta le hizo, tanto en Lima como en Madrid y en Roma.

   A la convocatoria del arzobispo, enviada por duplicado o por triplicado, fueron llegando por fin a Lima los obispos, ocho en total. Dominicos el de Quito, Paraguay y Tucumán. Franciscanos los dos chilenos, de Santiago y La Imperial, y seculares el arzobispo y los obispos de Cuzco y Charcas. Con los obispos se reunieron, además del Virrey, unos cincuenta teólogos, juristas, consultores, secretarios, oficiales y los prelados de las órdenes religiosas. El padre José de Acosta era el principal de aquel equipo amplio de hombres expertos y prudentes.

   Los obispos que llegaron tuvieron como primera sorpresa saber que el arzobispo no estaba en Lima, andaba misionando, y llegó sólo quince días antes de la apertura. Aún tuvieron otra sorpresa en este su primer encuentro con el arzobispo Mogrovejo. En la catedral de Lima, con el mayor esplendor, se reunió todo lo más distinguido de la ciudad para la consagración del obispo del Paraguay, fray Alonso Guerra.

   En las apreturas de la muchedumbre, una niña murió al parecer asfixiada. Ante los gritos angustiados de la madre, el arzobispo bajó del presbiterio, tomó a la niña en brazos, la llevó hacia el retablo, ante una imagen de la Virgen, y la elevó ante ella, quedándose a la espera de la misericordia de Dios. La niña volvió a la vida, y el Te Deum consiguiente resonó en la catedral como un clamor de agradecimiento, potenciado por el fragor del órgano (Sánchez Prieto 180).

   Aquel comienzo feliz era sólo el prólogo de la gran tormenta que se avecinaba sobre el Concilio apenas iniciado. Los obispos de Tucumán y de Charcas, que llegaron tarde, fueron la pesadilla en los inicios del Concilio. De ellos decía el arzobispo al rey: «De cuya ausencia entiendo yo fuera más servido Dios que de su presencia»... El obispo del Cuzco, por cuestiones de dinero, venía lastrado por un pleito muy grave, que el Concilio hubo de afrontar antes de entrar en materias propiamente conciliares. El obispo de Tucumán, también complicado en negocios y «granjerías», atizó en el Concilio el fuego de las primeras disputas. Y todo se complicó entonces de modo indecible y al margen de los temas propiamente conciliares, de tal forma que el señor arzobispo se quedó prácticamente solo, únicamente apoyado por el obispo franciscano de La Imperial. Otra desgracia: murió el virrey Enríquez en marzo de 1583.

   Tan mal estaba la situación que Santo Toribio, en carta de abril al rey, le decía: «Recibieron tanto detrimento los negocios del concilio, que, a ser en mi mano, el día de su muerte lo disolviera». La situación se fue deteriorando más y más: hubo sustracción violenta del archivo del Concilio, destrucción de papeles y documentos comprometedores, alegaciones a la Audiencia Real, reunión aparte, en conciliábulo desafiante, de los obispos de Tucumán, Cuzco, Paraguay, Santiago y Charcas, excomunión de los prelados rebeldes... Un horror.

   El santo arzobispo le escribe al rey: «Fueron los negocios adelante de tanta exorbitancia, que no bastaba paciencia humana que lo sufriese... Y así muchas veces le pedí a Nuestro Señor me diese la que bastase para poderlo sufrir, no dándoles ocasión para ello la menor del mundo... Porque un día me trataban de descomulgado, y otro me negaban la preeminencia... diciendo que no era cabeza del Concilio, y que allí dentro no tenía más que cualquiera de ellos... Otras veces que estaba en pecado mortal... Porque les iba a la mano en sus negocios y se los contradecía» (27-4-1584)... De la prudencia sobrenatural de Santo Toribio, de su humilde paciencia y caridad, quedan en esta ocasión testimonios verdaderamente impresionantes.

   El secretario del Concilio, Bartolomé de Menacho: «Hubo muchas controversias y pesadumbres... Por la rectitud del señor arzobispo y freno que ponía en muchas cosas, se le desacataban con muchas libertades, de que jamás le vio este testigo descomponer ni oír palabra con que injuriase ni lastimase a ninguno... Ni después en casa, tratando sobre estas materias, le oyó ninguna palabra que pudiese notarse, cosa que le causaba a este testigo admiración... Mostró la gran paciencia y santidad que siempre tuvo con grandísimo ejemplo en sus obras y palabras, tan santas y tan ajustadas». El prior agustino: en el Concilio «dio muestras de mucha virtud y cristiandad, proponiendo cosas muy importantes y de mucha reformación para el estado eclesiástico, padeciendo de los obispos muchos agravios y demasías, todo con celo de que el Concilio se acabase y se definiesen». El comisario franciscano: «Es persona, por sus muchas virtudes, capaz de todo... Y al fin no pudo nada bastar para desquiciarle de la razón y justicia». Siete capitulares limeños escriben asombrados al rey, por propia iniciativa: el señor arzobispo Mogrovejo «es tal persona cual convenía para remediar la necesidad que esta Santa Iglesia tenía», y es de creer que su elección «fue hecha por divina inspiración» (28-4-1584) (Rodríguez Valencia I, 233).

   Santo Toribio, durante la Semana Santa, suspendió por el momento el Concilio, y en unos días de mucha oración y sufrimiento hubo de elegir entre clausurar definitivamente el Concilio o continuarlo como se pudiere, a costa de su mayor humillación personal. Finalmente, encomendándose a Dios, se decidió a convocar la asamblea conciliar, levantó para ello las censuras, sin haber recuperado los documentos sustraídos, y dejó a un lado los desacatos y desafíos que le habían inferido. Era la única manera de salvar un Concilio extremadamente necesario y urgente, y de sacar adelante las normas y proyectos que, bajo su inspiración, las comisiones de peritos habían ido ya preparando con gran eficacia.

   Gracias a su paciencia humilde, prevaleció la misericordia de Dios sobre la miseria de los hombres, y marginados los problemas y pleitos personales, pudo lograrse una gran unanimidad a la hora de resolver los graves asuntos pastorales del Concilio. «En lo que toca a los decretos de doctrina y sacramentos y reformación, hubo toda conformidad y se procedió con mucho miramiento y orden», escribe el arzobispo al rey, considerando esto una gracia de Dios muy especial: «Lo cual fue gran merced de Nuestro Señor, que en esto quiso mostrar el favor que hace a su Iglesia, y la asistencia suya a las cosas que se hacen en su nombre para el bien del pueblo cristiano» (27-4-1584).

   El Concilio dividió su cuerpo canónico en cinco partes o acciones. Y aquí destacaremos de él algunos aspectos más notables.

   El cuidado de los indios.- «La defensa y cuidado que se debe tener de los indios» constituye sin duda el centro en torno al cual gira todo el Concilio III de Lima. Ha de exigirse a las autoridades civiles que repriman todo abuso para que «todos traten a estos indios no como a esclavos sino como a hombres libres y vasallos de la Majestad Real». El cuidado pastoral de los indios ha de incluir toda una labor de educación social: «que los indios sean instruidos en vivir políticamente», es decir, que «dejadas sus costumbres bárbaras y salvajes, se hagan a vivir con orden y costumbres políticas»; «que no vayan sucios y descompuestos sino lavados y aderezados y limpios»; «que en sus casas tengan mesas para comer y camas para dormir, que las mismas casas o moradas suyas no parezcan corrales de ovejas sino moradas de hombres en el concierto y limpieza y aderezo».

   Esta perspectiva, en la que evangelización y civilización se integran, es la que caracteriza el planteamiento de las doctrinas-parroquias que Santo Toribio, con sus colaboradores, concibió y desarrolló. Formó así un sistema que había de perdurar durante siglos, adoptando formas concretas muy diversas, y que tuvo una importancia decisiva tanto en la evangelización de América como en la misma configuración civil de muchos pueblos.

   En cuanto a los sacerdotes al cuidado de indios, han de ser muy conscientes siempre de «que son pastores y no carniceros, y que como a hijos los han de sustentar y abrigar en el seno de la caridad cristiana». Por otra parte, todos los sacerdotes, especialmente los ordenados a título de indios, han de estar prontos a ser enviados a servir en las parroquias de indios, «pues la ley de la caridad y de la obediencia obliga a veces a socorrer al peligro presente de las ánimas, aunque fuese dejando los estudios de las letras comenzados».

   La lengua.- El Concilio impone la lengua indígena en la catequesis y la predicación, y prohíbe el uso del latín y la exclusividad de la lengua española. De acuerdo con las leyes ya establecidas por la Corona, niega la provisión de doctrinas a los clérigos y religiosos que ignoren la lengua indígena. Y siguiendo también la legislación civil, manda a los curas de indios que tengan gran cuidado de las escuelas, y que en ellas principalmente se acostumbren «a entender y hablar nuestra lengua española». Una ignorancia indefinidamente prolongada del castellano impediría a la población indígena su progresiva integración en la unidad de la América hispana. Como es sabido, los Reyes hispanos del XVI nunca consideraron las Indias como colonias, sino como Reinos de la Corona Española.

   Lo que la mentalidad del Concilio III de Lima era en este tema puede verse expresada en lo que había escrito en 1575 el padre Acosta: «Desde luego, la muchedumbre de los indios y españoles forman ya una sola república, no dos separadas: todos tienen un mismo rey y están sometidos a unas mismas leyes» y tribunales (De Procuranda III, 17). La unidad de lengua, en este sentido, había de procurarse como un gran bien común.

   El Catecismo.- En los primeros cincuenta años de la evangelización del inmenso Perú, a diferencia de lo sucedido en México, la situación de los catecismos fue lamentable, quizá por la extrema diversidad de las lenguas indígenas: eran «algunos en latín, muchos en castellano, los menos en lengua indígena, aunque fueron ya apareciendo los primeros brotes meritorios de literatura quechua en los misioneros» (Rodríguez Valencia I, 331). Superar esta situación exige un empeño enorme, que el Concilio III de Lima se atreve a intentar.

   El texto catequético trilingüe, en español, quechua y aimara, conocido como el Catecismo de Santo Toribio, es quizá la joya más preciosa de este Concilio. Con él se logra unificar el adoctrinamiento de los indios en la provincia eclesiástica de Lima, es decir, en casi toda la América hispana del sur y del centro durante tres siglos, al menos. El Concilio, siguiendo en lo posible el catecismo de San Pío V, y apoyándose en el ya compuesto en quechua y aimara por el jesuita Alonso de Barzana, aprueba un texto venerable, «muy conforme con el genio de los naturales de estos países», que contribuyó decisivamente a la evangelización del sur de América.

   El Concilio ordena a todos los curas de indios «so pena de excomunión, que tengan y usen este catecismo, dejados todos los demás». Sínodos diocesanos hubo, como los de Yungay y Piscobamba, que mandaron a los curas «se lo aprendan de memoria». En todas las parroquias, doctrinas y reducciones de América meridional, durante muchas generaciones, el Catecismo de Lima grabó en los corazones la verdadera fe católica, lo que hay que creer, lo que hay que orar, y lo que hay que practicar.

   Las visitas pastorales. -La obligación evangélica de que el pastor conozca a sus ovejas y sea conocido por ellas (Juan X, 14) se hizo en el Concilio deber canónico urgido con gran firmeza. La norma personal que Santo Toribio sigue para visitar y conocer a sus fieles —apenas seguida por otros obispos, que hasta entonces se eximían de cumplir ese deber por parecerles imposible— viene a hacerse norma conciliar para todos los obispos, con la anuencia unánime de éstos. Uno de los documentos conciliares, la Instrucción para Visitadores, obra personal de Santo Toribio, va a ser en esto gran ayuda.

   Sacerdotes.- Lamentan los Padres conciliares que el orden canónico establecido en Trento para los que van a ser ordenados sacerdotes «muchas veces se quebranta», y por eso «hombres muy bajos y muy indignos» han sido promovidos sacerdotes, lo que trae muchos daños. Ellos estiman «sin duda mucho mejor y más provechoso para la salvación de los naturales haber pocos sacerdotes y ésos buenos que muchos y ruines».

   En este sentido, una de las obras principales del Concilio III de Lima es la dignificación del clero, impulsándole a la dedicación pastoral y el adoctrinamiento de los indios, exigiéndole la residencia y la vida honesta. Por otra parte, el Concilio, sumamente celoso en alejar al clero de todo comercio, sobre todo con los indios, y de cuanto supiera a simonía, determina suprimir los aranceles en la atención de los indios, de modo que «ni por administrarles cualquier sacramento, ni por darles sepultura se pudiese pedir ni llevar cosa alguna».

   Los Padres conciliares, como ya hemos señalado, urgen también mucho en el clero el aprendizaje de las lenguas de los naturales para el servicio del Evangelio y de la catequesis. Aunque con visión realista añaden que a la hora de escoger alguien para atender una doctrina «más importa (sin duda alguna) enviar persona que viva bien, que no persona que hable bien, pues edifica mucho más el buen ejemplo que las buenas palabras».

   Liturgia.- Quieren los Padres que la liturgia se celebre con gran esplendor y ceremonia, pues «esta nación de indios se atraen y provocan sobremanera al conocimiento y veneración del Sumo Dios con las ceremonias exteriores y aparato del culto divino». Por tanto, en todo esto ha de ponerse gran cuidado, y procurar que haya «escuela y capilla de cantores y juntamente música de flautas y chirimías y otros instrumentos acomodados en las iglesias». De hecho, en cumplimiento de estas normas, vienen a lograrse, por ejemplo, en las reducciones del Paraguay, cultos a grandes coros y a toda orquesta, realmente impresionantes.

   Seminarios.- El Concilio impulsa eficazmente el establecimiento de seminarios según las normas de Trento, en los que se cuide a un tiempo la elección y la formación de los candidatos al ministerio. Así pues, los obispos «deben todos primeramente suplicar siempre al Príncipe de los Pastores, Cristo, que tenga por bien de dar pastores a esta manada, que sean según su corazón». Aplicando estas normas, Santo Toribio funda el Seminario de Lima, uno de los primeros de América en aplicar el modelo de Trento.

   Admisión a la Eucaristía.- El Concilio I de Lima restringe en los indios la comunión a casos particulares, y el II manda que comulguen en Pascua; pero en la práctica posterior apenas se introduce la costumbre. El III de Lima explica esa anterior actitud restrictiva alegando que, en efecto, la comunión eucarística requiere «limpia conciencia, a la cual grandemente estorba la torpeza de borracheras y amancebamientos y mucho más de supersticiones y ritos de idolatría, vicios de que en estas partes hay gran demasía».

   Pero ahora el Concilio, «porque muchos de los indios van aprovechando cada día en la religión cristiana», recomienda vivamente que comulguen, al menos por Pascua, si están bien dispuestos y tienen licencia escrita de su cura o confesor.

   Número de sacerdotes.- Ya el Concilio II de Lima denuncia «el abuso perjudicial que en este Nuevo Orbe se ha introducido de encargarse a un cura de innumerables indios, que a las veces habitan en lugares muy apartados», y establece que haya un sacerdote adoctrinante cada cuatrocientos indios tributarios, es decir, cada «mil trescientas almas de confesión».

   No siempre se cumple la norma, y el santo arzobispo escribe al rey —que como Patrono debe sostener económicamente parroquias y doctrinas—, presentando como «negocio de mucha consideración y digno de ser llorado con lágrimas de sangre», la situación de una parroquia de cinco mil almas de confesión, con cuatro anejos, que estaba a cargo de un solo sacerdote (10-4-1588). Pues bien, acrecentado ya en la provincia eclesiástica el número real de sacerdotes, el III de Lima acuerda que «en cualquier pueblo de indios, que tenga trescientos indios de tasa, o doscientos, se debe poner propio cura». Es decir, cada mil o cada setecientas almas de confesión.

   Sumario del Concilio de 1567.- Los Padres conciliares acuerdan que las constituciones del Concilio II de Lima, de 1567, sigan en todo vigentes, y para ahorrar «trabajo y pesadumbre» a los curas que han de conocerlo y aplicarlo, disponen que se haga un Sumario, una redacción breve; de lo que se encarga el padre José de Acosta.

   Este fue el tercer Concilio provincial de Lima, sin duda «la asamblea eclesiástica más importante que vio el Nuevo Mundo hasta el siglo de la Independencia latinoamericana, y uno de los esfuerzos de mayor aliento realizados por la jerarquía de la Iglesia y la Corona Española para enderezar por cauces de humanidad y justicia los destinos de los pueblos de América, como exigencia intrínseca de su evangelización» (Bartra 19).

   Al hablar del clero indígena entendemos aquí a criollos, mestizos e indios, es decir, a todos los nacidos en las Indias. Era este en el siglo XVI un problema complejo y delicado. «La solución concreta que dio Santo Toribio en el Concilio III Limeño, fue prescindir de toda discriminación racial; no excluir de las Sagradas Ordenes a grupo alguno de los naturales, sino admitirlos a todos por igual en principio: criollos, mestizos e indios; pero apurar delgadamente las cualidades de idoneidad, y éstas no por otra medida que la dada por el Concilio de Trento» (Rodríguez Valencia II, 126). Veamos, por partes, la solución del problema.

   Los criollos.- A fines del XVI era ya muy elevado el número de sacerdotes blancos, nacidos en América, y acerca de su admisión al sacerdocio no había discusión. Incluso la norma de la Corona hispana era que «fuesen preferidos los patrimoniales e hijos de los que han pacificado y poblado la tierra», como establece Felipe II en cédula real, «para que con esperanza de estos premios se animase la juventud de aquella tierra» (14-5-1597).

   Los mestizos.- En las Indias hispanas «se procedió desde un principio a conferir las Ordenes sagradas a estos clérigos y religiosos de color, con mano abierta». Los Obispos «tendieron siempre a un clero nativo afincado en la tierra, y sobre todo, buscaron el medio misional de la lengua indígena como trasmisor del Evangelio» a los indios. Muchos de los mestizos eran de nacimiento ilegítimo, pero los Obispos obtuvieron licencia del Papa en 1576 para poder dispensar de este impedimento, y de este modo «no sólo el sacerdocio secular, sino las órdenes religiosas se nutrieron de mestizos». En este sentido, conviene señalar que «todas las discusiones, las leyes prohibitivas y cautelas... son posteriores al hecho de la aparición de un clero de color en América» (Rodríguez Valencia II, 122-123).

   En efecto, «los resultados fueron haciendo de día en día más discutida la ordenación de mestizos; no ya en la mesa del misionólogo, sino en el terreno de las realidades y en la mesa de la responsabilidad pastoral» (II, 123). Y así, por ejemplo, el Virrey Toledo, al terminar su visita por la región, escribe al rey lamentando que los prelados «han ordenado a muchos mestizos, hijos de españoles y de indias», con negativos efectos. Atendiendo, pues, el rey numerosas quejas, prohíbe en 1578 la ordenación de mestizos, que también es prohibida en el Concilio Mexicano de 1585. La Compañía de Jesús, siguiendo la norma ya establecida en otras órdenes religiosas, decide en congregación provincial de 1582 con voto unánime «cerrar la puerta a mestizos».

   Por el contrario, el Concilio III de Lima, en esta cuestión muy especialmente delicada —que afectaba también a la fama de los numerosos mestizos ya ordenados—, consigue que pueda recibirse de nuevo a los mestizos en el sacerdocio. En efecto, los Obispos de Tucumán y de la Plata fueron comisionados por el Concilio en 1583 para gestionar el asunto ante Felipe II, que autoriza la solicitud en cédula de 1588. El Concilio limeño, sin embargo, urge mucho los requisitos de idoneidad exigidos por Trento para el sacerdocio, y por eso, en la práctica, Santo Toribio ordenó muy pocos mestizos.

   Los indios.- El Concilio II de Lima, celebrado por el arzobispo Loaysa en 1567, dejó establecido que «estos [indios] recién convertidos a la fe no deben ser ordenados de ningún orden por ahora». Esa última cláusula (hoc tempore) exime la norma del error doctrinal: no se trata de una prohibición definitiva, ni tiene por qué implicar menosprecios racistas; es solamente una decisión prudencial y temporal. Sin embargo, parece más prudente que la Iglesia se limite, simplemente, a exigir la idoneidad para el sacerdocio, con los requisitos tridentinos, y no entre en más distingos de raza o color. Si los indios neófitos no están bien dispuestos para el sacerdocio, que no sean ordenados, pero no por indios, sino por impreparados. En este sentido la Sagrada Congregación romana suplica al Papa «advierta a los Obispos de las Indias que por ningún derecho se ha de apartar de las Sagradas Órdenes ni de otro sacramento alguno a los indios y negros, ni a sus descendientes» (13-2-1682).

Pues bien, en esta línea se sitúa el III Concilio de Lima, que no prohíbe la ordenación de indios, pero que tampoco la impulsa, pensando que de momento no es viable, al menos en general. Un experto del Concilio, el teólogo agustino fray Luis López, siendo después Obispo de Quito, fundó un seminario de indios, y explicaba al rey que el motivo principal era «por la esperanza que se tiene del fruto que podrán hacer los naturales más que todos los extraños juntos» (30-4-1601). Al parecer, llegó a ordenar a alguno (Rodríguez Valencia II, 128-131).

   El señor arzobispo, después de tantas amarguras, pudo finalmente, con gran descanso, clausurar el Concilio. Sin embargo, no habían de faltar posteriormente graves resistencias a sus cánones y acuerdos. «Algunos hombres —escribe Santo Toribio al Papa— han interpuesto frívolas apelaciones», de tal modo que «todos nuestros planes se han trastornado» (1-1-1586).

   Los procuradores de las distintas diócesis formalizaron un recurso de apelación ante la Santa Sede. A juicio de ellos, las sanciones eran excesivamente fuertes, concretamente las referentes al clero. Censuras y excomuniones se fulminaban con relativa facilidad. El padre Acosta justificaba esta severidad con una razón profundamente misionera y pastoral: «Los abusos en que se ha puesto rigor son muy comunes por acá y en muy notable exceso», por ejemplo, la mercatura de algunos clérigos. «Mas la principal consideración de esto es que en estas Indias los dichos excesos de contrataciones y juegos de clérigos son casi total impedimento para doctrinar a los indios, como lo afirman todos los hombres desapasionados y expertos desta tierra» (Bartra 31). Quizá una Iglesia más asentada tolerase sin grave peligro tales abusos, pero no era ése el caso de las Indias.

   Sometido el Concilio a la aprobación de Roma, hasta allí llegaron quejas, resistencias y apelaciones. Pero también llegaron cartas como la de Santo Toribio al General de los jesuitas, rogándole que apoyara ante el Papa los acuerdos del Concilio: «Y ya que parezca moderar las censuras y excomuniones en algunos otros capítulos, a lo menos lo que toca a contrataciones y negociaciones, que son en esta tierra la principal destrucción del estado eclesiástico, que no se mude ni quite lo que el Concilio con tanta experiencia y consideración proveyó».

   El padre Acosta, una vez más, hizo un servicio decisivo en favor del III Concilio, esta vez viajando a España y a Roma para explicarlo y defenderlo. La Santa Sede moderó ciertas sanciones y cambió alguna disposición, pero dio una aprobación entusiasta al conjunto de la obra. La carta del Cardenal Carafa, lo mismo que la del Cardenal Montalto, al arzobispo Mogrovejo —«Su Santidad os alaba en gran manera»—, ambas de 1588, expresan esta aprobación y le felicitan efusivamente, viendo en la disciplina eclesial limeña una perfecta aplicación del Concilio de Trento al mundo cristiano de las Indias meridionales.

   El Concilio III de Lima, en sus cinco acciones, logró un texto relativamente breve, muy claro y concreto en sus exhortaciones y apremios canónicos, y sumamente determinado y estimulante en sus decisiones. No se pierde en literaturas ni en largas disquisiciones; va siempre al grano, y apenas da lugar a interpretaciones equívocas.

   Se ve siempre en él la mano del santo arzobispo, la determinada determinación de su dedicación misionera y pastoral, su apasionado amor a Cristo, a la Iglesia, a los indios. El talante pastoral de Santo Toribio y de su gran Concilio pueden concretarse en varios puntos:

   -La incipiente situación cristiana de los indios era sumamente delicada. Los Padres conciliares, antiguos misioneros muchos de ellos, son muy conscientes de ello. Hablan de «estas nuevas y tiernas plantas de la Iglesia», que son «gente nueva en la fe», «tan pequeñuelos en la ley de Dios», y legislan siempre atentos a proteger estas vidas cristianas recién nacidas. Esto no place a algunos avisados intelectuales de hoy, que sin conocer en modo alguno la realidad de aquellos indios —de los que distan cinco siglos y muchos miles de kilómetros—, partiendo sólo de sus ideologías, osan condenar el paternalismo supuestamente erróneo de los Padres conciliares limeños. Pero si se tomaran un poco menos en serio a sí mismos, verían el lado cómico del atrevimiento de su ignorancia.

   -Era absolutamente preciso quitar los graves escándalos, sobre todo en el clero, que pudieran poner en peligro la evangelización de los indios. El III de Lima es siempre vibrante en esta determinada determinación, así cuando dispone que «ninguna apelación suspenda la ejecución en lo que tocare a reformación de costumbres». El apasionado celo reformador de Trento está presente en el Concilio de Lima. Basta de escándalos, especialmente de escándalos habituales, asentados como cosa normal y tolerable, y más si es el clero quien incurre en ellos.

   -Era muy urgente aplicar Trento a las Indias. Pensemos, por ejemplo, en la cuestión gravísima de la elección y formación de los sacerdotes. Las normas del Concilio de Trento (1545-1563) sobre la fundación de seminarios eran tomadas por algunas naciones europeas con mucha calma, y apenas se habían comenzado a aplicar tres cuartos de siglo más tarde.

   En Francia, por ejemplo, debido a las resistencias galicanas, los decretos de Trento no fueron aceptados por la Asamblea General del Clero sino en 1615. Años más tarde, todavía las disposiciones conciliares en materia de seminarios continuaban siendo en Francia letra muerta, y la ignorancia de buena parte de los sacerdotes era pavorosa. Algunos había, cuenta San Vicente de Paúl (1580-1660), que «no sabían las palabras de la absolución», y se contentaban con mascullar un galimatías. Por esos años, gracias a personas como Dom Beaucousin, Canfield, Duval, madame Acarie, Bérulle, Marillac, Bourdoise, y sobre todo San Vicente de Paúl, y en seguida San Juan Eudes (1601-1680), es cuando comienza a progresar la formación de los sacerdotes según la idea de Trento.

   Estas y otras miserias, que apenas eran soportables en países de arraigado cristianismo, no podían darse en las Indias de ningún modo, no debían permitirse, pues estaba en juego la evangelización del Nuevo Mundo. Los abusos y demoras indefinidas que el Viejo Mundo se permitía, allí hubieran sido suicidas. No debían tolerarse, y no se toleraron ni en Lima, ni en México. Era necesario abrir las Indias cristianas al influjo vivificante del Espíritu Divino comunicado en Trento.

   -El Concilio III de Lima es consciente de su propia transcendencia histórica. Al menos el arzobispo y sus más próximos colaboradores lo fueron. Con frecuencia se habla en sus textos de la «nueva Cristiandad de estas Indias», «esta nueva heredad y viña del Señor», «esta nueva Iglesia de las Indias», «esta nueva Iglesia de Cristo»... En estas expresiones se refleja ciertamente una clara conciencia de que allí se quiere construir con la gracia de Dios un Nuevo Mundo cristiano. Y no se equivocaban los Padres conciliares. A ellos, presididos por Santo Toribio de Mogrovejo, y lo mismo a los Obispos que dos años más tarde, en 1585, realizaron en la Nueva España el III Concilio Mexicano, se debe en buena parte que hoy la mitad de la Iglesia Católica sea de lengua y corazón hispanos.

-El influjo de la Corona Española fue grande y benéfico en la celebración de los Concilios que en Hispanoamérica, después de Trento, se celebraron por orden de Felipe II, en virtud de Real Patronato de Indias recibido de los Papas. En este sentido, «por cierto, podemos preguntarnos si la evangelización de América hubiera podido emprenderse con más éxito conducida directamente por los Papas del Renacimiento, que bajo la tutela de la Corona de Castilla. Lo que no se puede negar son los resultados de la conjunción de los intereses religiosos y políticos de una nación y una dinastía campeona de la Contrarreforma, que perduran con robusta vitalidad hace casi medio milenio, aun disuelta aquella atadura circunstancial» (Bartra 29-30).

   Nos enseña San Pablo que el primer Adán fue terreno, y de él nacieron hombres terrenos; en tanto que el segundo, Cristo, fue celestial, y según él son los cristianos hombres celestiales (I Corintios XV, 47-49). Pues bien, si nos atenemos a los testimonios de quienes le conocieron de cerca (Rodríguez Valencia II, 430 y ss.), Santo Toribio de Mogrovejo fue ciertamente un «hombre celestial». De él dicen que se le veía siempre con «un rostro risueño y alegre», y que «con ser hombre de edad, parecía un mozo en su agilidad y color de rostro». De su presencia apacible fluía con autoridad un espíritu bueno: «No parecía hombre humano», «parecía... una cosa divina», «un ángel en la tierra», «un santo varón en su aspecto», de manera que «era un sermón solamente el verle».

   Extremadamente casto y escaso en el trato con mujeres, según repiten los testigos —«no alzaba los ojos», «nunca le vio en liviandad», «tiene por cierto que conservó la virginidad e inocencia bautismal»—, vivió siempre la fidelidad, humilde en la presencia del Señor: «nunca le oyó ni vio pecado mortal, ni venial, ni imperfección chica ni grande, todo era dado a Dios y embebido en Él», con una rectitud total e invariable. Y en sus asuntos y negocios, «si entendía que se había de atravesar en ellos alguna ofensa de Dios y que lo que le pedían no era conforme a la ley de Dios y lo que el Derecho disponía y el Santo Concilio de Trento y breves de Su Santidad, no lo hiciera por cuantas cosas hubiere en el mundo, y aunque se lo pidiese el Virrey y otra persona más superior». Varias personas son las que atestiguan que «decía muchas veces: reventar y no hacer un pecado venial».

   No era, por lo demás, el santo arzobispo en absoluto retraído, y «en saliendo de la iglesia era muy afable con todo género de gente». Y «aunque no se conociera por cosa tan pública y notoria su nobleza y sangre ilustre, solo ver el trato que con todos tenía tan amoroso y tan comedido, se conocía luego quién era y se echaba de ver el alma que tenía». «Muy afable, muy cortés, muy tratable» repiten los testigos, y «no solo con la gente española, sino con los indios y negros, sin que haya persona que pueda decir que le dijese palabra injuriosa ni descompuesta».

   Esto quedó patente de modo extremo en los peores momentos del conciliábulo, cuando provocaciones, insultos y desplantes nunca lograron «desquiciarle» de lo que manda la caridad y la justicia. «Es muy apacible y agradable a los religiosos y sacerdotes —escriben en 1584 los canónigos de Lima, antes de tener con él pleitos y enfrentamientos—, y a todas las demás personas que con él negocian; así grandes como pequeños fácilmente pueden entrar a negociar con él en todo tiempo». En realidad «no tenía puerta cerrada a nadie ni quería tener porteros ni antepuertas, porque todos, chicos y grandes, tuviesen lugar de entrar a pedirle limosna y a sus negocios y pedir su justicia».

   Aunque fue muy estimado por cuatro de los cinco virreyes que conoció, no prodigaba su trato con las autoridades. Siendo a un tiempo ingenuo y sagaz, «cándido y sincero», «tenía a todos por buenos», «no le parecía que ninguno en el mundo podía ser malo», «ni creía en el mal que le dijesen de otro, mas antes volvía por todos y los defendía con un modo santo y discreto, y nunca consintió que nadie murmurase de otro». De su apasionado amor a los indios ya hablamos con ocasión de las visitas pastorales...

   La condición perfecta de su caridad se prueba no sólo por su benignidad, sino también por su fortaleza. Así por ejemplo, de un lado «defendía a sus clérigos como la leona a sus cachorros», pero de otro lado, como escribía al rey, «si para reformar nuestros clérigos no tenemos mano los prelados, de balde nos juntamos a Concilio y aun de balde somos obispos». No hubo tampoco fuerza civil o eclesiástica que le frenara en el cumplimiento de sus deberes pastorales más graves: «Nunca he venido ni vendré en que tales apelaciones se les otorguen... Poniendo por delante el tremendo juicio de Dios y lo que nos manda hagamos por su amor, por cuyo respeto se ha de romper por todos los encuentros del mundo y sus cautelas, sin ponerse ninguna cosa por delante»... Con ésta su fuerte caridad excomulga a cinco obispos suyos sufragáneos, y con ella misma levanta las censuras, cuando así lo exige el bien de la Iglesia. «Era la misma humildad, sin perder un punto de su dignidad».

   El santo arzobispo renunció a recibir nada por sus ministerios episcopales, y hacía gratis las visitas pastorales. En cuanto a la renta asignada por el Patronato real, al rey le comunica, para rechazar ciertas calumnias absurdas: he distribuido «mi renta a pobres con ánimo de hacer lo mismo si mucha más tuviera; aborreciendo el atesorar hacienda, y no desear verla para este efecto más que al demonio».

   Un caballero de su confianza, que le ayudaba a distribuir limosnas, afirmó que el Santo le tenía dicho «yéndole a pedir limosna, que no había de faltar, que cuando no la tuviese vendería la recámara y aderezo de su casa para darlo por Dios, y que no tuviese empaque de venir a la continua a pedirle limosna, porque la daba siempre de buena gana». Y que «si no bastase su renta, se buscase prestado para el efecto, que él lo pagaría». Gustaba de convidar a su mesa muchos días a indios pobres, y tuvo gran caridad con los emigrantes fracasados.

   Cuando no había ya dinero para los pobres, los familiares del arzobispo estaban en jaque, pues sabían que en tales ocasiones entregaba a los pobres sus propias camisas y ropas personales o algún objeto valioso que hubiere en la casa. En cierta ocasión el capellán y fundador de un hospital vino a pedir limosna, y el señor Quiñones no pudo remediarle; pero al saberlo el señor arzobispo, le entregó secretamente una buena mula, que le tenían preparada para la próxima visita, y un negro para el servicio del hospital, y con ellos se fue feliz «el buen viejo». Enterado Quiñones, corrió a recuperar la mula y el negro, pero no pudo hacerlo sin entregar seiscientos pesos.

   La clave de cada persona está siempre en su vida interior. Santo Toribio, al decir de quienes más le conocieron, vivía «en perpetua y continua oración y meditación» y «andaba siempre embebido en Él como un ángel». Por eso «sus pláticas no eran otra cosa sino tratar de Dios y de su amor». En medio de grandes trabajos y graves negocios, «vivía con Dios en una quietud de su alma, que no parecía hombre de carne». Según decían, verle rezar era un verdadero sermón, era la mejor predicación posible sobre la majestad del Dios, la bondad de Dios, la hermosura de Dios.

   En realidad, Santo Toribio vivía siempre en oración. Durante los viajes interminables de sus visitas pastorales, que le llevaban tantas horas y días, iba muchas veces retirado del grupo para poder orar. Y aún dedicaba más tiempo a la oración cuando estaba en Lima, donde paraba poco.

   Conocemos al detalle el horario de estas estancias en Lima por un informe de su íntimo secretario particular Diego de Morales, uno de sus capellanes. Se retiraba el Santo hacia las doce de la noche, y se levantaba a las cuatro y media, pero al parecer «dormía muy poco», y buena parte de la noche estaba orando. Dedicaba a la oración dos o tres horas al comienzo del día, dos horas a fin de tarde, y otras dos por la noche. A las audiencias y otros asuntos dedicaba de ocho de la mañana a las dos de la tarde, hora en que comía, y otros ratos de la tarde.

   «Su comida es muy escasa, y su cama una tabla con una alfombra, y todo lo demás de su vida responde a esto». No desayunaba, y ordinariamente no cenaba o «no tomaba más que un poco de pan y agua o una manzana verde». Su comida era tan frugal que un testigo próximo a él «no le vio comer aves, ni huevos, ni manteca, ni leche, ni tortas, ni dulces». Por otra parte, estando en su sede, jamás comió fuera de casa; y esta norma, que ya se fijó nada más llegar a Lima, la conocían y respetaban todos, también los Virreyes.

   Todo hace pensar que tan extrema austeridad era vivida por Santo Toribio en parte por mortificación, pero también para dar a los españoles, y al clero en especial, un ejemplo máximo de pobreza, del cual a veces estaban no poco necesitados en el Perú. Esta anécdota ilustra bien la firmeza, y al mismo tiempo la gentileza y cortesía, con la que vivía Mogrovejo tan extrema abstinencia. Un hermano lego dominico le trajo un día, como regalo del Provincial, un cesto con una docena de manzanas. «El señor arzobispo llegó a la cestilla y alzando una hoja de parra tomó una manzana en las manos y dijo con mucho contento y risa: ¡qué linda cosa! y se volvió a este testigo diciendo: "mirad qué lindo", y la volvió a poner en la cestilla y tapó con la hoja de parra, y dijo al fraile que besaba las manos al dicho Vicario Provincial por el regalo, que él estaba al presente bueno y que aquello sería a propósito para los enfermos de su casa, y así salió el fraile con la cestilla de la presencia del señor arzobispo; porque llegaba su limpieza a tanto como a esto, que jamás en mucho ni poco recibía cosa, aunque fuese de amigo y criado suyo».

   Luis Quiñones, sobrino de Mogrovejo y vecino suyo de habitación, afirmaba que el santo arzobispo «se azotaba las más de las noches cruelmente», y el médico que por esta causa hubo de atenderle en alguna ocasión «se había enternecido de ver la carnicería que en las espaldas había hecho». Con todo esto, tiene razón Morales cuando dice que «parecía cosa sobrenatural el haber podido vivir tanto como vivió con tanta abstinencia que tuvo y poco regalo».

   Y fray Mauricio Rodríguez: «Para lo mucho que trabajaba y lo poco que comía y la mortificación de su cuerpo y cilicios, se veía era cosa milagrosa cómo podía vivir y andar tan alentado y ágil por caminos y punas y temples rigurosos; y pareció que Nuestro Señor le sustentaba para bien de la Iglesia y amparo de los pobres». En fin, aunque sea sólo una frase, es significativo que en la carta del arzobispo Villarroel al Papa, pidiendo la beatificación de Mogrovejo, refiere la muerte de éste con la expresión «inedia confectum» (muerto de hambre).

   La vida de Santo Toribio no abunda en actos extraordinarios o milagrosos. Pero toda ella fue un milagro de la gracia de Cristo.

   El 12 de enero de 1605, al iniciar su tercera y última visita general, Santo Toribio era consciente de que su vida y ministerio llegaban a su fin. A su hermana Grimanesa le dijo al despedirse: «Hermana, quédese con Dios, que ya no nos veremos más».

   No hacía mucho que había regresado de unas duras y fatigosas entradas a los temibles yauyos y a los macizos de Jauja. Ya con 66 años, una vez más, sacando fuerzas de Cristo Salvador, allá va de nuevo por las inmensas distancias de Chancay, Cajatambo, Santa, Trujillo, Lambayeque, Huaylas, Huarás... La Semana Santa de 1606 está en Trujillo. Quiso ir a Saña, a consagrar los óleos, pero se lo desaconsejaron vivamente, «por ser tierra muy enferma y cálida y que morían de calenturas».

   Sin hacer caso de ello, emprendió el camino de Saña, haciendo un alto en Pacasmayo, donde los agustinos tenían un monasterio de Guadalupe, y allí pudo rezar a la Virgen morena, la extremeña amada de los conquistadores. Más visitas: Chérrepe y Reque. A Saña llegó muy enfermo, y a los dos días, el Jueves Santo, 23 de marzo de 1606, a los 67 años de edad, entregó su vida al Señor quien no había hecho otra cosa en todo el tiempo de su existencia.

   Bartolomé de Menacho, que acompañaba en Saña al arzobispo, cuenta que aquel día pidió que le dejaran solo y se fueran a comer. «Estando en la antesala comiendo, oyeron que dijo el señor arzobispo: "Ya te he dicho que eres muy importuno, vete, que no tienes qué esperar aquí". Las cuales oídas se levantaron con gran prisa y entraron en la cámara del dicho señor arzobispo, donde no vieron a persona alguna. Y él les dijo que no le dejasen, porque era llegado el tiempo de su partida. Y les dijo que abriesen el Libro Pontifical, para que le dijesen lo que en él está cuando muere el prelado. Y andando hojeando les pidió el dicho libro y señaló lo que dijo que le leyesen y dijesen allí en voces, y cruzando las manos con actos cristianísimos de un santo como era, habiendo recibido todos los sacramentos, dio la alma a Dios Nuestro Señor».

   Santo Toribio de Mogrovejo fue canonizado en 1726, y en la Santa Iglesia Catedral de Lima reposan sus restos. Bendita sea la memoria del santo patrón de los obispos iberoamericanos. Alabado sea Cristo, que lo hizo, y la Santa Madre Iglesia que lo engendró.




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