La víspera del día en que va a terminar el tiempo de Navidad, nos
propone la Iglesia uno de los más célebres mártires de Cristo. Ignacio (también
conocido por el apelativo de “Teóforo”), Obispo de Antioquía. Según la antigua
tradición, este anciano que con tanta generosidad confesó a Cristo delante de
Trajano, era aquel niño que presentó Jesús un día a sus discípulos como el
modelo de sencillez que nosotros debemos poseer si queremos entrar en el Reino
de los cielos. En el día de hoy se nos presenta al lado de la cuna en que el
mismo Dios nos da lecciones de humildad y sencillez.
EN LA CORTE DEL
EMMANUEL. Ignacio se apoya en Pedro, cuya Cátedra hemos celebrado, porque el
Príncipe de los Apóstoles le estableció como segundo sucesor suyo en su primera
Sede de Antioquía. De esta misión sacó Ignacio su fortaleza. Gracias a ella
pudo resistir frente a un poderoso emperador, desafiar a las fieras del
anfiteatro, y triunfar con el más glorioso martirio. Quiso también la divina
Providencia que, para confirmar la dignidad intransferible de la Sede de Roma,
viniese encadenado a ver a Pedro y terminase su vida en la santa ciudad,
mezclando su sangre con la de los Apóstoles.
Habría faltado algo a Roma, si no hubiese heredado la gloria de Ignacio.
El recuerdo del combate de este héroe, es el más augusto del Coliseo, bañado en
la sangre de miles de mártires.
El distintivo de Ignacio es la fogosidad de su amor; sólo teme una cosa:
que las súplicas de los romanos encadenen la ferocidad de los leones, y de este
modo se vea frustrada su ansia de unirse a Cristo. Admiremos la fuerza
sobrehumana que se revela en medio del mundo antiguo. Un amor de Dios tan
ardiente, un tan fogoso deseo de verle, no pudieron nacer sino a raíz de los
divinos sucesos que nos pusieron de manifiesto hasta qué exceso amó Dios al
hombre. La gruta de Belén bastaría a explicarlo todo, aun cuando no hubiese
sido ofrecido el Sacrificio sangriento del Calvario. Dios baja del cielo para
el hombre; se hace niño, nace en un pesebre. Semejantes prodigios de amor
habrían sido suficientes para salvar al mundo culpable; ¿cómo no iban a mover
al corazón del hombre a inmolarse a su vez por su Dios? Y ¿qué es una vida
humana sacrificada, aunque no se tratara más que de agradecer el amor de Jesús
en su Nacimiento?
La Santa Iglesia nos pone en las Lecciones del Oficio de San Ignacio, el
breve relato que San Jerónimo le dedica en su epístola Ad Magnum de Scriptoribus Ecclesiasticis (A Magno, sobre los
Escritores Eclesiásticos). El santo Doctor tuvo la feliz idea de insertar en él
algunos trozos de la admirable carta del Mártir a los fieles de Roma. A no ser
por su gran extensión la hubiéramos puesto completa; pero también nos sería
violento mutilarla. Por lo demás, estas citas representan los más bellos trozos
que contiene:
Ignacio, tercer sucesor del Apóstol San Pedro en la Sede de Antioquía,
habiendo sido condenado a las fieras, bajo la persecución de Trajano, fue
enviado a Roma, cargado de cadenas. Hizo el viaje por mar, desembarcando en Esmirna,
donde era Obispo Policarpo, discípulo de San Juan. Escribió una carta a los
Efesios, otra a los Magnesios, otra a los Trallianos, y otra a los Romanos. A
la salida de esta ciudad escribió también a los fieles de Filadelfia y a los de
Esmirna, y dirigió una carta privada a Policarpo, en la que le recomendaba la
Iglesia de Antioquía. En esta carta es donde refiere un testimonio del Evangelio,
sobre la persona de Jesucristo.
Pero, ya que hablamos de este gran hombre, justo es que transcribamos
aquí algunas líneas de su Epístola a los Romanos: "Desde Siria hasta Roma —dice—
vengo luchando contra las fieras por mar y tierra; día y noche estoy encadenado
a diez leopardos, es decir, a los soldados que me custodian, cuya crueldad se
aumenta con los beneficios que les hago. Su maldad me sirve de prueba, pero no
por eso estoy justificado: ¡Quiera Dios que sea entregado a las fieras que me
aguardan! Ojalá me hagan sufrir cuanto antes los suplicios y la muerte; ojalá
les excite a devorarme, y a desgarrar mi cuerpo, no vaya a suceder conmigo lo
que con otros muchos a quienes no osaron tocar siquiera. Si ellas no se
atreven, yo las provocaré y las obligaré a que me devoren. Perdonadme, hijos
míos, que yo sé lo que me conviene.
Ahora empiezo a ser Discípulo de Cristo, porque no deseo nada de lo
visible con tal de ganar a Cristo. Vengan sobre mí el fuego, la cruz, las
fieras, la tortura de mis huesos, la mutilación de mis miembros, el
magullamiento de todo mi cuerpo, y todos los tormentos del infierno, con tal que
pueda gozar de Jesucristo". En su ansia de padecer, al ser expuesto a las
fieras y oír los rugidos de los leones, dijo: "Trigo de Cristo soy, debo
ser molido por los dientes de las fieras, para llegar a ser un pan
verdaderamente limpio". Padeció en el undécimo año de Trajano. Sus restos
descansan en Antioquía, en el cementerio que está fuera de la puerta de Dafne.
¡Oh Pan puro y glorioso de Cristo, tu Maestro! por fin conseguiste lo
que deseabas. Toda Roma, sentada en las gradas del soberbio anfiteatro,
aplaudía el desgarre de tus miembros; mientras los dientes de los leones trituraban
todos tus huesos, tu alma, dichosa de poder entregar a Cristo vida por vida, se
lanzaba veloz hacia Él. Tu suprema felicidad consistía en sufrir, porque sabías
que el sufrimiento es una deuda contraída con el Crucificado; sólo deseabas
llegar a su Reino después de haber experimentado en tu carne los tormentos de
su Pasión. ¡Oh Mártir, ten piedad de nuestra flaqueza! Alcánzanos que seamos
fieles a nuestro Salvador, al menos, frente al demonio, a la carne y al mundo;
que entreguemos a su amor nuestro corazón, si es que no somos llamados a
ofrecerle nuestro cuerpo en sacrificio. Elegido por el Salvador en tus primeros
años para ser modelo de los cristianos por la inocencia de tu infancia, supiste
conservar tan precioso candor bajo tus nevados cabellos; pídele a Cristo, Rey
de los niños, que nos acompañe siempre esa sencillez, como fruto de los
misterios que celebramos.
Como sucesor de Pedro en Antioquía, ruega también por las Iglesias de tu
Patriarcado; devuélvelas a la fe verdadera y a la unidad católica. Ampara a la
Iglesia Romana que regaste con tu sangre, y que se halla en posesión de tus
reliquias. Vela por el mantenimiento de la disciplina y de la obediencia
eclesiásticas de las que diste tan excelentes normas en tus Epístolas; consolida
por el sentido del deber y de la caridad, los vínculos que deben unir a todos
los grados de la jerarquía, para que la Iglesia de Dios aparezca bella en su
unidad y terrible para los enemigos de Dios, como un ejército en línea de
batalla.
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