EL MENSAJE DE
LOURDES. — “Mi arco
iris aparecerá de nuevo por encima de las nubes y me acordaré de mi alianza”. En el oficio del once
de febrero del año de 1858,
las lecturas litúrgicas recordaban esta promesa a la tierra; y pronto supo el
mundo que este mismo día María se había aparecido, más hermosa que aquel signo
de esperanza que en
tiempo del diluvio había proyectado su figura gentil.
Era la hora en que se multiplicarían para la Iglesia los indicios
precursores de un porvenir que al presente todos conocemos. La humanidad
envejecida amenazaba quedar pronto sumergida en diluvio peor que el antiguo.
Soy la Inmaculada
Concepción, declaraba la Madre de la divina gracia a la humilde niña elegida para
pregonar en estas circunstancias decisivas, su mensaje a los guías del arca de
salvación. A las tinieblas que subían del abismo, ella oponía como un faro, el
augusto privilegio, que tres años antes el supremo piloto había proclamado como dogma para gloria
suya.
Si, en efecto, como dice San Juan, el discípulo amado, nuestra fe posee
aquí abajo la promesa del triunfo;
si, por otra parte, la fe se alimenta de la luz; ¿qué dogma ilumina
también como este a todos los demás con un resplandor tan suave suponiéndoles y
recordándoles a todos a un mismo tiempo? En la frente de la temida del
infierno, es verdaderamente real la corona en que se dan cita todos los
diversos resplandores de los cielos, como en el arco triunfador de las tempestades.
Pero, por eso precisamente, era necesario abrir los ojos de los ciegos a
estas bellezas, dar ánimos a los corazones angustiados por la audacia de las
negaciones del infierno, sacar de su impotencia a tantas inteligencias
debilitadas por la educación de las escuelas de nuestros días e incapaces de
formular un acto de fe. Al convocar
las multitudes en los lugares de su bendita aparición, la Inmaculada socorría
enérgica pero suavemente la debilidad de las almas, curando los cuerpos; y
mientras sonreía a la muchedumbre atrayendo a todos a Sí, confirmaba con la autoridad del
milagro permanente de su propia palabra la definición proclamada por el Vicario
de su Hijo.
Del mismo modo que el Salmista cantaba las obras de Dios que pregonan en
toda lengua la gloria de su autor;
lo mismo que San Pablo tachaba de locura no menos que de impiedad al que
no se rendía a su testimonio;
se puede decir de los hombres de nuestro tiempo que no tienen excusa si no se convencen
ante las obras de la Santísima Virgen. Ojalá multiplique sus beneficios y tenga
compasión de enfermedades todavía peores de almas enfermas que, por vergonzoso
temor de llegar a conclusiones importunas, rehúsan ver; o los que luchando frente
a frente contra la verdad, obligan a su pensamiento acusar de extrañas
paradojas, entenebrecen su corazón, como dice el Apóstol, y harían temer que el
sentido réprobo que los paganos llevaban como castigo en la carne haya obcecado su
razón.
LLAMADA A LA
PENITENCIA. — “¡Oh
María concebida sin pecado, ruega por nosotros que recurrimos a ti!” Esta es la oración que
en el año 1830, nos enseñaste Tú misma ante las amenazas del futuro. En 1846,
los dos pastorcitos de la Salette nos recordaban tus exhortaciones y tus
lágrimas. "Ruega por los pobres pecadores y por el mundo tan
agitado", nos vuelve a repetir de tu parte, hoy, la vidente de las grutas
de Massabielle: ¡Penitencia! ¡Penitencia! ¡Penitencia!
¡Virgen bendita queremos obedecerte!, combatir en nosotros y en todo el
mundo al único enemigo, el pecado, mal supremo de donde nacen todos los males.
¡Alabanza al Todo Poderoso que se dignó conservarte sin mancilla y rehabilitar
en Ti una raza humillada! ¡Alabanza a Ti que, libre de deudas, has saldado las
nuestras con la sangre de tu Hijo y con las lágrimas de su Madre, reconciliando
a la tierra con el cielo, y aplastando la cabeza de la serpiente!
ORACIÓN-EXPIACIÓN. — ¿No es esta
desde hace mucho tiempo, desde los tiempos apostólicos, la más frecuente
recomendación de la Iglesia, para estos días más o menos inmediatos a la
Cuaresma? Madre nuestra del cielo, bendita seas por haber venido tan
oportunamente a juntar tu voz a la de nuestra Madre de la tierra. El mundo ya
no quería, ni comprendía tampoco el remedio infalible pero indispensable,
ofrecido a su miseria por la misericordia y la justicia de Dios. Parecía haber
olvidado ya aquel oráculo: Si no hacéis penitencia, pereceréis todos.
¡Oh María, tu bondad nos despertó de nuestro letargo! Al conocer nuestra
flaqueza, acompañas de mil suavidades la amarga corrección. Para atraer al
hombre a implorar tus beneficios espirituales, le prodigas los naturales. No
seremos como aquellos niños que reciben a gusto las caricias maternales pero
descuidan las instrucciones y no quieren aceptar las correcciones, que la
ternura endulza, para que sean bien recibidas. Sino que por el contrario
estaremos dispuestos a rezar y a sufrir contigo y con Jesús. Durante la Santa
Cuaresma nos convertiremos y haremos penitencia con tu ayuda.
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