Después de que el Espíritu Santo bajó visiblemente sobre los sagrados
Apóstoles, llenándolos de aquellos dones sobrenaturales con que habían de dar la
última perfección a la gran obra de la Iglesia, que acababa de fundar el
Salvador del mundo, sólo pensaron los Apóstoles en desempeñar las funciones de
su evangélica misión, llevando la luz de la fe por todo el ámbito de la tierra.
Repartiendo, pues, entre sí aquellos doce humildes pescadores la
gloriosa conquista de todo el universo, a San Pedro, como cabeza de todos, destinó
el cielo para la capital del imperio. Pero como en Roma aun no había
cristianos, tampoco podía haber obispo, porque para que haya pastor es menester
rebaño; con lo que era menester dar tiempo para que la luz de la fe, que
comenzaba entonces a rayar en los albores de la aurora, fuese poco a poco
penetrando las densas tinieblas del gentilismo. Mientras se llegaba este
dichoso día quiso el Príncipe de los Apóstoles echar los primeros fundamentos
de su pontificado en la ciudad de Antioquía, la cual siendo cabeza del Oriente,
se podía entonces considerar también como cabeza del cristianismo; y parecía
puesto en razón, dice san Juan Crisóstomo, que aquella ciudad en que los fieles
habían tomado la primera vez el glorioso nombre de cristianos, tuviese la gloria
de haber merecido por primer maestro y por primer pastor al primero de todos
los Apóstoles: y que el Vicario de Jesucristo, cabeza visible de toda la
Iglesia, colocase su primera silla en aquella ciudad, donde la Religión había
hecho mayores progresos entre los gentiles.
Opinan muchos que san Pedro entró en Antioquía al tercero o cuarto año
después de la muerte del Salvador, pero es más probable que no fue hasta
después de la conversión milagrosa de Cornelio centurión. Anoticiados los
Apóstoles de los rápidos progresos que hacia el Evangelio en aquella populosa
ciudad, enviaron allá a San Bernabé, para que de vuelta de Tarso en compañía de
San Pablo, cultivasen los dos la cristiandad de Antioquía. Un año estuvieron en
ella, juntando el rebaño antes de que viniese el mayoral de los pastores, quien
por consiguiente no estableció su primera silla patriarcal hasta siete u ocho
años después de la pasión de Cristo, que viene a concurrir con el año 40.
Siete años gobernó San Pedro la iglesia de Antioquía, hasta que habiendo
penetrado en el Occidente las luces de la fe, pasó a colocar su silla en la
capital de todo el universo, y fijó, según los eternos designios de la divina
Providencia, el centro de la unidad y la Cátedra de la Religión en Roma, que
hasta entonces había sido la señora del mundo.
Fácilmente se pueden discurrir los maravillosos progresos que haría el
Evangelio en Antioquía por el celo del Príncipe de los Apóstoles; mas no son
tan fáciles de comprender, ni de contar los prodigios que obró por todo el
tiempo que duró su residencia en aquella ciudad. Basilio de Seleucia, que
floreció en el año 450, habla de los milagros que obró San Pedro en Antioquía
como de cosa notoria, sabida de todo el mundo. A los patriarcas de Antioquía se
les da el título de sucesores en la Cátedra de San Pedro, en cuya atención eran
respetados como cabezas de todos los obispos de Oriente, y después de la
romana, era reputada aquella dignidad por la primera de la Iglesia.
Es tan antigua en ella la fiesta de este día con el
título de la Cátedra de san Pedro, que ya se celebraba en Roma hacia la mitad
del cuarto siglo, como se observa en un calendario dispuesto por el tiempo de
Liberio, papa, donde tal día como hoy se lee: Natalis Petri de Cathedra; es decir, el día
aniversario de la Cátedra de San Pedro en Antioquía.
Creen algunos que la costumbre establecida ya en el Testamento Antiguo,
y tan religiosamente observada por la Iglesia Católica en todos tiempos, de
celebrar cada año la fiesta de la dedicación de los templos consagrados a Dios,
movió a los fieles a celebrar también la de la consagración de los obispos,
templos vivos del Señor, y como el alma de los otros templos materiales; pero
especialmente a solemnizar la fiesta anual del obispado del obispo de los
obispos, cabeza de todos los pastores, después de Jesucristo, su lugarteniente
y príncipe de los Apóstoles, el gloriosísimo San Pedro.
Otros, por el contrario, son de opinión, que la antigua costumbre que
tenían los obispos de celebrar anualmente el día de su consagración, dio motivo
a la institución de la fiesta de la Cátedra de San Pedro, así en Antioquía como
en Roma. Pero no hallándose ni Papa, ni obispo de los que acostumbraron
celebrar la fiesta de su consagración, que no sea posterior a la costumbre que
ya se tenía en la Iglesia de celebrar la Cátedra de San Pedro, es mucho más
verosímil que esta fiesta universal dio motivo a solemnizar aquellas otras
consagraciones particulares, que el que estas consagraciones particulares
tuviesen ocasión de instituir aquella otra dedicación universal.
No se hallan en san León sermones propios sobre la
fiesta de la Cátedra de San Pedro;
pero nos han quedado tres sobre su promoción al pontificado, cuya memoria
celebraba todos los años. La divina misericordia, dice en el primero
de estos sermones, que sin mérito
alguno de mi parte, se dignó elevarme a puesto tan eminente, acredita bien en
este solo ejemplo los asombrosos efectos de su liberalidad y de su bondad
infinita, pues buscando para él al menor y al más indigno de todos los
siervos, hizo este día
acreedor a mi mayor veneración al mismo Apóstol San Pedro, dice en el sermón
tercero, el mismo apóstol san Pedro es el que
gobierna hoy la santa iglesia de Roma; el mismo el que asiste muy particularmente
los que somos sucesores suyos en el trono que en otro tiempo ocupó; y así a San Pedro
se tributan los honores, al santo
Apóstol se le honra siempre que los nuevos Pontífices celebran la fiesta de su
coronación; Illi adscribimus hoc festum cujus
patrocinio sedis ipsim meruimus esse consortes.
Aunque el pensamiento de un obispo, dice San Agustín, debe estar
perpetuamente ocupado en las gravísimas obligaciones de su elevado ministerio,
con mucha especialidad debe dedicarse a meditarlas en el día aniversario de su
consagración, examinando cuidadosamente lo que ha hecho, previniendo
diligentemente lo que debe hacer, corrigiendo lo malo, confirmándose en lo
bueno, dando gracias al Señor por los beneficios recibidos de su liberal mano,
humillándose y castigándose a sí mismo por los yerros que hubiese cometido, y
por el bien que hubiere dejado de hacer, teniendo obligación de hacerle;
pidiendo, finalmente, perdón de sus errores pasados, por medio de un dolor
saludable y de una sincera confesión, y renovando con nuevo aliento el fervor
desmayado de su espíritu.
En el tercer concilio de Milán, celebrado por San Carlos Borromeo, se
ordena: que se renueve y se ponga en ejecución el decreto del papa Félix IV,
donde se manda a los obispos que cada año celebren el día de su consagración.
En el concilio IV se renovó este mismo canon, y se añadió que se notase en el
calendario el día de la consagración del obispo, y que se anunciase al pueblo
para excitarle a pedir a Dios, especialmente en aquel día, por su pastor y por
su padre; que el obispo tuviese obligación a predicar en él, implorando la
asistencia del Señor por las oraciones de sus ovejas; y que finalmente
examinase con diligencia la conducta que había observado hasta allí, para
corregir lo que fuese necesario, entablando una vida arreglada y más ejemplar,
y cumpliendo con las obligaciones de su sagrado ministerio con mayor celo y con
más fervorosa devoción.
No se contenta el Concilio con exhortar a solos los
obispos a que celebren cada año el día de su consagración; quiere también que
todos los sacerdotes hagan lo mismo el día aniversario en que se ordenaron y
recibieron el sacerdocio. Les aconseja que en este día rindan duplicadas
gracias al Señor, porque se dignó elevarlos a tan sublime dignidad,
considerando la santidad de su ministerio, y haciéndose más cargo que nunca de
la especiosa carga de sus obligaciones.
Pero no solamente los obispos, ni solamente los
ministros del Altísimo estaban obligados a solemnizar el día de su orden o de
su consagración, que se llamaba el nacimiento episcopal, como que en él
nacían de nuevo a la vida del espíritu; pero en aquella primera edad de la
Iglesia, en aquellos tiempos felices, en aquellos dichosos días del primitivo
fervor, cada cristiano se consideraba con estrecha obligación de festejar
solemnemente el día de su consagración a Dios por el santo Bautismo. Se llamaba
este día en el Oriente y en la Iglesia griega el día del renacimiento en Jesucristo; y en la Iglesia
latina de Occidente se le daba el nombre de Pascha annotinum, Pascua anual y particular de cada
uno. Con mucha razón se celebraba todos los años el día de aquel primer
felicísimo momento de nuestra santificación, así para reconocer la gracia que
recibimos en él de hijos adoptivos de Dios, como para renovarnos en el espíritu
de Jesucristo, ratificándole las promesas que le hicimos en el Bautismo. El
mismo San Carlos renovó también esta antigua devotísima costumbre en su sexto
concilio de Milán. Religiosi instituti olim fuit diem baptismi quotannis a fidelibus pie celebrari. Cita a San Gregorio
Nacianceno, que da razón de esta costumbre, asegurando que todos los Cristianos
celebraban el día de su nacimiento, dedicándose aquel día a muchos ejercicios
de devoción, y exhorta a los padres de familia a que enseñen a sus hijos esta
utilísima costumbre, sobre todo dándoles ejemplo. Partum cura sit diem ob eam causam notare, quo filius Christo renatus
est. Es verosímil que estas devociones y
estas consagraciones particulares hubiesen derivado su principio de la fiesta
que hoy se solemniza.
Muchos son de parecer, que el haberse
determinado.la fiesta de la Cátedra de San Pedro el día 22 de febrero, fue
porque quiso la Iglesia oponer la piedad y la devoción de los Cristianos a la
superstición y al desorden con que los gentiles profanaban este día en el
antecedente, convidándose recíprocamente a grandes festines y banquetes sobre
las sepulturas de sus parientes. Acaso por esto fue costumbre entre los fieles,
cuando solemnizaban el pontificado de San Pedro, renovar entre sí cierta
especie de ágapes o convites de pura
caridad, así en muestras de regocijo, como para desacreditar con su templanza
los excesos de los paganos, y aun por eso se llamó este día Festum Petri epularum, la fiesta de la
comida de San Pedro.
Pero como es fácil abusar de las costumbres más santas, especialmente
cuando lisonjean la natural inclinación de los sentidos, se introdujeron con el
tiempo tantos excesos, y aun se mezclaron tantas supersticiones por la
comunicación con los gentiles, que el concilio Turonense, celebrado en el año
de 867, se vio precisado a desterrar dichas comidas, exhortando a los fieles a
que, dejando los banquetes, celebrasen la Cátedra de San Pedro con ejercicios
piadosos y con ejemplar devoción.
La Misa es propia de la fiesta, y la
Oración es la siguiente:
La Epístola es del capítulo I de la primera del mismo apóstol San Pedro
REFLEXIONES.
Petrus, Apostolus
Jesu Christi. Pedro, Apóstol de Jesucristo. ¡Oh qué
sentido tan magnífico encierran estas palabras! ¡Oh qué prueba tan ilustre de
nuestra Religión presentan a quien las entiende bien! ¡Oh, y cuántas maravillas
contienen! Libertinos, espíritus apocados, hombres de poca fe, ¿queréis un milagro
sensible que convenza, que en cierta manera fuerce vuestra razón a reconocer el
carácter de la Divinidad, a ver al mismo Dios en el establecimiento de la
Iglesia? Pues veis aquí este milagro: Petrus, Apostolus Jesu Christi. Pedro, Apóstol de
Jesucristo. Pedro, aquel idiota, aquel entendimiento tosco y rudo, aquel hombre
vulgarísimo y grosero, criado entre las redes, sin más educación, sin más
literatura que la del anzuelo, la caña y el cebo para pescar; este Pedro es Apóstol
y Apóstol de Jesucristo; es decir, enviado, encargado de la comisión más
importante que se ha ofrecido en el mundo, del negocio más delicado, del más
espinoso que es posible imaginar. Pedro, discípulo de Jesucristo, que tuvo
comisión de predicar el Evangelio. Pero ¿qué Evangelio? Aquel Evangelio lleno
de misterios impenetrables a la razón natural dejada consigo a solas,
infinitamente superior a todo humano entendimiento: aquel Evangelio lleno de
máximas enemigas de los sentidos, y contrarias al amor propio. Mas ¿a quién
tuvo comisión de predicarle? a todo el universo, a todas las
naciones de la tierra, unas bárbaras, otras cultivadas, todas supersticiosas y
todas enemigas del nombre cristiano, a los del Ponto, a los de Galacia, a los de
Capadocia, a los de Asia menor, a los de Bitinia, a los mismos romanos,
aquellos orgullosos señores o tiranos de todo el mundo. Y este Pedro, este
hombrecillo cobarde, este ignorante, este rústico, este miserable pecador,
ejecutó felizmente tan grande, tan bendito designio; desempeñó su comisión con
una felicidad indecible, y ni aun imaginable; convirtió a la fe todas las naciones,
fundó la Iglesia de Jesucristo en todos los reinos, y esto sólo presentándose,
hablando y haciendo milagros. Este Pedro, ese pobre pescador es Apóstol de
Jesucristo, y es cabeza de todos los Apóstoles. El que después de esto (exclama
San Agustín) pide prodigios para creer; digo, que él mismo es un prodigio, es
un monstruo de incredulidad. Padre de Nuestro Señor Jesucristo, que por su
infinita misericordia nos reengendró a una esperanza viva y firme por medio de
la resurrección en el mismo Jesucristo. ¿Qué expresiones más enérgicas, qué
elocuencia más noble, más sublime, qué discurso más sólido, más arreglado, más
seguido, ni más concluyente? Toda esta Epístola es maravillosa, y este
es el estilo que gasta un ignorante, un rústico, un grosero pescador. La
esperanza viva es uno de los primeros frutos de la fe, y hace en parte el
carácter de los verdaderos cristianos. ¡Qué aliento no da en los mayores peligros! ¡qué consuelo tan dulce en
medio de las tribulaciones! Un volver los ojos hacia el cielo, disipa mil
espesas nieblas, y alienta maravillosamente a un alma fiel. El pensamiento de
aquella celestial herencia que nos ganó Jesucristo con su sangre, y a la que
nosotros adquirimos legítimo derecho por medio del Bautismo, es el que debiera
ocuparnos perpetuamente. Herencia que no está sujeta a corromperse, ni a
disminuirse, ni a deteriorarse, reservándose guardada para nosotros en el
cielo. Eterna y dichosa mansión de los bienaventurados, ¿es posible que algún
día has de ser también mansión mía? ¿Puede haber objeto que más dulcemente
embelese mi corazón, que anime con mayor viveza mis deseos, que
contente más mi ambición, que más me satisfaga, que más me llene? Pues ¿qué
reveses de fortuna, qué persecuciones, qué contratiempos pueden consternarte
cuando la virtud de Dios te defiende con la fe, cuando tienes a la vista la
salvación pronto a manifestarse en los últimos tiempos? Quien tiene religión,
quien tiene fe viva, quien tiene a la vista la salvación eterna, siente en sí
renovarse el fervor con espirituoso aliento. Aquellas almas insulsas, aquellos
corazones insensibles a la memoria de la otra vida dan bien a entender que
tienen a ésta más amor del que debieran. Cada hora nos vamos acercando a la
eternidad; cada día adelantamos una jornada hacia este dichoso término; los
contratiempos de esta vida son, por decirlo así, como unos golpes de viento que
nos van echando hacia aquel felicísimo puerto. Pues ¿no habíamos de saltar de
alegría siempre que nos vemos afligidos por un poco de tiempo con pruebas
diferentes? Nuestra tristeza desacredita nuestra fe, y se conoce bien lo mucho
que nos distinguimos de los primeros cristianos.
El Evangelio es del capítulo XVI de San Mateo.
MEDITACIÓN.
De la contradicción que se halla en
nuestra fe y en nuestras costumbres
Punto primero. —Considera que entre la fe y las costumbres debe haber
estrecha unión. La fe ha de arreglar las acciones, y las obras descubren
siempre la religión que se profesa. En vano pretendemos engañar a los demás, y
aun engañarnos a nosotros mismos con máscara de cristianos, porque las obras
nos hacen traición, y nos descubren. Sobre este principio preguntémonos si
somos cristianos verdaderamente.
Hay una monstruosa contradicción entre lo que creemos y lo que obramos.
Porque al fin es cierto, que a pesar de la corrupción del siglo, no se
encuentran muchos infieles entre los cristianos. Generalmente se cree bien,
pero se vive mal. El entendimiento está sujeto a la ley, pero la voluntad se
amotina contra todos sus preceptos. La Religión es santísima; las costumbres de
los que la profesan perversas. La razón llena de verdades terribles; el corazón
impío, desarreglado y libre. Se cree todo lo que obliga a una vida santa e
inocente. Se obra de manera, que se desmiente todo lo que se cree.
Por la mañana a misa; por la noche al sarao y al baile: en ciertos días
comulgar por bien parecer; pocas horas después al banquete, al paseo, al juego,
a los excesos y a la disolución. El martes de carnestolendas apostárselas en el
desorden a los gentiles; el miércoles de ceniza competir en la hipocresía a los
santones. Si esta diversidad de escenas teatrales que se representan no se
llaman mojiganga o máscara de devoción, ¿qué cosa merecerá este nombre?
Deplorable es sin duda la suerte de los infieles; pero los desórdenes de
la mayor parte de los cristianos ¿les da motivo para esperar suerte más feliz?
Desgracia es estar fuera del seno de la Santa Iglesia; no tener derecho a la
gloria eterna; pero ¿será menor desgracia ser hijo de la Iglesia, y hacerse
indigno de esta misma gloria, a la cual se tenía legítimo derecho en virtud del
llamamiento a su rica herencia? Y a la verdad, ¿cuál será peor, o no creer cosa
alguna de las que se deben creer, o apenas obrar nada de lo que se debe obrar
en virtud de lo que se cree?
De buena fe, ¿no es hacer ridículas las cosas más sagradas el hacer unas
veces papel de cristiano, y otras papel de gentil? ¿Se puede hacer menosprecio
ni burla más solemne de Dios, que no dudar ser su Majestad el que manda, y
vivir como si no se creyera aquello mismo de lo que no se duda?
Pues este es, Señor, puntualmente el modo con que he vivido hasta aquí.
Dignaos, Dios mío, darme tiempo y gracia para acreditar mi fe con mis obras, y
perdonadme por vuestra misericordia mis maldades.
Punto segundo. —Considera la extravagancia de una conducta tan
irracional y tan contraria al buen juicio.
¡Creer que solo estamos en el mundo para amar, y para servir a Dios; y
pasar los días de la vida sin amarle, antes bien dedicarse todos los días
únicamente a ofenderle!
¡Creer que hay infierno, y que este infierno eterno
y espantoso puede ser justa pena de un solo pecado mortal; y vivir tranquilamente en pecado, multiplicando
todos los días las culpas! Abismo de llamas inextinguibles, encendidas por todo
el poder de Dios para castigar al pecador; infierno, caos inmenso de tormentos
eternos, ¡es posible que seas tú objeto terrible de mi fe, y que pueda vivir
impenitente y en pecado!
Y esos hombres perdidos, cuya vida es una perpetua cadena de culpas;
esos impíos que se burlan de las más santas devociones, y hacen chacota del
infierno mismo, ¿creen de veras que hay infierno?
¥ esas mujeres del mundo, cuya conciencia es un espantoso caos; esas que
idolatran en el mundo, y a quienes el mundo idolatra; esas mujeres ¿creen las
verdades del Evangelio, y los terribles suplicios del infierno?
Esos hombres de riquezas y de deleites; esos tratantes en gustos, en diversiones
y en entretenimientos; esos profesores de la ociosidad, de la delicadeza y del
regalo; esos hijos legítimos del siglo que sacrifican su alma a su ambición, y a
un villano interés; esas personas que tienen engangrenado el entendimiento,
porque tienen corrompido el corazón; esas, cuyas costumbres son tan poco
cristianas, ¿creen por ventura que hay infierno?
Esas otras personas consagradas al servicio de Dios por los votos más
solemnes; esas que hallándose en estado tan perfecto, tienen una vida tan poco
regular, y muchas veces tan aseglarada; esas personas ¿creen todo el rigor de
los formidables juicios de Dios, y aun tendrán valor para hacer ellos mismos al
pueblo una vivísima pintura de estos formidables juicios?
Esos otros ministros del Altísimo, consagrados al ministerio de los
altares, cuyo porte desdice tanto de su sagrado ministerio; esos sacerdotes del
Señor, que se dejan ver con tan poca modestia, con tan poco respeto, y tal vez
con tan poca religión en el altar, ¿creen que es real y verdaderamente el mismo
Jesucristo el que tienen en sus indignas manos, el que ofrecen en sacrificio a
Dios vivo, y que se alimentan de su adorable cuerpo y de su preciosa sangre?
Componed sus costumbres con la santidad de la Religión que profesan; ajustad lo
que practican con lo que creen.
Se cree que el Evangelio es la única regla de las
costumbres; que cualquiera otro sistema de vida es errado; que el camino del
cielo es estrecho; que la vida
cristiana es vida de mortificación y de cruz; que el reino de los cielos se
conquista a viva fuerza. Se cree que la ley cristiana pide una gran
perfección; violencia continua, mortificación perpetua; a cada paso alguna
nueva cruz, ninguna nueva cruz sin nueva victoria. Fuera de esto, ¡qué piedad,
qué humildad, qué perseverancia! Una modestia ejemplar; una caridad
inalterable; un amor de preferencia y de ternura para con Dios; amor sincero y
efectivo para con el prójimo; una delicadísima pureza; una equidad, una
justicia universal. No hay imperfección, por pequeña que sea, que no la condene
la ley de Dios. El espíritu del mundo está desterrado por Jesucristo; todas sus
máximas están reprobadas. Finalmente, se cree que Jesucristo es Hijo de Dios
vivo, y en medio de eso se está con tan poco respeto en su presencia. Considera
bien estos rasgos de las costumbres de los cristianos de este tiempo; y dime si
se puede hallar contradicción más monstruosa, ni que más los desacredite.
Pero sin detener mucho los ojos en las deformidades que presenta a la
vista el retrato de los otros; ¡qué horrores no descubro yo en el mío! Tengo
fe, creo todas estas verdades; pero ¿mis costumbres, mis máximas, mi conducta
corresponde a mi fe?
Señor, pues es mucha verdad que nunca desechas a una pobre alma cubierta
de confusión, a un corazón contrito y humillado que implora tu misericordia,
aquí estoy alentado con nueva confianza. La enorme contradicción que se halla
entre mis obras y mi fe me asusta y me estremece; pero tu gran clemencia me
asegura. Confieso con vivo dolor que he desacreditado con mis obras la santidad
de mi estado, la pureza de mi religión, la perfección del Evangelio; pero
resuelto estoy, con el auxilio de vuestra gracia, a reparar, en cuanto me sea
posible, la injuria que os he hecho, por medio de una total reforma de mis costumbres.
Jaculatorias.
—Señor, pues me habéis enseñado a creer bien,
enseñadme también a obrar bien. (Salmo CXLIII, 8).
¿De qué aprovecha la fe sin obras? (Santiago II, 14).
PROPÓSITOS.
1 Dirá alguno, dice el apóstol
Santiago, tú tienes fe, pero yo tengo obras.
Muéstrame sin las obras que tienes fe; porque yo quiero ver la fe por las
obras. Desengañémonos,
que todas estas superficiales demostraciones de religión sin realidad, no son más
que una fe quimérica y un fantasma de religión. No creer es ciertamente la
mayor de todas las locuras; pero creer y no vivir conforme a lo que se cree, es
hasta donde puede llegar la extravagancia de la impiedad. Toma hoy un cuarto de
hora de tiempo, o a lo menos algunos momentos, para preguntarte a ti mismo,
para examinar sinceramente si tu conducta es correspondiente a tu fe. ¿Ese
fausto, esas galas, esas modas, ¿corresponden a la modestia, a la fe y a la
humildad cristiana? ¿Honran mucho a la Religión esas mujeres adornadas como
templos, según la expresión del Profeta? Mira bien si tienes que reprender y
que enmendar en este artículo. El respeto y la devoción en la iglesia ¿dan a entender
que estás muy persuadido de la real y verdadera presencia de Jesucristo en los
altares? ¿Sabes bien cuánta es la santidad de la religión cristiana? ¿La
acreditas mucho en tu casa, en tu empleo, en tus comidas, en tus diversiones,
en tus conversaciones, en tus visitas, en tus concurrencias? ¿Eres a los ojos de
Dios lo que profesas ser a los ojos de los hombres? En materia de religión es
impío, es vergonzoso todo lo que suena a farsa; sólo en el teatro se puede
tolerar que se representen varios papeles de diferentes personajes. Considera
bien si tu vida no ha sido hasta aquí una comedia perpetua. ¿Qué testimonio dan
tus obras de tu fe? Ves aquí una amplia materia de examen.
2 Después que hayas llorado bien delante de Dios la gran contradicción que hay entre tus máximas, tus costumbres y tu fe, haz los propósitos siguientes. Primero: Déjate ver siempre en la iglesia con tal modestia, con tal circunspección y con tanto respeto, que esto mismo sirva de prueba visible de tu fe. Segundo: Imponte una ley inviolable de no hablar jamás en la iglesia, y de excusar cuanto sea posible todos aquellos vanos cumplimientos que debieran estar desterrados de ella. ¿Dónde ha de parecer un hombre cristiano sino en la casa y a los pies del mismo Jesucristo? Tercero: En todas tus conversaciones, en todas las diversiones, en todos los negocios pregúntate a ti mismo si eres cristiano. Cuarto: Ten continuamente en la memoria estas bellas palabras del santo profeta Elías (III Reyes XVIII, 21); ¿Hasta cuándo habéis de estar neutrales y titubeantes entre dos partes? Si el Señor es vuestro Dios, seguidle sin dudar ni deteneros; y si Baal es vuestro Dios, seguid a Baal. Quinto: Leed cada día un capítulo del Evangelio; esta debe ser la única regla de nuestra conducta: mira si te reconoces en este retrato. Por esa ley, y no por otra hemos de ser juzgados al salir de esta vida. ¿Eres religioso? ¿eres sacerdote? Pues toma una firme resolución de sostener desde hoy en adelante por tu circunspección y por tu porte la santidad de tu estado, y la sublime perfección de tu elevado carácter. Da todo el lleno a sus obligaciones; asiste en el coro al oficio divino o rézale en tu casa, y celebra el santo sacrificio de la Misa con tanta devoción, con tanto respeto, con tanta modestia, que visiblemente acrediten la viveza de tu fe..
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