lunes, 22 de febrero de 2021

22 de febrero LA CÁTEDRA DE SAN PEDRO EN ANTIOQUÍA

 LA CÁTEDRA DE SAN PEDRO EN ANTIOQUÍA - P. Juan Croisset, S.J.

Después de que el Espíritu Santo bajó visiblemente sobre los sagrados Apóstoles, llenándolos de aquellos dones sobrenaturales con que habían de dar la última perfección a la gran obra de la Iglesia, que acababa de fundar el Salvador del mundo, sólo pensaron los Apóstoles en desempeñar las funciones de su evangélica misión, llevando la luz de la fe por todo el ámbito de la tierra.

Repartiendo, pues, entre sí aquellos doce humildes pescadores la gloriosa conquista de todo el universo, a San Pedro, como cabeza de todos, destinó el cielo para la capital del imperio. Pero como en Roma aun no había cristianos, tampoco podía haber obispo, porque para que haya pastor es menester rebaño; con lo que era menester dar tiempo para que la luz de la fe, que comenzaba entonces a rayar en los albores de la aurora, fuese poco a poco penetrando las densas tinieblas del gentilismo. Mientras se llegaba este dichoso día quiso el Príncipe de los Apóstoles echar los primeros fundamentos de su pontificado en la ciudad de Antioquía, la cual siendo cabeza del Oriente, se podía entonces considerar también como cabeza del cristianismo; y parecía puesto en razón, dice san Juan Crisóstomo, que aquella ciudad en que los fieles habían tomado la primera vez el glorioso nombre de cristianos, tuviese la gloria de haber merecido por primer maestro y por primer pastor al primero de todos los Apóstoles: y que el Vicario de Jesucristo, cabeza visible de toda la Iglesia, colocase su primera silla en aquella ciudad, donde la Religión había hecho mayores progresos entre los gentiles.

Opinan muchos que san Pedro entró en Antioquía al tercero o cuarto año después de la muerte del Salvador, pero es más probable que no fue hasta después de la conversión milagrosa de Cornelio centurión. Anoticiados los Apóstoles de los rápidos progresos que hacia el Evangelio en aquella populosa ciudad, enviaron allá a San Bernabé, para que de vuelta de Tarso en compañía de San Pablo, cultivasen los dos la cristiandad de Antioquía. Un año estuvieron en ella, juntando el rebaño antes de que viniese el mayoral de los pastores, quien por consiguiente no estableció su primera silla patriarcal hasta siete u ocho años después de la pasión de Cristo, que viene a concurrir con el año 40.

Siete años gobernó San Pedro la iglesia de Antioquía, hasta que habiendo penetrado en el Occidente las luces de la fe, pasó a colocar su silla en la capital de todo el universo, y fijó, según los eternos designios de la divina Providencia, el centro de la unidad y la Cátedra de la Religión en Roma, que hasta entonces había sido la señora del mundo.

Fácilmente se pueden discurrir los maravillosos progresos que haría el Evangelio en Antioquía por el celo del Príncipe de los Apóstoles; mas no son tan fáciles de comprender, ni de contar los prodigios que obró por todo el tiempo que duró su residencia en aquella ciudad. Basilio de Seleucia, que floreció en el año 450, habla de los milagros que obró San Pedro en Antioquía como de cosa notoria, sabida de todo el mundo. A los patriarcas de Antioquía se les da el título de sucesores en la Cátedra de San Pedro, en cuya atención eran respetados como cabezas de todos los obispos de Oriente, y después de la romana, era reputada aquella dignidad por la primera de la Iglesia.

Es tan antigua en ella la fiesta de este día con el título de la Cátedra de san Pedro, que ya se celebraba en Roma hacia la mitad del cuarto siglo, como se observa en un calendario dispuesto por el tiempo de Liberio, papa, donde tal día como hoy se lee: Natalis Petri de Cathedra; es decir, el día aniversario de la Cátedra de San Pedro en Antioquía.

Creen algunos que la costumbre establecida ya en el Testamento Antiguo, y tan religiosamente observada por la Iglesia Católica en todos tiempos, de celebrar cada año la fiesta de la dedicación de los templos consagrados a Dios, movió a los fieles a celebrar también la de la consagración de los obispos, templos vivos del Señor, y como el alma de los otros templos materiales; pero especialmente a solemnizar la fiesta anual del obispado del obispo de los obispos, cabeza de todos los pastores, después de Jesucristo, su lugarteniente y príncipe de los Apóstoles, el gloriosísimo San Pedro.

Otros, por el contrario, son de opinión, que la antigua costumbre que tenían los obispos de celebrar anualmente el día de su consagración, dio motivo a la institución de la fiesta de la Cátedra de San Pedro, así en Antioquía como en Roma. Pero no hallándose ni Papa, ni obispo de los que acostumbraron celebrar la fiesta de su consagración, que no sea posterior a la costumbre que ya se tenía en la Iglesia de celebrar la Cátedra de San Pedro, es mucho más verosímil que esta fiesta universal dio motivo a solemnizar aquellas otras consagraciones particulares, que el que estas consagraciones particulares tuviesen ocasión de instituir aquella otra dedicación universal.

No se hallan en san León sermones propios sobre la fiesta de la Cátedra de San Pedro; pero nos han quedado tres sobre su promoción al pontificado, cuya memoria celebraba todos los años. La divina misericordia, dice en el primero de estos sermones, que sin mérito alguno de mi parte, se dignó elevarme a puesto tan eminente, acredita bien en este solo ejemplo los asombrosos efectos de su liberalidad y de su bondad infinita, pues buscando para él al menor y al más indigno de todos los siervos, hizo este día acreedor a mi mayor veneración al mismo Apóstol San Pedro, dice en el sermón tercero, el mismo apóstol san Pedro es el que gobierna hoy la santa iglesia de Roma; el mismo el que asiste muy particularmente los que somos sucesores suyos en el trono que en otro tiempo ocupó; y así a San Pedro se tributan los honores, al santo Apóstol se le honra siempre que los nuevos Pontífices celebran la fiesta de su coronación; Illi adscribimus hoc festum cujus patrocinio sedis ipsim meruimus esse consortes.

Aunque el pensamiento de un obispo, dice San Agustín, debe estar perpetuamente ocupado en las gravísimas obligaciones de su elevado ministerio, con mucha especialidad debe dedicarse a meditarlas en el día aniversario de su consagración, examinando cuidadosamente lo que ha hecho, previniendo diligentemente lo que debe hacer, corrigiendo lo malo, confirmándose en lo bueno, dando gracias al Señor por los beneficios recibidos de su liberal mano, humillándose y castigándose a sí mismo por los yerros que hubiese cometido, y por el bien que hubiere dejado de hacer, teniendo obligación de hacerle; pidiendo, finalmente, perdón de sus errores pasados, por medio de un dolor saludable y de una sincera confesión, y renovando con nuevo aliento el fervor desmayado de su espíritu.

En el tercer concilio de Milán, celebrado por San Carlos Borromeo, se ordena: que se renueve y se ponga en ejecución el decreto del papa Félix IV, donde se manda a los obispos que cada año celebren el día de su consagración. En el concilio IV se renovó este mismo canon, y se añadió que se notase en el calendario el día de la consagración del obispo, y que se anunciase al pueblo para excitarle a pedir a Dios, especialmente en aquel día, por su pastor y por su padre; que el obispo tuviese obligación a predicar en él, implorando la asistencia del Señor por las oraciones de sus ovejas; y que finalmente examinase con diligencia la conducta que había observado hasta allí, para corregir lo que fuese necesario, entablando una vida arreglada y más ejemplar, y cumpliendo con las obligaciones de su sagrado ministerio con mayor celo y con más fervorosa devoción.

No se contenta el Concilio con exhortar a solos los obispos a que celebren cada año el día de su consagración; quiere también que todos los sacerdotes hagan lo mismo el día aniversario en que se ordenaron y recibieron el sacerdocio. Les aconseja que en este día rindan duplicadas gracias al Señor, porque se dignó elevarlos a tan sublime dignidad, considerando la santidad de su ministerio, y haciéndose más cargo que nunca de la especiosa carga de sus obligaciones.

Pero no solamente los obispos, ni solamente los ministros del Altísimo estaban obligados a solemnizar el día de su orden o de su consagración, que se llamaba el nacimiento episcopal, como que en él nacían de nuevo a la vida del espíritu; pero en aquella primera edad de la Iglesia, en aquellos tiempos felices, en aquellos dichosos días del primitivo fervor, cada cristiano se consideraba con estrecha obligación de festejar solemnemente el día de su consagración a Dios por el santo Bautismo. Se llamaba este día en el Oriente y en la Iglesia griega el día del renacimiento en Jesucristo; y en la Iglesia latina de Occidente se le daba el nombre de Pascha annotinum, Pascua anual y particular de cada uno. Con mucha razón se celebraba todos los años el día de aquel primer felicísimo momento de nuestra santificación, así para reconocer la gracia que recibimos en él de hijos adoptivos de Dios, como para renovarnos en el espíritu de Jesucristo, ratificándole las promesas que le hicimos en el Bautismo. El mismo San Carlos renovó también esta antigua devotísima costumbre en su sexto concilio de Milán. Religiosi instituti olim fuit diem baptismi quotannis a fidelibus pie celebrari. Cita a San Gregorio Nacianceno, que da razón de esta costumbre, asegurando que todos los Cristianos celebraban el día de su nacimiento, dedicándose aquel día a muchos ejercicios de devoción, y exhorta a los padres de familia a que enseñen a sus hijos esta utilísima costumbre, sobre todo dándoles ejemplo. Partum cura sit diem ob eam causam notare, quo filius Christo renatus est. Es verosímil que estas devociones y estas consagraciones particulares hubiesen derivado su principio de la fiesta que hoy se solemniza.

Muchos son de parecer, que el haberse determinado.la fiesta de la Cátedra de San Pedro el día 22 de febrero, fue porque quiso la Iglesia oponer la piedad y la devoción de los Cristianos a la superstición y al desorden con que los gentiles profanaban este día en el antecedente, convidándose recíprocamente a grandes festines y banquetes sobre las sepulturas de sus parientes. Acaso por esto fue costumbre entre los fieles, cuando solemnizaban el pontificado de San Pedro, renovar entre sí cierta especie de ágapes o convites de pura caridad, así en muestras de regocijo, como para desacreditar con su templanza los excesos de los paganos, y aun por eso se llamó este día Festum Petri epularum, la fiesta de la comida de San Pedro.

Pero como es fácil abusar de las costumbres más santas, especialmente cuando lisonjean la natural inclinación de los sentidos, se introdujeron con el tiempo tantos excesos, y aun se mezclaron tantas supersticiones por la comunicación con los gentiles, que el concilio Turonense, celebrado en el año de 867, se vio precisado a desterrar dichas comidas, exhortando a los fieles a que, dejando los banquetes, celebrasen la Cátedra de San Pedro con ejercicios piadosos y con ejemplar devoción.

La Misa es propia de la fiesta, y la Oración es la siguiente:

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La Epístola es del capítulo I de la primera del mismo apóstol San Pedro

Cateadra de San Pedro en AntioquíaREFLEXIONES.

Petrus, Apostolus Jesu Christi. Pedro, Apóstol de Jesucristo. ¡Oh qué sentido tan magnífico encierran estas palabras! ¡Oh qué prueba tan ilustre de nuestra Religión presentan a quien las entiende bien! ¡Oh, y cuántas maravillas contienen! Libertinos, espíritus apocados, hombres de poca fe, ¿queréis un milagro sensible que convenza, que en cierta manera fuerce vuestra razón a reconocer el carácter de la Divinidad, a ver al mismo Dios en el establecimiento de la Iglesia? Pues veis aquí este milagro: Petrus, Apostolus Jesu Christi. Pedro, Apóstol de Jesucristo. Pedro, aquel idiota, aquel entendimiento tosco y rudo, aquel hombre vulgarísimo y grosero, criado entre las redes, sin más educación, sin más literatura que la del anzuelo, la caña y el cebo para pescar; este Pedro es Apóstol y Apóstol de Jesucristo; es decir, enviado, encargado de la comisión más importante que se ha ofrecido en el mundo, del negocio más delicado, del más espinoso que es posible imaginar. Pedro, discípulo de Jesucristo, que tuvo comisión de predicar el Evangelio. Pero ¿qué Evangelio? Aquel Evangelio lleno de misterios impenetrables a la razón natural dejada consigo a solas, infinitamente superior a todo humano entendimiento: aquel Evangelio lleno de máximas enemigas de los sentidos, y contrarias al amor propio. Mas ¿a quién tuvo comisión de predicarle? a todo el universo, a todas las naciones de la tierra, unas bárbaras, otras cultivadas, todas supersticiosas y todas enemigas del nombre cristiano, a los del Ponto, a los de Galacia, a los de Capadocia, a los de Asia menor, a los de Bitinia, a los mismos romanos, aquellos orgullosos señores o tiranos de todo el mundo. Y este Pedro, este hombrecillo cobarde, este ignorante, este rústico, este miserable pecador, ejecutó felizmente tan grande, tan bendito designio; desempeñó su comisión con una felicidad indecible, y ni aun imaginable; convirtió a la fe todas las naciones, fundó la Iglesia de Jesucristo en todos los reinos, y esto sólo presentándose, hablando y haciendo milagros. Este Pedro, ese pobre pescador es Apóstol de Jesucristo, y es cabeza de todos los Apóstoles. El que después de esto (exclama San Agustín) pide prodigios para creer; digo, que él mismo es un prodigio, es un monstruo de incredulidad. Padre de Nuestro Señor Jesucristo, que por su infinita misericordia nos reengendró a una esperanza viva y firme por medio de la resurrección en el mismo Jesucristo. ¿Qué expresiones más enérgicas, qué elocuencia más noble, más sublime, qué discurso más sólido, más arreglado, más seguido, ni más concluyente? Toda esta Epístola es maravillosa, y este es el estilo que gasta un ignorante, un rústico, un grosero pescador. La esperanza viva es uno de los primeros frutos de la fe, y hace en parte el carácter de los verdaderos cristianos. ¡Qué aliento no da en los mayores peligros! ¡qué consuelo tan dulce en medio de las tribulaciones! Un volver los ojos hacia el cielo, disipa mil espesas nieblas, y alienta maravillosamente a un alma fiel. El pensamiento de aquella celestial herencia que nos ganó Jesucristo con su sangre, y a la que nosotros adquirimos legítimo derecho por medio del Bautismo, es el que debiera ocuparnos perpetuamente. Herencia que no está sujeta a corromperse, ni a disminuirse, ni a deteriorarse, reservándose guardada para nosotros en el cielo. Eterna y dichosa mansión de los bienaventurados, ¿es posible que algún día has de ser también mansión mía? ¿Puede haber objeto que más dulcemente embelese mi corazón, que anime con mayor viveza mis deseos, que contente más mi ambición, que más me satisfaga, que más me llene? Pues ¿qué reveses de fortuna, qué persecuciones, qué contratiempos pueden consternarte cuando la virtud de Dios te defiende con la fe, cuando tienes a la vista la salvación pronto a manifestarse en los últimos tiempos? Quien tiene religión, quien tiene fe viva, quien tiene a la vista la salvación eterna, siente en sí renovarse el fervor con espirituoso aliento. Aquellas almas insulsas, aquellos corazones insensibles a la memoria de la otra vida dan bien a entender que tienen a ésta más amor del que debieran. Cada hora nos vamos acercando a la eternidad; cada día adelantamos una jornada hacia este dichoso término; los contratiempos de esta vida son, por decirlo así, como unos golpes de viento que nos van echando hacia aquel felicísimo puerto. Pues ¿no habíamos de saltar de alegría siempre que nos vemos afligidos por un poco de tiempo con pruebas diferentes? Nuestra tristeza desacredita nuestra fe, y se conoce bien lo mucho que nos distinguimos de los primeros cristianos.

El Evangelio es del capítulo XVI de San Mateo.

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MEDITACIÓN.
De la contradicción que se halla en
nuestra fe y en nuestras costumbres

 

Punto primero. —Considera que entre la fe y las costumbres debe haber estrecha unión. La fe ha de arreglar las acciones, y las obras descubren siempre la religión que se profesa. En vano pretendemos engañar a los demás, y aun engañarnos a nosotros mismos con máscara de cristianos, porque las obras nos hacen traición, y nos descubren. Sobre este principio preguntémonos si somos cristianos verdaderamente.

Hay una monstruosa contradicción entre lo que creemos y lo que obramos. Porque al fin es cierto, que a pesar de la corrupción del siglo, no se encuentran muchos infieles entre los cristianos. Generalmente se cree bien, pero se vive mal. El entendimiento está sujeto a la ley, pero la voluntad se amotina contra todos sus preceptos. La Religión es santísima; las costumbres de los que la profesan perversas. La razón llena de verdades terribles; el corazón impío, desarreglado y libre. Se cree todo lo que obliga a una vida santa e inocente. Se obra de manera, que se desmiente todo lo que se cree.

Por la mañana a misa; por la noche al sarao y al baile: en ciertos días comulgar por bien parecer; pocas horas después al banquete, al paseo, al juego, a los excesos y a la disolución. El martes de carnestolendas apostárselas en el desorden a los gentiles; el miércoles de ceniza competir en la hipocresía a los santones. Si esta diversidad de escenas teatrales que se representan no se llaman mojiganga o máscara de devoción, ¿qué cosa merecerá este nombre?

Deplorable es sin duda la suerte de los infieles; pero los desórdenes de la mayor parte de los cristianos ¿les da motivo para esperar suerte más feliz? Desgracia es estar fuera del seno de la Santa Iglesia; no tener derecho a la gloria eterna; pero ¿será menor desgracia ser hijo de la Iglesia, y hacerse indigno de esta misma gloria, a la cual se tenía legítimo derecho en virtud del llamamiento a su rica herencia? Y a la verdad, ¿cuál será peor, o no creer cosa alguna de las que se deben creer, o apenas obrar nada de lo que se debe obrar en virtud de lo que se cree?

De buena fe, ¿no es hacer ridículas las cosas más sagradas el hacer unas veces papel de cristiano, y otras papel de gentil? ¿Se puede hacer menosprecio ni burla más solemne de Dios, que no dudar ser su Majestad el que manda, y vivir como si no se creyera aquello mismo de lo que no se duda?

Pues este es, Señor, puntualmente el modo con que he vivido hasta aquí. Dignaos, Dios mío, darme tiempo y gracia para acreditar mi fe con mis obras, y perdonadme por vuestra misericordia mis maldades.

Punto segundo. —Considera la extravagancia de una conducta tan irracional y tan contraria al buen juicio.

¡Creer que solo estamos en el mundo para amar, y para servir a Dios; y pasar los días de la vida sin amarle, antes bien dedicarse todos los días únicamente a ofenderle!

¡Creer que hay infierno, y que este infierno eterno y espantoso puede ser justa pena de un solo pecado mortal; y vivir tranquilamente en pecado, multiplicando todos los días las culpas! Abismo de llamas inextinguibles, encendidas por todo el poder de Dios para castigar al pecador; infierno, caos inmenso de tormentos eternos, ¡es posible que seas tú objeto terrible de mi fe, y que pueda vivir impenitente y en pecado!

Y esos hombres perdidos, cuya vida es una perpetua cadena de culpas; esos impíos que se burlan de las más santas devociones, y hacen chacota del infierno mismo, ¿creen de veras que hay infierno?

¥ esas mujeres del mundo, cuya conciencia es un espantoso caos; esas que idolatran en el mundo, y a quienes el mundo idolatra; esas mujeres ¿creen las verdades del Evangelio, y los terribles suplicios del infierno?

Esos hombres de riquezas y de deleites; esos tratantes en gustos, en diversiones y en entretenimientos; esos profesores de la ociosidad, de la delicadeza y del regalo; esos hijos legítimos del siglo que sacrifican su alma a su ambición, y a un villano interés; esas personas que tienen engangrenado el entendimiento, porque tienen corrompido el corazón; esas, cuyas costumbres son tan poco cristianas, ¿creen por ventura que hay infierno?

Esas otras personas consagradas al servicio de Dios por los votos más solemnes; esas que hallándose en estado tan perfecto, tienen una vida tan poco regular, y muchas veces tan aseglarada; esas personas ¿creen todo el rigor de los formidables juicios de Dios, y aun tendrán valor para hacer ellos mismos al pueblo una vivísima pintura de estos formidables juicios?

Esos otros ministros del Altísimo, consagrados al ministerio de los altares, cuyo porte desdice tanto de su sagrado ministerio; esos sacerdotes del Señor, que se dejan ver con tan poca modestia, con tan poco respeto, y tal vez con tan poca religión en el altar, ¿creen que es real y verdaderamente el mismo Jesucristo el que tienen en sus indignas manos, el que ofrecen en sacrificio a Dios vivo, y que se alimentan de su adorable cuerpo y de su preciosa sangre? Componed sus costumbres con la santidad de la Religión que profesan; ajustad lo que practican con lo que creen.

Se cree que el Evangelio es la única regla de las costumbres; que cualquiera otro sistema de vida es errado; que el camino del cielo es estrecho; que la vida cristiana es vida de mortificación y de cruz; que el reino de los cielos se conquista a viva fuerza. Se cree que la ley cristiana pide una gran perfección; violencia continua, mortificación perpetua; a cada paso alguna nueva cruz, ninguna nueva cruz sin nueva victoria. Fuera de esto, ¡qué piedad, qué humildad, qué perseverancia! Una modestia ejemplar; una caridad inalterable; un amor de preferencia y de ternura para con Dios; amor sincero y efectivo para con el prójimo; una delicadísima pureza; una equidad, una justicia universal. No hay imperfección, por pequeña que sea, que no la condene la ley de Dios. El espíritu del mundo está desterrado por Jesucristo; todas sus máximas están reprobadas. Finalmente, se cree que Jesucristo es Hijo de Dios vivo, y en medio de eso se está con tan poco respeto en su presencia. Considera bien estos rasgos de las costumbres de los cristianos de este tiempo; y dime si se puede hallar contradicción más monstruosa, ni que más los desacredite.

Pero sin detener mucho los ojos en las deformidades que presenta a la vista el retrato de los otros; ¡qué horrores no descubro yo en el mío! Tengo fe, creo todas estas verdades; pero ¿mis costumbres, mis máximas, mi conducta corresponde a mi fe?

Señor, pues es mucha verdad que nunca desechas a una pobre alma cubierta de confusión, a un corazón contrito y humillado que implora tu misericordia, aquí estoy alentado con nueva confianza. La enorme contradicción que se halla entre mis obras y mi fe me asusta y me estremece; pero tu gran clemencia me asegura. Confieso con vivo dolor que he desacreditado con mis obras la santidad de mi estado, la pureza de mi religión, la perfección del Evangelio; pero resuelto estoy, con el auxilio de vuestra gracia, a reparar, en cuanto me sea posible, la injuria que os he hecho, por medio de una total reforma de mis costumbres.

Jaculatorias.

—Señor, pues me habéis enseñado a creer bien, enseñadme también a obrar bien. (Salmo CXLIII, 8).

¿De qué aprovecha la fe sin obras? (Santiago II, 14).

PROPÓSITOS.

Dirá alguno, dice el apóstol Santiago, tú tienes fe, pero yo tengo obras. Muéstrame sin las obras que tienes fe; porque yo quiero ver la fe por las obras. Desengañémonos, que todas estas superficiales demostraciones de religión sin realidad, no son más que una fe quimérica y un fantasma de religión. No creer es ciertamente la mayor de todas las locuras; pero creer y no vivir conforme a lo que se cree, es hasta donde puede llegar la extravagancia de la impiedad. Toma hoy un cuarto de hora de tiempo, o a lo menos algunos momentos, para preguntarte a ti mismo, para examinar sinceramente si tu conducta es correspondiente a tu fe. ¿Ese fausto, esas galas, esas modas, ¿corresponden a la modestia, a la fe y a la humildad cristiana? ¿Honran mucho a la Religión esas mujeres adornadas como templos, según la expresión del Profeta? Mira bien si tienes que reprender y que enmendar en este artículo. El respeto y la devoción en la iglesia ¿dan a entender que estás muy persuadido de la real y verdadera presencia de Jesucristo en los altares? ¿Sabes bien cuánta es la santidad de la religión cristiana? ¿La acreditas mucho en tu casa, en tu empleo, en tus comidas, en tus diversiones, en tus conversaciones, en tus visitas, en tus concurrencias? ¿Eres a los ojos de Dios lo que profesas ser a los ojos de los hombres? En materia de religión es impío, es vergonzoso todo lo que suena a farsa; sólo en el teatro se puede tolerar que se representen varios papeles de diferentes personajes. Considera bien si tu vida no ha sido hasta aquí una comedia perpetua. ¿Qué testimonio dan tus obras de tu fe? Ves aquí una amplia materia de examen.

2 Después que hayas llorado bien delante de Dios la gran contradicción que hay entre tus máximas, tus costumbres y tu fe, haz los propósitos siguientes. Primero: Déjate ver siempre en la iglesia con tal modestia, con tal circunspección y con tanto respeto, que esto mismo sirva de prueba visible de tu fe. Segundo: Imponte una ley inviolable de no hablar jamás en la iglesia, y de excusar cuanto sea posible todos aquellos vanos cumplimientos que debieran estar desterrados de ella. ¿Dónde ha de parecer un hombre cristiano sino en la casa y a los pies del mismo Jesucristo? Tercero: En todas tus conversaciones, en todas las diversiones, en todos los negocios pregúntate a ti mismo si eres cristiano. Cuarto: Ten continuamente en la memoria estas bellas palabras del santo profeta Elías (III Reyes XVIII, 21); ¿Hasta cuándo habéis de estar neutrales y titubeantes entre dos partes? Si el Señor es vuestro Dios, seguidle sin dudar ni deteneros; y si Baal es vuestro Dios, seguid a Baal. Quinto: Leed cada día un capítulo del Evangelio; esta debe ser la única regla de nuestra conducta: mira si te reconoces en este retrato. Por esa ley, y no por otra hemos de ser juzgados al salir de esta vida. ¿Eres religioso? ¿eres sacerdote? Pues toma una firme resolución de sostener desde hoy en adelante por tu circunspección y por tu porte la santidad de tu estado, y la sublime perfección de tu elevado carácter. Da todo el lleno a sus obligaciones; asiste en el coro al oficio divino o rézale en tu casa, y celebra el santo sacrificio de la Misa con tanta devoción, con tanto respeto, con tanta modestia, que visiblemente acrediten la viveza de tu fe..

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