San Andrés, de la noble y antigua casa de Corsini, en la ciudad de
Florencia, nació en la misma ciudad el año de 1302, a los 30 de noviembre, día
en que se celebra la fiesta del glorioso Apóstol cuyo nombre se le dio.
El día antes de que le diese a luz su piadosa madre, tuvo una visión que
la asustó mucho, llenándola de cuidados. Le parecía que había parido un
pequeñito lobo, el cual, entrando en la iglesia de los Padres carmelitas, se
convirtió de repente en un manso corderillo.
Estaba dotado Andrés de un natural excelente; pero, por otra parte, tan
vivo y tan inclinado a todo género de pasatiempos, que ni los buenos ejemplos
de sus padres, ni los prudentes consejos de los mejores maestros, fueron
bastantes para que no se verificase con muchas ventajas el sueño de su piadosa
madre.
Contribuyó mucho a esto la compañía de otros caballeritos de su edad,
algunos ligeros, otros disolutos, que en poco tiempo y sin mucha resistencia le
condujeron por el espacioso camino del vicio.
Un día en que Andrés se disponía para salir a
cierta diversión, menos decente, advirtió que su buena madre se estaba
deshaciendo en lágrimas. Parte por ternura y parte por curiosidad, la preguntó
el motivo de su llanto: Lloro, hijo
mío, le respondió la virtuosa señora, porque con harto dolor de mi corazón veo demasiadamente verificada la
primera parte de un sueño que tuve la noche antes del día en que naciste para
tanto desconsuelo mío. Soñé que daba a luz un pequeño lobo; pero no te
disimularé que igualmente soñé que este lobo se convertía en un apacible
corderillo, luego que entraba en la iglesia de
los PP. Carmelitas. Tu padre y yo creímos que, consagrándote desde luego a la
clementísima Virgen, podíamos eludir el funesto efecto de un pronóstico tan
triste; pero nuestra precaución sólo ha servido para que tu proceder
desordenado traspase el alma con mayor tormento. Esas costumbres perdidas
acreditan con sobrada verdad que mi visión fue más que sueño. Dichosa yo si
antes de morir pudiera ver todo el pronóstico cumplido, logrando el gusto de
verte convertido en cordero inocente, ya que ahora te lloro sangriento y
lascivo lobo.
Estas palabras, acompañadas de copioso llanto y pronunciadas con aquel
tono dulce y penetrante que inspiran la piedad y la ternura, tocaron el corazón
del generoso mancebo.
No os moriréis,
madre y señora, respondió Andrés bañado en
lágrimas, no os moriréis sin ver la dichosa
transformación que deseáis; pasará este lobo a ser cordero, y sólo siento haber
malogrado tanto tiempo en el funesto vaticinio, cumpliendo, con tanto estrago
de mi alma como dolor de la vuestra, todo el significado que simboliza esta
fiera; voy, señora, a que se justifique de lleno vuestra misteriosa visión. Vos me consagrasteis a la Madre de mi Dios; no he de destruir
vuestro sacrificio, y voy yo a cumplir lo que prometisteis vos. Consolaos,
madre mía, que no se han perdido vuestras oraciones ni se han malogrado
vuestras lágrimas; perdonad las pesadumbres que os ha dado mi dureza, olvidad
mi rebeldía, no os acordéis de mis ingratitudes, y sirvan de medianeras con
Dios vuestras oraciones para que perdone mis pecados.
Dijo aquello; y, sin dar lugar a que la piadosa señora volviese en sí
del gustoso embeleso en que la suspendió una mudanza tan pronta como no
esperada, salió de casa, dirigiéndose á la iglesia de los carmelitas; se postró
ante el altar de la Santísima Virgen, y, deshecho en lágrimas, se ofreció á
Dios y a su Purísima Madre, como víctima que, aunque consagrada a los dos desde
su nacimiento, el mundo la había descaminado, teniéndola infelizmente
aprisionada en sus cadenas por el dilatado espacio de más de doce años. Aceptó
el Cielo el sacrificio, y mudó el Señor enteramente su corazón.
Pidió el santo hábito con tanta instancia, y dio pruebas tan
concluyentes de ser su vocación legítima, que fue recibido en la Orden, para
ser dentro de poco tiempo uno de sus más brillantes astros. Su fervor fue el
asombro de los más perfectos, y los más ancianos miraron con admiración los
progresos del novicio.
Irritado el demonio a vista de unos progresos tan rápidos en la virtud,
se cree comúnmente que, tomando la figura de un pariente suyo, intentó persuadirle
con artificioso engaño para que, dejando el hábito religioso, se restituyese al
siglo; pero el observante novicio, sin hacer caso del tentador, le volvió las
espaldas, alegando que no tenía licencia para hablar. Se cubrió de confusión el
enemigo, no pudiendo sufrir una observancia tan ejemplar, y, desapareciendo
prontamente, dio bastante a entender su malignidad y su artificio.
Hecha la profesión, se impuso una severa ley de no aflojar jamás en los
ejercicios ni en el fervor del noviciado. No pudo subir más de punto ni su
humildad, ni su puntualidad, ni su obediencia. Nunca supo entibiarse su fervor,
ni su devoción desmentirse. Concedió el Señor a nuestro Santo el don de
profecía y de milagros.
Ordenado de sacerdote, decía la Misa con fervor tan
encendido, que, al verle en el altar, no parecía un sacerdote; parecía un
serafín. Celebrando un día el divino sacrificio entre estos celestiales
ardores, se le apareció la Santísima Virgen, y le consoló con estas palabras
que destilaban ternura: Tú eres mi siervo,
y yo me gloriaré en ti. A la verdad, no parecía posible ni
más reverente devoción, ni ternura más filial que la que profesaba nuestro
Santo a la Madre de Dios. Ésta era su devoción favorecida, ésta su distintivo y
su carácter; por eso nunca admitía otro título que el de siervo de María; con
él se honraba y con él se regalaba.
Habiéndose graduado en París de doctor en Teología,
volvió a Florencia, donde le hicieron prior de su convento. Aquí fue donde
descubrió los extraordinarios talentos que había recibido del cielo para el
mayor bien de las almas. Mostró, entre otros, el don de profecía, porque,
teniendo a un niño en los brazos y mirándole con atención, comenzó a llorar
amargamente. Preguntado por el motivo de aquel llanto, que parecía
intempestivo: Lloro, dijo, porque este niño tendrá desastrado fin, y será la ruina de su
casa. El tiempo y el suceso verificaron demasiadamente el
profético vaticinio.
Eran las brillantes virtudes de nuestro Santo
admiración y ejemplo de toda la Toscana, a tiempo que vacó el obispado de
Fiésoli, ciudad que sólo dista una legua de Florencia. Le nombró todo el pueblo
por su obispo; pero, anoticiado Andrés, huyó a esconderse en la Cartuja; lo que
hizo tan a tiempo, y con tanto secreto, que burló cuantas diligencias se
practicaron para encontrarle. Perdidas ya las esperanzas de dar con él, iba el
pueblo a juntarse para proceder a otra elección, cuando un niño de tres años
levantó la voz y dijo: Andrés, a quien
Dios ha escogido para nuestro obispo, está haciendo oración en la
Cartuja. A vista de una señal tan visible, no dudando ya el
Santo de que el Cielo le llamaba para aquella tan alta dignidad, sólo pensó en
desempeñar sus obligaciones, añadiendo nuevos grados de perfección a la
santidad de su vida.
Elegido después por el pueblo, con aprobación de la Iglesia, obispo de
Fiésoli, este nuevo cargo no le embarazó vivir como carmelita; antes,
persuadido de que un obispo está obligado a una vida más ejemplar y más santa
que un simple religioso, aumentó nuevas penitencias a sus mortificaciones
ordinarias. Sobre el cilicio común añadió una cadena de hierro que daba vuelta a
toda la cintura, y a la diaria carga del Oficio divino aumentó la sobrecarga de
los siete salmos penitenciales, que siempre se acababan con una sangrienta
disciplina. Su cama eran unos sarmientos: la mayor parte de la noche la pasaba
en oración; ayunaba casi todos los días. Huía cuidadosamente todo trato con
mujeres; nunca las hablaba sino con los ojos en el suelo, y no permitió jamás
que entrase alguna en su cuarto.
La vida tan ejemplar de un obispo, por precisión había de merecer mil
bendiciones a su pueblo. Un pastor tan vigilante y tan santo, poco había de
tardar en reducir al aprisco todas las ovejas descarriadas. No hubo pecador tan
obstinado que no se rindiese a sus avisos; ninguno tan rebelde que pudiese
resistirse a las solicitudes de su celo.
Entre otros, era muy visible el milagroso don que poseía para componer
discordias y para desterrar el rencor de los pechos enemistados. Esto obligó al
papa Urbano V a echar mano de nuestro Andrés para que pasase a Bolonia en
calidad de legado suyo, para pacificar las discordias que despedazaban aquel
numeroso pueblo. Apenas entró en él aquel ángel de paz, cuando calmó la
sedición; se unieron los ánimos con reconciliación sincera, y las portentosas
conversiones que logró dieron a conocer cuánto puede hacer un obispo santo.
Habiendo llegado a los setenta y un años de su
edad, y estando celebrando la Misa del Gallo la noche de Navidad en su iglesia
catedral, tuvo un secreto preanuncio de su cercana muerte. Se sintió acometido
de una maligna fiebre a la mañana siguiente, y comenzó a prepararse con alegría
para la última hora, que desde el primer instante de su conversión había tenido
presente en la memoria toda la vida. Fue universal el desconsuelo en toda la
ciudad; no se evacuaba su pobre cuarto de los muchos que concurrían a verle, y
todos se deshacían en lágrimas; sólo Andrés se conservaba con un semblante
risueño, y tan tranquilo, que en su serenidad leían todos verificado aquel
oráculo, que para los santos es
dulce cosa el morir. Fue su dichoso tránsito el 6 de enero,
día de la Epifanía, en el año de 1373. Se llevó su cadáver a la ciudad de
Florencia, y fue enterrado en la iglesia de los PP. Carmelitas, como el Santo
lo había significado. Confirmó el Cielo la general opinión que se tenía de su
santidad con multitud de milagros, y sesenta y siete años después de su muerte,
el de 1440, fue solemnemente beatificado por el papa Eugenio IV, hasta que
finalmente, en el año de 1629, Urbano VIII le canonizó, y fijó su fiesta al día
4 de febrero, mandando que se rezase de él en toda la Iglesia.
La Misa es en honra de San Andrés, y la oración la que sigue:
¡Oh Dios, que continuamente nos estás proponiendo en tu Iglesia nuevos
ejemplos de virtud! Concede a tu pueblo la gracia de que siga de tal manera los
pasos del bienaventurado Andrés, tu confesor y pontífice, que merezca conseguir
el mismo premio. Por nuestro Señor Jesucristo, etc.
La Epístola es de los capítulos XLIV y XLV del Libro de la Sabiduría.
He aquí un sacerdote grande que en sus días agradó a Dios, y fue hallado
justo, y en el tiempo de la cólera se hizo la reconciliación. No se halló
semejante a él en la observancia de la ley del Altísimo. Por eso el Señor con
juramento le hizo célebre en su pueblo. Le dio la bendición de todas las
gentes, y confirmó en su cabeza su testamento. Le reconoció por sus
bendiciones, y le conservó su misericordia, y halló gracia en los ojos del
Señor. Le engrandeció en presencia de los reyes, y le dio la corona de la
gloria. Hizo con él una alianza eterna, y le dio el sumo sacerdocio, y le colmó
de gloria para que ejerciese el sacerdocio, y fuese alabado su nombre, y le
ofreciese incienso digno de él, en olor de suavidad.
REFLEXIONES
El que agradó a Dios mientras vivió, ¿qué más ha menester para ser un
hombre feliz, para hacerse respetable? Sólo este rasgo vale todos los elogios.
Esté uno adornado de todas cuantas bellas prendas se estiman en el mundo: tenga
ingenio, hermosura, posea grandes riquezas, goce de todos los gustos de los
deleites de la vida: será infeliz, será despreciable, será digno de compasión,
si tiene la desgracia de no agradar a Dios. ¿Qué mérito puede dar a ninguno el
favor ni la estimación de los hombres? Toda la estimación humana ¿podrá dar una
sola virtud a quien no la tiene? Sólo Dios no puede engañarse: su aprobación es
inseparable del verdadero mérito: el que la logra, seguramente se la merece: su
amistad fabrica nuestra gloria, y también nuestra dicha. Sin ella, la más
dilatada prosperidad, la más brillante fortuna, sólo pueden hacer, a lo más,
unos sepulcros dorados, o dados de un aparente barniz.
Teme a Dios, dice el
Sabio, guarda sus Mandamientos; es esto todo
el hombre. No hay virtud sin la más exacta observancia de la
ley de Dios. Si quieres entrar
en la vida, dice el Señor, guarda los Mandamientos. ¡Qué error, qué
desacierto cometen los que se dispensan de esta observancia! En vano son estas
obras de supererogación: si no guardas los Mandamientos, nada haces.
Por benéfica, por dadivosa que sea la estimación y la amistad de los
grandes, sus favores son limitados y de corta duración; a lo más, unos
pergaminos inútiles, o unos títulos pomposos, son los que sobreviven a nuestra
sepultura. Pero ¿nos hacen por eso más felices? Muy de otra manera trata Dios a
los que le sirven; los colma a manos llenas con la bendición de todos los
pueblos; su amor y sus dones se extienden más allá de todos los siglos. Los
monarcas más poderosos se postran humildemente a los pies de un pastorcillo
simple, de un pobre oficial a quien Dios elevó a su Gloria; y esta gloria ha de
durar para siempre. Y después de esto, ¿nos hará poca fuerza la dicha de
agradar a Dios? Y después de esto, ¿se tendrá poco temor a la desdicha de
desagradarle? ¿Dónde está nuestro entendimiento? ¿Dónde nuestra fe?
El Evangelio es del capítulo XXV de San Mateo.
En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos esta parábola: Un hombre que
debía ir muy lejos de su país, llamó a sus criados y les entregó sus bienes. Y a
uno dio cinco talentos, a otro dos, y a otro uno, a cada cual según sus
fuerzas, y se partió al punto. Fue, pues, el que había recibido los cinco
talentos a comerciar con ellos, y ganó otros cinco: igualmente, el que había
recibido dos, ganó otros dos; pero, el que había recibido uno, hizo un hoyo en
la tierra, y escondió el dinero de su señor. Mas después de mucho tiempo vino
el señor de aquellos criados, y les tomó cuentas, y, llegando el que había
recibido cinco talentos, le ofreció otros cinco, diciendo: Señor, cinco
talentos me entregaste; he aquí otros cinco que he ganado. Le dijo su señor:
Bien está, siervo bueno y fiel; porque has sido fiel en lo poco, te daré el
cuidado de lo mucho: entra en el gozo de tu señor. Llegó también el que había
recibido dos talentos, y dijo: Señor, dos talentos me entregaste; he aquí otros
dos más que he granjeado. Le dijo su señor: Bien está, siervo bueno y fiel;
porque has sido fiel en lo poco, te daré el cuidado de lo mucho; entra en el
gozo de tu señor.
MEDITACIÓN
Del buen uso de los talentos que hemos recibido.
Punto primero.—Considera que ninguno hay que no haya recibido del Cielo
cierto número de talentos con obligación de aprovecharlos bien. Dones
naturales, gracias sobrenaturales, beneficios generales y particulares, todo se
nos ha concedido para nuestra salvación; ninguno fue casual. Esta nobleza, ese
ingenio, esa educación, esas bellas prendas, esa salud, ese tiempo; en una
palabra, todo el orden, toda la economía de la Divina Providencia, respecto de
nosotros, puede y debe ser comprendida en la parábola de los talentos. Y ¿qué
debemos pensar de tantos auxilios sobrenaturales, de tantas inspiraciones, de
tantas gracias extraordinarias? Todo se lo debemos a los méritos del Hombre
Dios; bienes suyos son, que depositó en nuestras manos; ninguno hay que no sea
de gran precio; frutos son de su preciosa sangre. ¡Qué pérdida, Señor, qué
desdicha la de quien no sabe, o no quiere usar bien de ellos!
No te basta conservar el talento recibido: el mal siervo tuvo cuidado de
enterrarle; pero fue condenado, porque no le benefició poniéndole a ganancia.
Ya se sabe que Dios en este particular es un amo estrecho y riguroso: no se
puede alegar ignorancia en este punto; conque será muy culpable quien le
sirviere con negligencia o con disgusto.
Se haya recibido poco, o se haya recibido mucho, siempre se recibe lo
bastante para poder merecer más; pero es menester trabajar, es preciso hacer
sudar lo que se ha recibido. ¿Qué riesgo puede haber en un negocio cuya
ganancia pende únicamente de nuestra voluntad? No hay piratas, no hay escollos,
no hay naufragios que no podamos evitar. La medida del lucro es, por lo común,
el motivo del trabajo; en este comercio solamente son pobres los que nada
quieren hacer para ser ricos. Pues ¿no tendrá el amo mil razones para tratar de
perversos a unos criados tan holgazanes y tan ingratos? ¿Qué caso se hace de un
amo cuando se usa tan mal de sus beneficios? Y ¿se merecerá su benevolencia
cuando se hace tan poco o tan ningún caso de darle gusto?
¡Ah mi Dios, y a cuántos ha de hacer gemir esta verdad bien penetrada!
Vos me habéis colmado de beneficios, y yo he recibido talentos de vuestra mano;
pero ¿me he aprovechado bien de ellos? ¡Oh Señor, qué reprensión! Y ¡oh qué
cruel dolor, qué amargo remordimiento!
Punto segundo.— Considera el uso que hemos hecho hasta aquí de los
talentos recibidos. Cada talento fue un beneficio. Y ¿cuál ha sido nuestro
reconocimiento? Todos se nos concedieron para mayor gloria de Dios y para
nuestra salvación. ¿Y los hemos empleado únicamente a este soberano, a este
importantísimo fin?
Este tiempo tan precioso, cuyos momentos están todos contados, ¿ha sido
fecundo en buenas obras y en merecimientos? El fruto del buen uso del tiempo
será la dichosa eternidad. ¿Es posible que no hayamos perdido nada de él? Ya
estamos en el segundo mes del año nuevo: ¿dónde está el fruto de nuestros
propósitos? ¿Hemos adelantado mucho en el negocio de nuestra salvación?
Los bienes que poseemos se nos dieron para ganar con ellos otros bienes
más preciosos y más reales: y ¿hemos agenciado mucho con ellos? ¿Nos hemos
valido de esos bienes únicamente para comprar mucho cielo? ¿para granjear
amigos que nos sean útiles con Dios? ¿Será posible que no temamos algún cargo
cuando llegue el caso de dar cuenta?
El entendimiento, la salud, las demás prendas, también entran en el
número de los talentos. Pero ¿se les ha hecho valer mucho? Servirse de ellos
únicamente para complacer al mundo, ¿no es peor que sepultarlos? ¿Se dará el
Señor por satisfecho de este empleo? ¡Ah mi Dios! Por esta cuenta, ¡qué de
siervos inútiles! ¡Cuántos serán despedidos! ¡Cuántos condenados á las
tinieblas exteriores!
Pero cuando se nos reproduzcan aquellas gracias tan abundantes, aquellas
inspiraciones tan saludables, aquellos auxilios tan poderosos, ¡mi Dios, que de
talentos! Misas, sacramentos, ejercicios espirituales, actos de religión, todo
entra en el cúmulo del capital que se pone. ¿Corresponde al fondo la ganancia,
y los réditos al capital? Para que se nos pasen las cuentas es menester que el
capital se doble por lo menos, en virtud de la correspondencia y de la fiel
cooperación a la gracia. ¡Oh Señor, qué motivos tan justos para estremecernos
al considerar bien esta parábola! El amo, muy presto estará en casa, de vuelta
de su viaje. Y ¿no tenemos razón para temer? ¿Podremos ponernos en su presencia
con entera confianza?
Los santos sí que fueron prudentes y discretos en no aplicarse más que a
cultivar sus talentos, para que diesen de sí todo lo posible. En los primeros
años de su vida no los cultivó mucho San Andrés Corsini; pero en lo restante de
ella reparó con ventaja su fervor las quiebras de su inconsiderada juventud. ¿A
qué aguardamos nosotros para reformar nuestras costumbres, para enmendar tantos
desórdenes, para dar principio a una nueva vida? Dentro de pocos días se nos
pedirá estrecha cuenta de nuestros talentos. ¡Qué desdicha, si nos presentamos
con las manos vacías! Se castiga severamente a quien no granjeó con ellos: ¿qué
será del que abusó, del que se valió de ellos mismos para su mayor perdición?
No tengo, Señor, otro recurso que á vuestra misericordia infinita.
Perdido soy, condenado soy para siempre, si me juzgáis según el rigor de
vuestra justicia. Me disteis, Señor, talentos; pero ¿cómo he usado de ellos?
Mas, en fin, concededme todavía un poco de tiempo, ¡oh dulce Salvador mío!, que
yo os daré buena cuenta: asistidme con vuestra gracia, y dejaré de ser en
adelante siervo inútil y perezoso.
JACULATORIAS
Esto es hecho, Señor: voy a serviros con fidelidad;
concededme la perfecta inteligencia de vuestros santos Mandamientos.— Salmo
CXVIII.
Ya, Señor, llegó el tiempo de trabajar en mi
salvación, y de aprovechar hacia el Cielo los talentos que me habéis concedido,
de los cuales tan mal he usado hasta aquí.— Salmo XI.
PROPÓSITOS
1. Conocer las reglas que se deben observar para vivir
bien, y aun confesarlas, no sólo es cosa fácil, sino muy común; pero ¿de qué
servirá este conocimiento y esta confesión, si no por eso se vive mejor?
Acordémonos de que la virtud cristiana es ciencia práctica. El Infierno está
lleno de especulaciones estériles y de máximas muy cristianas, pero infecundas.
No permita Dios que las tuyas sean semejantes; no puedes negar que has usado
perversamente de los talentos que Dios te concedió. ¡Qué abuso de las prendas
naturales, y de tantas gracias sobrenaturales! ¿Qué cuenta darías a Dios, si
ahora te la pidiera, de tantos beneficios recibidos? ¿En qué has empleado ese
entendimiento, esa robustez, esos bienes de fortuna, ese tiempo tan precioso?
¿Cuántas bellas horas has perdido?
2. Te has de poner un perpetuo entredicho a toda lectura de
novelas, romances, comedias amatorias, poesías galantes y todo género de libros
emponzoñados, que sólo agradan porque matan, disimulando el veneno en el
artificio. Guárdate bien de valerte jamás de tu ingenio, de tu discreción o de
tu agudeza para equívocos indecentes, alusiones impuras, zumbas picantes,
chanzas malignas; ni para aquellas torpes alegorías que debajo de las voces más
simples y más comunes introducen un sutilísimo veneno hasta el corazón. Toma
una fuerte resolución de no estar jamás ocioso; es preciosísimo el tiempo, y su
pérdida es irreparable; no emplearle en trabajar por la salvación, es perderle.
¿Y será darle un buen uso a la salud, no saber valerse de ella sino para
contentar a sus pasiones? No hay desorden, no hay exceso que no la estrague,
que no la abrevie la vida. El tiempo de la enfermedad ¿será muy oportuno para
convertirse? La salud es don de Dios; pues determina en este mismo día el uso
que has de hacer en adelante de este apreciable don. El supremo dominio de
nuestros bienes le tiene Dios; nosotros los poseemos con la obligación de
reconocerle homenaje y de rendirle tributo. Arregla las limosnas a proporción
de tu renta, consultándolo con un prudente director. Eres hábil, sobresaliente
en alguna facultad o en algún arte; a Dios debes ese don; pero ¡qué delito
aprovecharte de esa habilidad para perder a las almas!
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