Gabriel era hijo de un
distinguido abogado, Sante Possenti, quien ocupó una serie de cargos
importantes por cuenta del gobierno de los Estados Pontificios. Tuvo trece
hijos, el undécimo de los cuales fue el futuro santo, que nació en 1838 y
recibió en el bautismo el nombre de Francisco. Algunos de los hermanos del
santo murieron en la niñez. La madre falleció en 1842, cuando Francisco sólo
tenía cuatro años. El señor Possenti acababa de ser nombrado principal asesor de
la ciudad de Espoleto, donde Francisco recibió casi toda su educación, en el
colegio de los jesuitas. A diferencia de tantas otras vidas de aspirantes a la
canonización, en las que la leyenda ha introducido una serie de hechos
sorprendentes de dudoso gusto, la infancia de Francisco Possenti, como la de
Santa Teresa del Niño Jesús, fue perfectamente ordinaria. No se cuenta de él
que haya tenido visiones a los cuatro años, ni que haya inventado formas
extraordinarias de penitencia antes de los ocho. Al contrario, parece que
poseía un temperamento vehemente, que no siempre sabía dominar, y que era muy
meticuloso en cuestión de vestido y apariencia personal. Leía muchas novelas,
era muy alegre e iba con frecuencia al teatro, si bien las piezas que veía no
tenían nada de escandaloso. Su carácter alegre y su atractivo físico lo
hicieron muy popular. Aunque no hay razones para creer que haya perdido la
inocencia bautismal, ni quebrantado gravemente la ley de Dios, lo cierto es que
durante su vida de religioso, el santo no veía con buenos ojos esa primera
parte de su vida. Más tarde escribió a un amigo:
Querido
Felipe, si realmente amas a tu alma, apártate de las malas compañías y no
frecuentes el teatro. Yo sé por experiencia, cuán difícil es salir de él en
estado de gracia; por lo menos constituye un grave peligro. Evita las reuniones
mundanas y las malas lecturas. Creo, te lo aseguro, que, si hubiese permanecido
en el mundo, no habría conseguido la salvación de mi alma. Dime: ¿No crees que
yo me divertí bastante? Pues bien, el resultado de todo ello no es más que la
amargura y el temor. No te rías de mí, Felipe, porque te estoy hablando con el
corazón en la mano. Te ruego que me perdones, si alguna vez te escandalicé. Y
retiro todo el mal que pueda haber dicho de otros delante de ti. Perdóname y
pide que Dios me perdone también.
Probablemente el tono de
autoacusación de esta carta se debe a la sensibilidad de conciencia que el
santo desarrolló durante el noviciado; pero no es imposible que sus años de
juventud hayan sido relativamente frívolos, ya que sus amigos le llamaban, sin
duda con cierta exageración, «il damerino», es decir, «el enamoradizo». Tal vez
san Gabriel no prestó oídos al llamado de Dios la primera vez que Él se dejó
oír claramente en su corazón. Antes de terminar sus estudios, que debían
abrirle una prometedora carrera en el mundo, cayó gravemente enfermo y prometió
entrar en religión, si recobraba la salud; pero al sanar no hizo nada por cumplir
su promesa. Un año o dos más tarde, un ataque de laringitis le puso de nuevo a
las puertas de la muerte; renovó su promesa y se encomendó a la intercesión del
mártir jesuita San Andrés Bobola, que acababa de ser beatificado. Habiendo
recobrado milagrosamente la salud, pidió ser admitido en la Compañía de Jesús.
Fue aceptado, pero dilató su ingreso, pues tal vez dudaba si Dios le llamaba a
una vida de mayor penitencia, y además no tenía sino diecisiete años. Por
entonces, el cólera le arrebató a su hermana predilecta. Impresionado por la
fragilidad de la vida humana, Francisco ingresó en la Congregación de los
Pasionistas, con la aprobación de su confesor, que era un jesuita. En el
noviciado de Morrovalle, a donde llegó en septiembre de 1856, recibió el nombre
de Gabriel de la Dolorosa. La vida de Gabriel se convirtió desde entonces en un
extraordinario esfuerzo por alcanzar la perfección en las cosas pequeñas.
Quienes tuvieron oportunidad de conocerle se sintieron impresionados por su
lucidez, su espíritu de oración, su caridad con los pobres, su amor al prójimo,
su exacta observancia, su deseo constante de mortificarse más allá de sus
fuerzas (sin dejar por ello de someterse al juicio de sus superiores), y su
absoluta docilidad en la obediencia. Los testimonios de las actas de
beatificación son totalmente convincentes. La vida de san Gabriel de la
Dolorosa fue de una generosidad sin límites; pero lo más extraordinario es la
alegría con que supo consumar el sacrificio. Naturalmente, una vida así tiene
pocos detalles pintorescos. Citemos, como ejemplo de la sencillez con que el
santo tendió a la perfección, un pasaje de una de sus biografías, pero
recordemos que bajo esa aparente sencillez se esconde la enorme fatiga del
vencimiento constante de sí mismo:
Su
deseo de penitencia era insaciable. Durante mucho tiempo pidió permiso de
llevar un áspero cilicio de metal. Sus superiores se lo negaron pero el santo
continuó pidiéndolo modestamente. Su director le decía: «Quieres a toda costa
llevar una pobre cadenilla, cuando lo que realmente necesitas es encadenar tu
voluntad. Vete y no me hables más de ello». El santo se retiraba profundamente
mortificado. En otra ocasión, su director le dijo al mismo propósito: «Puesto
que tienes tantas ganas de ese cilicio, te doy permiso de que te lo pongas;
pero tienes que llevarlo encima del hábito y a la vista de todos, para que todo
el mundo sepa cuán mortificado eres». A pesar de la humillación que eso le
causaba, Gabriel se puso el cilicio como su director se lo había indicado; esto
hizo reír mucho a sus compañeros, pero Gabriel lo soportó en silencio, sin
pedir que le dispensaran de esa mortificación que le ponía en ridículo.
Cuando apenas llevaba cuatro
años en religión, en el curso de los cuales el hermano Gabriel ya dejaba
adivinar el fruto que recogería en las almas al llegar al sacerdocio,
aparecieron los primeros síntomas de tuberculosis. Sus superiores se vieron
obligados a dispensarle, muy contra la voluntad del santo, de los deberes de la
vida comunitaria. La paciencia en la debilidad y los sufrimientos corporales, y
la total sumisión a las restricciones que los superiores le imponían, se
convirtieron en las principales características del santo. Su ejemplo
impresionaba profundamente a todos; pero él evitaba cuidadosamente hacerse
notar y poco antes de su muerte, destruyó todos los apuntes espirituales en los
que hablaba de las gracias que Dios había derramado sobre él. Murió
apaciblemente en la madrugada del 27 de febrero de 1862, en Isola di Gran
Sasso, en los Abruzos. San Gabriel de la Dolorosa fue canonizado en 1920.
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