Santa Escolástica, hermana gemela de San Benito, nació en el territorio
de Nursia, del ducado de Espoleto en Umbría, de una de las casas más nobles de
Italia. Así ella como su santo hermano fueron recibidos en el mundo como una especie
de milagroso don con que el Cielo le regalaba; porque, habiendo vivido sus
padres muchos años en matrimonio sin tener hijos, al fin con oraciones y
limosnas alcanzaron estos dos grandes modelos de la perfección religiosa.
Criaron a Escolástica con todo aquel desvelo que se podía esperar de una
madre tan piadosa como la condesa de Nursia. Persuadida esta virtuosísima señora
de que las primeras impresiones de los niños influyen mucho en lo restante de
su vida, se aplicó principalmente a inspirar desde luego en su tierna hija
aquellas grandes máximas de religión, aquel gran menosprecio de todas las
vanidades, aquella gran estimación de los consejos del Evangelio, en cuyo
ejercicio halló únicamente todo su gusto y todas sus delicias.
Las santas inclinaciones de Escolástica, su devoción anticipada, su
docilidad y su modestia hicieron conocer pronto a su madre que el Cielo se la
había prestado no más que como depósito, y que ciertamente la tenía el Señor
escogida para esposa suya.
Con efecto, declarándose desde luego enemiga de aquellos
entretenimientos pueriles y de aquellas ligeras diversiones que casi nacen con
los niños, no había para Escolástica otro entretenimiento de más gusto que
hacer oración a Dios y oír con suma docilidad las prudentes y saludables
instrucciones de su virtuosa madre.
Era tenida Escolástica por una de las damas más hermosas de su tiempo.
Su calidad, y los ricos bienes que había heredado con el retiro de su hermano y
con la muerte de sus padres, la hicieron ser pretendida de los mayores señores
de toda Italia; pero mucho antes había renunciado a las lisonjeras esperanzas
del mundo, consagrándose a Dios desde su infancia con voto de perpetua
castidad.
No obstante ser de un genio vivo, nervioso y brillante, de natural dulce
y amigo de complacer, de un aire garboso, despejado, capaz de arrebatarse las
admiraciones y los aplausos, toda su inclinación era al retiro. Para ella no
tenían las galas particular atractivo, las miraba con indiferencia y aun con
desprecio. Se le había impreso altamente en el alma la importante lección que
muchas veces la repetía su buena madre, conviene a saber: que los adornos
postizos, por ricos y brillantes que fuesen, no eran capaces de dar un grado de
mérito; que el mayor y más apreciable elogio de una doncella era el poderse
decir de ella con verdad que era modesta y piadosa.
Nacida con tan bellas disposiciones para la virtud, criada con máximas
tan cristianas, y nutrida en los más santos ejercicios de la caridad y de la
devoción, hacía Escolástica maravillosos progresos en el camino del Cielo,
siendo en el mundo el ejemplo y admiración de las más santas doncellas, cuando
se supo en la familia el partido que había abrazado San Benito, y las
maravillas que ya se contaban de él en toda la universal Iglesia.
A nadie edificó más ni movió tanto la generosa resolución de su hermano
como a nuestra piadosísima Escolástica, que, después de la muerte de sus
padres, vivía aún con mayor recogimiento en el retiro de su casa. Considerando
que la perfección evangélica que profesaba San Benito, igualmente se proponía a
todos los cristianos; que no era ella menos interesada que él en trabajar
eficazmente en el negocio importante de su eterna salvación, y en tomar todas
las medidas para ser una gran Santa, distribuyó sus bienes entre los pobres, y,
acompañada únicamente de una criada de su confianza, partió en secreto en busca
de su hermano.
Había algunos años que San Benito, dejando el desierto de Sublac,
después de echar por tierra los ídolos y abolir el paganismo en el monte
Casino, había fundado aquel célebre monasterio, que fue como la cuna monástica
en el Occidente, y como el seminario que dio aquel prodigioso número de santos
que pueblan el Cielo, y son brillante inmortal honor de la militante Iglesia.
Teniendo noticia San Benito de que ya estaba cerca su santa hermana,
salió de la celda; y temiendo que traspasase los límites que había señalado,
fuera de los cuales no había permiso para entrar mujer alguna, de cualquier condición
que fuese, se adelanto a recibirla, acompañado de algunos monjes, y la habló
fuera de la clausura.
Fácil es de imaginar cuál sería la primera conversación de aquellas dos
santas almas, prevenidas desde la cuna con las más dulces bendiciones del
Cielo, y abrasadas ambas con el fuego del divino amor. San Benito confió a su
hermana parte de las gracias y de las maravillas con que Dios le había
favorecido; y Escolástica le correspondió a San Benito declarándole los
extraordinarios favores con que el Señor la había colmado.
Mientras los dos santos hermanos se estaban dulcemente entreteniendo con
las misericordias que habían recibido del Señor, es fama que se vieron
coronados de una luz resplandeciente, y que se sintieron penetrados de una
gracia interior que obró grandes cosas en sus almas, dándoles a conocer los intentos
de la Divina Providencia, que destinaba a uno y a otra para que trabajasen sin
intermisión en la salvación y en la perfección de las personas que determinaba confiar
a su cuidado. Durante estas celestiales operaciones declaró Santa Escolástica a
su hermano el ánimo que tenía de pasar lo restante de su vida en una soledad no
distante de la suya, suplicándole quisiese ser su padre espiritual, y prescribirle
las reglas que había de observar para el gobierno y aprovechamiento de su alma.
Consintió en ello San Benito, porque ya el Cielo le había revelado la
vocación de su hermana; y habiendo hecho fabricar una celda no lejos del
monasterio para ella y para su criada, les dio, poco más o menos, las mismas
reglas que había dispuesto para sus monjes.
La fama de la eminente santidad de esta nueva fundadora atrajo desde
luego un gran número de doncellas, que, entregándose a su gobierno y al de San Benito,
se obligaron como ella a guardar la misma regla.
Tal fue el nacimiento y el origen de aquella célebre Orden tan dichosamente
extendida, que llegó a contar hasta catorce mil monasterios de vírgenes
propagadas por todo el Occidente; habiéndose visto con admiración tantas
ilustres princesas venir a sepultar bajo la oscuridad de un velo los más
brillantes esplendores del mundo; y viéndose cada día tantas nobilísimas
doncellas, distinguidas por su elevado nacimiento y por el conjunto de sus
singulares prendas, que, a ejemplo de Santa Escolástica, prefieren la cruz de
Jesucristo al aparente lustre y engañoso fausto mundano, y a los más halagüeños
tentadores gustos de la vida.
Habiendo recibido Santa Escolástica la regla para vivir, que la dio su
hermano San Benito, todo su pensamiento y toda su ocupación en adelante fue dar
todo el lleno á la alta idea de perfección á que era llamada. Aunque su vida
hasta entonces había sido austera y penitente, dobló sus rigores; apenas
interrumpía jamás el recogimiento interior, y su oración era continua. La
tierna devoción que desde la cuna había profesado siempre a la Reina de las Vírgenes
creció a lo sumo; hallando nuevo aliento en la dulce confianza de esta
amabilísima Madre, se encendió con tanta vehemencia el fuego del amor a Dios,
que apenas podía contener los divinos ardores que la abrasaban.
Nunca hizo voto de clausura; y, con todo eso, la guardó siempre con la
mayor estrechez. Sólo se reservó el derecho de ir una vez al año a visitar a
San Benito, así para darle cuenta de su comunidad y de lo particular de su
alma, como para recibir sus órdenes y aprovecharse de sus consejos.
Anoticiada nuestra Santa, según todas las señas, del día de su muerte,
vino a hacer su última visita anual a su santo hermano. Después de haber
cantado los salmos y de haber conversado, como lo acostumbraban, sobre varias
materias de piedad, se despidió San Benito para restituirse al monasterio; pero
la Santa le rogó tuviese a bien detenerse hasta el día siguiente, para lograr
el consuelo de hablar más despacio sobre la bienaventuranza de la vida eterna. Se
negó Benito resueltamente, y entonces, bajando un poco la cabeza nuestra
Escolástica y apoyándola sobre las manos, se recogió interiormente haciendo una
breve oración. Apenas la acabó, cuando el aire, que estaba claro, sereno y
despejado, se turbó de repente. Se fraguó una tempestad de relámpagos y
truenos, acompañados de una lluvia tan copiosa, que no fue posible ni a Benito,
ni a los monjes que le acompañaban, salir para volverse al monasterio. Se quejó
el Santo amorosamente a su hermana; pero ella se justificó con que lo hacía el
Cielo en defensa de su razón y de su causa. San Gregorio; que refiere este
suceso, representa una gran idea de la virtud y del mérito de Santa
Escolástica, resolviendo que la victoria en aquella piadosa contestación se
declaró por la que tenía un amor a Dios más perfecto y más fuerte.
Habiéndose restituido nuestra Santa el día siguiente por la mañana al
lugar de su retiro, murió con la muerte de los justos tres días después.
En el instante en que expiró se hallaba solo San Benito en su
acostumbrada contemplación; y levantando los ojos, dice San Gregorio que vio el
alma de su santa hermana volar al Cielo en figura de una cándida paloma.
Inundado de alegría a vista de la dicha que gozaba su amada Escolástica, dio
parte a sus discípulos, y todos rindieron al Señor humildes y devotas gracias.
Envió después algunos monjes, para que condujesen el santo cuerpo a Monte
Casino; pero fue preciso conceder á sus hijas el justo consuelo de tributar las
últimas honras a su buena madre por espacio de tres días, después de los cuales
se trasladó aquel precioso tesoro a la iglesia del monasterio, y San Benito la
hizo enterrar en la sepultura que tenía destinada para sí. Murió Santa
Escolástica, por los años del Señor de 543, cerca de los sesenta y tres de su
edad.
Estuvo el cuerpo de la Santa en Monte Casino hasta la mitad del siglo
VII, en que, habiendo arruinado los longobardos aquel famoso monasterio, fueron
trasladadas a Le Mans las preciosas reliquias, donde son honradas con extraordinaria
devoción. El año de 1562 se apoderaron los hugonotes (herejes calvinistas
franceses) de esta ciudad, mataron inhumanamente a los sacerdotes, pusieron
fuego a las iglesias, profanaron los vasos sagrados, llevaron las arcas, cajas
y relicarios preciosos donde estaban colocadas las reliquias, o depositados los
cuerpos santos, después de sacar éstos y aquéllas, arrojándolas por el suelo; y
cuando iban a ejecutar lo mismo con las de Santa Escolástica para quemarlas, se
apoderó de ellos un terror pánico, que los obligó a huir precipitadamente, sin
descubrirse el motivo; lo que se atribuyó generalmente a su poderosa y singular
protección, y no contribuyó poco a aumentar la devoción de los pueblos.
La Misa es en honra de la Santa, y la
oración es la que sigue:
Oh Dios, que sois nuestra salud, oíd benignamente nuestras oraciones,
para que, así como celebramos con gozo la festividad de vuestra virgen Santa
Escolástica, así consigamos el fervor de una devoción piadosa. Por Nuestro
Señor Jesucristo, etc.
La Epístola es de los capítulos X y
XI de la segunda de San Pablo a los corintios.
Hermanos: El que se gloría, gloríese en el Señor. Porque el que se alaba
a sí mismo, no es el que está acrisolado, sino el que alaba a Dios. Ojalá
sufrieseis algún poco de mi ignorancia; pero, con todo eso, sufridme: porque yo
estoy lleno de emulación en Dios por vosotros. Puesto que os he desposado para
presentaros como una casta virgen a un solo hombre, á Cristo.
REFLEXIONES
¿De qué podemos gloriarnos? ¿Qué somos? ¿Qué tenemos nosotros que no nos
humille poderosamente? Corrupción en el corazón, tinieblas en el entendimiento,
miserias en el cuerpo. ¡Qué inclinación más rápida, más vehemente a todo lo
malo! ¡Qué dificultad en convertirnos a todo lo bueno! ¡Qué manantial
inagotable de miserias! Nos recreamos con la idea de un mérito imaginario, que
en realidad no es más que una hermosa ilusión de nuestro amor propio y de
nuestro orgullo. Pero quiero suponer que poseamos alguna prenda apreciable,
algún talento; ¿sería éste legítimo motivo para tenernos por más, para
envanecernos? ¿Qué tienes, dice el Apóstol, que no lo hayas recibido? Y si no
lo tienes, ¿de qué te glorías como si fuera cosecha tuya, y como si no te lo
hubieran dado graciosamente? ¿Qué gloria más falsa que la que se funda en lo
que está fuera de nosotros, y en lo que no ha de ser nuestro por toda la
eternidad? Si nos queremos gloriar, gloriémonos en el Señor, no sólo
atribuyéndole toda la gloria del bien que hacemos por su gracia, sino estando
muy persuadidos de que no hay gloria verdadera sino la que nace de la virtud.
Alabarse uno a sí mismo, vanidad necia, prueba evidente de un cortísimo mérito,
y de una pobreza de entendimiento aun mucho más corto. Aun las alabanzas que
otros nos dan no son menos vanas; la lisonja acompaña al interés, y la
simulación a la lisonja; fuera de que este incienso no produce más que humo.
Desengañémonos, que ni tenemos otro mérito, ni somos dignos de otra alabanza,
sino en cuanto somos agradables á los ojos del Señor.
El Evangelio es del capítulo XXV de San Mateo, y el mismo que el día 9.
MEDITACIÓN
De la pureza.
Punto primero. — Considera que el Reino de los Cielos se compara a las
vírgenes, para darnos a entender la indispensable necesidad que tiene todo
cristiano de vivir una vida pura. No se ha de creer que la pureza es una virtud
de mero consejo; es de riguroso precepto, y se puede añadir que es como la
basa, como el cimiento de todas las demás virtudes. La caridad se apaga, la
humildad desaparece, la devoción se evapora, hasta la misma fe titubea cuando
falta la pureza; ella da un bello y nuevo lustre a todas las virtudes; como, al
contrario, todas las desluce, todas las tizna la menor mancha que admita el
alma en esta materia. Comprende por aquí la necesidad y el mérito de esta
inestimable virtud.
Aunque hubieras amontonado tesoros infinitos de gracias y de
merecimientos; aunque poseyeras el don de hacer milagros, la pérdida de la
pureza arrastra tras de sí la pérdida de todas estas gracias, todo cae con esta
hermosísima flor. No se complace Dios sino con las almas puras, la menor mancha
ofende su vista. Bienaventurados los limpios de corazón, dice el Salvador del
mundo, porque ellos verán a Dios.
No todos pueden dar limosna ni hacer grandes penitencias; pero todos,
sean los que fueren, pueden y deben ser castos. No se ha concedido a todos los
cristianos el don de la virginidad; pero la castidad ha de ser
indispensablemente la virtud más favorecida, la más amada de todos los
cristianos. Nuestro divino Salvador, que sufrió se profiriesen contra su
sagrada Persona las más feas calumnias, que le tratasen de embustero, de impío,
de blasfemo, fue tan celoso del honor de su pureza, que en este punto no
permitió a sus enemigos que ni aun levemente le tocasen. Mira Dios con
extraordinaria ternura a las almas castas; a ellas solas se comunica, y se
puede decir que, de ordinario, la medida de las gracias se proporciona a la
perfección de la pureza. San Juan ¿es puro, es virgen? Pues goza el privilegio
de recostarse y de descansar en el pecho, en el corazón de Jesucristo.
¡Oh mi Dios! ¿Se conoce el día de hoy el precio de una virtud tan
necesaria y tan rara? Y, por ventura, ¿se ignora que ninguna cosa manchada
entrará jamás en el Reino de los Cielos?
¿No sabes, dice el Apóstol, que tu cuerpo es templo del Espíritu Santo
que habita en ti? Pues si alguno tiene atrevimiento para profanar el templo de
Dios, le hará perecer, porque el templo de Dios es santo, y tú mismo eres ese
templo. ¡Ah, Señor! ¿Se entiende, se cree el día de hoy esta doctrina? ¿Se practica
esta moral? ¿Es la pureza la que caracteriza las costumbres y la vida de los
cristianos? Mi Dios, ¡y cuántas reflexiones nacen de estas reflexiones! No
permitáis, Señor, que sean para mayor confusión mía.
Punto segundo. — Considera que esta inestimable virtud es tan delicada
como preciosa, y que, si merece nuestro aprecio, no pide menos toda nuestra
atención.
Es la pureza todo un tesoro que, como dice San Pablo, le llevamos en
vasos frágiles y quebradizos. Basta un tropiezo para caer, para hacer pedazos
estos vasos, y para perder este tesoro. ¿Con qué tiento caminaría un hombre que
se viese obligado a conducir un rico tesoro en vasos de vidrio por precipicios,
por despeñaderos, por caminos peligrosos y resbaladizos? ¿Y deberemos nosotros
caminar con menos tiento?
No hay virtud tan delicada, ninguna más expuesta, ninguna tiene tantos
enemigos. Pocos objetos se presentan, pocas conversaciones se oyen, que no sean
otros tantos lazos que el demonio nos arma. Si no velamos continuamente sobre
nosotros mismos, si no observamos todos nuestros movimientos, daremos tantas
caídas como pasos. Nuestros sentidos están de inteligencia con el enemigo;
nuestro propio corazón nos hace traición; nuestro espíritu cada instante mueve
una sedición, y se amotina. El aire del mundo agosta la pureza, como el viento
fuerte y seco marchita las flores. Ni el retiro sólo sirve de abrigo, ni aun el
desierto es asilo seguro; siempre llevamos con nosotros mismos al enemigo, que
quiere perdernos. Si no velamos eternamente y si no oramos sin cesar; si no se
está siempre alerta y sobre aviso contra tantos atractivos; si no se debilitan
las fuerzas del enemigo con la mortificación de los sentidos y con las
penitencias corporales; si no se cobra nuevo vigor y no se afilan las armas con
la frecuencia de Sacramentos; si no se huye cuidadosamente de los escollos y de
los peligros; si no se vive con retiro, con modestia y con circunspección
cristiana, no podremos menos de ser vencidos. Pues ¿qué esperan los que no se
valen de estas precauciones y no se sirven de estas armas?
Esas personas mundanas, eternamente expuestas sin el menor preservativo
al aire más contagioso; esas personas inmortificadas, que no saben negar el más
mínimo gusto a sus sentidos; esos hombres, esas mujeres del gran mundo que
pasan sus días en una delicada ociosidad, que hacen profesión de ser poco
devotas, y, por consiguiente, poco cristianas; esas gentes que se desvían de
los Sacramentos, ¿tienen una vida muy inocente y muy pura? Si eso es así, no es
menor milagro que el del Profeta San Daniel, metido toda una noche en el lago
de los leones sin ser despedazado; no es menor maravilla que la de los tres
mancebos israelitas en medio de las llamas del horno, sin que les tocasen en un
pelo. ¡Ah, Señor! Este voluntario atolondramiento en el peligro, ¿no será acaso
para perecer en él con menos susto, con menos remordimiento?
No permitáis, divino Salvador mío, que pierda mi inocencia. Conozco el
mérito y la importancia de esta delicada virtud, no ignoro los peligros, y
estoy resuelto á tomar todas las precauciones para no caer en los lazos; pero,
después de todo esto, sólo cuento con vuestra gracia, la que pido con
confianza, y la espero de vuestra infinita bondad.
JACULATORIAS
Criad, Dios mío, en mi corazón limpio y puro;
renovad en mis entrañas un espíritu recto, sin el cual es imposible
agradaros.— Salmo L.
Bienaventurados los limpios y castos de corazón,
porque ellos verán a Dios. — San Mateo V, 8.
PROPÓSITOS
I. Es la pureza una virtud tan delicada, que no puede estar expuesta por
mucho tiempo sin peligro. El retiro la guarda, la modestia la conserva, y la
frugalidad la nutre. Es aquel lirio que sólo crece en los valles; es aquella
rosa a quien defienden las espinas; es aquella preciosa tierna flor que con un
leve soplo se marchita. ¿Qué cuidados no merece? ¿Qué precauciones no es
menester tomar? ¿Quieres conservar este tesoro? Pues no le expongas demasiado.
Los grandes concursos del mundo, las diversiones, los espectáculos profanos,
son los famosos escollos de la inocencia y de la castidad. Esta virtud nunca
cría canas en el bullicio del mundo; ni aun se deja ver en él sino para
perecer. El pudor y la circunspección son como las murallas de la pureza. La
menor brecha que se abra en ellas arruina la plaza. ¿Quieres, pues, guardar
esta preciosa y delicada virtud? Pues observa inviolablemente las leyes
siguientes: Primera: Sé modesto escrupulosamente, y jamás te dispenses en esta
ley con cualquier pretexto que sea, solo o acompañado, en particular o en
público, guarda todas las reglas de la más exacta modestia. Segunda: Aunque la
extravagancia de las modas tenga el día de hoy tanto imperio sobre el espíritu
y sobre el corazón de los mundanos, guárdate bien de seguir las que pueden
vulnerar la modestia cristiana. Tercera: La desnudez de las pinturas es un
veneno sutil, que entra por los ojos y penetra hasta el corazón. No toleres en
tu casa pintura alguna indecente. Cuarta: Todo libro que trata de galanteos es
pernicioso. Todas esas novelas, todos esos cuentos, todas esas cartas, todas
esas poesías, todos esos romances amorosos, son enemigos mortales de la
inocencia y de la castidad.
2. No basta desviar de ti ni apartarte tú de todo lo que pueda lastimar
la pureza: es menester cultivar con cuidado todo lo que la nutre, todo lo que
la perfecciona. Primero: el vicio contrario a esta virtud es el vicio ordinario
de las almas orgullosas y soberbias; sé manso, sé apacible, sé humilde, y
conservarás puro el corazón. Segundo: la castidad es una virtud tan preciosa,
tan necesaria a todo género de personas, que incesantemente se debe estar
pidiendo a Dios nos la conceda. Haz todos los días alguna oración particular
para conseguirla, como, por ejemplo, la siguiente:
«Dadme, ¡oh Señor de la pureza!, dadme gracia para conservar toda mi
vida esta preciosa virtud. Haced que arregle de suerte mi imaginación, que
tenga tan a raya mis sentidos, que me desvíe con tanto cuidado de todas las
ocasiones, que mire con tanto horror todo lo que pueda manchar mi cuerpo y mi
alma; en fin, que en este punto tenga una conciencia tan delicada, que nada,
nada pueda tiznar en mí esta virtud inestimable».
3. Profesa una particular devoción a la Reina de las Vírgenes.
María es Madre de la pureza y concede infaliblemente esta virtud a los que la
aman con ternura y la sirven con fidelidad.
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