lunes, 28 de febrero de 2022

28 de febrero MÁRTIRES DE LA PESTE DE ALEJANDRÍA


 

La peste había hecho estragos en la mayor parte del Imperio Romano, durante los años 249 a 263. Se dice que en Roma habían muerto cinco mil personas en un solo día. La ciudad de Alejandría fue una de las más severamente castigadas por la epidemia; San Dionisio de Alejandría nos dice que ahí se declaró el hambre, y que esto había provocado tumultos y violencias tan graves, que era más fácil ir de un extremo al otro del mundo conocido, que atravesar de una calle a otra en el interior de la ciudad. A estas desgracias vino a añadirse la peste, que causó tales estragos, que no había casa en la que no se llorara por lo menos a un muerto. Los cadáveres yacían insepultos; el aire estaba cargado de microbios y de los vapores pestilenciales del Nilo. Los sobrevivientes vagaban aterrorizados y el miedo volvía a los paganos crueles, aun con sus parientes más cercanos. En cuanto alguien caía enfermo, sus amigos huían de él; los enfermos eran arrojados de su propia casa, antes de morir.

En tan angustiosas circunstancias, los cristianos de Alejandría dieron gran ejemplo de caridad. Durante las persecuciones de Decio, Galo y Valeriano habían tenido que ocultarse; sólo podían reunirse en secreto, o en los barcos que partían de Alejandría, o en las prisiones. La peste les permitió salir de sus escondrijos. Sin temor al peligro, acudieron a asistir a los enfermos y a reconfortar a los moribundos; cerraban los ojos a los muertos y transportaban los cadáveres. Aunque sabían perfectamente que se exponían a contraer el mal, lavaban y enterraban decentemente a las víctimas de la enfermedad. El obispo de la ciudad escribió: «Muchos que habían curado a otros murieron apestados. La muerte nos ha arrebatado así a los mejores de nuestros hermanos: sacerdotes, diáconos y laicos excepcionales. Su heroica muerte, motivada por la fe, apenas es inferior a la de los mártires». Reconociendo el valor de estas palabras de San Dionisio, el Martirologio Romano honra a esos distinguidos cristianos como mártires. La caridad que mostraron asistiendo a sus perseguidores en las enfermedades, es un ejemplo de lo que debe ser nuestra actitud con los pobres, que no son nuestros enemigos, sino nuestros correligionarios.

28 de febrero SAN HILARIO, PAPA Y CONFESOR

 



   San Hilario nació en Cerdeña. Siendo diácono de Roma fue enviado en 449 por el Papa San León I al concilio de Éfeso en calidad de legado pontificio. Aquí se negó a firmar la deposición de San Flaviano, patriarca de Constantinopla. Temiendo las iras de sus adversarios, Hilario partió ocultamente, llevando consigo la apelación que Flaviano dirigía a San León, texto hallado en 1882 por Amelli en la Biblioteca Capitular de Novara. Ya en Italia, el enviado pontificio escribió a la emperatriz Pulqueria, informándole de lo ocurrido. Todavía diácono, despliega otra actividad muy distinta, de carácter litúrgico: encarga a un tal Victorio de Aquitania la composición de un Ciclo Pascual, donde se intenta fijar la verdadera fecha de la Pascua, punto sobre el que aún no estaban de acuerdo griegos y latinos. El mismo Hilario estudió previamente la cuestión; pero, para informarse de los escritos de aquellos, se valió de traducciones latinas, pues, según parece, no conocía bien el griego. Por lo demás, el cómputo de Victorio fue ley en la Galia hasta el siglo VIII.

   Hilario sucedió a San León en la Sede de San Pedro a fines de 461. Durante sus siete años de pontificado no ocurrieron acontecimientos de gran importancia para la Iglesia universal. El mérito del Santo consiste principalmente en la firme defensa de los derechos de la Iglesia en materia de disciplina y jurisdicción. Ya al año escaso de su consagración como Pastor Supremo, tuvo que dirigirse a Leoncio, arzobispo de Arlés, pidiendo informes sobre la usurpación del episcopado narbonense, llevada a cabo por Hermes; el Papa se extraña de que, siendo el asunto de la incumbencia de Leoncio, éste no le haya escrito antes sobre el conflicto. Poco después, presente "numeroso concurso de obispos" reúne en Roma un concilio donde, por bien de la paz, se consiente dejar a Hermes en la sede narbonense, pero, para prevenir futuros abusos, se le priva del derecho de ordenar obispos, derecho que pasa a Constancio, prelado de Uzés. La resolución conciliar fue enviada el 3 de diciembre, año 462, a los obispos de la Galia meridional en una carta donde también se prescribe que, convocados por Leoncio, se reúnan cada año, a ser posible, todos los titulares de las provincias eclesiásticas a quienes se dirige el documento, o sea de Viena, Lyon, dos de Narbona y la Alpina: en tales asambleas se han de examinar costumbres y ordenaciones de obispos y eclesiásticos; si ocurren causas más importantes que no puedan "terminar", consulten a Roma.

   Asimismo tuvo que atender Hilario al asunto del arzobispo de Viena, Mamerto, que había consagrado ilegalmente a Marcelo como obispo de Die. El Papa, manteniendo los principios legales y renunciando a imponer penas (supuesta la sumisión del acusado), remite la cuestión a Leoncio, a quien pertenecía en este caso el derecho de consagrar.

   Abusos semejantes, cometidos en España, fueron considerados en un concilio de 48 obispos que congregó el Papa en Santa María la Mayor (noviembre del 465). En la carta referente a este sínodo, enviada a los prelados de la provincia de Tarragona, que previamente habían consultado a Hilario, manda el Pontífice, entre otras cosas: 1.º Sin consentimiento del metropolitano tarraconense, Ascanio, no sea consagrado ningún obispo. 2.º Ningún prelado, dejando su propia iglesia, pase a otra. 3.º En cuanto a Ireneo, sea separado de la iglesia de Barcelona y retorne a la suya. 4.º A los obispos ya ordenados, los confirma el Papa, con tal que no tengan las irregularidades señaladas en el concilio.

Otro mérito de San Hilario fue el haber impedido la propaganda herética en Roma al macedonio Filoteo, y esto a pesar del apoyo que encontró el hereje en el nuevo emperador de Occidente, Antemio. 

   Tal rectitud de Hilario en lo tocante a la disciplina y a la fe, brota de lo que podríamos llamar norma de su vida y su gobierno: "En pro de la universal concordia de los sacerdotes del Señor, procuraré que nadie se atreva a buscar su propio interés, sino que todos se esfuercen en promover la causa de Cristo" (epístola Dilectioni meæ, a Leoncio, ed. Thiel, 1,139).

   En cuanto a lo referente a la piedad personal y fomento del culto, señalemos que Hilario edificó, entre otros, dos oratorios en la basílica constantiniana de Letrán: el de San Juan Bautista y el de San Juan Evangelista. Otro, dedicado a la Santa Cruz, con ocho capillas, se alzaba al noroeste de aquél. El Papa profesaba especial devoción al santo Evangelista, pues a él atribuía el haberse salvado de los peligros que corrió en el Latrocinio de Éfeso: en señal de gratitud hizo grabar a la entrada del oratorio la siguiente inscripción: "A su libertador, el Beato Juan Evangelista, Hilario obispo, siervo de Dios". A este mismo Papa atribuye el Liber Pontificalis la construcción de un servicio de altar completo, destinado a las misas estacionales: un cáliz de oro para el Papa; 25 cálices de plata para los sacerdotes titulares que celebraban con él; 25 grandes vasos para recibir las oblaciones de vino presentadas por los fieles y 50 cálices ministeriales para distribuir la comunión. El servicio se depositaba en la iglesia de Letrán o en Santa María la Mayor, y el día de estación se transportaban los vasos sagrados a la iglesia donde iba a celebrarse la asamblea litúrgica. También levantó Hilario un monasterio dedicado a San Lorenzo, y cerca de él una casa de campo, probablemente residencia o "villa" papal con dos bibliotecas.

   Murió el Santo el 9 de febrero de 468. Fue enterrado en San Lorenzo extra muros. Largo tiempo se celebró su aniversario el 10 de septiembre, conforme a ciertos manuscritos jeronimianos; pero ya desde la edición de 1922 del Martirologio Romano, se trasladó su memoria al 28 de febrero.  

ORACIÓN

   Haced, Señor, que la intercesión de San Hilario, nos haga agradables a Vuestra Majestad, y que obtengamos por sus oraciones las gracias que no podemos esperar de nuestros méritos. Por J. C. N. S. Amén.

domingo, 27 de febrero de 2022

27 de febrero SAN GABRIEL DE LA DOLOROSA

 



    

Gabriel era hijo de un distinguido abogado, Sante Possenti, quien ocupó una serie de cargos importantes por cuenta del gobierno de los Estados Pontificios. Tuvo trece hijos, el undécimo de los cuales fue el futuro santo, que nació en 1838 y recibió en el bautismo el nombre de Francisco. Algunos de los hermanos del santo murieron en la niñez. La madre falleció en 1842, cuando Francisco sólo tenía cuatro años. El señor Possenti acababa de ser nombrado principal asesor de la ciudad de Espoleto, donde Francisco recibió casi toda su educación, en el colegio de los jesuitas. A diferencia de tantas otras vidas de aspirantes a la canonización, en las que la leyenda ha introducido una serie de hechos sorprendentes de dudoso gusto, la infancia de Francisco Possenti, como la de Santa Teresa del Niño Jesús, fue perfectamente ordinaria. No se cuenta de él que haya tenido visiones a los cuatro años, ni que haya inventado formas extraordinarias de penitencia antes de los ocho. Al contrario, parece que poseía un temperamento vehemente, que no siempre sabía dominar, y que era muy meticuloso en cuestión de vestido y apariencia personal. Leía muchas novelas, era muy alegre e iba con frecuencia al teatro, si bien las piezas que veía no tenían nada de escandaloso. Su carácter alegre y su atractivo físico lo hicieron muy popular. Aunque no hay razones para creer que haya perdido la inocencia bautismal, ni quebrantado gravemente la ley de Dios, lo cierto es que durante su vida de religioso, el santo no veía con buenos ojos esa primera parte de su vida. Más tarde escribió a un amigo:

Querido Felipe, si realmente amas a tu alma, apártate de las malas compañías y no frecuentes el teatro. Yo sé por experiencia, cuán difícil es salir de él en estado de gracia; por lo menos constituye un grave peligro. Evita las reuniones mundanas y las malas lecturas. Creo, te lo aseguro, que, si hubiese permanecido en el mundo, no habría conseguido la salvación de mi alma. Dime: ¿No crees que yo me divertí bastante? Pues bien, el resultado de todo ello no es más que la amargura y el temor. No te rías de mí, Felipe, porque te estoy hablando con el corazón en la mano. Te ruego que me perdones, si alguna vez te escandalicé. Y retiro todo el mal que pueda haber dicho de otros delante de ti. Perdóname y pide que Dios me perdone también.

Probablemente el tono de autoacusación de esta carta se debe a la sensibilidad de conciencia que el santo desarrolló durante el noviciado; pero no es imposible que sus años de juventud hayan sido relativamente frívolos, ya que sus amigos le llamaban, sin duda con cierta exageración, «il damerino», es decir, «el enamoradizo». Tal vez san Gabriel no prestó oídos al llamado de Dios la primera vez que Él se dejó oír claramente en su corazón. Antes de terminar sus estudios, que debían abrirle una prometedora carrera en el mundo, cayó gravemente enfermo y prometió entrar en religión, si recobraba la salud; pero al sanar no hizo nada por cumplir su promesa. Un año o dos más tarde, un ataque de laringitis le puso de nuevo a las puertas de la muerte; renovó su promesa y se encomendó a la intercesión del mártir jesuita San Andrés Bobola, que acababa de ser beatificado. Habiendo recobrado milagrosamente la salud, pidió ser admitido en la Compañía de Jesús. Fue aceptado, pero dilató su ingreso, pues tal vez dudaba si Dios le llamaba a una vida de mayor penitencia, y además no tenía sino diecisiete años. Por entonces, el cólera le arrebató a su hermana predilecta. Impresionado por la fragilidad de la vida humana, Francisco ingresó en la Congregación de los Pasionistas, con la aprobación de su confesor, que era un jesuita. En el noviciado de Morrovalle, a donde llegó en septiembre de 1856, recibió el nombre de Gabriel de la Dolorosa. La vida de Gabriel se convirtió desde entonces en un extraordinario esfuerzo por alcanzar la perfección en las cosas pequeñas. Quienes tuvieron oportunidad de conocerle se sintieron impresionados por su lucidez, su espíritu de oración, su caridad con los pobres, su amor al prójimo, su exacta observancia, su deseo constante de mortificarse más allá de sus fuerzas (sin dejar por ello de someterse al juicio de sus superiores), y su absoluta docilidad en la obediencia. Los testimonios de las actas de beatificación son totalmente convincentes. La vida de san Gabriel de la Dolorosa fue de una generosidad sin límites; pero lo más extraordinario es la alegría con que supo consumar el sacrificio. Naturalmente, una vida así tiene pocos detalles pintorescos. Citemos, como ejemplo de la sencillez con que el santo tendió a la perfección, un pasaje de una de sus biografías, pero recordemos que bajo esa aparente sencillez se esconde la enorme fatiga del vencimiento constante de sí mismo:

Su deseo de penitencia era insaciable. Durante mucho tiempo pidió permiso de llevar un áspero cilicio de metal. Sus superiores se lo negaron pero el santo continuó pidiéndolo modestamente. Su director le decía: «Quieres a toda costa llevar una pobre cadenilla, cuando lo que realmente necesitas es encadenar tu voluntad. Vete y no me hables más de ello». El santo se retiraba profundamente mortificado. En otra ocasión, su director le dijo al mismo propósito: «Puesto que tienes tantas ganas de ese cilicio, te doy permiso de que te lo pongas; pero tienes que llevarlo encima del hábito y a la vista de todos, para que todo el mundo sepa cuán mortificado eres». A pesar de la humillación que eso le causaba, Gabriel se puso el cilicio como su director se lo había indicado; esto hizo reír mucho a sus compañeros, pero Gabriel lo soportó en silencio, sin pedir que le dispensaran de esa mortificación que le ponía en ridículo.

Cuando apenas llevaba cuatro años en religión, en el curso de los cuales el hermano Gabriel ya dejaba adivinar el fruto que recogería en las almas al llegar al sacerdocio, aparecieron los primeros síntomas de tuberculosis. Sus superiores se vieron obligados a dispensarle, muy contra la voluntad del santo, de los deberes de la vida comunitaria. La paciencia en la debilidad y los sufrimientos corporales, y la total sumisión a las restricciones que los superiores le imponían, se convirtieron en las principales características del santo. Su ejemplo impresionaba profundamente a todos; pero él evitaba cuidadosamente hacerse notar y poco antes de su muerte, destruyó todos los apuntes espirituales en los que hablaba de las gracias que Dios había derramado sobre él. Murió apaciblemente en la madrugada del 27 de febrero de 1862, en Isola di Gran Sasso, en los Abruzos. San Gabriel de la Dolorosa fue canonizado en 1920.

sábado, 26 de febrero de 2022

26 de febrero SAN LEANDRO DE SEVILLA, OBISPO

   Bartolomé Esteban Murillo, San Leandro, 1655, Catedral de Sevilla

 

Los godos o visigodos, que reinaron en España durante cuatro siglos, se convirtieron del arrianismo gracias sobre todo a los esfuerzos de San Leandro. El padre del santo era Severiano, duque de Cartagena, ciudad en la que Leandro nació. Su madre era hija de Teodorico, rey de los ostrogodos. Sus hermanos fueron San Fulgencio, obispo de Écija, y San Isidoro, quien le sucedió en la sede de Sevilla. Tenía también una hermana, Santa Florentina y la tradición afirma que otra de sus hermanas se casó con el rey Leovigildo. Pero este último dato no es seguro y, en caso de ser cierto, debió crear muchas dificultades al santo, pues Leovigildo era un ferviente arriano.

Desde niño, se distinguió Leandro por su elocuencia y su fascinante personalidad. Siendo muy joven, entró en un convento de Sevilla, donde se entregó durante tres años a la oración y el estudio. A la muerte del obispo de Sevilla fue elegido unánimemente para sucederle; pero su nueva dignidad no le hizo cambiar de costumbres. El santo se dedicó inmediatamente a combatir el arrianismo, que había hecho grandes progresos, y con su oración y predicación obtuvo numerosas conversiones, entre otras la de Hermenegildo, el hijo mayor del rey Leovigildo. El año 583, San Leandro fue a Constantinopla al frente de una embajada; en esa ciudad conoció a San Gregorio Magno, que aun no era papa, y había ido allí como legado del papa Pelagio II. Una gran amistad les unió desde entonces, y San Gregorio escribió su comentario sobre el libro de Job («Moralia in Iob»), a instancias de San Leandro.

Al regresar a España, San Leandro continuó luchando por la fe; pero en el 586 Leovigildo condenó a muerte a su propio hijo, San Hermenegildo, por haberse negado a recibir la comunión de manos de un obispo arriano, y al mismo tiempo desterró a varios prelados católicos, entre los que se contaba a San Leandro y a su hermano San Fulgencio. El santo obispo continuó su tarea desde el destierro, escribiendo dos libros contra el arrianismo y otro más para responder a las objeciones que se habían hecho a los dos primeros. Leovigildo levantó la pena de destierro poco después y, ya en su lecho de muerte, confió a San Leandro a su hijo Recaredo para que le instruyese en la verdadera fe. Sin embargo, el propio Leovigildo murió sin reconciliarse con la Iglesia, por miedo de ofender al pueblo, según cuenta San Gregorio. Bajo la dirección de San Leandro, Recaredo llegó a ser un fervoroso católico, bien instruido en la fe. San Leandro demostró tal sabiduría en sus discusiones con los obispos arrianos, que acabó por ganarles a su doctrina, más con sus argumentos que con su autoridad. Esto produjo la conversión de todo el pueblo visigodo. Igual éxito tuvo el santo con los suevos, otro pueblo de España pervertido por Leovigildo. Nadie se regocijó más de los triunfos del santo obispo que San Gregorio Magno, quien le escribió una afectuosa carta de felicitación y le envió un palio.

En el 589, San Leandro presidió el tercer Concilio de Toledo, que redactó una solemne declaración de la consustancialidad de las tres Personas divinas y votó veintitrés cánones disciplinares. Como se ve, San Leandro no se preocupaba menos de la pureza de la fe que de las buenas costumbres. Al año siguiente, tuvo lugar en Sevilla otro concilio con el fin de confirmar y sellar la conversión del pueblo a la verdadera fe. San Leandro conocía, por experiencia, el poder de la oración y trabajó por fomentar la verdadera devoción en todos los fieles, pero sobre todo en los que se habían consagrado a Dios en la vida religiosa. Su carta a Santa Florentina, documento conocido con el nombre de «Regla de la Vida Monástica», tiene por tema principal el desprecio del mundo y la oración. Una de las obras más importantes de San Leandro fue la reforma de la liturgia. Siguiendo la práctica de las iglesias orientales, el tercer Concilio de Toledo introdujo en la misa el Credo de Nicea, que repudiaba la herejía arriana. Más tarde, otras Iglesias de Occidente y la misma Iglesia de Roma adoptaron esa práctica.

San Leandro se vio frecuentemente atacado por las enfermedades, particularmente por la gota. San Gregorio, que sufría también de ese mal, alude a ello en una de sus cartas. Según una antigua tradición española, la famosa imagen de Nuestra Señora de Guadalupe del Real Monasterio de Nuestra Señora de Guadalupe en Cáceres, Extremadura, fue un regalo del Papa San Gregorio a su amigo San Leandro. De los numerosos escritos del santo, los únicos que han llegado hasta nosotros son la «Regla de la Vida Monástica» y una homilía de acción de gracias por la conversión del pueblo godo. San Leandro murió hacia el año 600. Sus reliquias se conservan en la catedral de Sevilla. La liturgia española celebra la memoria de San Leandro el 13 de noviembre.

viernes, 25 de febrero de 2022

25 de febrero BEATO SEBASTIÁN APARICIO, CONFESOR

 

 

Mariano S. Maella, Visión del Beato Sebastián Aparicio,

Museo del Prado, Madrid


Siendo muy niño, Sebastián de Aparicio, natural de España, cuyos padres eran pobres, tuvo que ocuparse de cuidar el ganado. A los quince años, entró al servicio de una viuda en Salamanca; pero, viéndose expuesto a las tentaciones, pasó a servir de ayuda de cámara a un hombre muy rico. Un año después, fue a trabajar en una granja de Sanlúcar de Barrameda, lugar de donde partían los barcos que iban a América. Como el trabajo del campo podía combinarse con la oración y contemplación, el beato permaneció ahí ocho años, durante los cuales ganó suficiente dinero para dotar a sus hermanas. Viéndose de nuevo asaltado por la tentación, huyó de Sanlúcar y decidió partir a América.

Se estableció en México, en la Puebla de los Ángeles, donde empezó por dedicarse a la agricultura. Más tarde inició un negocio de transportes de mercancía y correo entre Zacatecas y México. Construyó algunas carreteras y, a fuerza de trabajo, llegó a ser rico. Empleaba su dinero en obras de caridad, dotando a las doncellas, alimentando a los pobres y prestando a los campesinos, sin exigirles que le pagasen. El prestigio de Sebastián, así entre los españoles como entre los indios, era inmenso; las gentes apelaban a su juicio para resolver las disputas. A pesar de su riqueza, el beato vivía muy austeramente, dormía sobre una estera y comía como un pobre. En 1552, se retiró de los negocios y compró una propiedad en las cercanías de la ciudad de México; allí llevó una vida más retirada durante veinte años, entregado al cultivo y la cría de ganado. A los sesenta años se casó con una mujer pobre, a ruegos de los padres de ésta. Cuando murió su esposa, el beato se casó de nuevo; pero en ambos casos el matrimonio no llegó a ser consumado, por consentimiento mutuo de los cónyuges. Después de la muerte de su segunda esposa, cuando tenía setenta años, el beato se vio atacado por una peligrosa enfermedad y fue desahuciado por los médicos. A pesar de ello, recobró la salud. Considerando esto como un aviso del cielo, regaló todas sus posesiones a las clarisas y tomó el hábito de la Tercera Orden de San Francisco.

Pasó algún tiempo al servicio de las clarisas; pero después, sintiéndose llamado a la vida conventual, ingresó en el monasterio de los Frailes Menores de la Observancia, en la ciudad de México. No obstante su edad, Sebastián fue un novicio fervoroso y ejemplar, muy humilde y perfectamente obediente. Sus superiores le enviaron primero a Tlaxcala y más tarde a Puebla a un convento de más de cien frailes, donde pasó los veintiséis últimos años de su vida en el humilde y fatigoso oficio de limosnero. Se cuenta que los ángeles acompañaban al anciano en sus largos y azarosos viajes y que le mostraban el camino. El beato poseía un poder especial sobre las bestias y domaba instantáneamente las mulas y aun las fieras. Acostumbraba conducir un carro tirado por bueyes para transportar el grano y los alimentos que las gentes le regalaban para el sostenimiento de su numerosa comunidad; jamás tuvo la menor dificultad con los bueyes, que obedecían al sólo movimiento de sus labios. El beato Sebastián vivió hasta los noventa y cinco años. Una de las grandes penas de sus últimos días fue que no podía recibir la comunión, pues su estómago era ya incapaz de retener los alimentos. Cuando le llevaron a su celda el Santísimo Sacramento para que lo adorase, el beato, transportado de gozo, pidió que le bajasen del lecho al suelo y allí se tendió en adoración y acción de gracias. Fue beatificado en 1789.

25 de febrero SAN IRENEO DE SIRMIO, OBISPO Y MÁRTIR





Un relato de los sufrimientos y la muerte de San Ireneo, obispo de Sirmio, se encuentra en las actas de su martirio, que, aunque no son dignas de confianza en los detalles, parecen estar basadas, sin duda, en algunos auténticos hechos históricos. Sirmio, en aquel entonces la capital de Panonia, se levantaba en el lugar de la actual Mitrovica, a unos 65 kilómetros al oeste de Belgrado. San Irineo debió haber sido un hombre de elevada posición en aquel lugar, aun prescindiendo de su puesto como cabeza de esa cristiandad. Durante la persecución de Diocleciano, el santo fue encarcelado como cristiano y llevado ante Probo, gobernador de Panonia. Cuando se le ordenó que ofreciera sacrificios a los dioses, él se rehusó diciendo: «Aquel que ofrezca sacrificios a los dioses será arrojado al fuego del infierno». El magistrado le replicó: «Los edictos del más clemente de los emperadores exigen que todos ofrezcan sacrificios a los dioses o sufran el rigor de la ley». Se dice que el santo contestó: «la ley de mi Dios me ordena sufrir todos los tormentos antes que sacrificar a los dioses». Fue llevado al patio y, mientras era torturado, se le urgió de nuevo a sacrificar, pero él permaneció firme en su resolución. Todos los parientes y amigos del obispo estaban grandemente afligidos; los sirvientes, vecinos y amigos llenaban la sala de la corte con sus lamentos y ruegos a su persona.

El mártir se hizo insensible a estas súplicas, por temor a que pareciera que no ofrecía a Dios su integridad y su fidelidad. Repitió aquellas palabras dichas por Nuestro Señor: «Al que me negare ante los hombres, yo le negaré ante mi Padre que está en los cielos», y evitó dar una respuesta directa a las súplicas de sus amigos. Fue de nuevo confinado a la prisión, donde se le tuvo por largo tiempo, sufriendo todavía más penalidades y tormentos corporales que pretendían quebrantar su constancia. Un segundo juicio público no produjo más efectos que el primero, y en la sentencia final se hizo saber que, por desobediencia al edicto imperial, el reo sufriría la pena de ser ahogado en el río. Se dice que Ireneo protestó de que tal muerte era indigna de la causa por la que él sufría. Suplicó que se le diera una oportunidad para probar que un cristiano, fortalecido con la fe en el único y verdadero Dios, podía enfrentarse sin desmayar a los más crueles tormentos del perseguidor. Se le concedió que fuera primero decapitado y que después, su cuerpo fuera lanzado desde el puente al río. La narración de la muerte del mártir, hecha originalmente en griego, ha sido incluida por Ruinart en su colección de «Acta Sincera».

 El texto puede también ser leído en el Acta Sanctorum, marzo, volumen III, con el original griego impreso en el apéndice.

jueves, 24 de febrero de 2022

24 de febrero SAN MATÍAS, APÓSTOL

   


San Matías, que fue elegido en lugar del traidor Judas, fue de la tribu de Judá, y nació en Belén, de familia ilustre, no menos dis­tinguida por su calidad y por su riqueza que por el celo que profe­saba a la religión de Moisés.

Le criaron sus padres con gran cuidado, instruyéndole en las buenas costumbres y en la ciencia de las Escrituras y de la religión. La inocencia de vida con que pasó la juventud fue una bella disposición para que se aplicase a oír la doctrina de Cristo, luego de que se comenzó a manifestar después de su sagrado bautismo. Tuvo la dicha de seguirle en compañía de los Apóstoles desde el principio de su predicación hasta su gloriosa ascensión a los Cielos, y fue uno de los setenta y dos discípulos.

Judas Iscariote, uno de los doce apóstoles que Jesucristo con particular amor había escogido para favorecidos y confidentes suyos, hizo traición a su Maestro, y con torpísima ingratitud le vendió a sus enemigos. De apóstol pasó a ser apóstata; y añadiendo la desesperación a la perfidia, él mismo vengó su delito, y acabó su desdichada vida con muerte horrible y vergonzosa (y ya está en el infierno 2000 años por su propia culpa).

Habiendo resucitado Cristo, quiso dar pruebas sensibles de la verdad de su resurrección por espacio de cuarenta días, y también instruir todavía más particularmente a sus Apóstoles y a sus amados discípulos. Se les aparecía de cuando en cuando; conversaba familiarmente con ellos, y con maravillosa bondad les explicaba los misterios más secretos de la religión, descubriéndoles todo el plan y toda la economía de la Santa Iglesia.

Hacía siempre delante de ellos algún milagro, para que advirtiesen que no se había disminuido con la muerte su poder. No eran continuas ni muy frecuentes sus apariciones, y aun algunas veces dejaba pasar muchos días sin manifestarse, para irlos poco a poco desacostumbrando y que se hiciesen a vivir sin el consuelo de su presencia corporal.

En todas estas visitas los instruía en lo que debían hacer para cumplir con las obligaciones de los cargos y empleos a que los destinaba en su Iglesia. En particular les enseñaba el modo de administrar los Sacramentos, de gobernar a los pueblos y de portarse entre sí unos con otros. Les declaraba una multitud de cosas, que en otras ocasiones no había hecho más que apuntar, reservando su individual y clara explicación para aquel tiempo.

En fin, estando ya para volverse a su Eterno Padre, entre otras muchas instrucciones les mandó que, después de su Ascensión a los Cielos, ellos se retirasen juntos a Jerusalén, sin salir de allí hasta nueva orden, y que esperasen el cumplimiento de la promesa que el mismo Padre Eterno les había hecho por su boca, de que les comunicaría el mayor don de todos los dones, enviándoles al Espíritu Santo.

Luego de que el Salvador subió a los Cielos desde el monte de las Olivas en presencia de todos ellos, los Apóstoles se volvieron a Jerusalén con la Santísima Virgen, y se encerraron todos en la casa que habían escogido para su retiro. Quedó santificada la casa con las continuas oraciones que hacían todos con un mismo espíritu, estando al frente de aquella apostólica congregación María Madre de Jesús, con algunos parientes cercanos suyos, que, según la costumbre de los judíos, se llamaban hermanos; añadiéndose también algunas devotas mujeres que ordinariamente acompañaban a la Virgen. La pieza más respetable y aun más santa de aquella dichosa casa era el cenáculo, que fue la primera Iglesia de la Religión cristiana. Vueltos, pues, del monte Olivete, subieron todos al cenáculo, por ser el lugar donde celebraban sus juntas, y en una de ellas resolvieron llenar la plaza vacante en el Colegio Apostólico por la apostasía y funesta muerte del infelicísimo Judas Iscariote (que está ya 2000 años en el infierno).

Aun no habían recibido visiblemente al Espíritu Santo; pero Pedro, como Príncipe de los Apóstoles, Vicario de Jesucristo y visible Cabeza de su Iglesia, obraba ya inspirado del mismo Espíritu Divino; y como a quien tocaba regir todas las cosas, y dar providencia en todo, se levantó en medio de los discípulos, en número de casi ciento veinte, que ya tenían la costumbre de llamarse hermanos entre sí, por la estrechísima y santísima unión de la caridad fraternal que los enlazaba , y les habló de esta manera:

Venerables varones y hermanos míos: ya llegó el tiempo de cumplirse el oráculo que el Espíritu Santo pronunció en la Escritura por boca del Profeta Rey, tocante a Judas (Iscariote), que vendió a su Maestro y nuestro, y no tuvo vergüenza de servir de guía a los que le prendieron, y le quitaron la vida como a un malhechor. Bien sabéis que era apóstol como nosotros, llamado a las mismas funciones que nosotros; pero, con todo eso, pereció miserable y desgraciadamente. No ignoráis que después de los hurtos y de los sacrilegios que cometió en la administración de su oficio, y después de su infame traición, se ahorcó desesperado; que, cayendo en tierra boca abajo el infeliz cadáver, reventó por medio, arrojando las entrañas; que de esta manera entregó su alma al demonio, abandonando el campo que se había comprado con el dinero que se dio por precio de su delito, después de que él mismo había restituido desesperadamente este dinero. Toda Jerusalén fue testigo de este suceso, habiéndose hecho tan público que, para conservar la memoria, se dio al campo el nombre de Haceldam, que en hebreo significa tierra de homicidio y campo de sangre. Esta es aquella tierra maldita, aquella heredad de los malos que desea David se convierta en triste destierro, de manera que ninguno habite ni la cultive, y que su poseedor, maldito de Dios y de los hombres, pierda el obispado y deje su lugar a otro. Le perdió Judas, y es menester no tardar en colocar en él un sucesor de conocido mérito, que sea tan capaz de esta dignidad como Judas (Iscariote) era indigno; porque el Señor quiere que esté completo el número de sus Apóstoles, y que haya en la Iglesia doce príncipes del pueblo, como ha habido hasta aquí doce cabezas en las doce tribus de Israel.

Para ejecutar, pues, cuanto antes la voluntad del Señor, es necesario elegir, entre los que estamos presentes, uno que, juntamente con nosotros, pueda dar testimonio cierto de la resurrección de Jesús, y que, para ser mejor creído, sea uno de los que siempre le acompañaron en sus viajes, desde que fue bautizado por Juan hasta el día en que nos dejó para subir al Cielo, que hubiese oído sus instrucciones, y que hubiese sido testigo de sus milagros.

Se deliberó en la junta sobre quién había de ser el elegido; y, habiendo hecho oración a Dios, pasaron todos a votar. Se repartieron los votos entre dos, ambos sujetos muy recomendables entre los discípulos: el primero era José, llamado Barsabás, que por su particular virtud había merecido el nombre de Justo; el segundo era Matías; pero no habiendo más que una silla vacante, y no sabiendo a cuál de los dos habían de preferir, porque ambos eran muy dignos y muy beneméritos, volvieron a orar con nuevo fervor, haciendo a Dios esta oración: Vos, Señor, que conocéis los corazones de los hombres, dadnos a entender a cuál de estos dos habéis elegido para que entre en lugar del traidor Judas (Iscariote), sucediéndole en el ministerio y en el apostolado, de que él abusó para irse al infierno que merecía.

Oyó el Señor benignamente la oración de los fieles, y, según la costumbre de los judíos, se echaron suertes entre los dos concurrentes, poniéndoles delante una caja o un vaso cubierto con su tapa, donde estaban las cédulas, y la mano invisible de Dios condujo la suerte de manera que cayó sobre Matías, y, agregado a los otros once apóstoles, completó con ellos el número de doce.

Llevado ya a la dignidad del apóstol, recibió con ellos la plenitud del Espíritu Santo en el día de Pentecostés; y como era ya tan estimado de toda la nación, así por la integridad de sus costumbres como por la nobleza de su sangre, hizo maravilloso fruto con los celestiales dones que había recibido, convirtiendo a la fe gran número de judíos, y haciendo muchos milagros.

En el repartimiento del mundo, que hicieron los Apóstoles para conducir la luz de la fe y del Evangelio a todas las naciones, tocó a San Matías el reino de Judea. El abrasado celo que desde entonces mostró por la conversión de sus mismos nacionales, le obligó a padecer muchos trabajos, y a exponerse a grandes peligros y sufrir grandes persecuciones, y, finalmente, a coronar su santa vida con un glorioso martirio.

Corrió casi todas las provincias de Judea anunciando a Jesucristo, confundiendo a los enemigos de la fe y haciendo en todas partes conversiones y conquistas. Dice San Clemente Alejandrino ser constante tradición que San Matías fue con particularidad gran predicador de la penitencia, la que enseñaba no menos con el ejemplo de su penitentísima vida que con los discursos que había aprendido de su divino Maestro. Decía que era menester mortificarse incesantemente, combatir contra la carne, tratarse con rigor, hacerse eterna violencia, reprimiendo los desordenados deseos de la sensualidad, llevando a cuestas la cruz y arreglando la vida por las máximas del Evangelio. Añadía que esta mortificación exterior, aunque tan necesaria, no basta si no está acompañada de una fe viva, de una esperanza superior a toda duda y de una caridad ardiente. Concluía que ninguna persona, de cualquier edad o condición que fuese, estaba dispensada de esta ley, y que no había otra teología moral. Hizo San Matías gran fruto en toda Judea, teatro de sus trabajos, espacioso campo de su glorioso apostolado.

Muchos años había que este gran apóstol no respiraba más que la gloria de Jesucristo y la salvación de su nación, corriendo por toda ella, predicando con valor y con asombroso celo, confundiendo a los judíos y demostrándoles con testimonios irrefragables de la Sagrada Escritura que Jesucristo, a quien ellos habían crucificado y había resucitado al tercer día, era el Mesías prometido, hijo de Dios, y en todo igual a su Padre.

No pudiendo sufrir los jefes del pueblo judaico verse tantas veces confundidos, irritados también, por otra parte, de la multitud de conversiones que hacía y de los milagros que obraba, resolvieron acabar con él. Refiere el Libro de los condenados, esto es, el libro donde se tomaba la razón de todos los que habían sido ajusticiados en Judea desde la resurrección del Señor, por haber violado la ley de Moisés, como San Esteban, los dos Santiago y San Matías; refiere dicho libro que nuestro Santo fue preso por orden del pontífice Ananías, y que, habiendo confesado a Jesucristo en concilio pleno, demostrando su divinidad, y convenciendo que había sido Redentor del género humano con lugares claros de la Escritura, y con hechos innegables, a los que no tuvieron qué responder, fue declarado enemigo de la Ley, y como tal sentenciado a ser apedreado. Llegado el Santo al lugar del suplicio, se hincó de rodillas, y, levantando los ojos y las manos al Cielo, dio gracias al Señor por la merced que le hacía en morir por defender su santa religión; hizo oración por todos los presentes y por toda su nación, la que, concluida, fue cubierto de una espesa lluvia de piedras. Añade el mismo libro que, no pudiendo sufrir este género de suplicio los romanos que gobernaban la provincia contuvieron el furor de los que le apedreaban, y hallando al Santo medio muerto, por despenarle, acabándole de matar, le cortaron la cabeza. Sucedió el martirio de San Matías el día 24 de febrero, aunque no se sabe precisamente en qué año.

Su sagrado cuerpo, según la más constante tradición, de la que no tenemos motivo sólido, o a lo menos convincente, para separarnos, fue traído a Roma por Santa Elena, madre de Constantino, y hasta hoy se venera en la iglesia de Santa María la Mayor, la más considerable parte de sus preciosas reliquias. Se asegura que la otra parte de ellas se la dio la misma santa emperatriz á San Agricio, arzobispo de Tréveris, quien las colocó en la iglesia que hasta hoy tiene la advocación de San Matías.
La Misa es en honra del mismo santo Apóstol, y la oración es la que sigue:

¡Oh Dios, que te dignaste agregar al Colegio de tus Apóstoles al bienaventurado San Matías! Concédenos por su intercesión que experimentemos siempre los efectos de tus misericordiosas entrañas. Por Nuestro Señor Jesucristo, etc.

La Epístola es del capítulo I de los Hechos de los Apóstoles.

En aquellos días, levantándose Pedro en medio de los hermanos (era el número de las personas congregadas casi de ciento veinte), dijo: Hermanos, es menester que se cumpla la Escritura que predijo el Espíritu Santo por boca de David, en orden a Judas, que fue el conductor de los que prendieron a Jesús, el cual era de vuestro número, y obtuvo la suerte de este ministerio. Éste, pues, poseyó un campo en recompensa de la iniquidad, y, habiéndose ahorcado, reventó por en medio, y se derramaron todas sus entrañas. Y la cosa se ha hecho notoria a todos los habitantes de Jerusalén; de manera, que aquel campo vino a llamarse en su lengua Haceldama, esto es, campo de sangre. Pues en el Libro de los Salmos (Salmo CVIII) está escrito: Hágase la habitación de ellos un desierto, ni haya quien la habite, y el cargo (obispado) de ello obtenga otro. Es necesario, pues, que de estos hombres, que han estado unidos con nosotros, todo aquel tiempo que hizo entre nosotros mansión el Señor Jesús, comenzando desde el bautismo de Juan, hasta el día en que se subió robándose a nuestra vista, uno de ellos sea constituido para dar con nosotros testimonio de su resurrección. Y señalaron dos: á José, que se llamaba Barsabás, el cual se llamaba por sobrenombre el Justo, y a Matías. E hicieron oración, diciendo: Tú, Señor, que ves los corazones de todos, declara a cuál de estos dos has elegido para recibir el puesto de este ministerio y apostolado, del cual prevaricó Judas (Iscariote), para ir a su destino (por su culpa al infierno). Y echaron suertes, y cayó la suerte sobre Matías, y fue agregado a los once Apóstoles.

REFLEXIONES

¡Qué maravilla es ver a San Pedro, aquel hombre pocos días antes tan grosero, tan ignorante, tan tímido, y que parecía más a propósito para pescador de peces que para gobernador de hombres; qué maravilla es verle ahora tener valor para hablar de repente en un congreso de ciento veinte personas, y hablar sobre la elección de un sucesor de Judas (Iscariote) con tanta precisión, con tanta limpieza, citando lugares de la Escritura tan concluyentes, tan inmediatos y tan oportunos para apoyar lo que dice! ¡Qué bien, qué justamente se habla con el Espíritu de Dios! ¡Qué bellamente caracterizada se descubre en este hecho la verdad de nuestra religión! Es menester que se cumpla lo que pronosticó el Espíritu Santo por boca de David acerca de Judas (Iscariote – Salmo CVIII), que capitaneó a los que prendieron a Jesús.

Siendo palabra de Dios la Sagrada Escritura, no puede menos de ser infalible. Para Dios no hay futuros, todas las cosas están presentes a sus ojos. ¡Con qué moderación habla San Pedro de Judas (Iscariote)! Se contenta con acordar sencillamente su delito, sin exagerar la culpa y sin insultar a la persona; porque el Espíritu del Señor a nadie insulta. La verdadera caridad no entiende de términos ofensivos, y parece que ni aun los conoce. Judas (Iscariote), aquel que fue uno de nosotros y tuvo parte en nuestro ministerio (de Apóstol y de Obispo). ¿Quién no se estremecerá al pensar que este apóstata fue uno de los doce Apóstoles? ¿Quién no temblará, quién no desconfiará de sí al considerar que un discípulo de Cristo, formado por su misma mano, colmado de los mayores favores, su confidente, y criado, por decirlo así, a sus mismos pechos, se hace con el tiempo el más impío, el más perverso de todos los mortales? De un apóstol avariento, presto se hace un apóstata y un traidor. El que de devoto y fervoroso se hace malo, nunca lo es a medias. Penetrado Judas (Iscariote) con los agudos remordimientos de su conciencia, espantado de la enorme gravedad de su delito, al cabo se ahorca. Cuando a las mayores gracias suceden los mayores pecados, es de temer que el término sea la desesperación. Es terrible la muerte de un apóstata, de un devoto pervertido; de temer es que sea también funesta. Yo conocí a Dios, y le amé; me previno con mil bendiciones de dulzura; experimenté mil consuelos en su servicio. ¡Qué paz interior, qué gozo tan exquisito, qué alegría tan pura! Pero todo esto, mientras fui fiel al Señor, mientras la fe y la ley eran la regla de mi entendimiento y de mi voluntad. Pero me cansé de ser feliz; me causó tedio el estar siempre a la vista de tan buen Padre; sacudí el yugo del Señor, me descaminé y me perdí. Pero ¡qué pensamiento tan cruel por toda la eternidad! Jamás olvidará Judas (Iscariote), ni podrá olvidar, que perdió el Cielo por pura malicia suya; que San Matías entró en su lugar y se apoderó de su corona.

El Evangelio es del capítulo XI de San Mateo.

En aquel tiempo respondió Jesús, y dijo: Te glorifico, ¡oh Padre!, Señor del Cielo y de la Tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios y prudentes y las has revelado a los párvulos. Sí, Padre, porque esta ha sido tu voluntad. Todo me lo ha entregado mi Padre. Y nadie conoce al Hijo sino el Padre, ni al Padre le conoce alguno sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo lo quisiere revelar. Venid a Mí todos los que trabajáis y estáis cargados, y Yo os aliviaré. Llevad sobre vosotros mi yugo, y aprended de Mí, que soy dulce y humilde de corazón, y hallaréis el descanso de vuestras almas. Porque mi yugo es suave y mi carga es ligera.

MEDITACIÓN

Del corto número de los que se salvan.

Punto primero.— Considera que no solamente es corto el número de los que se salvan, respecto de aquella multitud casi innumerable de infieles, de herejes y de cismáticos que perecen miserablemente; esto también respecto de la muchedumbre espantosa de fieles que se condenan dentro del mismo seno de la Santa Iglesia. Hay pocas verdades más terribles que esta verdad, y quizá ninguna hay ni más clara, ni más sólidamente establecida.

Trabajad en entrar por la puerta angosta, decía el Hijo de Dios, porque es ancha la puerta, es espacioso el camino que guía a la perdición, y son muchos los que van por él. Al contrario, ¡qué angosta es la puerta, qué estrecho es el camino que guía a la vida, y qué pocos van por este camino!

Muchos son los llamados, dice en otra parte, y aun de los llamados son pocos los escogidos. (Mateo XXII, 14) Repetía tantas veces este terrible verdad el Salvador a sus discípulos, que uno de ellos le preguntó en una ocasión: ¿Es posible, Señor, que sea tan corto el número de los que se salvan? Y el Hijo de Dios, por no espantar, por no acobardar a los que le oían, hizo como que eludía la pregunta, y solamente le respondió (Lucas XIII, 24): Hijos míos, la puerta del Cielo es estrecha; haced cuantos esfuerzos podáis para entrar por ella.

El apóstol San Pablo, lleno del mismo espíritu que su celestial Maestro, compara indiferentemente todos los cristianos a los que corren en el estadio (I Corintios IX, 24): Todos corren, dice, pero uno solo es el que lleva el premio y la corona. Y, para dar a entender que habla precisamente de los fieles, trae el ejemplo de los israelitas, en cuyo favor había obrado Dios tantas maravillas. Todos, dice, fueron mística o figurativamente bautizados por Moisés en la nube y en el mar; pero de más de seiscientos mil hombres, capaces de tomar armas, que salieron de Egipto, sin contar las mujeres, los viejos y los niños, sólo dos entraron en la tierra de promisión: Caleb y Josué. ¡Terrible comparación! Pero ¿será menos terrible lo que significa?

De todos los habitadores del Universo, una sola familia se escapó de las aguas del diluvio. De cinco populosísimas ciudades que fueron consumidas con fuego del Cielo, sólo cuatro personas se libraron de las llamas. De tantos paralíticos como esperaban alrededor de la piscina, sólo uno sanaba cada mes. Isaías compara el número de los escogidos al de las pocas aceitunas que quedan en la oliva después de la cosecha, al de los pocos racimos escondidos en la vid, que se escapan de la diligencia de los vendimiadores. ¡Buen Dios, aun cuando fuese verdad que de diez mil personas una sola había de condenarse, yo debiera temblar, debiera estremecerme temiendo ser esa persona infeliz! ¡Puede ser que de diez mil apenas se salve una, y vivo sin susto, y estoy sin temor!

¡Ah, dulce Jesús mío, y cuan de temer es esta seguridad, tan parecida a un letargo! Voy con la muchedumbre por el camino espacioso, ¿y espero llegar al término del camino estrecho? ¡Qué confianza más irracional!

Punto segundo.— Considera que, aunque esta verdad no estuviera tan fundada en los principios evangélicos que suponen todos los cristianos, bastaría la sola razón natural para convencernos que es corto el número de los que se salvan.

Instruidos de las verdades de nuestra religión, informados de las obligaciones de los cristianos, convencidos de nuestra propensión al mal y a vista de las costumbres del siglo, ¿se podrá inferir racionalmente que se salvan muchos fieles?

Para salvarse es menester vivir según las máximas del Evangelio; bien: ¿y es grande el número de los cristianos que viven hoy arreglados a estas máximas?

Para salvarse es necesario hacer descubierta profesión de ser discípulos de Cristo; y ¡cuántos hay en el día de hoy que se avergüenzan de parecerlo! Es necesario renunciar o efectiva o afectivamente a todo lo que se posee; es necesario cargar con la cruz todos los días. ¡Qué pureza inalterable, qué delicadeza de conciencia, qué humildad profunda, qué bondad ejemplar, qué sólida piedad, qué caridad, qué rectitud! Por estas señales ¿se conocen en este mundo muchos discípulos de Cristo?

Es el mundo enemigo irreconciliable del Salvador; no es posible servir a un tiempo a dos señores. Pues juzgad ahora cuál de estos dos amos tiene más criados que le sirvan.

Para salvarse no basta no vengarse del enemigo; es menester hacer bien a los que hacen mal. No basta condenar los pecados de obra; es menester tener horror aun a los mismos malos pensamientos. No basta no tener injustamente los bienes ajenos; es menester socorrer a los pobres con los propios. Reprueba la ley cristiana toda profanidad, todo fausto, toda ambición; ha de ser la modestia el más bello ornamento, la más rica gala de los que la profesan. Según esta pintura, ¿conocéis por ahí a muchos cristianos?

Ya sabes cuál es el primer Mandamiento de la Ley: Amarás a tu Dios y Señor con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas, con todo tu espíritu, y al prójimo como a ti mismo. Este es el primero y máximo Mandamiento. Este es el fundamento de todos los demás. Haz reflexión sobre todas estas palabras; mira si hay muchos que guarden este Mandamiento, y concluye si son muchos los que se salvan.

Es el Evangelio la regla de las costumbres; pero, en realidad, las costumbres de la mayor parte de los cristianos ¿son arregladas a las máximas del Evangelio? Para entrar en el Cielo es menester no haber perdido la gracia, o haberla recobrado por medio de la penitencia. ¿Y será muy crecido en nuestros días el número de los inocentes, o el de los penitentes verdaderos? Según estas pruebas, fundadas en nuestra misma razón natural, juzguemos serenamente si serán muchos los que se salvan, y concluyamos que, aunque Cristo no se hubiera explicado con tanta claridad sobre su corto número, nuestra misma razón nos está dictando que es muy crecido el de los que infelizmente se condenan.

Dulce Jesús mío, que moriste pendiente en un afrentoso madero por la salvación de todos los hombres, no permitáis que yo sea del número de los que se pierden. Por lo que a mi me toca, aunque supiera que uno solo habría de salvarse, haría, con el auxilio de vuestra divina gracia, todo lo que pudiese para ser yo ese uno solo.

 

JACULATORIAS

Salvad, mi Dios, a este humilde siervo vuestro, que espera únicamente en vuestra misericordia. —Salmo LXXXV, 13.

¡Qué estrecho es el camino que guía a la vida eterna, y qué pocos son los que dan con él! —Mateo VII, 14.

PROPÓSITOS

Parece cierto que serán pocos los que se salvan, respecto de la espantosa multitud de los cristianos que se condenan. Pero aunque el número de los primeros fuese mucho más pequeño de lo que es, es menester, cueste lo que costare, hacer todo lo posible para ser de este número. Para este fin, toma una fuerte resolución de aplicar todos tus talentos, toda tu industria, y de no perdonar medio alguno para salir con un negocio de tan gran consecuencia. El camino que guía a la vida es estrecho. Clame, grite lo que quisiere el amor propio y las pasiones; no hay dos caminos para la vida. Desde este punto has de resolverte a hacer todos los esfuerzos imaginables para entrar por la puerta estrecha. Huye de todo director, de todo confesor de manga ancha, porque son muy malas guías. El camino es estrecho, es áspero, es dificultoso, y más cuando se ha de trepar por él cargado con una pesada cruz; pero es único, no hay otro que escoger. Ni Cristo nos enseñó otro, ni fue por otro santo alguno, alma alguna de las que se salvaron. ¿Has tenido tú la dicha de encontrar acaso otro camino? Él es poco frecuentado; no vayas por donde va la muchedumbre; porque el ruido que hay y el polvo que se levanta impiden ver los precipicios. Fuera de esto, observa las cosas siguientes:

Primera: visita con frecuencia a Jesucristo en el Santísimo Sacramento. Pon toda tu confianza en este divino Salvador, y profesa una tierna y respetuosa devoción a este adorable misterio. Segunda: la frecuente comunión, con la disposición debida, asegura en cierta manera la salvación, y alimenta al alma con el Pan de los fuertes. Porque ¿qué cosa mejor ni más excelente tiene el Señor, dice el profeta Zacarías, sino el trigo de los escogidos? Tercera: la tierna y constante devoción con la Santísima Virgen siempre se ha considerado como señal visible de predestinación, que por eso la llama el Damasceno: Prenda de la salvación eterna.

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