Andrea
Barbiani, San Pedro Damián,
1776,
Biblioteca Classense, Ravena
San Pedro Damián es una de esas figuras severas que, como San Juan
Bautista, surgen en las épocas de relajamiento para apartar a los hombres del
error y traerles de nuevo al estrecho sendero de la virtud. Pedro Damián nació
en Ravena. Habiendo perdido a sus padres cuando era muy niño, quedó al cuidado
de un hermano suyo, quien le trató como si fuera un esclavo. Para empezar, le
mandó a cuidar los puercos en cuanto pudo andar. Otro de sus hermanos, que era
arcipreste de Ravena, se compadeció de él y decidió encargarse de su educación.
Viéndose tratado como un hijo, Pedro tomó de su hermano el nombre de Damiani
(es decir «de Damián»). Éste le mandó a la escuela, primero a Faenza y después
a Parma. Pedro fue un buen discípulo y, más tarde, un magnífico maestro. Desde
joven se había acostumbrado a la oración, la vigilia y el ayuno. Llevaba debajo
de la ropa una camisa de cerdas (cilicio) para defenderse de los atractivos del
placer y de los ataques del demonio. Hacía grandes limosnas, invitaba
frecuentemente a los pobres a su mesa y les servía con sus propias manos.
Algún tiempo después, Pedro decidió abandonar enteramente el mundo y
abrazar la vida monacal en otra región. Un día en que se hallaba reflexionando
sobre su proyecto, se presentaron en su casa dos benedictinos de la reforma de
san Romualdo, que pertenecían al convento de Fonte Avellana. Pedro les hizo
muchas preguntas sobre su regla y modo de vida. Sus respuestas le dejaron
satisfecho, e ingresó en esa comunidad de ermitaños, que gozaba entonces de
gran reputación. Los ermitaños habitaban en celdas separadas, consagraban la
mayor parte del tiempo a la oración y lectura espiritual, y vivían con gran
austeridad. Las vigilias excesivas hicieron que Pedro enfermase de insomnio; la
curación fue larga, pero esto le enseñó a ser más prudente. Aleccionado por esa
experiencia, se dedicó con mayor ahínco a los estudios sagrados, y llegó a ser
tan versado en la Sagrada Escritura, como antes lo había sido en las ciencias
profanas. Los ermitaños le eligieron unánimemente para suceder al abad cuando
éste muriese; como Pedro se resistiera a aceptar, el propio abad se lo impuso
por obediencia. Así pues, a la muerte del abad, hacia el año 1043, Pedro tomó
la dirección de la comunidad, a la que gobernó con gran prudencia y piedad.
Igualmente fundó otras cinco comunidades de ermitaños, al frente de las cuales
puso a otros tantos priores bajo su propia dirección. Su principal cuidado era
fomentar entre los monjes el espíritu de retiro, caridad y humildad. Muchos de
los ermitaños llegaron a ser lumbreras de la Iglesia; entre otros, Santo Domingo
Loricato y San Juan de Lodi, quien sucedió a San Pedro en la
dirección del convento de la Santa Cruz, escribió su biografía y fue más tarde
obispo de Gubbio. Varios papas emplearon a san Pedro Damián en el servicio de
la Iglesia: Esteban IX le nombró, en 1057, cardenal y obispo de Ostia, a pesar
del rechazo del santo. Pedro rogó muchas veces al papa Nicolás II que le
permitiese renunciar al gobierno de la diócesis y volver a su vida de ermitaño,
pero el Sumo Pontífice se negó a ello. Alejandro II, que amaba mucho al santo,
accedió finalmente a sus súplicas, pero se reservó el poder de emplearle en el
servicio de la Iglesia, en caso de necesidad. San Pedro Damián se consideró
desde ese momento libre, no sólo del gobierno de su diócesis, sino también de
la supervisión de las diversas comunidades, y volvió al convento como simple
monje.
En ese retiro edificó a la Iglesia con su humildad, penitencia y
compunción; con sus escritos ayudó a mantener la observancia de la moral y de
la disciplina. Su estilo es vehemente, y todas sus obras llevan la huella de su
espíritu estricto, particularmente cuando se trata de los deberes de los
clérigos y monjes. El santo reprendió severamente al obispo de Florencia por haber
jugado una partida de ajedrez; el prelado reconoció humildemente que san Pedro Damián
tenía razón, recibió la reprimenda con gran humildad, y aceptó como penitencia
recitar tres veces el salterio, lavar los pies a doce pobres y darles una
moneda de limosna. El santo escribió un tratado al obispo de Besanzón, en el
que atacaba la costumbre que tenían los canónigos de esa diócesis de cantar
sentados el oficio divino. San Pedro Damián recomendaba el uso de la disciplina
más que los ayunos prolongados. Escribió cosas muy severas sobre las
obligaciones de los monjes y protestó contra la costumbre de las
peregrinaciones, pues consideraba que el retiro era la condición esencial del
estado monacal. Como decía, con razón: «Es imposible restaurar la disciplina
una vez que ésta decae; si nosotros, por negligencia, dejamos caer en desuso
las reglas, las generaciones futuras no podrán volver a la primitiva
observancia. Guardémonos de incurrir en semejante culpa y transmitamos
fielmente a nuestros sucesores el legado de nuestros predecesores». El santo
combatió con gran vigor la simonía y predicó el celibato eclesiástico. Como
quería que los monjes llevaran una severa vida ascética y semi-eremítica, así
pedía que el clero diocesano viviese en comunidad. Su carácter vehemente se
manifestaba en todos sus actos y palabras. Se ha dicho de él que «su genio
consistía en exhortar y mover al heroísmo, en predicar acciones extraordinarias
y recordar ejemplos conmovedores...; en sus escritos arde el fuego de una
extraordinaria fuerza moral».
A pesar de su severidad, San Pedro Damián sabía tratar a los pecadores
con bondad e indulgencia, cuando la caridad y la prudencia lo pedían. Enrique
IV de Alemania se había casado con Berta, la hija de Otón, marqués de las
Marcas de Italia; pero dos años más tarde, había pedido el divorcio, alegando
que el matrimonio no había sido consumado. Con promesas y amenazas logró ganar
para su causa al arzobispo de Maguncia, quien convocó un concilio para anular
el matrimonio; pero el papa Alejandro II le prohibió cometer semejante injusticia
y envió a san Pedro Damián a presidir el sínodo. El anciano legado se reunió en
Fráncfort con el rey y los obispos, les leyó las órdenes e instrucciones de la
Santa Sede y exhortó al rey a guardar la ley de Dios, los cánones de la Iglesia
y su propia reputación; y también, a reflexionar sobre el escándalo y el mal
ejemplo que daría, si no se sometiera. Los nobles se unieron al santo para
rogar al joven monarca que no manchase su honor. Ante tal oposición, Enrique
tuvo que renunciar a su proyecto de divorcio, aunque interiormente no cambió de
actitud y concibió un odio todavía más profundo por su esposa.
Pedro retornó, en cuanto pudo, a su retiro de Fonte Avellana. Practicó
todas las austeridades que predicaba a otros hasta el fin de su vida. En los
ratos en que no se hallaba absorto en la oración o el trabajo, acostumbraba
hacer cucharas de madera y otros utensilios, para no estar ocioso. El papa
Alejandro II envió a San Pedro Damián a arreglar el asunto del arzobispo de
Ravena, que había sido excomulgado por las atrocidades que había cometido.
Cuando San Pedro llegó, el arzobispo ya había muerto; pero el santo pudo
convertir a sus cómplices, a los que impuso justa penitencia. Éste fue el
último servicio público que el santo prestó a la Iglesia. A su vuelta a Roma,
se vio atacado por una aguda fiebre en un monasterio de las afueras de Faenza,
donde murió al octavo día, el 22 de febrero de 1072, mientras los monjes
recitaban los maitines alrededor de su lecho.
San Pedro Damián fue uno de los predecesores del monje Hildebrando, es
decir Gregorio VII. Fue un elocuente predicador y un escritor fecundo. Aunque
nunca hubo una canonización formal, la declaración en 1828 (otros dicen 1823),
por SS. León XII, como Doctor de la Iglesia, confirma el culto que se le venía
tributando desde antiguo.
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