En Tuderto, una de las ciudades antiquísimas de Hungría, donde, según
tradición inmemorial, resonó la voz del Evangelio en los principios de su
promulgación, vivió a fines del siglo tercero san Benigno, uno de los mas
esclarecidos defensores de la religión cristiana en tiempo de la hostilidad de
los gentiles. Educado en la fe de Jesucristo desde su infancia, y haciendo en
ella maravillosos progresos según crecía en edad, fue dedicado al servicio de
la Iglesia desde sus tiernos años. Conociendo San Ponciano, obispo de aquella
catedral, y después ilustre mártir de Cristo, la utilidad que resultaría a los
fieles de un ministro tan celoso como Benigno, le ascendió a la dignidad
sacerdotal, por el orden prescripto en los sagrados cánones. No salieron
frustradas las esperanzas del santo prelado, pues apenas estuvo revestido
Benigno con aquel carácter que infunde gracia para ejercer las funciones más
sagradas, además de darle honor con su inculpable vida, se portó como
fidelísimo ministro de Jesucristo, en promover y defender nuestra santa fe contra
el poder del abismo.
Suscitaron, en vida de nuestro santo, los emperadores Diocleciano y
Maximiano una de las más crueles persecuciones que padeció la Iglesia en tiempo
de los gentiles, que fue, por decirlo así, como un diluvio que llenó de sangre
el oriente y occidente, llegando a tal extremo la preocupación de estos
príncipes, que los ministros y oficiales no podían hacerles mayor servicio, que
discurrir muchos géneros de suplicios para atormentar a los mártires de
Jesucristo. Uno de los teatros donde derramaron los paganos con inhumanidad la
inocente sangre de los fieles que rehusaban ofrecer sacrificio a los falsos
dioses del imperio, fue Tuderto. Y conociendo Benigno ser esta la ocasión más a
propósito de manifestar el espíritu de un valeroso soldado de Cristo, se
declaró acérrimo defensor de su religión, sin temor de los bandos terribles ni
de las tiranías con que los gentiles atormentaban a los cristianos. No
satisfecho con socorrer a los gloriosos confesores de que estaban llenos los
calabozos y cárceles, con alentar a muchos que titubeaban en los tormentos, con
esforzar a no pocos que desfallecían a vista de los suplicios, y con exponer su
vida cada día acompañándoles a los cadalsos, sin perdonar trabajos ni fatigas
que pudiesen contribuir a dar valor a los perseguidos, principió a predicar
públicamente contra la impiedad de los paganos y los necios delirios de la idolatría,
manifestándoles que sólo en la religión de Jesucristo podían los hombres
conseguir su salvación. Tuvieron los gentiles por enorme atentado tan generosa
resolución, le prendieron al momento, y procuraron amilanar su espíritu con
diferentes géneros de castigos; pero viendo frustradas todas sus tentativas,
las que solo sirvieron para aumentar sus triunfos y dar mayor testimonio de su
constancia, y continuando en la necia porfía de querer rendirle, mereció
Benigno la gloria del martirio en el día 13 de febrero, por los años 303. No
nos consta las clases de tormentos que padeció; pero podemos discurrir fueron
de los más crueles, mediante el furor que concibieron los paganos al ver
despreciados a sus dioses y los edictos de sus príncipes, por un esforzado
militar de Jesucristo.
Su cuerpo fue sepultado en el lugar donde, luego que se sosegó la
tempestad, edificaron los fieles una iglesia dedicada a su nombre, de la que
restan algunos vestigios. Después de destruida, se trasladó el cuerpo con pompa
célebre al templo de las religiosas benedictinas, sito en la misma ciudad,
llamado de las milicias, en el que sucedió el siguiente prodigio. Había robado
un monje la cabeza del santo de la urna de plata en que se custodiaba, pero no
le fue posible encontrar las puertas para salir de la iglesia, por más
exquisitas diligencias que para ello hizo. Por lo que, reconociendo su yerro,
volvió a su lugar la preciosa reliquia.
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