lunes, 15 de febrero de 2021

15 de febrero SAN FAUSTINO Y SAN JOVITA, HERMANOS, MÁRTIRES

 SAN FAUSTINO Y SAN JOVITA, HERMANOS, MÁRTIRES P. Juan Croisset, S.J.

San Faustino y San Jovita, hermanos, nacieron de una ilustre familia en Brescia, ciudad de Lombardía. Es probable que sus padres fueran cristianos; lo cierto es que los dos santos hermanos desde su juventud eran muy venerados de los fieles, así por su vida ejemplar, como por el celo que mostraban por la Religión. Pocos hermanos se han visto más unidos en dictámenes y en inclinaciones; sus corazones miraban a un mismo objeto, porque sus entendimientos se gobernaban por unos mismos principios. El espíritu de Dios que les animaba les quitaba el gusto a todo, menos a ejercitarse perpetuamente en santas obras; esta era toda su diversión y todo su consuelo. Se ocupaban en visitar a los fieles que estaban ocultos por miedo de la persecución; alentaban a unos, consolaban a otros; y hacían bien a todos.

Llegó a noticia de Apolonio, obispo de Brescia, que estaba escondido en un desierto vecino durante aquella terrible tempestad, el valor y el celo con que los dos santos hermanos se empleaban en las referidas obras de caridad. Quiso verlos; y habiendo hallado en ellos aun más virtud y más mérito que el que publicaba la fama, creyó que no podía hacer a su iglesia mayor servicio que elevarlos al ministerio de los altares, confiriéndoles los órdenes sagrados. Se dispusieron para recibirlos con aquel fervor que merecen las gracias y los dones que acompañan al sacerdocio, en cuyo digno espíritu se imbuyeron. Faustino, que era el mayor, fue ordenado de presbítero, y Jovita de diácono. Salieron de su retiro los dos nuevos ministros de Jesucristo, como los Apóstoles salieron del cenáculo, llenos del Espíritu Santo y animados de aquel fervoroso celo que en poco tiempo hizo maravillosas conquistas, convirtiendo gran número de gentiles.

La mayor autoridad que les daba el nuevo carácter aumentó también su fervor. Predicaban con tanto mayor aliento, cuanta era más grande su reputación, adelantándose ésta a ganarles las voluntades y á rendirles los entendimientos, de manera que apenas había quien pudiese resistirse a su celo.

Al eco de las maravillas que obraban los dos nuevos apóstoles, concurrían los pueblos vecinos, acudiendo en tropel a oír a estos oráculos. Los gentiles detestaban la superstición y hacían pedazos los ídolos. Se vio mudado el semblante de la ciudad, siendo cristianos casi todos sus habitadores.

A vista de tantas conversiones, no podía dejar de irritarse el enemigo común. Se armaron todas las furias del Infierno para detener el rápido curso de tan gloriosas conquistas; ni era posible que un celo tan ardiente y tan eficaz dejase de encender el fuego de la persecución.

En efecto, el conde Itálico, gran enemigo del nombre cristiano, sabiendo que había llegado a Liguria el emperador Adriano, fue a echarse a sus pies. Le refirió que mirase por su seguridad y por la de todo el imperio, pues una y otro peligraban, amenazándola inevitable ruina por la malignidad de dos hombres, los más perversos del mundo, puesto que eran los más fieros enemigos de los dioses inmortales. Sobresaltado extrañamente el Emperador al oír una proposición tan grave, le preguntó: ¿Quiénes eran tales hombres, y por qué medios o con qué artificios pretendían conseguir un intento tan vasto como depravado?

Son dos ciudadanos de Brescia, respondió el conde: uno se llama Faustino, y otro Jovita, habilísimos ambos para engañar al pueblo; tan poderosos en palabras y en artificios, que apenas abren la boca cuando todos los que los oyen dejan el culto de los dioses, arrojan al suelo los ídolos, los pisan, los hacen pedazos, adoran a no sé qué judío, llamado Jesucristo, que dicen murió en una cruz. Ya han trastornado la cabeza a mucha gente honrada; los templos están desiertos, y la religión de nuestros padres va infaliblemente a ser exterminada, si vos, señor, no aplicáis pronto y eficaz remedio. Salid a la defensa de los dioses, a quienes debéis la vida y el imperio: dad incesantemente vuestras órdenes para que sean exterminados los cristianos.

Movido el Emperador de este sedicioso discurso, creyó que no podía remediar más eficazmente el supuesto mal que amenazaba, que encomendando el remedio, con todos sus plenos poderes; al mismo que conocía tan bien las consecuencias. Esto era lo que pretendía el enfurecido conde, y así desempeñó la comisión con la mayor crueldad.

Partió a Brescia sin detenerse; se apoderó de los dos santos hermanos Faustino y Jovita; les mandó al punto ofreciesen incienso a los dioses o que se dispusiesen para padecer los más crueles tormentos. La valerosa y firme respuesta de los dos generosos hermanos le quitó desde luego toda esperanza de vencerlos; pero, como estaba para venir muy presto el Emperador a la misma ciudad de Brescia, tuvo por conveniente esperar a que llegase, para consultar con él qué suplicios y qué muerte se había de dar a unos hombres de aquella calidad y de aquella reputación.

Informado el Emperador del estado de la causa, ordenó que fuesen en su compañía al templo del Sol para asistir al sacrificio. Luego de que los Santos entraron en el templo, la estatua, que era de oro bruñido y muy resplandeciente, se puso más negra que un carbón. Sorprendido el Emperador, mandó que la lavasen; pero, cuando iban los sacerdotes a limpiarla, cayó a los pies de los Santos hecha polvo. El Emperador atribuyó el milagro a hechicería, y, temiendo la cólera de los dioses, mandó que los dos hermanos fuesen echados a las fieras. Apenas entraron en el circo, cuando soltaron cuatro leones para que los despedazasen; pero todos los cuatro se postraron mansamente a los pies de nuestros Santos, halagándolos blandamente con las colas. A los leones siguieron osos y leopardos; pero aunque los gentiles procuraban irritarlos, aplicándolos hachas encendidas, no fueron menos atentos que los leones. La funesta suerte del conde Itálico y de algunos otros cortesanos, que, bajándose a irritar las fieras, fueron devorados por ellas, acreditó con prueba visible y dolorosa el poder del Dios que adoraban los Santos. Lo más admirable que hubo en este suceso fue que, atemorizados los gentiles, y huyendo todos atropelladamente a sus casas, se dejaron abierta la puerta del circo con la confusión; pero los Santos mandaron a las fieras que se fuesen derechas a los bosques sin hacer daño a persona alguna, lo que ellas ejecutaron al instante.

Atemorizado también el mismo Emperador, y temiendo alguna sedición, salió de la ciudad; pero, encaprichado siempre en el dictamen de que las maravillas que obraban nuestros Santos eran efectos del arte mágica, creyó neciamente que podía ser medio para hacer inútil su arte el irles conduciendo por varias ciudades de Italia. Con esta extravagante aprensión mandó que fuesen llevados a Milán en compañía de uno de sus oficiales, llamado Calocero, el cual se había convertido a la fe a vista de tantos prodigios. No es fácil expresar cuántos y cuan varios géneros de tormentos tuvieron que padecer, ni cuántas y cuan gloriosas victorias consiguieron. Les llenaron la boca de plomo derretido, les molieron los huesos, les abrieron los costados con láminas ardiendo. En este suplicio exclamó Calocero: Rogad a Dios por mí, ¡oh santos mártires!, y pedidle me dé fortaleza para sufrir el rigor del fuego que me atormenta. Habiendo hecho oración los dos hermanos, no sintió Calocero más dolor, y pocos días después consiguió la corona del martirio.

Pasó el Emperador desde Milán a Roma y a Nápoles, y ordenó que los dos santos hermanos le siguiesen en todas estas jornadas, sin advertir que era soberana disposición del Cielo para que por este medio hiciesen nuevas conquistas en las tres más famosas ciudades de la Italia. En todas partes padecieron crueles tormentos por Jesucristo, y en todas su invicta paciencia y las maravillas que continuamente obraban convertían a la fe a innumerables gentiles. En fin, volviéndolos a conducir a Brescia cargados de palmas y de lau­reles, después de tan repetidos triunfos, consumaron su glorioso martirio, habiéndoles cortado la cabeza fuera de la ciudad, en el ca­mino que va a Cremona, hacia el año de Jesucristo de 122. Desde entonces los venera la ciudad de Brescia por patronos suyos, con­servando sus preciosas reliquias en una urna de mármol, sostenida de seis columnas de la misma materia, en la propia iglesia que es ti­tular de su nombre.

La Misa es en honra de los dos Santos, y la oración la que sigue:

¡Oh Dios, que cada año nos das nuevo motivo de alegría con la festividad de tus bienaventurados mártires Faustino y Jovita! Concédenos que, así como nos llenan de gozo sus merecimientos, así también nos inflame en la imitación el fuego de sus ejemplos. Por Nuestro Señor Jesucristo...

La Epístola es del capítulo X de San Pablo a los Hebreos, y es la misma del día 13.

REFLEXIONES

Pocas almas hay en cuya serie de vida no se puedan encontrar algunas felices temporadas con que confundir su presente tibieza o cobardía, y a quienes no se les pueda decir: “Acuérdate de aquellos primeros años de tu inocencia, de aquellos dichosos días tan serenos, tan llenos de dulce calma; trae a la memoria aquellos primeros tiempos en que los claros resplandores de la gracia te hacían ver las verdades eternas a tan bella luz; aquel tiempo en que, a favor de aquella penetración que causa siempre en el alma la pureza de la conciencia, descubrías tan visiblemente la falsa brillantez, los mentidos trampantojos con que el mundo deslumbra siempre a sus parciales; aquel tiempo en que con tanto gusto tuyo experimentabas qué dulce es el yugo del Señor y qué ligera su carga; aquel tiempo, en fin, en que, persuadido de la vanidad, de la caducidad, de la falsedad de todo cuanto el mundo estima; en que tocando con la mano sus artificiosos lazos, sus apariencias tan floridas como risueñas, renunciaste tan generosamente las lisonjeras ventajas con que te convidaba; o a lo menos te declaraste por el partido de la virtud, entablando desde entonces una vida tan regular y tan cristiana”. Este rasgo, este recuerdo de la historia de nuestra vida pasada, ¿podrá acaso servirnos de algún consuelo, cotejado con la presente? ¿Nos dará por ventura, motivo de algún sensible placer? ¡Ah!, que, por el contrario, quizá podremos decir con mucha razón con el Profeta: “¿Adónde se han ido aquellos hermosos dictámenes, aquellas sólidas máximas que respiraban desengaño, que sólo alentaban virtud? Causa admiración que haya quien desmaye, quien se desaliente, viéndose a la vista de un Amo tan poderoso como benéfico. Aunque se desencadenara contra nosotros todo el poder de las tinieblas, ¿qué podría contra la fuerza de su gracia, que no nos falta jamás? La confianza en Dios es un fuerte invencible contra todos nuestros enemigos.

El Evangelio es del capítulo XXI de San Mateo.

En aquel tiempo, estando Jesús sentado encima del monte Olívete, se llegaron a él sus discípulos en secreto, y le dijeron: Dinos a nosotros: ¿cuándo sucederán estas cosas? ¿y cuál será la señal de tu venida y de la consumación del siglo? Y respondiendo Jesús, les dijo: Mirad no os engañe alguno. Porque vendrán muchos con mi nombre, diciendo: Yo soy Cristo, y seducirán a muchos. Oiréis, pues, hablar de guerras y de rumores de guerras. Cuidad de no turbaros, porque conviene que sucedan estas cosas; pero todavía no es el fin. Porque se levantará gente contra gente, y reino contra reino; y habrá pestilencias y hambres, y terremotos en esta y aquella parte. Pero todas estas cosas son sólo el principio de los dolores. Entonces os entregarán a la tribulación, y os harán morir; y seréis aborrecidos de todas las naciones por causa de mi Nombre. Y entonces se escandalizarán muchos, y se harán traición mutuamente, y se aborrecerán unos a otros. Y se levantarán muchos falsos profetas, y seducirán a muchos. Y por haber sobreabundado la iniquidad se resfriará la caridad en muchos. Pero el que perseverare hasta el fin, ése será salvo.

MEDITACIÓN
De los frutos de la penitencia.

 

Punto primero. — Considera con cuánta razón nos recomienda tanto el Salvador que nos guardemos bien de que nos engañen. Con verdad se puede decir que en materia de salvación es muy ordinario caer en ilusión. Es muy ingenioso nuestro amor propio para alucinarnos; y ¿qué diligencias hacemos para que no nos engañe?

Se hacen algunos ejercicios espirituales, se practican algunas obras de virtud, como para aturdirse, como para tranquilizarse sobre muchos puntos substanciales, que piden necesariamente una absoluta reforma. Se ha pecado, y todos imaginan haber hecho penitencia; pero ¿dónde están sus frutos? Toda penitencia infructuosa es nula. En vano se lisonjea el hombre de una penitencia exterior, si no está convertido el corazón.

Por frutos de penitencia no se entiende precisamente la maceración del cuerpo, sino principalmente la mortificación de las pasiones y la reforma de las costumbres; éstos son propiamente los frutos que espera Dios de nuestra penitencia.

La frecuencia de Sacramentos, la oración, las buenas obras, son sin duda grandes medios para arribar a la perfección; pero si con tantos y tan poderosos medios nos conservamos siempre imperfectos, siempre orgullosos, siempre impacientes, siempre envidiosos, siempre inmortificados, siempre coléricos, ¿podremos contar mucho sobre el uso de estos medios?

Las mortificaciones corporales son ejercicio de la penitencia; pero el fruto de esa penitencia exterior debe ser el vencimiento de las pasiones, la reforma de las malas inclinaciones del alma. ¿De qué sirve un exterior humilde, reformado, si el corazón está lleno de hiel y el orgullo es la pasión dominante?

Pero no basta llevar frutos de penitencia como quiera; son tan ordinarias las adversidades de esta vida, son tan comunes las cruces, que se pueden llevar muchos frutos de éstos y, con todo eso, ser árboles estériles; es menester que sean frutos dignos, es decir, frutos que puedan presentarse al Señor, que sean gratos a sus ojos, que sean de su gusto. ¿Tienen estas cualidades, son de esta especie los frutos que he llevado hasta aquí?

Esos ayunos tan mal observados, esas mortificaciones tan ligeras y de tan corta duración, esa mera apariencia, esa pura exterioridad de arrepentido y de penitente, ¿son otra cosa que unos frutos fuera de sazón que nunca llegan a madurar?

¡Mi Dios, y cuán de temer es que en llegando el tiempo de la cosecha, en que pedís una cuenta tan exacta, en que el Padre de familias examina tan escrupulosamente el producto de sus rentas, cuán de temer es que en muchísimas cosas nos hallemos alcanzados!

Punto segundo. — Considera que la penitencia sin fruto es penitencia sin mérito. ¿Cuántos son los que padecen mucho sin que Dios tenga que agradecerles sus trabajos? Hay innumerables afligidos, y hay rarísimos penitentes.

La vida religiosa es un ejercicio continuo de penitencia. Y ¿no será gran desdicha que se haya tenido una vida austera y penitente sin fruto y sin provecho? Pero ¿qué provecho, qué fruto sacará de su vida el religioso tibio y relajado, el religioso que vivió en la religión embriagado enteramente con el espíritu del mundo? Llevar a cuestas por precisión una pesada cruz, y llevarla sin provecho, sin gustar los frutos que produce, ¡gran desgracia!, no por eso se padecería más; antes se padecería mucho menos, puesto que estos frutos, por amargos que parezcan, son en realidad muy dulces, de un gusto muy exquisito. Si no se toma el gusto a esta dulzura, es porque se busca el regalo en otra parte que en la cruz.

Ninguno hay que no tenga mucho que padecer en este mundo. En todos los estados se hallan cruces. No están más exentos de ellas los que viven con mayores conveniencias. Son unas plantas que en todas partes nacen; ¿por qué dejaremos perder sus preciosos frutos? Suframos por lo menos con paciencia, ya que no tengamos generosidad ni virtud para sufrir con alegría; unamos nuestros trabajos con los de Jesucristo, aceptémoslos como penas debidas a nuestras culpas; esta conformidad no los ha de hacer mayores, y de esa manera serán meritorios y harán parte de nuestra penitencia.

¿Cuánto dolor tendremos si al cabo de la vida nos hallamos con los amarguísimos frutos de nuestras pasiones, de nuestras malas inclinaciones, de nuestras maldades, viendo entonces con cuánta facilidad podíamos coger los dignos frutos de penitencia? Mientras tanto el día va bajando, el tiempo de la cuenta se acerca, casi estamos ya tocando con la mano la sepultura. ¿Quién puede asegurarnos de lo contrario?

¿Qué frutos ha dado nuestra penitencia? Frutos secos y amargos, porque ni los ha sazonado ni los ha hecho jugosos el riego de la gracia; frutos medio podridos, porque los avinagró el mal humor y el desabrimiento con que acompañamos la misma penitencia; frutos inútiles por verdes, porque la inconstancia y la reincidencia no les dio tiempo para madurar. Ésta es toda la provisión que llevamos; ésta toda la carga con que salimos de este mundo para emprender el largo viaje de la eternidad, y para comparecer ante el Tribunal de Dios. Señor, por vuestra infinita misericordia todavía estoy en paraje de hacer menos infructuosa mi penitencia; confieso que por áspera, por rigurosa y prolongada que fuese, nunca correspondería a mis maldades; pero, con el auxilio de Vuestra divina gracia, espero hacer de hoy en adelante frutos dignos de penitencia, y tales, que por vuestra infinita piedad os dignéis aceptarlos.

JACULATORIAS

Bien sabéis, Señor, cuántas lágrimas me han costado ya mis culpas; mas no por eso dejaré de llorarlas amargamente todo el tiempo que me durare la vida; dedicaré al llanto aun el tiempo destinado al reposo, y regaré con él en el lecho del descanso. —Salmo VI.

Patente os está, Dios mío, lo único por lo que suspiraba mi afligido corazón; y testigo sois de mis ocultos gemidos, de mis reconcentradas lágrimas. —Salmo XXXVII.

 

PROPÓSITOS

1. Asombroso es que los que están más indispensablemente obligados a hacer mayor penitencia, sean por lo común los que hacen menos. ¡Qué actos tan imposibles, qué dificultades insuperables no se figuran o se alegan, cuando se trata de admitir una ligera penitencia por gravísimos pecados! Apenas se encuentra mujer del mundo u hombre disoluto que tenga fuerza para ayunar; ¿qué digo ayunar? Aun menos se hallan que no pretendan tener justísimos motivos para ser dispensados aun de sola la abstinencia. ¿Se habla de hacer algunas limosnas? Entonces salen las deudas, hay mucha familia, son excesivos los gastos de la casa. ¿Se propone siquiera visitar algunas iglesias? Luego se alegan las ocupaciones, se ofrecen visitas indispensables; de suerte que, el día de hoy, los mayores pecadores parece se juzgan casi absolutamente dispensados de hacer penitencia. Y siendo esto así, ¿cómo se pueden lisonjear de ser penitentes?

2.    No te has de persuadir de que la penitencia que te impone el confesor te excusa de hacer otra penitencia. Aquélla sólo es como prenda de ésta; porque toda la vida del cristiano, especialmente del pecador, debe abundar en frutos de penitencia. Si no todos pueden macerarse con largas abstinencias o con otras rigurosas penitencias exteriores, a lo menos todos pueden mortificarse. Hay muchas especies de frutos de penitencias. Apenas hay cosa que no te ofrezca ocasión de mortificar tus inclinaciones naturales. Los humores, el genio, las mismas pasiones, hasta el mismo amor propio, pueden contribuir a esta dichosa fertilidad. No hay tiempo, no hay lugar que no pueda dar ejercicio a la paciencia.


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