San Faustino y San Jovita, hermanos, nacieron de una ilustre familia en
Brescia, ciudad de Lombardía. Es probable que sus padres fueran cristianos; lo
cierto es que los dos santos hermanos desde su juventud eran muy venerados de
los fieles, así por su vida ejemplar, como por el celo que mostraban por la
Religión. Pocos hermanos se han visto más unidos en dictámenes y en inclinaciones;
sus corazones miraban a un mismo objeto, porque sus entendimientos se
gobernaban por unos mismos principios. El espíritu de Dios que les animaba les
quitaba el gusto a todo, menos a ejercitarse perpetuamente en santas obras;
esta era toda su diversión y todo su consuelo. Se ocupaban en visitar a los
fieles que estaban ocultos por miedo de la persecución; alentaban a unos,
consolaban a otros; y hacían bien a todos.
Llegó a noticia de Apolonio, obispo de Brescia, que estaba escondido en
un desierto vecino durante aquella terrible tempestad, el valor y el celo con
que los dos santos hermanos se empleaban en las referidas obras de caridad.
Quiso verlos; y habiendo hallado en ellos aun más virtud y más mérito que el
que publicaba la fama, creyó que no podía hacer a su iglesia mayor servicio que
elevarlos al ministerio de los altares, confiriéndoles los órdenes sagrados. Se
dispusieron para recibirlos con aquel fervor que merecen las gracias y los
dones que acompañan al sacerdocio, en cuyo digno espíritu se imbuyeron.
Faustino, que era el mayor, fue ordenado de presbítero, y Jovita de diácono.
Salieron de su retiro los dos nuevos ministros de Jesucristo, como los
Apóstoles salieron del cenáculo, llenos del Espíritu Santo y animados de aquel
fervoroso celo que en poco tiempo hizo maravillosas conquistas, convirtiendo
gran número de gentiles.
La mayor autoridad que les daba el nuevo carácter aumentó también su
fervor. Predicaban con tanto mayor aliento, cuanta era más grande su reputación,
adelantándose ésta a ganarles las voluntades y á rendirles los entendimientos,
de manera que apenas había quien pudiese resistirse a su celo.
Al eco de las maravillas que obraban los dos nuevos apóstoles,
concurrían los pueblos vecinos, acudiendo en tropel a oír a estos oráculos. Los
gentiles detestaban la superstición y hacían pedazos los ídolos. Se vio mudado
el semblante de la ciudad, siendo cristianos casi todos sus habitadores.
A vista de tantas conversiones, no podía dejar de irritarse el enemigo
común. Se armaron todas las furias del Infierno para detener el rápido curso de
tan gloriosas conquistas; ni era posible que un celo tan ardiente y tan eficaz
dejase de encender el fuego de la persecución.
En efecto, el conde Itálico, gran enemigo del
nombre cristiano, sabiendo que había llegado a Liguria el emperador Adriano,
fue a echarse a sus pies. Le refirió que mirase por su seguridad y por la de todo el imperio, pues una y otro
peligraban, amenazándola inevitable ruina por la malignidad de dos hombres, los
más perversos del mundo, puesto que eran los más fieros enemigos de los dioses inmortales. Sobresaltado extrañamente el
Emperador al oír una proposición tan grave, le preguntó: ¿Quiénes eran tales hombres, y por qué medios o con qué artificios
pretendían conseguir un intento tan vasto como depravado?
Son dos ciudadanos
de Brescia, respondió el conde: uno se llama Faustino, y otro Jovita, habilísimos ambos para engañar al
pueblo; tan poderosos en palabras y en artificios, que apenas abren la boca
cuando todos los que los oyen dejan el culto de los dioses, arrojan al suelo
los ídolos, los pisan, los hacen pedazos, adoran a no sé qué judío, llamado Jesucristo, que
dicen murió en una cruz. Ya han
trastornado la cabeza a mucha
gente honrada; los templos están desiertos, y la religión de nuestros padres va
infaliblemente a ser exterminada, si vos, señor, no aplicáis pronto y eficaz
remedio. Salid a la defensa de los dioses, a quienes debéis la vida y el
imperio: dad incesantemente vuestras órdenes para que sean exterminados los
cristianos.
Movido el Emperador de este sedicioso discurso, creyó que no podía
remediar más eficazmente el supuesto mal que amenazaba, que encomendando el
remedio, con todos sus plenos poderes; al mismo que conocía tan bien las
consecuencias. Esto era lo que pretendía el enfurecido conde, y así desempeñó
la comisión con la mayor crueldad.
Partió a Brescia sin detenerse; se apoderó de los dos santos hermanos
Faustino y Jovita; les mandó al punto ofreciesen incienso a los dioses o que se
dispusiesen para padecer los más crueles tormentos. La valerosa y firme
respuesta de los dos generosos hermanos le quitó desde luego toda esperanza de
vencerlos; pero, como estaba para venir muy presto el Emperador a la misma
ciudad de Brescia, tuvo por conveniente esperar a que llegase, para consultar
con él qué suplicios y qué muerte se había de dar a unos hombres de aquella
calidad y de aquella reputación.
Informado el Emperador del estado de la causa, ordenó que fuesen en su
compañía al templo del Sol para asistir al sacrificio. Luego de que los Santos
entraron en el templo, la estatua, que era de oro bruñido y muy
resplandeciente, se puso más negra que un carbón. Sorprendido el Emperador,
mandó que la lavasen; pero, cuando iban los sacerdotes a limpiarla, cayó a los
pies de los Santos hecha polvo. El Emperador atribuyó el milagro a hechicería,
y, temiendo la cólera de los dioses, mandó que los dos hermanos fuesen echados a
las fieras. Apenas entraron en el circo, cuando soltaron cuatro leones para que
los despedazasen; pero todos los cuatro se postraron mansamente a los pies de
nuestros Santos, halagándolos blandamente con las colas. A los leones siguieron
osos y leopardos; pero aunque los gentiles procuraban irritarlos, aplicándolos
hachas encendidas, no fueron menos atentos que los leones. La funesta suerte
del conde Itálico y de algunos otros cortesanos, que, bajándose a irritar las
fieras, fueron devorados por ellas, acreditó con prueba visible y dolorosa el
poder del Dios que adoraban los Santos. Lo más admirable que hubo en este
suceso fue que, atemorizados los gentiles, y huyendo todos atropelladamente a
sus casas, se dejaron abierta la puerta del circo con la confusión; pero los
Santos mandaron a las fieras que se fuesen derechas a los bosques sin hacer
daño a persona alguna, lo que ellas ejecutaron al instante.
Atemorizado también el mismo Emperador, y temiendo
alguna sedición, salió de la ciudad; pero, encaprichado siempre en el dictamen
de que las maravillas que obraban nuestros Santos eran efectos del arte mágica,
creyó neciamente que podía ser medio para hacer inútil su arte el irles
conduciendo por varias ciudades de Italia. Con esta extravagante aprensión
mandó que fuesen llevados a Milán en compañía de uno de sus oficiales, llamado
Calocero, el cual se había convertido a la fe a vista de tantos prodigios. No
es fácil expresar cuántos y cuan varios géneros de tormentos tuvieron que
padecer, ni cuántas y cuan gloriosas victorias consiguieron. Les llenaron la
boca de plomo derretido, les molieron los huesos, les abrieron los costados con
láminas ardiendo. En este suplicio exclamó Calocero: Rogad a Dios por mí, ¡oh santos mártires!, y pedidle me dé fortaleza
para sufrir el rigor del fuego que me atormenta. Habiendo hecho
oración los dos hermanos, no sintió Calocero más dolor, y pocos días después
consiguió la corona del martirio.
Pasó el Emperador desde Milán a Roma y a Nápoles, y ordenó que los dos
santos hermanos le siguiesen en todas estas jornadas, sin advertir que era
soberana disposición del Cielo para que por este medio hiciesen nuevas
conquistas en las tres más famosas ciudades de la Italia. En todas partes padecieron
crueles tormentos por Jesucristo, y en todas su invicta paciencia y las
maravillas que continuamente obraban convertían a la fe a innumerables gentiles.
En fin, volviéndolos a conducir a Brescia cargados de palmas y de laureles,
después de tan repetidos triunfos, consumaron su glorioso martirio, habiéndoles
cortado la cabeza fuera de la ciudad, en el camino que va a Cremona, hacia el
año de Jesucristo de 122. Desde entonces los venera la ciudad de Brescia por
patronos suyos, conservando sus preciosas reliquias en una urna de mármol,
sostenida de seis columnas de la misma materia, en la propia iglesia que es titular
de su nombre.
La Misa es en honra de los dos Santos, y la oración la que sigue:
¡Oh Dios, que cada año nos das nuevo motivo de alegría con la festividad
de tus bienaventurados mártires Faustino y Jovita! Concédenos que, así como nos
llenan de gozo sus merecimientos, así también nos inflame en la imitación el
fuego de sus ejemplos. Por Nuestro Señor Jesucristo...
La Epístola es del capítulo X de San
Pablo a los Hebreos, y es la misma del día 13.
REFLEXIONES
Pocas almas hay en cuya serie de vida no se puedan encontrar algunas
felices temporadas con que confundir su presente tibieza o cobardía, y a
quienes no se les pueda decir: “Acuérdate de aquellos primeros años de tu
inocencia, de aquellos dichosos días tan serenos, tan llenos de dulce calma;
trae a la memoria aquellos primeros tiempos en que los claros resplandores de
la gracia te hacían ver las verdades eternas a tan bella luz; aquel tiempo en
que, a favor de aquella penetración que causa siempre en el alma la pureza de
la conciencia, descubrías tan visiblemente la falsa brillantez, los mentidos
trampantojos con que el mundo deslumbra siempre a sus parciales; aquel tiempo
en que con tanto gusto tuyo experimentabas qué dulce es el yugo del Señor y qué
ligera su carga; aquel tiempo, en fin, en que, persuadido de la vanidad, de la
caducidad, de la falsedad de todo cuanto el mundo estima; en que tocando con la
mano sus artificiosos lazos, sus apariencias tan floridas como risueñas,
renunciaste tan generosamente las lisonjeras ventajas con que te convidaba; o a
lo menos te declaraste por el partido de la virtud, entablando desde entonces
una vida tan regular y tan cristiana”. Este rasgo, este recuerdo de la historia
de nuestra vida pasada, ¿podrá acaso servirnos de algún consuelo, cotejado con
la presente? ¿Nos dará por ventura, motivo de algún sensible placer? ¡Ah!, que,
por el contrario, quizá podremos decir con mucha razón con el Profeta: “¿Adónde
se han ido aquellos hermosos dictámenes, aquellas sólidas máximas que
respiraban desengaño, que sólo alentaban virtud? Causa admiración que haya
quien desmaye, quien se desaliente, viéndose a la vista de un Amo tan poderoso
como benéfico. Aunque se desencadenara contra nosotros todo el poder de las
tinieblas, ¿qué podría contra la fuerza de su gracia, que no nos falta jamás?
La confianza en Dios es un fuerte invencible contra todos nuestros enemigos.
El Evangelio es del capítulo XXI de San Mateo.
En aquel tiempo, estando Jesús sentado encima del monte Olívete, se llegaron
a él sus discípulos en secreto, y le dijeron: Dinos a nosotros: ¿cuándo
sucederán estas cosas? ¿y cuál será la señal de tu venida y de la consumación
del siglo? Y respondiendo Jesús, les dijo: Mirad no os engañe alguno. Porque
vendrán muchos con mi nombre, diciendo: Yo soy Cristo, y seducirán a muchos.
Oiréis, pues, hablar de guerras y de rumores de guerras. Cuidad de no turbaros,
porque conviene que sucedan estas cosas; pero todavía no es el fin. Porque se
levantará gente contra gente, y reino contra reino; y habrá pestilencias y
hambres, y terremotos en esta y aquella parte. Pero todas estas cosas son sólo
el principio de los dolores. Entonces os entregarán a la tribulación, y os
harán morir; y seréis aborrecidos de todas las naciones por causa de mi Nombre.
Y entonces se escandalizarán muchos, y se harán traición mutuamente, y se aborrecerán
unos a otros. Y se levantarán muchos falsos profetas, y seducirán a muchos. Y
por haber sobreabundado la iniquidad se resfriará la caridad en muchos. Pero el
que perseverare hasta el fin, ése será salvo.
MEDITACIÓN
De los frutos de la penitencia.
Punto primero. — Considera con cuánta razón nos recomienda tanto el
Salvador que nos guardemos bien de que nos engañen. Con verdad se puede decir
que en materia de salvación es muy ordinario caer en ilusión. Es muy ingenioso
nuestro amor propio para alucinarnos; y ¿qué diligencias hacemos para que no
nos engañe?
Se hacen algunos ejercicios espirituales, se practican algunas obras de
virtud, como para aturdirse, como para tranquilizarse sobre muchos puntos
substanciales, que piden necesariamente una absoluta reforma. Se ha pecado, y
todos imaginan haber hecho penitencia; pero ¿dónde están sus frutos? Toda
penitencia infructuosa es nula. En vano se lisonjea el hombre de una penitencia
exterior, si no está convertido el corazón.
Por frutos de penitencia no se entiende precisamente la maceración del
cuerpo, sino principalmente la mortificación de las pasiones y la reforma de
las costumbres; éstos son propiamente los frutos que espera Dios de nuestra
penitencia.
La frecuencia de Sacramentos, la oración, las buenas obras, son sin duda
grandes medios para arribar a la perfección; pero si con tantos y tan poderosos
medios nos conservamos siempre imperfectos, siempre orgullosos, siempre
impacientes, siempre envidiosos, siempre inmortificados, siempre coléricos,
¿podremos contar mucho sobre el uso de estos medios?
Las mortificaciones corporales son ejercicio de la penitencia; pero el
fruto de esa penitencia exterior debe ser el vencimiento de las pasiones, la
reforma de las malas inclinaciones del alma. ¿De qué sirve un exterior humilde,
reformado, si el corazón está lleno de hiel y el orgullo es la pasión
dominante?
Pero no basta llevar frutos de penitencia como quiera; son tan
ordinarias las adversidades de esta vida, son tan comunes las cruces, que se
pueden llevar muchos frutos de éstos y, con todo eso, ser árboles estériles; es
menester que sean frutos dignos, es decir, frutos que puedan presentarse al
Señor, que sean gratos a sus ojos, que sean de su gusto. ¿Tienen estas
cualidades, son de esta especie los frutos que he llevado hasta aquí?
Esos ayunos tan mal observados, esas mortificaciones tan ligeras y de
tan corta duración, esa mera apariencia, esa pura exterioridad de arrepentido y
de penitente, ¿son otra cosa que unos frutos fuera de sazón que nunca llegan a
madurar?
¡Mi Dios, y cuán de temer es que en llegando el tiempo de la cosecha, en
que pedís una cuenta tan exacta, en que el Padre de familias examina tan
escrupulosamente el producto de sus rentas, cuán de temer es que en muchísimas
cosas nos hallemos alcanzados!
Punto segundo. — Considera que la penitencia sin fruto es penitencia sin
mérito. ¿Cuántos son los que padecen mucho sin que Dios tenga que agradecerles
sus trabajos? Hay innumerables afligidos, y hay rarísimos penitentes.
La vida religiosa es un ejercicio continuo de penitencia. Y ¿no será
gran desdicha que se haya tenido una vida austera y penitente sin fruto y sin
provecho? Pero ¿qué provecho, qué fruto sacará de su vida el religioso tibio y
relajado, el religioso que vivió en la religión embriagado enteramente con el
espíritu del mundo? Llevar a cuestas por precisión una pesada cruz, y llevarla
sin provecho, sin gustar los frutos que produce, ¡gran desgracia!, no por eso
se padecería más; antes se padecería mucho menos, puesto que estos frutos, por
amargos que parezcan, son en realidad muy dulces, de un gusto muy exquisito. Si
no se toma el gusto a esta dulzura, es porque se busca el regalo en otra parte
que en la cruz.
Ninguno hay que no tenga mucho que padecer en este mundo. En todos los
estados se hallan cruces. No están más exentos de ellas los que viven con
mayores conveniencias. Son unas plantas que en todas partes nacen; ¿por qué
dejaremos perder sus preciosos frutos? Suframos por lo menos con paciencia, ya
que no tengamos generosidad ni virtud para sufrir con alegría; unamos nuestros
trabajos con los de Jesucristo, aceptémoslos como penas debidas a nuestras
culpas; esta conformidad no los ha de hacer mayores, y de esa manera serán
meritorios y harán parte de nuestra penitencia.
¿Cuánto dolor tendremos si al cabo de la vida nos hallamos con los
amarguísimos frutos de nuestras pasiones, de nuestras malas inclinaciones, de
nuestras maldades, viendo entonces con cuánta facilidad podíamos coger los
dignos frutos de penitencia? Mientras tanto el día va bajando, el tiempo de la
cuenta se acerca, casi estamos ya tocando con la mano la sepultura. ¿Quién
puede asegurarnos de lo contrario?
¿Qué frutos ha dado nuestra penitencia? Frutos secos y amargos, porque
ni los ha sazonado ni los ha hecho jugosos el riego de la gracia; frutos medio
podridos, porque los avinagró el mal humor y el desabrimiento con que
acompañamos la misma penitencia; frutos inútiles por verdes, porque la inconstancia
y la reincidencia no les dio tiempo para madurar. Ésta es toda la provisión que
llevamos; ésta toda la carga con que salimos de este mundo para emprender el
largo viaje de la eternidad, y para comparecer ante el Tribunal de Dios. Señor,
por vuestra infinita misericordia todavía estoy en paraje de hacer menos
infructuosa mi penitencia; confieso que por áspera, por rigurosa y prolongada que
fuese, nunca correspondería a mis maldades; pero, con el auxilio de Vuestra
divina gracia, espero hacer de hoy en adelante frutos dignos de penitencia, y
tales, que por vuestra infinita piedad os dignéis aceptarlos.
JACULATORIAS
Bien sabéis, Señor, cuántas lágrimas me han costado ya mis culpas; mas
no por eso dejaré de llorarlas amargamente todo el tiempo que me durare la
vida; dedicaré al llanto aun el tiempo destinado al reposo, y regaré con él en el
lecho del descanso. —Salmo VI.
Patente os está, Dios mío, lo único por lo que
suspiraba mi afligido corazón; y testigo sois de mis ocultos gemidos, de mis
reconcentradas lágrimas. —Salmo XXXVII.
PROPÓSITOS
1. Asombroso es que los que están más indispensablemente obligados a
hacer mayor penitencia, sean por lo común los que hacen menos. ¡Qué actos tan
imposibles, qué dificultades insuperables no se figuran o se alegan, cuando se
trata de admitir una ligera penitencia por gravísimos pecados! Apenas se
encuentra mujer del mundo u hombre disoluto que tenga fuerza para ayunar; ¿qué
digo ayunar? Aun menos se hallan que no pretendan tener justísimos motivos para
ser dispensados aun de sola la abstinencia. ¿Se habla de hacer algunas
limosnas? Entonces salen las deudas, hay mucha familia, son excesivos los
gastos de la casa. ¿Se propone siquiera visitar algunas iglesias? Luego se
alegan las ocupaciones, se ofrecen visitas indispensables; de suerte que, el
día de hoy, los mayores pecadores parece se juzgan casi absolutamente
dispensados de hacer penitencia. Y siendo esto así, ¿cómo se pueden lisonjear
de ser penitentes?
2. No te has de persuadir de que la penitencia que te
impone el confesor te excusa de hacer otra penitencia. Aquélla sólo es como
prenda de ésta; porque toda la vida del cristiano, especialmente del pecador,
debe abundar en frutos de penitencia. Si no todos pueden macerarse con largas
abstinencias o con otras rigurosas penitencias exteriores, a lo menos todos
pueden mortificarse. Hay muchas especies de frutos de penitencias. Apenas hay
cosa que no te ofrezca ocasión de mortificar tus inclinaciones naturales. Los
humores, el genio, las mismas pasiones, hasta el mismo amor propio, pueden
contribuir a esta dichosa fertilidad. No hay tiempo, no hay lugar que no pueda
dar ejercicio a la paciencia.
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