sábado, 30 de mayo de 2020

Domingo de Pentecostés

Ha llegado el momento de celebrar el santo Sacrificio. La Iglesia, llena del Espíritu Santo, va a pagar el tributo de su agradecimiento, ofreciendo la víctima que nos ha merecido tal don por su inmolación. El introito resuena con un esplendor y una melodía sin par. Raras veces se eleva el canto gregoriano a tal entusiasmo. Las palabras contienen un oráculo del libro de la Sabiduría que se cumple hoy en nosotros. Es el Espíritu que se derrama sobre la tierra y que da a los Apóstoles el don de lenguas como prenda inequívoca de su presencia.
INTROITO
El Espíritu del Señor llenó el orbe de las tierras, aleluya: y, el que lo contiene todo, tiene la ciencia de la voz, aleluya, aleluya, aleluya. — Salmo: Levántese Dios, y sean disipados sus enemigos: y huyan, los que le odiaron, de su presencia. V. Gloria al Padre.
La colecta expresa nuestros deseos en tan gran día. Nos advierte, además, que dos son los dones principales que nos trae el Espíritu Santo: el gusto por las cosas de Dios y el consuelo del corazón; pidamos que ambos permanezcan en nuestro corazón para que seamos perfectos cristianos.
COLECTA
Oh Dios, que en este día intruiste los corazones de los fieles con la ilustración del Espíritu Santo: haz que saboreemos en el mismo Espíritu las cosas rectas, y que nos alegremos siempre de su consuelo. Por el Señor., en la unidad del mismo Espíritu Santo.
EPISTOLA
Lección de los Hechos de los Apóstoles.
Al cumplirse los días de Pentecostés, estaban todos los discípulos juntos en el mismo lugar: y vino de pronto un ruido del cielo, como de viento impetuoso: y llenó toda la casa donde estaban sentados. Y se les aparecieron lenguas repartidas, como de fuego, y se sentó sobre cada uno de ellos: y fueron todos llenados del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en varias lenguas, como el Espíritu les hacía hablar. Y había entonces en Jerusalén judíos, varones religiosos, de todas las naciones que hay bajo el cielo. Y, corrida la nueva, se juntó la multitud, y se quedó confusa, porque cada cual les oía hablar en su lengua. Y se pasmaban todos, y se admiraban, diciendo: ¿No son acaso galileos todos estos que hablan? ¿Y cómo es que cada uno de nosotros les oímos en la lengua en que hemos nacido? Partos, y Medos, y Elamitas, y los que habitan en Mesopotamia, en Judea y en Capadocia, en el Ponto y en Asia, en Frigia, y en Panfilia, en Egipto y en las regiones de la Libia, que está junto a Cirene, y los extranjeros Romanos, y también los Judíos, y los Prosélitos, los Cretenses, y los Arabes: todos les hemos oído hablar en nuestras lenguas las maravillas de Dios.
LOS GRANDES SUCESOS DE LA HISTORIA. — Cuatro grandes sucesos señalan la existencia del linaje humano sobre la tierra, y los cuatro dan testimonio de la bondad de Dios para con nosotros. El primero es la creación del hombre y su elevación al estado sobrenatural, que le asigna por ñn último la clara visión de Dios y su posesión eterna. El segundo es la encamación del Verbo, que, al unir la naturaleza humana a la divina en la persona de Cristo, la eleva a la participación de la naturaleza divina, y nos proporciona, además, la víctima necesaria para rescatar a Adán y su descendencia de su prevaricación. El tercer suceso es la venida del Espíritu Santo, cuyo aniversario celebramos hoy. Finalmente, el cuarto es la segunda venida del Hijo de Dios, que vendrá a librar a la Iglesia su Esposa y la conducirá con El al cielo para celebrar las nupcias sin ñn. Estas cuatro operaciones de Dios, de las cuales la última aún no se ha cumplido, son la clave de la historia humana; nada hay fuera de ellas; pero el hombre animal no las ve ni piensa en ellas. "La luz brilló en medio de las tinieblas, y las tinieblas no la comprendieron".
Bendito sea, pues, el Dios de misericordia que se dignó "llamarnos de las tinieblas a la admirable luz de la fe" . Nos ha hecho hijos de esta generación "que no es de la carne y de la sangre ni de la voluntad del hombre, sino de la voluntad de Dios". Por esta gracia, he aquí que hoy estamos atentos a la tercera de las operaciones de Dios sobre el mundo, la venida del Espíritu Santo, y hemos oído el emocionante relato de su venida. Esta tempestad misteriosa, estas lenguas, este fuego, esta sagrada embriaguez nos transporta a los designios celestiales y exclamamos: "¿Tanto ha amado Dios al mundo?" Nos lo dijo Jesús mientras estaba sobre la tierra: "Sí, ciertamente, tanto amó Dios al mundo que le dió su unigénito Hijo." Hoy tenemos que conpletar y decir: "Tanto han amado el Padre y el Hijo al mundo, que le han dado su Espíritu divino." Aceptemos este don y consideremos qué es el hombre. El racionalismo y el naturalismo quieren engrandecerle esforzándose en colocarle bajo el yugo del orgullo y de la sensualidad; la fe cristiana nos exige la humildad y la renuncia; pero en pago de ello Dios se da a nosotros.
El primer verso aleluyático está compuesto por las palabras de David, en las cuales se manifiesta el Espíritu Santo como autor de una creación nueva, como el renovador de la tierra. El segundo es una oración por la cual la Iglesia pide que el Espíritu Santo descienda sobre sus hijos. Se reza siempre de rodillas.
ALELUYA
Aleluya, aleluya, V. Envía tu Espíritu, y serán creados, y renovarás la faz de la tierra.
Aleluya. (Aquí se arrodilla.) V. Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles: y enciende en ellos el fuego de tu amor. Sigue la secuencia, una pieza llena de entusiasmo a la vez que de ternura para el que viene eternamente con el Padre y con el Hijo y que establecerá su reino en nuestros corazones. Es de Anales del siglo XIII y se atribuye con bastante probabilidad a Inocencio III.
SECUENCIA
1. Ven, Espíritu Santo,
Y envía desde el cielo
Un rayo de tu luz.
2. Ven, Padre de los pobres.
Ven, dador de los dones,
Ven, luz de los corazones.
3. Optimo Consolador,
Dulce huésped del alma,
Dulce refrigerio nuestro.
4. Descanso en el trabajo.
Frescura en el estío,
En el llanto solaz. 5. ¡Oh felicísima Luz!
Llena lo más escondido.
Del corazón de tus fieles.
6. Sin tu santa inspiración,
Nada hay dentro del hombre,
Nada hay que sea puro.
7. Lava lo que está sucio,
Riega lo que está seco,
Sana lo que está herido.
8. Doma lo que es rígido,
Templa lo que está frío,
Rige lo que se ha extraviado.
9. Concede a todos tus fieles,
Que sólo en ti confían,
Tu sagrado Septenario.
10. Da de la virtud el mérito,
Da un término dichoso,
Y da el perenne gozo.
Amén. Aleluya.
EVANGELIO
Continuación del santo Evangelio según San Juan.
En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: Si alguien me ama, observará mis palabras, y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos nuestra morada cerca de él: el que no me ama, no observa mis palabras. Y, las palabras que habéis oído, no son mías, sino de Aquel que me envió, del Padre. Os he dicho esto, permaneciendo a vuestro lado. Mas el Espíritu Santo Paráclito, que enviará el Padre en nombre mío, os enseñará todo, y os sugerirá todo lo que yo os he dicho. La paz os dejo, mi paz os doy: no os la doy como la da el mundo. No se turbe vuestro corazón, ni se asuste. Ya me habéis oído deciros: Voy, y vuelvo a vosotros. Si me amarais, os alegraríais ciertamente porque voy al Padre: porque el Padre es mayor que yo. Y os lo he dicho ahora, antes de que suceda: para que, cuando hubiere sucedido, creáis. Ya no hablaré mucho con vosotros. Porque viene el príncipe de este mundo, y no tiene nada en mí. Mas es para que conozca el mundo que amo al Padre, y, como me lo mandó el Padre, así obro.
LA HABITACIÓN DE LA TRINIDAD EN NUESTRA ALMA. — La venida del Espíritu Santo no interesa solamente al género humano como tal, sino que todos y cada uno de sus individuos está llamado a recibir esta visita, que en el día de hoy "renueva la faz de la tierra"
El designio misericordioso de Dios es hacer una alianza individual con todos nosotros. Jesús sólo pide de nosotros una cosa: quiere que le amemos y que guardemos su palabra. Con tal condición, El nos promete que su Padre nos amará y vendrá con El a habitar en nosotros. Pero no es esto todo. Nos anuncia, además, la venida del Espíritu Santo, el cual, por su presencia, completará la habitación de Dios en nosotros. La augusta Trinidad hará como otro cielo de esta pobre morada, esperando que seamos transportados después de esta vida a la mansión, en la cual podamos contemplar a nuestro huésped divino, Padre, Hijo y Espíritu Santo, que tanto han amado a esta creatura humana.
EL ESPÍRITU SANTO, DON DEL PADRE Y DEL HIJO. Jesús nos enseña más en este pasaje, sacado del discurso que pronunció a sus discípulos después de la Cena, que el Espíritu Santo que desciende hoy sobre nosotros es un don del Padre, pero del Padre "en nombre del Hijo"; del mismo modo que en otro lugar dice Jesucristo que "El es quien enviará al Espíritu Santo". Estos modos diferentes de expresión muestran la relación que hay entre las dos primeras personas de la Santísima Trinidad y el Espíritu Santo. Este Espíritu divino es del Padre, pero también del Hijo. El Padre le envía, pero también el Hijo le envía, porque procede de ambos como de un solo principio.
En este día de Pentecostés, nuestro agradecimiento lo mismo se ha de dirigir al Padre que al Hijo; porque el don que nos viene del cielo nos viene de ambos. Desde la eternidad engendró el Padre al Hijo, y cuando llegó la plenitud de los siglos le envió al mundo como su mediador y salvador. Desde la eternidad el Padre y el Hijo produjeron al Espíritu Santo y en la hora señalada le enviaron a la tierra para ser entre los hombres el principio de amor como lo es entre el Padre y el Hijo. Jesús nos dice que la misión del Espíritu es posterior a la del Hijo, porque convenía que los hombres fuesen iniciados en la verdad por El, que es la Sabiduría. En efecto, no habrían podido amar a quien no conocían. Pero cuando Jesús, consumada su obra y su humanidad se sentó a la diestra de Dios Padre, en unión con el Padre envía al Espíritu divino para conservar en nosotros esta palabra que es "espíritu y vida" y preparación del amor.
El ofertorio está tomado del salmo LXII, en el cual David profetiza la venida del Espíritu Santo para confirmar la obra de Jesús. El Cenáculo extingue todos los resplandores del templo de Jerusalén: en adelante no habrá más que Iglesia católica que no tardará en recibir en su seno a los reyes y a los pueblos.
OFERTORIO
Confirma, oh Dios, esto que has obrado en nosotros: en tu templo, que está en Jerusalén, te ofrecerán dones los reyes, aleluya.
En presencia de los dones que va a ofrecer y que descansan sobre el altar, la Iglesia pide en la Secreta que la venida del Espíritu Santo sea para los fieles un fuego que limpie sus manchas y una luz que ilumine su espíritu con entendimiento más perfecto de las enseñanzas del Hijo de Dios.
SECRETA
Suplicárnoste, Señor, santifiques los dones ofrecidos: y purifica nuestros corazones con la iluminación del Espíritu Santo. Por el Señor... en la unidad del mismo Espíritu Santo.
PREFACIO
Es verdaderamente digno y justo, equitativo y saludable que, siempre y en todo lugar, te demos gracias a ti. Señor santo. Padre omnipotente, eterno Dios: por Cristo, nuestro Señor. El cual, ascendiendo sobre todos los cielos, y sentándose a tu derecha, derramó (este día) sobre los hijos de adopción el Espíritu Santo prometido. Por lo cual, todo el mundo, esparcido por el orbe de las tierras, se alegra con profuso gozo. Y también las celestiales Virtudes, y las angélicas Potestades, cantan el himno de tu gloria, diciendo sin cesar: ¡Santo! ¡Santo! ¡Santo!
La antífona de la comunión celebra el momento de la venida del Espíritu Santo. Jesús se ha dado a sus fieles como alimento en la Eucaristía, pero el Espíritu les ha preparado tal favor, y ha cambiado el pan y el vino en el cuerpo y la sangre de la sagrada víctima. El también les ayudará a conservar en ellos el alimento que guarda las almas para la vida eterna.
COMUNION
Vino de pronto un ruido del cielo, como de viento impetuoso, donde estaban sentados, aleluya: y fueron todos llenados del Espíritu Santo, hablando las maravillas: de Dios, aleluya, aleluya.
Ahora que la Iglesia posee a su divino Esposo, le pide en la poscomunión que el Espíritu Santo permanezca en el alma de sus fieles, y al mismo tiempo nos revela una de las prerrogativas del Espíritu Santo, quien, encontrando áridas e incapaces de fructificar a nuestras almas, se transforma en rocío para fecundarlas.
POSCOMUNION
Haz, Señor, que la infusión del Espíritu Santo purifique nuestros corazones y los fecunde con la íntima aspersión de su rocío. Por el Señor... en la unidad del mismo Espíritu Santo.

30 de mayo: SANTA JUANA DE ARCO, VIRGEN Y MÀRTIR




Santa Juana de Arco nació el día de la Epifanía de 1412, en Domrémy, pequeño pueblecito de Champagne, a orillas del Mosa. Su padre, Jacobo d'Arc, era un hacendado de cierta importancia, hombre bueno, frugal y un tanto huraño. La madre de Juana, que amaba tiernamente a sus cinco hijos, educó a sus dos hijas en los quehaceres domésticos. Juana declaró más tarde: «Sé coser e hilar como cualquier mujer». Pero nunca aprendió a leer ni a escribir. Los vecinos de la familia, en el proceso de rehabilitación de la santa, dejaron testimonios conmovedores de la piedad y ejemplar conducta de la joven. Tanto los sacerdotes que la conocieron como sus compañeros de juegos, atestiguaron que gustaba de ir a orar en la iglesia, que recibía con frecuencia los sacramentos, que se ocupaba de los enfermos y era particularmente bondadosa con los peregrinos, a los que más de una vez cedió su lecho. Según uno de los testigos, «era tan buena, que todo el pueblo la quería». A lo que parece, Juana tuvo una infancia feliz, aunque un tanto turbada por los desastres que asolaban el país y por el constante peligro de un ataque armado sobre la población de Domrémy, situada en la frontera de Lorena. Antes de acometer su gran empresa, Juana tuvo que huir, por lo menos una vez, con sus padres, a la población de Neufchátel, a trece kilómetros de distancia, para escapar de las manos de los piratas borgoñones que saquearon Domrémy.
Juana era todavía muy niña cuando Enrique V de Inglaterra invadió Francia, asoló la Normandía y reclamó la corona de Carlos VI. Francia se hallaba en aquel momento dividida por la guerra civil entre los partidarios del duque de Borgoña y el duque de Orléans, de suerte que no había podido organizar rápidamente la resistencia. Por otra parte, después de que el duque de Borgoña fue traidoramente asesinado por los hombres del delfín, los borgoñeses se aliaron con los ingleses, que apoyaban su causa. La muerte de los monarcas rivales, ocurrida en 1422, no mejoró la situación de Francia. El duque de Bedford, regente del monarca inglés, prosiguió vigorosamente la campaña y las ciudades cayeron, una tras otra, en manos de los aliados. Entre tanto, Carlos VII, o el delfín, como se insistía en llamarle, consideraba la situación perdida sin remedio y se entregaba a frivolos pasatiempos en su corte. A los catorce años de edad, santa Juana tuvo la primera de las experiencias místicas que habían de conducirla por el camino del patriotismo hasta la muerte en la hoguera. Primero oyó una voz, que parecía hablarle de cerca, y vio un resplandor; más tarde, las voces se multiplicaron y la joven empezó a ver a sus interlocutores, que eran, entre otros, san Miguel, santa Catalina y santa Margarita. Poco a poco, los aparecidos explicaron la abrumadora misión a que el cielo la tenía destinada: ¡Ella, una simple campesina debía salvar a Francia! Para no despertar la cólera de su padre, Juana mantuvo silencio. Pero, en mayo de 1428, las voces se hicieron imperiosas y explícitas: la joven debía presentarse ante Roberto de Baudricourt, comandante de las fuerzas reales, en la cercana población de Vaucouleurs. Juana consiguió que un tío suyo que vivía en Vaucouleurs, la llevase consigo. Pero Baudricourt se burló de sus palabras y despidió a la doncella, diciéndole que lo que necesitaba era que su padre le diese unas buenas nalgadas.
En aquel momento, la posición militar del rey era desesperada, pues los ingleses atacaban a Orléans, el último reducto de la resistencia. Juana volvió a Domrémy, pero las voces no le dejaron descanso. Cuando la joven respondió que era una campesina que no sabía ni montar a caballo, ni hacer la guerra, las voces replicaron: «Dios te lo manda». Incapaz de resistir a este llamamiento, Juana huyó de su casa y se dirigió nuevamente a Vaucouleurs. El escepticismo de Baudricourt desapareció cuando recibió la noticia oficial de una derrota que Juana había predicho; así pues, no sólo consintió en mandarla a ver al rey, sino que le dio una escolta de tres soldados. Juana pidió que le permitiesen vestirse de hombre para proteger su virtud. Los viajeros llegaron a Chinon, donde se hallaba el monarca, el 6 de marzo de 1429; pero Juana no consiguió verle sino hasta dos días después. Carlos se había disfrazado para desconcertar a Juana; pero la doncella le reconoció al punto por una señal secreta que le comunicaron las voces y que ella transmitió sólo al rey. Ello bastó para persuadir a Carlos VII del carácter sobrenatural de la misión de la doncella. Juana le pidió un regimiento para ir a salvar Orléans. El favorito del rey, La Trémouille, y la mayor parte de la corte, que consideraban a Juana como una visionaria o una impostora, se opusieron a su petición. Para zanjar la cuestión, el rey decidió enviar a Juana a Poitiers a que la examinara una comisión de sabios teólogos.
Al cabo de un interrogatorio que duró tres semanas por lo menos, la comisión declaró que no encontraba nada que reprochar a la joven y aconsejó al rey que se valiese, prudentemente, de sus servicios. Juana volvió entonces a Chinon, donde se iniciaron los preparativos para la expedición que ella debía encabezar. El estandarte que se confeccionó especialmente para ella, tenía bordados los nombres de Jesús y María y una imagen del Padre Eterno, a quien dos ángeles presentaban, de rodillas, una flor de lis. La expedición partió de Blois, el 27 de abril. Juana iba a la cabeza, revestida con una armadura blanca. A pesar de algunos contratiempos, el ejército consiguió entrar en Orléans, el 29 de abril y su presencia obró maravillas. Para el 8 de mayo, ya habían caído los fuertes ingleses que rodeaban la ciudad y, al mismo tiempo, se levantó el sitio. Juana recibió una herida de flecha bajo el hombro. Antes de la campaña, había profetizado todos esos acontecimientos, con las fechas aproximadas. La doncella hubiese querido continuar la guerra, pues las voces le habían asegurado que no viviría largo tiempo. Pero La Trémouille y el arzobispo de Reims, que consideraban la liberación de Orléans como obra de la buena suerte, se inclinaban a negociar con los ingleses. Sin embargo, se permitió a Juana emprender una campaña en el Loira con el duque de Alengon. La campaña fue muy breve y dio el triunfo aplastante sobre las tropas de Sir John Fastolf, en Patay. Juana trató de coronar inmediatamente al delfín. El camino a Reims estaba prácticamente conquistado y el último obstáculo desapareció con la inesperada capitulación de Troyes.
Los nobles franceses opusieron cierta resistencia; sin embargo, acabaron por seguir a la santa a Reims, donde, el 17 de julio de 1429, Carlos VII fue solemnemente coronado. Durante la ceremonia, santa Juana permaneció de pie con su estandarte, junto al rey. Con la coronación de Carlos VII terminó la misión que las voces habían confiado a la santa y también su carrera de triunfos militares. Juana se lanzó audazmente al ataque de París, pero la empresa fracasó por la falta de los refuerzos que el rey había prometido enviar y por la ausencia del monarca. La santa recibió una herida en el muslo durante la batalla y, el duque de Alençon tuvo que retirarla casi a rastras. La tregua del invierno que siguió, la pasó Juana en la corte, donde los nobles la miraban con mal disimulado recelo. Cuando recomenzaron las hostilidades, Juana acudió a socorrer la plaza de Compiégne, que resistía a los borgoñones. El 23 de mayo de 1430, entró en la ciudad y ese mismo día organizó un ataque que no tuvo éxito. A causa del pánico, o debido a un error de cálculo del gobernador de la plaza, se levantó demasiado pronto el puente levadizo, y Juana, con algunos de sus hombres, quedaron en el foso a merced del enemigo. Los borgoñeses derribaron del caballo a la doncella entre una furiosa gritería y la llevaron al campamento de Juan de Luxemburgo, pues uno de sus soldados la había hecho prisionera. Desde entonces hasta bien entrado el otoño, la joven estuvo presa en manos del duque de Borgoña. Ni el rey ni los compañeros de la santa hicieron el menor esfuerzo por rescatarla, sino que la abandonaron a su suerte. Pero, si los franceses la olvidaban, los ingleses en cambio se interesaban por ella y la compraron, el 21 de noviembre, por una importante suna de dinero. Una vez en manos de los ingleses, Juana estaba perdida. Estos no podían condenarla a muerte por haberles derrotado, pero la acusaron de hechicería y de herejía. Como la brujería estaba entonces a la orden del día, la acusación no era extravagante. Además, es cierto que los ingleses y borgoñeses habían atribuido sus derrotas a los conjuros mágicos de la santa doncella.
Los ingleses la condujeron, dos días antes de Navidad, al castillo de Rouen. Según se dice sin suficiente fundamento, la encerraron, primero, en una jaula de acero, porque había intentado huir dos veces; después la trasladaron a una celda, donde la encadenaron a un poyo de piedra y la vigilaban día y noche. El 21 de febrero de 1431, la santa compareció por primera vez ante un tribunal presidido por Pedro Cauchon, obispo de Beauvais, un hombre sin escrúpulos, que esperaba conseguir la sede archiepiscopal de Rouen con la ayuda de los ingleses. El tribunal, cuidadosamente elegido por Cauchon, estaba compuesto de magistrados, doctores, clérigos y empleados ordinarios. En seis sesiones públicas y nueve sesiones privadas, el tribunal interrogó a la doncella acerca de sus visiones y «voces», de sus vestidos de hombre, de su fe y de sus disposiciones para someterse a la Iglesia. Sola y sin defensa, la santa hizo frente a sus jueces valerosamente y muchas veces los confundió con sus hábiles respuestas y su memoria exactísima. Una vez terminadas las sesiones, se presentó a los jueces y a la Universidad de París un resumen burdo e injusto de las declaraciones de la joven. En base a ello, los jueces determinaron que las revelaciones habían sido diabólicas y la Universidad la acusó en términos violentos.
En la deliberación final el tribunal declaró que, si no se retractaba, debía ser entregada como hereje al brazo secular. La santa se negó a retractarse, a pesar de las amenazas de tortura. Pero, cuando se vio frente a una gran multitud en el cementerio de Saint-Ouen, perdió valor e hizo una vaga retractación. Digamos, sin embargo, que no se conservan los términos de su retractación y que se ha discutido mucho sobre el hecho. La joven fue conducida nuevamente a la prisión, pero ese respiro no duró mucho tiempo. Ya fuese por voluntad propia, ya por artimañas de los que deseaban su muerte, lo cierto es que Juana volvió a vestirse de hombre, contra la promesa que le habían arrancado sus enemigos. Cuando Cauchon y sus satélites fueron a interrogarla en su celda sobre lo que ellos consideraban como una infidelidad, Juana, que había recobrado todo su valor, declaró nuevamente que Dios la había enviado y que las voces procedían de Dios. Según se dice, al salir del castillo, Cauchon dijo al conde de Warwick: «Tened buen ánimo, que pronto acabaremos con ella». El martes 29 de mayo de 1431, los jueces, después de oír el informe de Cauchon, resolvieron entregar a la santa al brazo secular como hereje renegada. Al día siguiente, a las ocho de la mañana, Juana fue conducida a la plaza del mercado de Rouen para ser quemada viva. La conducta de la santa doncella en aquella ocasión fue conmovedora. Cuando los verdugos encendieron la hoguera, Juana pidió a un fraile dominico que mantuviese una cruz a la altura de sus ojos y murió invocando el nombre de Jesús.
La santa no había cumplido aún los veinte años. Sus cenizas fueron arrojadas al Sena. Más de uno de los espectadores debió hacer eco al comentario amargo de Juan Tressart, uno de los secretarios del rey Enrique «Estamos perdidos! ¡Hemos quemado a una santa!» Veintitrés años después de la muerte de Juana, su madre y dos de sus hermanos pidieron que se examinase nuevamente el caso, y el Papa Calixto III nombró a una comisión encargada de hacerlo. El 7 de julio de 1456, el veredicto de la comisión rehabilitó plenamente a la santa. Más de cuatro siglos y medio después, el 16 de mayo de 1920, Juana de Arco fue solemnemente canonizada.
Con ocasión de la canonización, se despertó de nuevo, lo mismo en Inglaterra que en otros países, el interés por la santa. Inevitablemente, ese interés favoreció el desarrollo de las leyendas. Tal, por ejemplo, la leyenda de la Juana de Arco «protestante», popularizada por George Bernard Shaw, con un error excusable, porque el autor no conocía suficientemente el catolicismo, pero no por ello deja de ser un error. Una variante de esta leyenda es la santa Juana dramatizada, una figura en parte atractiva y en parte sin relieve, pero de todos modos irreal. Existe también la leyenda de la Juana de Arco «nacionalista». Es cierto que santa Juana fue una gran patriota, pero en sus labios, la palabra «Francia» sólo significaba «Justicia». Otra leyenda es la de la Juana de Arco "feminista", que es sin duda la más absurda de todas, tanto desde el punto de vista histórico como desde el punto de vista de los sentimientos de la santa. Naturalmente, existe también la Juana de Arco de la estatuaria, de la que se puede dar como ejemplo la estatua de la catedral de Winchester. Mencionemos, por último, el error de los que creen que la Iglesia venera a la santa como mártir.
¿Cómo era en realidad Juana de Arco? Simplemente una campesina bien dotada, desde el punto de vista humano, con mucho sentido común y llena de la gracia de Dios. Como conocía bien la historia de la Anunciación, cuando le fue revelada la voluntad de Dios -que debió parecer menos extraordinaria a su sencillez de lo que parece a nuestra complicación-, supo reconocerla inteligentemente y someterse a ella. Tal es la Juana de Arco que revela cada una de las líneas de los documentos originales del juicio. De esos documentos se desprenden también otras lecciones, de las que algunas no nos hacen honor a los católicos. Cierto que el tribunal que condenó a la santa no fue el de la Iglesia, pero entre los clérigos que apoyaron el veredicto había varios personajes eclesiásticos de importancia, de los que unos eran hombres de buena voluntad y otros no. La condenación de Juana de Arco es una mancha indeleble en la historia de Inglaterra.
Imposible dar una bibliografía completa sobre Santa Juana de Arco. La bibliografía del canónigo U. Chevalier (1906) comprendía más de 1.500 títulos; y eso era antes de la canonización. De entonces a acá, se han escrito innumerables libros y artículos. Las principales fuentes fueron publicadas, por primera vez, por Quicherat, «Proces de Condamnation et Réhabilitation», 5 vols. (1841-1849). En dicha obras, las fuentes están en latín, pero hay varias traducciones, como la de Champion en francés, y la de T. D. Murray en inglés. W. P. Barret tradujo exclusivamente las actas del proceso (1931). También hay una enorme serie de documentos, la mayor parte de ellos traducidos, en los cinco volúmenes del P. Ayroles.
N.ETF: he abreviado, reduciendo exclusivamente a las fuentes primarias, la extensísima bibliografía que trae el Butler. Al asunto del precio de venta de la santa, el artículo original dice literalmente «por una suma equivalente a 23.000 libras esterlinas actuales», sin embargo, las reediciones del Butler a lo largo del siglo XX han sido tantas, antes y después de la Segunda Guerra (la castellana es de 1964), que es imposible saber a qué se refiere con «actuales», concepto que lo cambia todo en décadas o inclusos lustros; la expresión de fondo se refería a que fue comprada por una suma importante de dinero, y así lo he consignado.
El personaje de la santa interesó abundantemente a la literatura desde diversos ángulos -la santa, la política, la perseguida por el «establischment» político-religioso, etc-, sólo mencionaré las obras más conocidas de diversas extracciones religiosas e ideológicas: Voltaire, «La Pucelle d’Orléans», poema burlesco (1762); Friedrich von Schiller: «Die Jungfrau von Orleans». Drama teatral (1802); George Bernard Shaw: «Saint Joan». Crónica dramática (1924); Bertolt Brecht: «Die heilige Johanna der Schlachthöfe», drama (1932); Hillare Belloc: «Joan of Arc», ensayo histórico (1930).
Hay dos películas sobre la santa que son verdaderamente recomendables; no se trata de biografías, ni vidas noveladas, sino dos «lecturas» filmográficas del proceso de la santa, una debida a Carl Theodor Dreyer, de 1928, película muda: «La passion de Jeanne d'Arc», y otra, posiblemente de mayor densidad religiosa, de Robert Bresson, «Le Procès de Jeanne d'Arc», de 1962, siguiendo a la letra las actas del proceso. Las dos son clásicos del cine y se consiguen en cinetecas, colecciones, e incluso por internet. SS Benedicto XVI dedicó una catequesis a la santa el 26 de enero del 2011.
Imágenes: la iconografía sobre la santa es inmensa, y de todas las variantes, desde estampas devocionales hasta cuadros de autor; he seleccionado dos: el bellísimo «Juana en la coronación de Carlos VII», de Dominique Ingres (1780-1867); la «Captura de Juana de Arco», de Adolphe-Alexandre Dillens (óleo de hacia 1850); y como curiosidad un ridículo planfleto belicista del Tesoro de los EEUU en la Segunda Guerra Mundial, el texto dice «Juana salvó a Francia. Mujer americana, salva a tu país, compra sellos de ahorro de la guerra».

30 de mayo: SAN FERNANDO III REY DE CASTILLA y DE LEÓN. COPATRÓN DE ESPAÑA

imagen que se venera en la Parroquia “San Antonio”, situada en Carretera de Andalucía, 2, en la ciudad de Aranjuez, Madrid
Imagen que se venera en la Parroquia “San Antonio”, situada
en Carretera de Andalucía, 2, en la ciudad de Aranjuez, Madrid
San Fernando III (1198-1252), comparte el patronazgo de España con el Apóstol Santiago. Guerrero, poeta y músico, compositor de cantigas al Señor. Se destacó por su integridad, piedad, valentía y pureza. Fernando III de Castilla fue un santo rey, que alcanzó las cumbres más altas de la perfección, santificando las menores acciones de su vida y dedicando a la piedad y devoción mariana más intensa y ferviente todo momento y ocupación.
Fue uno de los más grandes hombres del siglo XIII y el más santo de los reyes hispánicos. Llena la primera mitad del mentado siglo, con su vida ejemplar, su intensa piedad religiosa, su prudencia de gobernante y su heroísmo de conquistador audaz. No conoció en sus empresas la derrota, ni el fracaso; siempre, al contrario, fueron coronadas por el triunfo y la gloria. Es modelo de santo seglar, de militar impertérrito, de cruzado valeroso de la fe. Meticuloso palaciego, músico, poeta, y en todo y siempre gran señor y perfecto caballero. 
Nació en el reino de León, probablemente cerca de Valparaíso (Zamora) y murió en Sevilla el 30 de Mayo de 1252. Hijo de Alfonso IX de León y de Berenguela, reina de Castilla, unió definitivamente las coronas de ambos reinos. Consideraba que el reino verdadero al que todo ha de someterse es el reino de Dios. Se consideraba siervo de la Virgen María.
Es criado en las postrimerías del siglo XII, entre los esplendores de la corte de León y crece en sus primeros años, venturosos y felices, acariciado por los cuidados de su madre, mujer virtuosa y ejemplar. Cuando apenas tiene diez años, una grave enfermedad pone su existencia en trance de muerte. Los médicos desesperan de salvarlo. Entonces la madre toma en sus brazos al pequeño, cabalga con él hasta el Monasterio de Oña, reza y llora durante toda una noche ante una imagen de la Virgen, y «el meninno empieza a dormir, et depois que foi esperto, luego de comer pedia», rezan las crónicas reales.
Por 27 años luchó para reconquistar la península de los moros.  Liberó a Córdoba (1236), Murcia, Jaén, Cádiz y finalmente a Sevilla donde murió (1249). Procuraba no agravar los tributos, a pesar de las exigencias de la guerra. Cuidaba tan bien de sus súbditos que se hizo famoso su dicho: “Más temo las maldiciones de una viejecita pobre de mi reino que a todos los moros del África”.
Como rey, tuvo la obsesión de la justicia; era amable, pero recto y firme en todos sus actos. Fue asimismo un gentil señor, en la más alta acepción de la palabra: palaciego finísimo, jinete elegante y diestro en las carreras, versado en los juegos nobles, incluso en los de salón, como el ajedrez; amante de la música y excelente cantor. Se le atribuyen algunas cantigas dedicadas a la Virgen, su gran pasión y amor desde que su madre le contara cómo le había salvado siendo niño. Fomentador de las artes todas, favoreció con esplendidez al entonces naciente estilo gótico, debiéndose a su impulso las mejores catedrales de España: Burgos, Toledo, León, Palencia…
Reconocido por su sabiduría. Fundó la famosa universidad de Salamanca. Fernando III casó dos veces: su primera esposa fue Doña Beatriz de Suabia, princesa alemana; la segunda, Juana de Ponthieu. Ambas le dieron hijos. Con su segunda esposa fue padre de Eleanor, esposa de Eduardo I de Inglaterra.
Brillan en nuestro Rey Santo las tres grandes virtudes militares: la rapidez, la prudencia y la perseverancia. Cuando sus enemigos le creen muy lejos, a las márgenes del Duero, en su corte, aparece de repente ante los muros de Córdoba. Domina el arte de sorprender y desconcertar, aprovechando todas las coyunturas políticas del adversario; organizando con estudio y parsimonia sus grandes y decisivas campañas, prolongando, si preciso es, los asedios con tal de economizar sangre.
Junto a este aspecto, de militar y conquistador, que pudo haber llevado a efecto la unión total de la patria en su época, debe recalcarse su acción de gobernante, de la que apenas hacen mención los historiadores, o sea: sus relaciones con la Iglesia y los prelados; con los nobles y magnates; su administración de justicia y ejemplares relaciones con los demás reyes peninsulares cristianos; su impulso a la codificación y reforma del derecho; su protección a las artes, ciencias y para la creación de nuevos Centros y Universidades… En estos aspectos fue su reinado tan ejemplar y de subidos quilates de perfección, que sólo es comparable luego con el de la gran reina Católica.
En medio de sus innumerables y siempre victoriosas campañas militares y laboriosas gestiones de buen gobierno, brilla con singular esplendor su piedad intensa y ferviente devoción a la Virgen María.
Considerábase caballero de Dios, llamábase siervo de Santa María y tenía a grande honor el título de Alférez de Santiago. Llevaba siempre consigo una pequeña imagen de la Virgen, en el arzón de su montura, cuando cabalgaba; a la cabecera de su cama, mientras dormía; ante la cual pasaba largas horas arrodillado, en los momentos más difíciles.
Al saber que estaba cercana la muerte abandonó su lecho y se postro en tierra sobre cenizas, recibió los últimos sacramentos. Llamó a la reina y a sus hijos para despedirse de ellos y darles sabios consejos. Volviéndose a los que se hallaban presentes, les pidió que lo perdonasen por alguna involuntaria ofensa. Y, alzando hacia el cielo la vela encendida que sostenía en las manos, la reverenció como símbolo del Espíritu Santo. Pidió luego a los clérigos que cantasen el Te Deum, y así murió, el 30 de mayo de 1252. 
Un resplandor celeste ilumina ya su rostro. «El tránsito de San Fernando, dice Menéndez y Pelayo, oscureció y dejó pequeñas todas las grandezas de su vida”. Había reinado treinta y cinco años en Castilla y veinte en León, siendo afortunado en la guerra, moderado en la paz, piadoso con Dios y liberal con los hombres, como afirman las crónicas de él. Su nombre significa “bravo en la paz”.
Tal fue la vida exterior y la santa muerte del más grande de los reyes de Castilla, «atleta y campeón invicto de Jesucristo», según los Papas Gregorio IX e Inocencio IV. «De la vida interior —volvamos a Menéndez y Pelayo— ¿quién podría hablar dignamente sino los ángeles, que fueron testigos de sus espirituales coloquios y de aquellos éxtasis y arrobos que tantas veces precedieron y anunciaron sus victorias?»
Lo sucedió en el trono su hijo mayor, Alfonso X, conocido como Alfonso el Sabio. Canonizado el 4 de febrero de 1671 por el Papa Clemente X. Considerado por Menéndez y Pelayo como el más grande de los reyes de Castilla. Es patrono la ciudad de Aranjuez, de varias instituciones españolas y protector de cautivos, desvalidos y gobernantes.

30 de mayo: SAN FÉLIX I, PAPA

SAN FÉLIX I, PAPA - Vidas de los Santos de A. Butler
(274 p.C.) - Según el Martirologio Romano y el Liber Pontificalis, Félix I, romano por nacimiento, murió mártir. Pero, casi seguramente, este dato proviene de una confusión con un mártir llamado Félix, que fue sepultado en la Vía Aurelia. De la misma confusión procede el dato del Liber Pontificalis de que el Papa Félix "construyó, en la Vía Aurelia, la iglesia en la que fue sepultado". En realidad sabemos muy poco sobre San Félix. Según parece, ese Pontífice respondió al informe del Concilio de Antioquía sobre la deposición de Pablo de Samosata, quien había comparecido, en Roma, ante el Papa San Dionisio, predecesor de San Félix. Duchesne, Bardenhewer, Harnack y otros especialistas, sostienen que la carta de San Félix que se leyó en el Concilio de Efeso era un documento falsificado por los apolinaristas. La afirmación de que San Félix "decretó que se celebrase la misa sobre las tumbas de los mártires" significa, tal vez, que dicho Papa prohibió la costumbre de dejar un espacio vacío sobre los sepulcros de las catacumbas ("arcosalia"), excepto cuando se trataba de las tumbas de los mártires. De ser así, el sentido del decreto era que sólo podía celebrarse la misa sobre los sepulcros de los mártires. San Félix murió el 30 de diciembre (III kal. jan.) ; sin embargo se le conmemora el 30 de mayo, debido a una confusión entre "jan" y "jun". La "Depositio Episcoporum", que muestra claramente que se trata de un error de fecha, dice que San Félix fue sepultado en el cementerio de Calixto.
Ver J. P. Kirsch en Catholic Encyclopedia, vol. VI, pp. 29-30; Duchesne, Liber Pontificalis, vol. I, p. 158; CMH., pp. 14-16; Bardenhewer, Geschichte der altkirchuchen Literatur, vol. II, pp. 645-647.

SÁBADO, VIGILIA DE PENTECOSTÉS

ESPERA DEL ESPIRITU SANTO
La luz deslumbradora de la solemnidad de mañana ilumina ya este día. Los ñeles se disponen con el ayuno a celebrar dignamente el misterio; pero, como en la Vigilia Pascual, la misa de los neófitos, que entonces se celebraba por la noche, ahora se ha anticipado; por eso desde antes de mediodía la alabanza del Espíritu Santo, cuya efusión está tan cercana, ha resonado en toda Iglesia que tenga pila bautismal. Por la tarde, el oficio de Vísperas da comienzo a la augusta solemnidad. El Reino del Espíritu divino está, pues, proclamado desde hoy por la Liturgia. Unámonos a los pensamientos y sentimientos de los habitantes del Cenáculo, donde está a punto de ser cumplida nuestra esperanza.
LA CREACIÓN — En toda esta serie de misterios que hemos visto deslizarse hasta aquí en el curso del Año litúrgico, hemos presentido con frecuencia la acción de la tercera persona de la Santísima Trinidad. Las lecturas de los libros Sagrados, tanto del Antiguo como del Nuevo testamento, han llamado más de una vez nuestra atención respetuosa hacia este Espíritu divino que parecía rodearse de misterio, como si aún no hubiese llegado el tiempo de su manifestación. Las operaciones de Dios en las creaturas son sucesivas; pero llegan infaliblemente a su tiempo. El historiador sagrado, en la relación de la creación, nos muestra al Espíritu Santo flotando sobre las aguas y fecundándolas silenciosamente, esperando su separación de la tierra que inundaban.
PREPARACIÓN DE LA ENCARNACIÓN. — Aunque el Reino patente del Espíritu Santo sobre el mundo se ha diferido hasta el establecimiento del Hijo de Dios sobre su eterno trono, no vayamos a creer por eso que el Espíritu divino ha permanecido inactivo hasta ahora. Todas las Sagradas Escrituras, de las que hemos hallado tantos fragmentos en la liturgia, ¿qué son sino la obra oculta de aquel que, como nos dice el Símbolo, "ha hablado por los Profetas"? (Qui locutus est per Propfetas. Símbolo de Nlcea. — Constantinopla). Era quien nos daba el Verbo, Sabiduría de Dios, por medio de la Escritura, como más tarde debía dárnoslo en la carne de la humanidad.
No ha estado ocioso ni un solo momento en la duración de los siglos. Preparaba el mundo para el reino del Verbo encarnado, juntando y mezclando las razas, produciendo esta expectativa universal que se extendió desde los pueblos más bárbaros hasta las naciones más avanzadas en la civilización. No se había dado a conocer aún a la tierra, pero se cernía con amor sobre la humanidad, como se había cernido al principio sobre las aguas mudas e insensibles.
LA ENCARNACIÓN.— Esperando su venida, los profetas le anunciaban en los mismos oráculos, donde predecían la llegada del Hijo de Dios. El Señor decía por boca de Joél: "Yo esparciré mi Espíritu sobre toda carne" '. En otra ocasión se anunciaba así por la voz de Ezequiel: "Yo derramaré sobre vosotros un agua pura, y seréis purificados de todas vuestras manchas, y os purificaré de todos vuestros ídolos. Y os daré un corazón nuevo, y colocaré en medio de vosotros un nuevo espíritu; y os arrancaré el corazón de piedra que está en vuestra carne, y os daré un corazón de carne, y colocaré en medio de vosotros un Espíritu que es el mío".
Pero antes de su propia manifestación, el Espíritu Santo había de obrar directamente para la del Verbo divino. Cuando el poder creador hizo salir de la nada el cuerpo y el alma de la futura madre de un Dios, preparó la morada de la soberana majestad, santificando a María desde el primer instante de su Concepción y tomando posesión de ella como de un templo donde el Hijo de Dios se dignaría descender. En el momento de la Anunciación, el Arcángel declaró a la Virgen que el Espíritu Santo iba a venir sobre ella y que la virtud, del Altísimo iba a cubrirla con su sombra. Apenas la Virgen pronunció su consentimiento, cuando la operación del Espíritu Santo produjo en ella el más inefable de sus misterios: el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros. Sobre esta flor nacida en la rama que retoñó del tronco de Jessé, sobre esta humanidad producida divinamente en María, el Espíritu del Padre y del Hijo, reposa con amor, la colma de sus dones y la adapta a su fin glorioso y eterno '. El que había dotado a la Madre de tantos tesoros de gracia, sobrepasa en su Hijo de una manera inconmensurable la medida que parecía ya próxima de lo infinito. Y todas estas maravillas las obra en silencio como siempre; porque la hora en que debe brillar su venida no ha llegado todavía. La tierra no hará sino entreverlo, el día en que sobre el cauce del Jordán, a cuyas aguas descendió Jesús, extenderá sus alas y vendrá a posarse sobre la cabeza de este Hijo muy amado del Padre. Juan advierte el misterio del mismo modo que, antes de nacer, había sentido en el seno de María el fruto bendito que habitaba en ella; pero los hombres no vieron más que una paloma, y la paloma no reveló los secretos de la eternidad.
El Reino del Hijo de Dios se asienta sobre sus fundamentos predestinados. Tenemos en él a nuestro hermano, porque ha tomado nuestra carne con sus enfermedades; tenemos en él nuestro doctor, porque es la sabiduría del Padre y porque con sus lecciones nos inicia en toda verdad; en él tenemos nuestro médico, porque nos cura todas nuestras flaquezas y enfermedades; en él tenemos nuestro mediador, porque hace volver en su santa humanidad a toda la creación a su autor; tenemos en él nuestro reparador y en su sangre nuestro rescate: porque el pecado del hombre había roto el lazo entre Dios y nosotros y nos hacía falta un redentor divino; tenemos en él un jefe que no se sonroja de sus miembros por humildes que sean, un rey que acabamos de ver coronar para siempre y un Señor a quien el Señor hace sentar a su diestra.
LA IGLESIA. — Pero si para siempre nos gobierna, ahora lo hace desde lo alto de los cielos, hasta el momento en que aparezca de nuevo para quebrantar contra la tierra la cabeza de los pecadores, cuando clame la voz del Angel: "Ya no hay más tiempo". Pero esperando esta venida se deben pasar muchos siglos, y estos siglos han sido destinados ai imperio del Espíritu Santo: "Pero no se podía dar el Espíritu Santo—dice San Juan—mientras Jesús no hubiese sido glorificado". El misterio de la Ascensión forma, pues, el límite entre los dos reinados divinos aquí abajo: el reino visible del Hijo de Dios y el reino visible del Espíritu Santo. Con el fin de unirlos y preparar su sucesión no sólo son profetas mortales los que hablan, sino también el mismo Emmanuel, durante su vida mortal, se hizo el heraldo del reino próximo del Espíritu.
¿No le oímos decir: "Os es más provechoso que yo me vaya; porque si no me marchase, no vendría a vosotros el Paráclito"? 2 El mundo tiene, pues, gran necesidad de este huésped divino, del que se hace precursor el mismo Hijo de Dios. Y a fin de que conociésemos cuál es la majestad de este nuevo dueño que va a reinar sobre nosotros, nos declara Jesús la gravedad de los castigos que caerán sobre quienes le ofendan. "Quienquiera que haya proferido alguna palabra contra el Hijo—dice-—será perdonado; pero el que haya pronunciado esta palabra contra el Espíritu Santo, no obtendrá perdón, ni en este mundo ni en el otro"3. Sin embargo, este Espíritu no tomará la naturaleza humana como el Hijo; no trabajará por rescatar el mundo, como lo rescató el Hijo, sino que vendrá con un amor tan grande que no se podrá despreciarle impunemente. A él confiará Jesús la Iglesia su Esposa durante los largos siglos que ha de durar su viudez, a él confiará su obra para que la mantenga y la dirija en todo.
DISPOSICIONES PARA RECIBIR EL ESPÍRITU SANTO. — Nosotros, pues, los llamados a recibir dentro de pocas horas la efusión del Espíritu de amor que viene a "renovar la faz de la tierra", estemos atentos como lo estuvimos en Belén en los momentos que precedieron al nacimiento del Emmanuel. El Verbo y el Espíritu Santo son iguales en gloria y en poder y su venida a la tierra procede del mismo decreto eterno y pacífico de la Santísima Trinidad, que determinó, por esta doble visita, "hacernos participantes de la naturaleza divina". Nosotros, hijos de la nada, somos llamados a llegar a ser, por la operación del Verbo y del Espíritu, hijos del Padre celestial. Ahora, si deseamos saber cómo debe prepararse el alma fiel a la venida del Paráclito divino, volvamos mentalmente al Cenáculo, donde dejamos juntos a los discípulos, perseverando en la oración, según la orden del Maestro, y esperando que la Virtud de lo alto descienda sobre ellos y les cubra como una armadura para los combates que han de sostener.
NUESTRA SEÑORA EN EL CENÁCULO. — En este asilo de. recogimiento y de paz, nuestros ojos buscan respetuosamente en seguida a María, madre de Jesús, obra maestra del Espíritu Santo, Iglesia del Dios vivo, de la que mañana saldrá, como del seno de una madre, por la acción del mismo Espíritu, la Iglesia militante que esta nueva Eva representa y contiene aún en sí. ¿No tiene derecho en estos momentos a recibir todos nuestros homenajes esta creatura incomparable, a quien hemos visto asociada a todos los misterios del Hijo de Dios y que muy pronto va a ser el objeto más digno de la visita del Espíritu Santo? Te saludamos, María llena de gracia, nosotros, los que estamos todavía encerrados en ti y gustamos la alegría en tu seno materno. ¿No ha hablado para nosotros la Iglesia en la Liturgia al comentar a gloria tuya el cántico de tu ascendiente David?. En vano tu humildad pretende sustraerse a los honores que mañana te esperan. Creatura inmaculada, templo del Espíritu Santo, es necesario que este Espíritu se te comunique de un modo nuevo; porque una nueva obra te espera, y la tierra debe poseerte todavía.
LOS APÓSTOLES. — Alrededor de María se ha unido el colegio apostólico, contemplando con arrobamiento a aquella cuyos rasgos augustos le recuerdan al Señor ausente. Los días precedentes ha tenido lugar un grave acontecimiento a los ojos de María y de los hombres en el Cenáculo. Lo mismo que para establecer el pueblo de Israel, Dios había escogido doce hijos de Jacob como fundamentos de esta raza privilegiada, Jesús se había escogido doce hombres de este mismo pueblo para que fuesen las bases del edificio de la Iglesia cristiana, cuya piedra angular es él y Pedro con él y en él. La caída de Judas había reducido a once los escogidos por la elección divina; ya no existía el número sagrado y el Espíritu Santo estaba para descender de un momento a otro sobre el colegio apostólico. Antes de subir al cielo, no había juzgado Jesús a propósito hacer él mismo la elección de sucesor del discípulo caído. Pero era preciso se completase el número sagrado antes de la efusión de la Virtud de lo alto. La Iglesia no debía envidiar en nada a la Sinagoga. ¿Quién cumpliría el oficio del Hijo de Dios en la designación de un Apóstol? Tal derecho no podía pertenecer sino a Pedro, nos dice San Juan Crisóstomo; pero en su modestia declinó el honor, no queriendo acordarse más que de la humildad '. Una elección siguió al discurso de Pedro y Matías, juntado a los otros Apóstoles, completó el número misterioso, y esperó con ellos la venida prometida del Consolador.
LOS DISCÍPULOS. — En el Cenáculo, a los ojos de María, se reunieron también los discípulos que, sin haber tenido el honor de haber sido elegidos Apóstoles, fueron, sin embargo, testigos de las obras y los misterios del Hombre-Dios; fueron puestos aparte y reservados para la predicación de la buena nueva. Magdalena y las otras santas mujeres esperan con el recogimiento que les prescribió el Maestro, esta visita de lo alto, cuyo poder van a experimentar muy pronto. Rindamos nuestros homenajes a esta santa asamblea, a esos ciento veinte discípulos que se nos dieron por modelos en esta importante circunstancia; porque el Espíritu Santo ha de venir en seguida a ellos; son sus primicias. Más tarde descenderá también sobre nosotros, y con el fin de prepararnos a su venida, la Iglesia nos impone hoy el ayuno.
LA LITURGIA DE ESTE DÍA. — En la antigüedad este día se parecía a la Vigilia Pascual. Al atardecer los fieles se recogían en la iglesia para tomar parte en la solemnidad de la administración del bautismo. La noche siguiente se confería a los catecúmenos el sacramento de la regeneración, a quienes la ausencia o la enfermedad habían impedido juntarse a los otros la noche de Pascua. También contribuían a formar del grupo de los aspirantes al nuevo nacimiento que se toma en la fuente sagrada aquellos a quienes no se consideró suficientemente probados todavía, o cuya instrucción no pareció bastante completa, pero ahora se juzgaba que estaban en disposición de dar satisfacción a las justas exigencias de la Iglesia. En lugar de las doce profecías que se leían en la noche de Pascua, mientras los sacerdotes cumplían con los catecúmenos los ritos preparatorios al Bautismo, no se leen ordinariamente más que seis; lo que nos lleva a pensar que el número de los bautizados la noche de Pentecostés era menos considerable.
El cirio pascual volvía a aparecer esta noche de gracia, con el fin de inculcar a los nuevos reclutas de la Iglesia el respeto y amor para con el Hijo de Dios, que se hizo hombre para ser "la luz del mundo"Todos los ritos que hemos detallado y explicado el Sábado Santo se celebraban en esta nueva ocasión, en que aparecía la fecundidad de la Iglesia; el Santo sacrificio, del cual tomaban parte los neófitos, comenzaba antes de rayar el alba.
En el rodar de los tiempos, la costumbre de conferir el bautismo a los niños poco después de su nacimiento, al tomar fuerza de ley, ha anticipado la Misa bautismal a la mañana del Sábado de la Vigilia de Pentecostés, como sucede con la Vigilia de Pascua. Antes de la celebración del Sacrificio se leen seis profecías de las que hemos hablado hace poco; después tiene lugar la solemne bendición de las aguas bautismales. El cirio pascual vuelve a aparecer en esta función, a la que falta con frecuencia la asistencia de los fieles.

jueves, 28 de mayo de 2020

29 de mayo: SANTA MARÍA MAGDALENA DE PAZZI, VIRGEN

SANTA MARÍA MAGDALENA DE PAZZI, VIRGEN - Vidas de los Santos de A. Butler
Bartolomeo Gennari, Mará Magdalena de Pazzi,
Pinacoteca Civica, Cento
(1607 p. C.) - La familia de Pazzi, emparentada con la familia Médicis que gobernaba Florencia, era una de las más ilustres de la ciudad. Dio al Estado una brillante serie de políticos, gobernantes, militares, y a la Iglesia, una mujer cuya fama supera a la de toda su parentela. El padre de la santa, Camilo Geri, estaba casado con María Buondelmonte, que pertenecía a una familia tan distinguida como la de su esposo. María Magdalena nació en Florencia, en 1556. Su nombre de bautismo era Catalina, en honor de Santa Catalina de Siena. Fue extraordinariamente piadosa desde niña, e hizo la primera comunión a los diez años, con gran fervor. Como su padre había sido nombrado gobernador de Cortona, Magdalena se quedó como pensionaría en el convento de San Juan, en Florencia. Ahí pudo entregarse, a su gusto, a las prácticas de devoción y empezó a familiarizarse con la atmósfera de la vida conventual.
Quince meses después, su padre la llamó a Cortona, con la intención de casarla. Entre los pretendientes había varios personajes destacados; pero la inclinación a la vida religiosa que mostraba la joven era tan fuerte, que sus padres acabaron por darle el permiso de ingresar en el convento. Catalina eligió el de las carmelitas, en Florencia, porque las religiosas comulgaban casi todos los días. La víspera de la fiesta de la Asunción de 1582 ingresó en el convento de Santa María de los Angeles. La única condición que le impuso su padre fue que no hiciese profesión antes de haber experimentado a fondo las dificultades de la vida religiosa. Dos semanas más tarde, su padre la obligó a volver a casa, con la esperanza de hacerla cambiar de parecer. Catalina permaneció firme en su resolución y, tres meses después, volvió al convento con la bendición de sus padres.
El 30 de enero de 1583, tomó el hábito y el nombre de María Magdalena. El sacerdote que se lo impuso, depositó el crucifijo en sus manos con estas paluliras: "Líbreme Dios de gloriarme en otra cosa que en la cruz de Jesucristo". El rostro de Magdalena se transfiguró, y su corazón se inflamó en el deseo de Niifrir toda su vida con Cristo. Ese deseo no haría más que crecer con los años. Al cabo de un fervoroso noviciado, Magdalena hizo los votos antes que sus compañeras, pues una enfermedad la puso a las puertas de la muerte. Como la santa sufría terriblemente, una religiosa le preguntó cómo podía soportar sus dolores sin una palabra de impaciencia. Magdalena señaló el crucifijo y respondió: "Mirad con qué amor infinito sufrió Cristo para salvarme. Ese amor fortalece mi debilidad y me da valor. Quien piensa en la Pasión de Cristo y ofrece sus dolores a Dios, encuentra dulce el sufrimiento." Cuando la transportaban de nuevo a la enfermería después de haber hecho los votos, Magdalena fue arrebatada en éxtasis durante más de una hora. En los siguientes cuarenta días, tuvo intensas consolaciones espirituales y fue objeto de gracias extraordinarias. Los especialistas en la vida espiritual hacen notar que Dios suele consolar a las almas escogidas después del primer momento en que se entregan completamente a El, a fin de prepararlas para las pruebas que los esperan y las somete a la cruz de las tribulaciones interiores para acabar con todo rastro de egoísmo, darles un perfecto conocimiento de sí mismas y convertirlas plenamente al amor. Esto se comprueba una vez más en el caso de Magdalena de Pazzi, a cuyos transportes de gozo espiritual siguió un período de amarga desolación. Dios colmó así su deseo de sufrir por Jesucristo.
Temiendo ofender a Dios con el deseo de compartir la vida de las profesas, Magdalena pidió a sus superioras que le permitiesen continuar en el noviciado otros dos años, después de haber hecho los votos. Al cabo de ese período, fue nombrada subdirectora del pensionado y, tres años más tarde, instructora de las religiosas jóvenes. Por aquella época sufría intensas pruebas interiores. Constantemente se veía asaltada por tentaciones de gula y de impureza, a pesar de que ayunaba a pan y agua toda la semana, excepto los domingos. P a r a vencer esas tentaciones, castigaba su cuerpo con crueles disciplinas e imploraba constantemente el auxilio del Salvador y de la Virgen Santísima. Vivía en un estado de oscuridad interior en el que sólo percibía sus propias debilidades y los defectos de las personas y objetos que la rodeaban. Al cabo de cinco años de desolación y sequedad espiritual, Dios le devolvió la paz y le hizo sentir intensamente su presencia. En 1590, durante el canto del Te Deum en maitines, Magdalena fue arrebatada en éxtasis; cuando se rehizo, dio un apretón de manos a la superiora y a la maestra de novicias, diciéndoles: "Alegraos conmigo, pues el invierno ha pasado. Ayudadme a dar gracias a Dios." Desde entonces, Dios manifestó su gracia en la santa religiosa.
Magdalena poseía el don de leer el pensamiento y prever el futuro. Así, por ejemplo, predijo a Alejandro de Médicis que un día sería Papa. En otra ocasión, le advirtió que su pontificado sería muy breve; en efecto, sólo duró veintiséis días. La santa se apareció, en vida, a muchas personas ausentes y curó a numerosos enfermos. Con el tiempo, los éxtasis se hicieron más y más frecuentes; en algunos casos, Magdalena podía continuar su tarea, pero en otros entraba en un estado de rigidez próximo a la catalepsia. Por las palabras que pronunciaba, los circunstantes comprendían que participaba de un modo especial en la Pasión de Cristo, o que conversaba con Dios y los espíritus celestiales. Tan edificantes eran esos coloquios, que sus hermanas solían apuntarlos y los reunieron en un libro, después de la muerte de la santa. Magdalena parecía gozar de una unión con Dios sin interrupción; acostumbraba exhortar a todas las criaturas a glorificar al Creador y ansiaba que todos los hombres le amasen como ella. Con frecuencia exclamaba: "El Amor no es amado. Las criaturas no conocen a su Creador. ¡Oh, Jesús! Si tuviese yo una voz suficientemente poderosa para hacerme oír en todo el mundo, gritaría para dar a conocer tu amor, para lograr que todos los hombres amasen y honrasen ese bien inmenso."
En 1604, Santa Magdalena tuvo que guardar cama: sufría de violentos dolores de cabeza, había perdido el uso de los miembros y el más leve contacto constituía una verdadera tortura. A esto se añadía una aguda desolación espiritual. Pero, cuanto mayores eran los sufrimientos, mayor el deseo de la santa de participar en la Pasión de Cristo. "¡Señor —repetía—; quiero sufrir sin morir! ¡Déjame que viva para que sufra más!" Cuando sus oraciones no eran escuchadas, se regocijaba de que se hiciese la voluntad de Dios y no la suya. Cuando sintió acercarse su última hora, se despidió de sus hermanas con estas palabras: "Reverenda madre y queridas hermanas: pronto voy a dejaros. Lo último que os pido, en el nombre de Jesucristo, es que le améis a El sólo, que confiéis plenamente en El y que os alentéis mutuamente a cada instante a sufrir por El y amarle." La santa fue a recibir el premio celestial el 25 de mayo de 1607, a los cuarenta y un años de edad. Su cuerpo se conserva todavía incorrupto en el santuario contiguo al convento de Florencia en el que pasó su vida. Fue canonizada en 1669.
En Acta Sanctorum, mayo, vol. VI, hay una traducción latina de las dos primeras biografías de Santa María Magdalena de Pazzi. La primera fue publicada en 1611 por Vicente Puccini, que fue su confesor en sus últimos años. La parte narrativa es relativamente corta; pero hay unas 700 páginas de extractos de los escritos y cartas de Santa Magdalena. El P. Cepari, que había sido también confesor suyo, escribió una biografía; pero no la publicó para no ofender al P. Puccini. Dicha biografía vio la luz en 1669, con algunas adiciones, tomadas del proceso de canonización. Esas dos biografías, las cartas de la santa y los relatos, cinco volúmenes de notas tomadas por las religiosas durante los éxtasis de Magdalena, constituyen las principales fuentes. Maurice Vaussard editó, en 1945, una nueva selección de pensamientos de la santa, con el título de Extases et Lettres; al mismo autor se debe la biografía de la colección Les Saints. En 1849, apareció en la Oratorian Series una traducción inglesa de la obra del P. Cepari. La biografía francesa escrita por la vizcondesa de Beausire-Seyssel (1913) es muy completa. Véase el estudio del P. E. E. Larkin sobre Los éxtasis de los cuarenta días de Santa María M. de Pazzi, en Carmelus, vol. I (1954), pp. 29-71.

miércoles, 27 de mayo de 2020

28 de mayo: SAN AGUSTÍN, ARZOBISPO DE CANTERBURY


SAN AGUSTÍN, ARZOBISPO DE CANTERBURY - Vidas de los Santos de A. Butler
(C. 605 p.c.) - Cuando el Papa San Gregorio el Grande comprendió que había llegado el momento de emprender la evangelización de la Inglaterra anglosajona, escogió como misioneros a treinta o más monjes del monasterio de San Andrés, en la Colina Coeli. Como jefe de la expedición nombró al prior del monasterio, Agustín. San Gregorio debía tenerle en muy alta estima para confiarle la realización de un proyecto tan caro a su corazón. La expedición partió de Roma en 596. Cuando los misioneros llegaron a la Provenza, tuvieron las primeras noticias de la ferocidad de los anglosajones y de los peligros que les aguardaban al otro lado del Canal de la Mancha. Muy descorazonados por ello, convencieron a Agustín para que volviese a Roma a fin de hacer ver al Pontífice que se trataba de una aventura imposible. Pero San Gregorio, por su parte, estaba informado de que los ingleses no eran hostiles al cristianismo, de suerte que ordenó a Agustín que volviera a reunirse con sus hermanos. Las palabras de aliento que les envió el Sumo Pontífice, dieron valor a los misioneros para seguir adelante. La expedición desembarcó en la isla de Thanet, gobernada entonces por el rey Etelberto de Kent. En nuestro artículo del 25 de febrero sobre San Etelberto relatamos ya en detalle el primer encuentro: los misioneros acudieron a presentar sus respetos al rey, quien los recibió sentado bajo una encina, les ofreció en Canterbury una casa, la antigua iglesia de San Martín f les dio permiso de predicar el cristianismo a sus subditos.
Etelberto recibió el bautismo el día de Pentecostés del año 597. Casi inmediatamente después, San Agustín fue a Francia, donde San Virgilio, el metropolitano de Arles, le consagró obispo. En la Navidad de ese mismo año, muchos de los subditos de Etelberto recibieron el bautismo en Swale, como lo relató gozosamente San Gregorio en una carta a Eulogio, patriarca de Alejandría. Agustín envió a Roma a dos de sus monjes, Lorenzo y Pedro, para que informasen al Papa sobre los acontecimientos, le pidiesen más misioneros y le preguntasen su opinión sobre varios asuntos. Los misioneros volvieron a Inglaterra con el palio para Agustín, acompañados por un nuevo contingente de evangelizadores, entre los que se contaban San Melito, San Justo y San Paulino. Beda escribe: "Con esos ministros de la Palabra, el Papa envió todo lo necesario para el servicio divino en la iglesia: vasos sagrados, manteles para los altares, imágenes para las iglesias, ornamentos para los sacerdotes, reliquias y también muchos libros." El Papa explicó a Agustín cómo debía proceder para fundar la jerarquía en todo el país y dio, tanto a Agustín como a Melito, instrucciones muy prácticas acerca de otros puntos. No debían destruir los templos paganos, sino purificarlos y emplearlos como iglesias. Debían respetar en cuanto fuese posible las costumbres locales y sustituir las fiestas paganas por las de los mártires cristianos y las de la dedicación de las iglesias. San Gregorio escribía: "Para llegar muy alto hay que avanzar paso a paso y no a saltos."
San Agustín reconstruyó en Canterbury una antigua iglesia, la cual, junto con una casa de troncos, formó el primer núcleo de la basílica metropolitana y del futuro monasterio de "Christ Church". Ambos edificios se hallaban en el sitio que ocupa actualmente la catedral que Lanfranco empezó a construir en el año 1070. Fuera de las murallas de la ciudad, San Agustín fundó el monasterio de San Pedro y San Pablo. Después de su muerte, el monasterio tomó el nombre de abadía de San Agustín, y en ella fueron sepultados los primeros arzobispos.
La evangelización de Kent avanzaba lentamente. San Agustín empezó entonces a pensar en los obispos de la antigua Iglesia, que habían sido arrojados por los conquistadores sajones a las regiones salvajes de Gales y Cornwall. Aislada del resto de la cristiandad, la Iglesia conservaba en aquellas comarcas algunas costumbres que diferían de la tradición romana. San Agustín invitó a los principales obispos a reunirse con él en un sitio de los confines de Wessex, que todavía en tiempos de Beda se conocía con el nombre de "la encina de Agustín". Ahí los exhortó a adoptar las costumbres del resto de la Iglesia de occidente y les pidió que le ayudasen en la tarea de evangelizar a los anglosajones. Para demostrar su autoridad, San Agustín obró una curación milagrosa en presencia de los obispos; pero éstos se negaron a seguir el consejo del santo, por fidelidad a la tradición local y por rencor contra los conquistadores. Más tarde, se llevó a cabo otra reunión que fracasó también: como Agustín no se levantó de su asiento cuando llegaron los otros obispos, éstos interpretaron su actitud como falta de humildad y se negaron a prestarle oídos y a reconocerle por metropolitano. Desgraciadamente, según cuenta la tradición, San Agustín profirió entonces la amenaza de que "si no querían hacer la paz como hermanos, se les haría la guerra como enemigos." Algunos autores afirman que esta profecía se cumplió diez años después de la muerte de San Agustín, cuando el rey Etelfrido de Nortumbría derrotó a los británicos en Chester y asesinó a los monjes que habían ido a Bangor Iscoed a orar por la victoria.
El santo pasó sus últimos años empeñado en difundir y consolidar la fe en el reino de Etelberto e instituyó las sedes de Londres y Rochester. Unos siete años después de su llegada a Inglaterra, San Agustín pasó a recibir el premio celestial, hacia el año 605, el 26 de mayo. En Inglaterra y Gales se celebra su fiesta en ese día; pero en los otros países se le conmemora el 28 de mayo.
San Agustín escribió con frecuencia a San Gregorio el Grande para consultarle acerca de cuantas dificultades encontraba en su ministerio. Ello demuestra su delicadeza de conciencia, ya que, en muchas cosas en que hubiese podido decidir por su propio saber y prudencia, prefería consultar al Papa y atenerse a sus decisiones. En cierta ocasión, San Gregorio exhortó a San Agustín a guardarse de las tentaciones de orgullo y vanagloria que podían asaltarle a causa de los milagros que Dios obraba por su intermedio: "Alégrate con temor y teme con alegría ese don que el cielo te ha concedido. Debes alegrarte, porque los milagros exteriores atraen a los ingleses a la gracia interior. Pero debes temer que los milagros te hagan concebir una gran estima de ti mismo, porque con ello transformarías en vanagloria lo que debe servir para el honor de Dios . . . No todos los elegidos hacen milagros y, sin embargo, sus nombres están escritos en el cielo. Los verdaderos discípulos de la Verdad sólo deben regocijarse del bien que todos comparten y en el que encontrarán el gozo interminable."

martes, 26 de mayo de 2020

27 de mayo: SAN BEDA, EL VENERABLE, DOCTOR DE LA IGLESIA

san Beda dictando la traducción del evangelio de San Juan», de James Doyle Penrose, 1902.
San Beda dictando la traducción del evangelio de San Juan,
de James Doyle Penrose, 1902.
(735 p.c.) - Casi todos los datos que poseemos sobre San Beda proceden de un corto escrito del propio santo y de una emocionante descripción de sus últimas horas, debida a la pluma de uno de sus discípulos, el monje Cutberto. En el último capítulo de su famosa obra, "Historia Eclesiástica del Pueblo Inglés", el Venerable Beda dice: "Yo, Beda, siervo de Cristo y sacerdote del monasterio de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, de WearmoUth y Jarrow, he escrito esta historia eclesiástica con la ayuda del Señor, basándome en los documentos antiguos, en la tradición de nuestros predecesores y en mis propios conocimientos. Nací en el territorio del susodicho monasterio. A los siete años de edad, mis parientes me confiaron al cuidado del muy reverendo abad Benito (San Benito Biscop) y después, al de Ceolfrido, para que me educasen. Desde entonces, viví siempre en el monasterio, consagrado al estudio de la Sagrada Escritura. Además de la observancia de la disciplina monástica y del canto diario en la iglesia, mis mayores delicias han sido aprender, enseñar y escribir. A los diecinueve años, recibí el diaconado y a los treinta, el sacerdocio; ambas órdenes me fueron conferidas por el muy reverendo obispo Juan (San Juan de Beverley), a petición del abad Ceolfrido. Desde entonces hasta el presente (tengo actualmente cincuenta y nueve años), me he dedicado, para mi propia utilidad y la de mis hermanos, a anotar la Sagrada Escritura, basándome en los comentarios de los Santos Padres y de acuerdo con sus interpretaciones." En seguida, el Venerable Beda hace una enumeración de sus obras y concluye con estas palabras: "Te suplico, amante Jesús, que, así como me has concedido beber las deliciosas palabras de tu sabiduría, me concedas un día llegar a Tí, fuente de toda ciencia y permanecer, para siempre, ante tu faz."
Algunos días del año 733 los pasó San Beda en York, con el arzobispo Egberto; esto permite suponer que, de cuando en cuando, iba a visitar a sus amigos a otros monasterios; pero, fuera de esos cortos períodos, su vida estaba consagrada a la oración, al estudio y a la composición de libros. Dos semanas antes de la Pascua del año 735, el santo se vio afligido por una enfermedad del aparato respiratorio y todos comprendieron que se acercaba su fin. Sin embargo, sus discípulos continuaron sus estudios junto al lecho del santo, aunque las lágrimas ahogaban frecuentemente la voz durante las lecturas. Por su parte, el Venerable Beda dio gracias a Dios. Durante los cuarenta días que median entre la Pascua y la Ascensión, San Beda se dedicó a traducir al inglés el Evangelio de San Juan y una colección de notas de San Isidoro, sin interrumpir por ello la enseñanza y el canto del oficio divino. A propósito de esas traducciones, dijo el santo: "Las hago porque no quiero que mis discípulos lean traducciones inexactas ni pierdan el tiempo en traducir el original después de mi muerte." El martes de Rogativas se agravó su enfermedad; sin embargo, San Beda dio sus lecciones como de costumbre, aunque decía, de vez en cuando: "Id de prisa, porque no sé cuánto tiempo podré resistir, ni si Dios va a llamarme pronto a El."
Tras de pasar la noche en oración, San Beda empezó a dictar el último capítulo del Evangelio de San Juan. A las tres de la tarde, mandó llamar a los sacerdotes del monasterio, les repartió un poco de pimienta, incienso y unas piezas de tela que tenía en una caja y les rogó que orasen por él. Los monjes lloraron mucho cuando el santo les dijo que no volvería a verlos sobre la tierra, pero se regocijaron al pensar que su hermano iba a ver a Dios. Al anochecer, el joven que hacía las veces de amanuense le dijo: "Sólo os queda una frase por t r a d u c i r . " Cuando el amanuense le anunció que el trabajo estaba terminado, Beda exclamó: "Has dicho bien; todo está terminado. Sostenme la cabeza para que pueda yo sentarme y mirar hacia el sitio en que acostumbraba a orar y así, podré invocar a mi Padre." A los pocos momentos exhaló el último suspiro, postrado en el suelo de la celda, mientras cantaba: "Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo."
Se han inventado leyendas fantásticas para explicar el título de "Venerable" que se ha dado a Beda. En realidad se trata de un título de respeto que se daba frecuentemente en aquella época a los miembros más distinguidos de las órdenes religiosas. El Concilio de Aquisgrán aplicó ese título a San Beda, el año 836 y, evidentemente fue aceptado por las generaciones posteriores, que lo mantuvieron en uso a través de los siglos. Aunque Beda fue oficialmente reconocido como santo y doctor de la Iglesia en 1899, hasta hoy se le llama Venerable.
San Beda es el único inglés que ha merecido el título de Doctor de la Iglesia y el único inglés a quien Dante consideró suficientemente importante para mencionarle en el "Paraíso". La cosa no tiene nada de sorprendente, ya que, aunque Beda vivió recluido en su monasterio, llegó a ser conocido mucho más allá de las fronteras de Inglaterra. La Iglesia occidental ha incorporado algunas de sus homilías a las lecciones del Breviario. La "Historia Eclesiástica" de Beda es prácticamente una historia de la Inglaterra anterior al año 729, "el año de los cometas". San Beda fue una de las columnas de la cultura de la época carolingia, tanto por sus propios escritos, como por la influencia que ejerció en Europa, a través de la escuela de York, fundada por su discípulo, el arzobispo Egberto. Cierto que sabemos muy poco acerca de la vida de San Beda; pero el relato de su muerte, escrito por Cutberto, basta para recordarnos que "la muerte de los santos es preciosa a los ojos del Señor". San Bonifacio dijo que San Beda había sido "la luz con que el Espíritu Santo iluminó a su Iglesia". Y las tinieblas no han logrado nunca extinguir esa luz.
Existen muchas obras sobre San Beda y su época, escritas principalmente por autores anglicanos. Desde el punto dé vista católico, se pueden poner ciertas objeciones a la obra del historiador William Bright, Chapters of Early English Church History (1878); pero pocos autores han escrito páginas tan elocuentes e inteligentes sobre el santo. Bede: His Life, Times and Writings, editado por A. Hamilton Thompson (1935), es una valiosa colección de ensayos de autores no católicos. La biografía de H. M. Guillet, de tipo popular es excelente, lo mismo que el estudio sobre Beda que hay en la obra de R. W. Chambers, Maris Unconquerable Mínd (1939), pp. 23-52. En Acta Sanctorum apenas se encuentra algo más que una biografía atribuida a Turgot; en realidad se trata de un extracto de Simeón de Durham, en el que dicho autor relata la translación de los restos de San Beda a la catedral de Durham. La mejor edición de la Ecclesiaslical History y de las otras obras históricas del santo, es la del C. Plummer (1896). Pero existen otras ediciones de tipo popular que han sido traducidas a varios idiomas. P. Herford modernizó, en 1935, la sabrosa traducción de Stapleton (1565), que había sido reeditada en 1930. Sobre el martirologio de Beda, cf. D. Quentin, Les martyrologes historiques (1908). Véase también T. D. Hardy, Descriptive Catalogue (Rolls Series), vol. i, pp. 450-455. El cardenal Gasquet escribe: "Recuérdese que en su lecho de muerte, Beda estaba traduciendo al inglés los evangelios..." Pero no se conserva ni un fragmento de esa obra destinada "a hacer llegar la Palabra de Dios a los pobres e iletrados."

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