jueves, 31 de diciembre de 2020

1 de enero CIRCUNCISIÓN DE NUESTRO SEÑOR Y OCTAVA DE NAVIDAD

 


LOS MISTERIOS DE ESTE DÍA. — Ha llegado el octavo día del Nacimiento del Salvador; los Magos se acercan a Belén; cinco días más y la estrella se detendrá sobre el lugar donde descansa el divino Niño. Hoy, el Hijo del hombre debe ser circuncidado, subrayando con este primer sacrificio de su carne inocente, el octavo día de su vida mortal. Hoy le van a poner un nombre; y este nombre será el de Jesús, que quiere decir Salvador. En este gran día, se aglomeran los misterios; recojámoslos todos, y honrémoslos con toda la devoción y ternura de nuestros corazones

Pero este día no está únicamente dedicado a celebrar la Circuncisión de Jesús; el misterio de esta Circuncisión forma parte de otro mayor todavía, el de la Encarnación e Infancia del Salvador; misterio que absorbe continuamente a la Iglesia no sólo durante esta Octava, sino en los cuarenta días del Tiempo de Navidad. Por otra parte, es conveniente que honremos con una fiesta especial la imposición del nombre de Jesús, fiesta que pronto celebraremos. Este solemne día conmemora aún otro objeto digno de excitar la piedad de los fieles. Este objeto es María, Madre de Dios. La Iglesia celebra hoy de un modo especial ese augusto privilegio de la Maternidad divina, otorgado a una simple criatura, cooperadora en la gran obra de la salvación de los hombres.

Antiguamente, la Santa Iglesia romana celebraba dos misas el día 1 de enero: una por la Octava de Navidad, otra en honor de María. Más tarde, las reunió en una sola, del mismo modo que unió en el Oficio de este día los testimonios de su admiración hacia el Hijo, con las expresiones de su admiración y tierna confianza para con la Madre. En su afán de rendir el tributo de sus homenajes a la que nos dio al Emmanuel, la Iglesia griega no espera al octavo día del Nacimiento del Verbo hecho carne. En su impaciencia, consagra a María el mismo día siguiente de Navidad, el 26 de diciembre, con el título de Sinaxis de la Madre de Dios, reuniendo esas dos fiestas en una sola, y celebrando a San Esteban el día 27 de diciembre.

LA MATERNIDAD DIVINA. — Por lo que toca a nosotros, hijos primogénitos de la Santa Iglesia romana, volquemos hoy en la Virgen Madre todo el amor de nuestros corazones, y unámonos a la felicidad que ella experimenta por haber dado a luz a su Señor, que es también nuestro. Durante el santo Tiempo de Adviento la hemos contemplado encinta del Salvador del mundo; hemos realzado la excelsa dignidad de esta Arca de la nueva Alianza que ofrecía su casto seno a la Majestad del Rey de los siglos, como si fuera otro cielo. Ahora acaba de dar a luz a este Niño Dios; le adora, pero es también su Madre. Tiene derecho a llamarle Hijo suyo; y Él, aun siendo verdadero Dios, le llamará de verdad Madre. No nos cause, pues, extrañeza, que la Iglesia cante con tanto entusiasmo a María y a sus glorias. Pensemos más bien, que todos los elogios que puede tributarle, todos los homenajes que en su culto puede ofrecerle, quedan siempre muy por debajo de lo que realmente es debido a la Madre del Dios encarnado. Ningún mortal llegará nunca a describir, ni aun a comprender, la gloria que encierra en sí ese sublime privilegio. Efectivamente, dimanando la dignidad de María de su cualidad de Madre de Dios, sería necesario para abarcarla en toda su extensión, que comprendiésemos previamente a la misma Divinidad. Es a Dios a quien María dio la naturaleza humana; es a Dios a quien tuvo por Hijo; es Dios quien tuvo a gala el estarla sujeto, en cuanto hombre; el valor de tan alta dignidad en una simple criatura; no puede, por tanto, ser apreciado sino es relacionándolo con la infinita perfección del soberano Señor que se digna ponerse a sus órdenes. Anonadémonos, pues, en presencia de la Majestad divina, y humillémonos ante la soberana dignidad de la que escogió por Madre.

Si nos ponemos ahora a pensar en los sentimientos que embargaban a María ante una situación semejante con respecto a su divino Hijo, quedaremos pasmados ante la sublimidad del misterio. Ella ama a ese Hijo a quien da el pecho, a quien tiene en sus brazos, a quien aprieta contra su corazón, le ama porque es el fruto de sus entrañas; le ama porque es su madre, y la madre ama a su hijo como a misma y más que a sí misma; pero cuando considera la infinita majestad del que así se confía a su amor y a sus caricias, tiembla y se siente desfallecer, hasta que su corazón de Madre le tranquiliza con el recuerdo de los nueve meses que ese Niño pasó en su seno, y de la filial sonrisa que tuvo para ella en el momento de darlo a luz. Estos dos sublimes sentimientos de la religión y de la maternidad, tienen en su corazón un solo y divino objeto. ¿Puede imaginarse algo más excelso que esta dignidad de Madre de Dios? ¿No teníamos razón al decir, que para comprenderla tal como es en realidad, habríamos de comprender al mismo Dios, el único que pudo concebirla en su infinita sabiduría y hacerla realidad con su poder ilimitado?

¡Una Madre de Dios! ese es el misterio cuya realización esperaba el mundo desde hace tantos siglos; la obra, que a los ojos de Dios, sobrepasaba infinitamente en importancia a la creación de millones de mundos. Una creación no es nada para su poder; habla, y todas las cosas son hechas. Mas, para hacer a una criatura Madre de Dios, tuvo no sólo que trastornar todas las leyes de la naturaleza, haciendo fecunda la virginidad, sino sujetarse Él mismo con relaciones filiales a la feliz criatura que se escogió. Le concedió derechos sobre Él y aceptó deberes para con ella; en una palabra, se hizo su Hijo, e hizo de ella su Madre.

De aquí se sigue que los beneficios de la Encarnación que debemos al amor del Verbo divino, podemos y debemos en justicia referirlos también a María en sentido verdadero, aunque secundario. Si es Madre de Dios, lo es por haber consentido en serlo. Dios se dignó no sólo aguardar ese consentimiento, sino también hacer depender de él la venida en carne de su Hijo. Así como el Verbo eterno pronunció sobre el caos la palabra FIAT, y la creación salió de la nada para obedecerle; del mismo modo, Dios estuvo esperando a que María pronunciase la palabra FIAT, hágase en según tu palabra, para que su propio Hijo bajase a su casto seno. Por consiguiente, después de Dios, a María debemos el Emmanuel. Esta necesidad ineludible, en el plan sublime de la redención, de que exista una Madre de Dios, debía desconcertar los artificios de los herejes, resueltos a privar de su gloria al Hijo de Dios. Para Nestorio, Jesús no era más que un simple mortal; su Madre no era por tanto, más que la madre de un hombre; quedaba destruido el misterio de la Encarnación. De ahí el odio de la sociedad cristiana a tan pérfido sistema. El Oriente y el Occidente proclamaron con unanimidad la unidad de persona del Verbo hecho carne, y a María como verdadera Madre de Dios, Deípara, Theotocos, por haber dado a luz a Jesucristo. Era, pues, justo que en memoria de esta señalada victoria alcanzada en el concilio de Éfeso, y para manifestar la tierna devoción de los pueblos cristianos hacia la Madre de Dios, se elevaran solemnes monumentos que lo atestiguaran.

Así comenzó en las Iglesias griega y latina la piadosa costumbre de unir en la fiesta de Navidad, el recuerdo de la Madre con el culto del Hijo. Fueron diversos los días dedicados a esta conmemoración; pero la intención religiosa era la misma.

En Roma, el santo Papa Sixto III hizo decorar el arco triunfal de la Iglesia de Santa María ad Præsepe, la admirable Basílica de Santa María la Mayor, con un inmenso mosaico en honor de la Madre de Dios. Ese precioso testimonio de la fe del siglo V ha llegado hasta nosotros; en medio del amplio conjunto en el que figuran en su misteriosa simplicidad, los sucesos narrados en la Sagrada Escritura y los símbolos más venerables, se puede leer todavía la inscripción, que atestigua la veneración del santo Pontífice hacia María, Madre de Dios, y que dedica al pueblo fiel: SIXTUS EPISCOPUS PLEBI DEI.

También se compusieron en Roma cantos especiales para celebrar el gran misterio del Verbo hecho carne en María. Magníficos Responsorios y Antífonas sirvieron de expresión a la piedad de la Iglesia y de los pueblos, trasmitiéndola a todos los siglos venideros. Entre estas piezas litúrgicas hay antífonas que la Iglesia griega canta en su lengua en estos días con nosotros, las cuales ponen de manifiesto la unidad de la fe y de sentimientos ante el gran misterio del Verbo encarnado.

MISA

La Estación se celebra en Santa María al otro lado del Tíber. Era justo honrar esta Basílica, venerable por siempre entre todas las que consagró a María la devoción de los católicos. La más antigua de las Iglesias de Roma, dedicada a la Santísima Virgen, fue consagrada por San Calixto en el siglo III, en la antigua Taberna Meritoria, lugar famoso, aun entre los autores paganos, por la fuente de aceite que de allí brotó, bajo el reinado de Augusto, y corrió hasta el Tíber. La piedad popular vio en este suceso un símbolo de Cristo (unctus) que debía pronto nacer; la Basílica lleva hoy todavía el título de Fonsolei (Fons olei; fuente de aceite).

El Introito, como la mayor parte de las piezas que se cantan en la Misa, es el de Navidad, en su Misa Mayor. Celebra el Nacimiento del Niño Dios, que cumple hoy sus ocho días.

INTROITO

Un niño nos ha nacido, y nos ha sido dado un Hijo: en sus hombros descansa el Imperio; y se llamará su nombre: Ángel del Gran Consejo.

En la Colecta, la Iglesia celebra la fecunda virginidad de la Madre de Dios y nos muestra a María como fuente de que Dios se ha servido para derramar sobre el género humano el beneficio de la Encarnación, presentando ante el mismo Dios nuestras esperanzas fundadas en la intercesión de esta privilegiada criatura.

ORACIÓN

Oh Dios, que, por la fecunda virginidad de la Bienaventurada María, diste al género humano los premios de la salud eterna: te suplicamos hagas que sintamos interceder por nosotros, a aquella que nos dio al Autor de la vida, a Jesucristo, tu Hijo, N. S. El cual vive y reina contigo.

EPÍSTOLA

Lección de la Epístola del Apóstol S. Pablo a Tito. (II, 11-15.)

Carísimo: La gracia de Dios, nuestro Salvador, se ha aparecido a todos los hombres, para enseñarnos que, renunciando a la impiedad y a los deseos mundanos, debemos vivir sobria y justa y piadosamente en este siglo, aguardando la bienaventurada esperanza y el glorioso advenimiento del gran Dios y Salvador nuestro, Jesucristo, el cual se dio a sí mismo por nosotros, para redimirnos de todo pecado y purificar para sí un pueblo grato, seguidor de las buenas obras. Predica y aconseja estas cosas en Nuestro Señor Jesucristo. En este día en que ponemos el principio de nuestro año civil, vienen a propósito los consejos del gran Apóstol, advirtiendo a los fieles la obligación que tienen de santificar el tiempo que se les concede. Renunciemos, pues, a los deseos mundanos; vivamos con sobriedad, justicia y piedad; nada debe distraernos del ansia de esa bienaventuranza que esperamos. El gran Dios y Salvador Jesucristo, que se nos revela estos días en su misericordia para adoctrinarnos, volverá un día en su gloria para recompensarnos. El correr del tiempo nos advierte que se acerca ese día; purifiquémonos y hagámonos un pueblo agradable a los ojos del Redentor, un pueblo dado a las buenas obras.

El Gradual celebra la venida del divino Niño, invitando a todas las naciones a ensalzarle a Él y a su Padre que nos le había prometido y nos le envía.

GRADUAL

Todos los confines de la tierra vieron la salud de nuestro Dios: tierra toda, canta jubilosa a Dios. — El Señor manifestó su salud: reveló su justicia ante la faz de las gentes.

ALELUYA

Aleluya, aleluya. — Habiendo hablado Dios muchas veces a los Padres en otro tiempo por los Profetas, en estos últimos días nos ha hablado por su Hijo. Aleluya.

EVANGELIO

Continuación del Santo Evangelio según San Lucas. (II, 21.)

En aquel tiempo, pasados los ocho días para circuncidar al Niño, llamaron su nombre JESÚS, el cual le fue puesto por el Ángel antes de que fuese concebido en el vientre.

Es circuncidado el Niño; no sólo pertenece ya a la naturaleza humana; por medio de este símbolo se hace miembro del pueblo elegido, y se consagra al servicio divino. Se somete a esta dolorosa ceremonia, a esta señal de servidumbre, con el fin de cumplir toda justicia. Recibe en cambio el nombre de JESÚS; y este nombre quiere decir SALVADOR; nos salvará, pues, mas a costa de su propia sangre. Esa es la voluntad de Dios, por Él aceptada. La presencia del Verbo encarnado en la tierra tiene por finalidad llevar a cabo un Sacrificio; este Sacrificio comienza ahora.

Esta primera efusión de sangre del Hijo de Dios podría bastar para que ese sacrificio fuera pleno y perfecto; pero la insensibilidad del pecador, cuyo corazón ha venido a conquistar el Emmanuel, es tan profunda, que con frecuencia sus ojos contemplarán sin conmoverse arroyos de esa sangre divina corriendo por la cruz en abundancia. Unas pocas gotas de la sangre de la circuncisión hubieran bastado para satisfacer la justicia del Padre, pero no bastan a la miseria del hombre, y el corazón del divino Niño trata ante todo de curar esa miseria. Para eso viene; amará a los hombres hasta la locura; no en vano llevará el nombre de Jesús.

El Ofertorio celebra el poder del Emmanuel. En este momento en que aparece herido por el cuchillo de la circuncisión, cantemos con mayor fervor su poderío, su riqueza y su soberanía. Celebremos también su amor, porque si viene a compartir nuestras heridas, es por el afán de sanarlas.

OFERTORIO

Tuyos son los cielos, y tuya es la tierra: tú fundaste el orbe de las tierras y su redondez: justicia y juicio son la base de su trono.

SECRETA

Aceptadas nuestras ofrendas y nuestras preces, te suplicamos, Señor, nos purifiques con tus celestiales Misterios y nos escuches clemente. Por J.C.N. Señor.

Durante la Comunión, la Iglesia se regocija en el nombre del Salvador que viene, y que llena todo el significado de este nombre, rescatando a todos los habitantes de la tierra. Suplica a continuación, por medio de María, que el divino remedio de la comunión cure nuestros corazones del pecado, para que podamos ofrecer a Dios el homenaje de esa circuncisión espiritual de que habla el Apóstol.

COMUNIÓN

Todos los confines de la tierra vieron la salud de nuestro Dios.

POSCOMUNIÓN

Que esta Comunión, Señor, nos purifique del pecado: y, por intercesión de la Bienaventurada Virgen María, Madre de Dios, nos haga partícipes del celestial remedio. Por el mismo Señor.

*.*.*

En este octavo día del Nacimiento del divino Niño, consideremos el gran misterio de la Circuncisión que se opera en su carne. Hoy, la tierra ve correr las primicias de la sangre que la va a rescatar; hoy, el celestial Cordero que va a expiar nuestros pecados, comienza ya a sufrir por nosotros. Compadezcamos al Emmanuel, que se somete con tanta dulzura al instrumento que le imprimirá una señal de servidumbre.

María, que ha velado por Él con tan tierno cuidado, ha visto venir esta hora de los primeros sufrimientos de su Hijo, con un doloroso desgarro de su corazón maternal. Sabe que la justicia de Dios podría prescindir de este primer sacrificio, o bien contentarse con el valor infinito que encierra para la salvación del mundo; y a pesar de eso, es preciso que sea lacerada la carne inocente de su Hijo y que corra su sangre por sus delicados miembros.

Contempla con dolor los preparativos de esa sangrienta ceremonia; no puede huir, ni consolar a su Hijo en la angustia de este primer sufrimiento. Tiene que oír sus suspiros, su gemido quejumbroso, y ver cómo corren las lágrimas por sus tiernas mejillas. "Y llorando Él, dice San Buenaventura, ¿crees tú, que su Madre puede contener sus lágrimas? Llora, pues, también ella. Al verla así llorando, su Hijo, que estaba sobre su regazo, ponía su manecita en la boca y en el rostro de su Madre, como para pedirle por esa señal que no llorase; pues Él, que la amaba con tanta ternura, quería que no llorase. Por su parte, esta dulce Madre cuyas entrañas estaban totalmente conmovidas por el dolor y las lágrimas de su Hijo, le consolaba probablemente con sus gestos y palabras. En realidad, como era muy prudente conocía muy bien su voluntad aunque no le hablara, y así le decía: Hijo mío, si quieres que acabe de llorar, termina tú también, porque llorando tú, yo no puedo menos de llorar. Y entonces, por compasión hacia su Madre, dejaba de gemir el pequeñuelo. La Madre le enjugaba el rostro, y se secaba también el suyo; luego acercaba su cara a la del niño, le daba el pecho, y le consolaba de cuantas maneras podía" 

¿Con qué pagaremos nosotros ahora al Salvador de nuestras almas, por la Circuncisión que se ha dignado sufrir para demostrarnos el amor que nos tiene? Debemos seguir el consejo del Apóstol (Colosenses II, 11), y circuncidar nuestro corazón de todos sus malos afectos, extirpar el pecado y sus concupiscencias, vivir finalmente de esa nueva vida, cuyo sencillo y sublime modelo nos viene a traer Jesús desde lo alto. Procuremos consolarle en este su primer dolor, y estemos cada vez más atentos a los ejemplos que nos ofrece.

31 de diciembre SAN SILVESTRE I, PAPA

  


(335 p. c.) Al Papa Silvestre I, lo mismo que a su predecesor San Milcíades, se le recuerda más por los sucesos que tuvieron lugar durante su pontificado que por su vida y sus hechos. Vivió en una época de tan grande trascendencia histórica que, inevitablemente surgieron en torno suyo diversas historias y anécdotas sensacionales, como las que figuran en la obra Vita beati Silvestri. El Líber Pontificalis hace constar que era el hijo de un romano llamado Rufino, fue elegido Papa a la muerte de San Milcíades, en 314, casi un año después de que el Edicto de Milán hubiera garantizado la libertad para la Iglesia. En consecuencia, las historias más significativas sobre San Silvestre se vinculan con sus relaciones con el emperador Constantino. En ellas se representa a Constantino como a un leproso que, al convertirse al cristianismo y al recibir el bautismo de manos del Papa Silvestre, quedó curado. Como muestra de gratitud hacia el vicario de Cristo en la tierra, el emperador concedió numerosos derechos y privilegios al Papa y a sus sucesores y dejó bajo el dominio de la Iglesia a las provincias de Italia. La historia de los "donativos de Constantino, que se compuso y se utilizó para fines políticos y eclesiásticos durante la Edad Media, se ha reconocido desde hace mucho como una falsedad, sin embargo, hay un punto en ese relato, el bautismo de Constantino por San Silvestre, que se registra en el Martirologio Romano y en el Breviario.(En realidad, el primero de los emperadores romanos que fue cristiano, era todavía catecúmeno cuando se hallaba en su lecho de muerte y fue entonces, dieciocho meses después de la muerte de San Silvestre, cuando un obispo amano lo bautizó en Nicomedia.)

A los pocos meses de ocupar la silla de San Pedro, el Papa envió una delegación personal al sínodo convocado en Arles para tratar la disputa donatista. Los obispos reunidos en aquella asamblea formularon críticas por la ausencia del Pontífice que, en vez de presentarse en la reunión, permanecía en "el sitio donde los Apóstoles tienen su tribunal permanente". En junio del año 325, se reunió en la ciudad de Nicea, en Bitinia, el primer Concilio Ecuménico o general de la Iglesia, al que concurrieron unos 220 obispos, casi todos orientales. El Papa Silvestre envió de Roma, como delegados, a dos sacerdotes. El Concilio presidido por un obispo de occidente, Osio de Córdoba, condenó las herejías de Arrio y con ello dio principio a una larga y devastadora lucha dentro de la Iglesia. No hay noticias precisas de que San Silvestre haya ratificado oficialmente la firma de sus delegados en las actas del Concilio.

Es probable que haya sido a San Silvestre y no a Milcíades a quien Constantino cedió el palacio de Letrán, donde el Papa estableció su cátedra e hizo de la basílica de Letrán la iglesia catedral de Roma. Durante el pontificado de San Silvestre, el emperador (que en 330 trasladó su capital de Roma a Bizancio) hizo construir las primeras iglesias romanas, como la de San Pedro en el Vaticano, la de la Santa Cruz en el palacio sesoriano y la de San Lorenzo extramuros. El nombre de este Papa, junto con el de San Martín, ha quedado impuesto hasta ahora a la iglesia titular de un cardenal que, por aquel entonces, fue fundada cerca de los baños de Diocleciano, por un sacerdote llamado Equicio. San Silvestre construyó también otra iglesia en el cementerio de Priscila, sobre la Vía Salaria. En aquel mismo lugar fue enterrado en el año de 335, pero en 761, el Papa Pablo I trasladó sus reliquias a la iglesia de San Silvestre in Capite, que es ahora la iglesia nacional de los ingleses católicos en Roma. Desde el siglo XIII, se generalizó la celebración de la fiesta de este santo Pontífice en el occidente el 31 de diciembre, y también se observa en el oriente (el 2 de enero), la conmemoración de aquel primer Pontífice de Roma, después de que la Iglesia salió de las catacumbas.






martes, 29 de diciembre de 2020

29 de diciembre SANTO TOMAS BECKET, ARZOBISPO DE CANTERBURY, MÁRTIR

 


(1170 p.c.) Hay una tradición muy conocida en la que se relata que la madre de Santo Tomás Becket era una princesa sarracena que, perdidamente enamorada de un peregrino o un cruzado inglés apellidado Becket, lo siguió desde Tierra Santa y a través de Europa, sin pronunciar ante las gentes que encontraba a su paso más que las dos únicas palabras que conocía en inglés y que le interesaban: "London" y "Becket". Así fue como encontró por fin a su amado, se convirtió al cristianismo y se casó con él. En realidad, no hay ningún fundamento para esta historia. Varios contemporáneos nos han hablado de los parientes del santo. Un tal FitzStephen, un clérigo al servicio de la familia, dice: "Su padre era Gilbert, alguacil de Londres, y el nombre de su madre era el de Matilda. Los dos eran ciudadanos de estirpe burguesa que no hicieron dinero con la usura ni ejercieron el comercio, pero vivían respetablemente con lo que tuviesen" (Sin duda que los padres de Tomás fueron dignos ejemplares de esas gentes en pro de las que habla el propio FitzStephen: "Los ciudadanos de Londres se destacan sobre los demás por sus buenas maneras y educación, en la mesa y en la charla. Las matronas son verdaderas Sabinas".) Otros dicen que el nombre de la madre era Rohesia y que fue normanda como su marido. De todas maneras, se sabe que el hijo de la pareja nació el día de Santo Tomás del año 1118, en Londres, y que fue enviado a educarse con los canónigos regulares en Merton, localidad del Surrey. Al cumplir los veintiún años, perdió a su madre y, poco después, a su padre. Ya para entonces, los bienes de Gilbert habían menguado bastante y Tomás tuvo que "trabajar como empleado" de un pariente, llamado Osbert Eightpence en Londres. También trabajó para Richer de l'Aigle, quien gustaba de hacerse acompañar por el chico en sus cacerías, sobre todo cuando las hacía con halcones, y así despertó en Tomás la afición por las correrías a campo abierto que siempre cultivó. Cierto día en que perseguía a una presa, el halcón que llevaba sobre el hombro, se lanzó al río para atrapar a un pato. Tomás, temeroso de perder a su halcón, se lanzó también al agua con la intención de rescatarlo, pero la rápida corriente lo arrastró hasta un molino y sólo salvó la vida gracias a que la rueda del molino se detuvo, milagrosamente según se dijo, cuando estaba a punto de triturar el cuerpo del joven (Se dice que ese molino estaba situado en el lugar denominado Wade's Mili, en el Hertfordshire, en el terreno comprendido entre Ware y el Colegio de Saint Edmund, un sitio mejor conocido por su relación con otro Tomás, Tomás Clarkson, el abolicionista de la esclavitud). Aquel incidente fue característico de la impetuosidad de Tomás y no uno de los motivos que "le hicieron tomar la vida más en serio". Al cumplir los veinticuatro años obtuvo un puesto en la servidumbre de Teobaldo, el arzobispo de Canterbury. No pasó mucho tiempo sin que recibiese las órdenes menores y muchos favores por parte de Teobaldo, quien se preocupó de que Tomás obtuviese numerosos beneficios en toda la zona comprendida desde Beverley hasta Shoreham. En 1154 fue ordenado diácono, y el arzobispo le nombró archidiácono de Canterbury, un puesto que era, por entonces, el primero en dignidad eclesiástica en Inglaterra, después de los obispos y los abades. Teobaldo le encomendó el manejo de asuntos muy delicados, rara vez hacía algo sin consultarle, en varias ocasiones le envió a Roma con misiones importantes. Por otra parte, el arzobispo jamás tuvo motivos para arrepentirse de haber depositado su entera confianza en Tomás de Londres, como se le llamaba generalmente.

En el Thomas Saga Erkibyskupus, de Norse, se describe al joven y brillante clérigo de esta manera: "Era delgado de cuerpo y de tez pálida, con cabello oscuro, nariz larga y facciones duras. Su carácter alegre le hacía atractivo y amable en la conversación; hablaba siempre con sinceridad y, no obstante cierto leve tartamudeo, era tan claro su discernimiento y tan ágil su mente, que siempre hacía de las cuestiones más difíciles y complicadas el asunto más simple, por su diestra manera de tratarlo." Los monarcas gustan tener a la mano a hombres de esta calidad. Además, gracias a la diplomacia de Tomás de Londres, se había conseguido que el Papa, Beato Eugenio III, dejase de apoyar la sucesión al trono de Eustacio, el hijo de Esteban, y de esta manera, la corona quedó firme en la cabeza de Enrique de Anjou. En consecuencia, hacia 1155, nos encontramos a Santo Tomás Becket, a la edad de treinta y seis años, nombrado canciller del rey Enrique II.

'Tomás", escribió su secretario, Herbert de Bosham, "dejó de lado su dignidad de archidiácono y se hizo cargo de sus deberes de canciller, que desempeñó con entusiasmo y habilidad". Por cierto que su talento tuvo un amplio campo de acción, puesto que el cargo de canciller sólo igualaba en importancia al antiguo funcionario político y judicial llamado "Justice." Así como otro canciller y mártir posterior, también llamado Tomás, fue amigo personal y fiel servidor de su soberano Enrique VIII, Becket era amigo de Enrique II y en mayor grado de intimidad. Se ha comentado que el monarca y su canciller no tenían más que un solo corazón y una sola cabeza; si acaso era así, es indudable que la influencia de Becket tuvo muchísimo que ver en aquellas reformas por las que tanto se alaba a Enrique II, como por ejemplo, las medidas para administrar mejor la justicia y la igualdad de trato, por medio de un sistema de leyes más uniforme. Pero su amistad no se limitaba al común interés en los asuntos de Estado y, en los momentos de descanso y de holgura, sus relaciones personales eran de un "compañerismo retozón", como las describen algunos escritores.

Una de las más destacadas virtudes de Tomás como canciller, fue incuestionablemente la magnificencia, aunque es necesario decir que cayó en algunos excesos. Su residencia y su servidumbre se podían comparar con las de un rey. Cuando se le envió a Francia para negociar un matrimonio real, su séquito personal estaba formado por doscientos hombres y aún había varios cientos más, entre caballeros y nobles, clérigos y criados, músicos y trovadores, que escoltaban la caravana de ocho carros cargados de presentes, caballos, halcones y perros de caza, micos y mastines (Dice FitzStephen que dos de los carros iban cargados con toneles de hierro que contenían cerveza destinada a los franceses, "que gustan de esa clase de bebida, porque es fuerte, clara, transparente y de muy buen sabor"..) Los franceses se quedaron con la boca abierta al ver tanto esplendor y comentaron entre sí: "¡Si este es el canciller del Estado, cómo será la magnificencia del rey!" La forma en que trataba a sus invitados y recibía a sus huéspedes, estaba a la altura correspondiente; y su generosidad hacia los pobres estaba en proporción con todo lo demás.

En el año de 1159, el rey Enrique formó en Francia un ejército de mercenarios, con el propósito de recuperar el condado de Toulouse, que pertenecía, por herencia, a su esposa. En las contiendas que resultaron, tomó parte Becket con un ejército de setecientos de sus caballeros y no sólo dio muestras de ser un buen general, sino también un valiente luchador. Cubierto con su armadura, encabezó los ataques y, no obstante su condición de clérigo, participó en encuentros con el enemigo, cuerpo a cuerpo. Por lo tanto, no es sorprendente que el prior de Leicester, al encontrarse con él en Rouen, exclamase lleno de asombro: "¿Qué hacéis vestido de esa manera? ¡Más parecéis un guerrero que un clérigo! Sin embargo, sois un clérigo en vuestra persona y mucho más lo sois en vuestras dignidades: archidiácono de Canterbury, decano de Hastings, preboste de Beverley, canónigo de ésta y de aquella iglesia, procurador del arzobispado y, según corren los rumores, con muchas posibilidades de llegar a arzobispo". Becket recibió los reproches con toda serenidad y respeto, pero repuso que él conocía a tres pobres sacerdotes ingleses a quienes vería complacido como arzobispos antes que verse él elevado a tan alta dignidad, porque en ese caso, tendría que elegir, inevitablemente, entre el favor del rey y el favor de Dios.

No obstante que la participación continua en los asuntos públicos, la magnificencia espectacular y la actividad secular eran los aspectos predominantes en la vida de Becket como canciller, no eran los únicos. Durante toda su vida fue orgulloso, irascible y violento, pero también sabemos de sus "retiros" en Merton, de las disciplinas a que se sometía y de sus plegarias en las largas noches de vigilia. Asimismo, conocemos el testimonio de su confesor sobre la intachable vida privada del canciller bajo condiciones de extremo peligro y grandes tentaciones de toda especie. Y, si a veces iba demasiado lejos al colaborar en los planes y proyectos de su real señor, que a veces infringían los derechos de la Iglesia, no tuvo reparos en marcarle el alto en otros asuntos peores, como el caso del matrimonio de la abadesa de Romsey.

Teobaldo, el arzobispo de Canterbury, murió en el año de 1161. En aquellos momentos, el rey Enrique se hallaba en Normandía con su canciller, a quien ya tenía pensado entregar el arzobispado. En cuanto le hizo la propuesta, Becket repuso con firmeza: "Si Dios permite que yo ascienda a la dignidad de arzobispo de Canterbury, no pasará mucho tiempo sin que pierda los favores de Vuestra Majestad, y todo el afecto con que vos me honráis se transformará en odio. Puesto que Vuestra Majestad proyectará hacer ciertas cosas que vayan en perjuicio de los derechos de la Iglesia, mucho me temo que Vuestra Majestad requiera de mí una ayuda o una aprobación que no podré darle. No faltarán personas envidiosas que aprovechen esas ocasiones para alentar una amarga e interminable desavenencia entre vos y yo".

El rey hizo caso omiso de los escrúpulos de Tomás, y éste se negó a aceptar la dignidad obstinadamente, hasta que el cardenal Enrique de Pisa acalló sus recelos. La elección se llevó a cabo en mayo de 1162. El príncipe Enrique, que se encontraba en Londres, dio su aprobación en nombre de su padre, y Becket partió inmediatamente de Londres a Canterbury. En el camino distribuyó algunos cargos privados entre diversos miembros de su clero y a todos les recomendó encarecidamente que le observaran y le advirtieran de la menor falta en su conducta, "porque en esas cuestiones, cuatro ojos ajenos ven mejor y más claramente que los dos propios". El sábado de la semana de Pentecostés, fue ordenado sacerdote por Walter, el obispo de Rochester, y en la octava de Pentecostés, recibió la consagración de manos de Enrique de Blois, obispo de Winchester. (Santo Tomás decretó que el aniversario de su consagración se observase en toda su provincia con una fiesta en honor de la Santísima Trinidad, ciento cincuenta años antes de que esa conmemoración se adoptase en la Iglesia de occidente.)

Poco tiempo después, recibió el palio que le enviaba el Papa Alejandro III, y hacia fines de aquel año, se produjo un cambio notabilísimo en su manera de vivir. Sobre sus carnes llevaba una camisa de cerdas, y su vestimenta ordinaria era una casaca negra, una sobrepelliz de lino y la estola sacerdotal al cuello. De acuerdo con la regla de vida que estableció para sí, se levantaba muy de mañana para leer las Sagradas Escrituras, siempre en compañía de Herbert de Bosham, a fin de discutir o aclarar con él algunos de los pasajes. A las nueve de la mañana, cantaba la misa o bien asistía a ella cuando no era él quien la celebraba. Una hora más tarde, y a diario, distribuía personalmente las limosnas, las que elevó al doble de lo que daban sus antecesores. Dormía o descansaba un poco después del mediodía y, a las tres de la tarde, comía con sus invitados y familiares en el gran salón. En vez de música, durante la comida se leía un libro piadoso. Siempre se sirvieron en su mesa los alimentos más escogidos y los manjares suculentos, pero eso era para los huéspedes e invitados, porque el arzobispo conservaba invariablemente una templanza y una moderación notables. Casi todos los días visitaba la enfermería y el vecino claustro de los monjes. Entre sus propios familiares y servidores, estableció cierta regularidad monástica. Tomaba especial cuidado en la selección de candidatos a las sagradas órdenes, los examinaba personalmente y, de acuerdo con su capacidad judicial, ejercía la justicia rigurosamente. "Ni siquiera las cartas y las solicitudes del rey tenían poder alguno para inclinarle en favor de un hombre que no tuviese el derecho justo de su parte", dicen sus biógrafos.

No obstante que el arzobispo había renunciado a su cancillería, en contra de los deseos del rey, las relaciones entre ambos se conservaban tan amistosas como antes. A pesar de ciertas diferencias, el rey Enrique le manifestaba todavía sus favores, le daba grandes muestras de afecto y parecía conservar aún el cariño que le había profesado desde un principio. El primer descontento serio se produjo en Woodstock donde residía temporalmente el monarca con su corte. Era costumbre pagar dos chelines anuales a los alguaciles de los condados, por cada una de las parcelas de tierra arrendadas o de propiedad de los colonos, a fin de que los alguaciles protegieran a éstos contra la rapacidad de los cobradores de impuestos (parece que en estos cobros se hacían los chanchullos de la peor especie). En aquella ocasión, el rey ordenó que las sumas le fueran pagadas a su tesorero. El arzobispo le hizo ver que se trataba de un pago voluntario que no podía ser cobrado, ni mucho menos exigido como un haber de la corona. "Si los alguaciles, sus sargentos y oficiales", replicó Becket, "cumplen con defender y proteger al pueblo, pagaremos; de otra manera, nada se pagará".

A esto repuso el rey con un juramento profano: "¡Por Dios, que sí pagaréis!", exclamó altivo y con tono airado. "Con todo el respeto que se debe a ese santo nombre, mi rey y señor", dijo Becket, "debo advertiros que no se pagará ni un penique en las tierras bajo mi jurisdicción". El monarca no dijo nada más en aquel momento, pero ya estaba resentido. Después se produjo el caso de Felipe de Brois, un canónigo que fue acusado de asesinato. Según las leyes de aquellos tiempos, el canónigo fue juzgado por un tribunal eclesiástico, y el obispo de Lincoln lo declaró inocente. Pero uno de los jueces que el rey envió observadores, Simón Fitzpeter, citó al acusado ante su propio tribunal civil. El canónigo Felipe se negó a aceptar aquel proceso y se dirigió a Fitzpeter con altanería y en términos insultantes. Entonces, el rey ordenó que el reo fuese juzgado por el delito original y por desacato a la autoridad. Pero intervino Tomás Becket para exigir que el proceso se siguiese en su propio tribunal, a lo que el monarca tuvo que acceder contra toda su voluntad. La sentencia previa fue aceptada como válida, pero, a causa del desacato al juez Fitzpeter, se le condenó a ser azotado y a la suspensión temporal de sus beneficios. Al rey Enrique le pareció demasiado benigna aquella sentencia y convocó a los asesores para demandarles: "¿Me juraréis en nombre de Dios que no salvasteis al acusado por ser un miembro del clero?" Todos se manifestaron prontos a jurar, pero Enrique no quedó satisfecho y su resentimiento aumentó. Se acumularon incidentes y conflictos semejantes, hasta que, en el mes de octubre de 1163, el rey convocó a los obispos a un concilio en Westminster, para exigirles que se hiciera entrega a los poderes civiles de los clérigos delincuentes y criminales a fin de aplicarles el merecido castigo. Los obispos se mostraron un tanto vacilantes y atemorizados, pero Tomás los alentó a mantenerse firmes. Entonces el rey les pidió una solemne promesa de atenerse a sus reales costumbres, las cuales no especificó. Santo Tomás y los otros miembros del concilio accedieron, pero con la salvedad de que, "si las costumbres del rey afectaban a la Iglesia", no podrían tolerarlas. De acuerdo con los objetivos del monarca, aquella salvedad equivalía a una rotunda negativa y, en consecuencia, al día siguiente despojó a Tomás de algunos títulos, beneficios y castillos que el arzobispo conservaba desde sus tiempos de canciller. En el curso de una tempestuosa entrevista realizada en Northampton, el rey trató en vano de obligar a su antiguo amigo a modificar su actitud, y el conflicto estalló por fin en el consejo de Clarendon, cerca de Salisbury, a principios de 1164. Como Tomás no había recibido más que un apoyo muy débil por parte del Papa Alejandro III, al comienzo de las sesiones se mostró conciliatorio y aun prometió hacer "todo lo posible por aceptar las "costumbres" del rey", pero en cuanto leyó las constituciones en las que se exponían detalladamente esas costumbres reales que él debía aprobar, exclamó: "¡No permita Dios que yo ponga mi sello en esto!" Las constituciones pedían, inter alia, que ningún prelado podía abandonar el territorio del reino sin el permiso del monarca, ni apelar a Roma sin el consentimiento del mismo; ningún funcionario con algún alto puesto civil o cortesano podría ser excomulgado en contra de la voluntad del rey (esto se había reclamado desde los tiempos de Guillermo I, pero nunca se concedió porque era una evidente infracción a la jurisdicción espiritual de la Iglesia); los beneficios de las sedes u otros puestos eclesiásticos vacantes y las ganancias que produjeran, quedarían bajo la custodia del rey (aquel abuso ya había sido reconocido durante el reinado de Enrique I); y —lo que llegó a ser la cláusula crítica— los clérigos convictos y sentenciados en los tribunales eclesiásticos deberían quedar a disposición de los funcionarios del rey (con la posibilidad de recibir el castigo por partida doble).

El arzobispo estaba ya profundamente arrepentido de haberse mostrado débil, al principio, en su oposición a las pretensiones del rey y se mostraba muy dispuesto a poner un ejemplo que, los otros obispos habrían de seguir sin vacilaciones. "¡Soy un hombre orgulloso y vano!", exclamó entonces, lleno de amargura. "No soy nada más que un criador de aves de presa y perros de caza. ¡Y es a mí a quien han hecho pastor de un rebaño! No merezco otra cosa sino que me expulsen de la sede que ocupo". Desde aquel momento y durante más de cuarenta días, en tanto que aguardaba la absolución y la autorización del Papa, no volvió a celebrar la misa. Hizo repetidos intentos de allanar las cosas y llegar a la concordia, pero ya el rey Enrique le consideraba como su enemigo y le había sometido a una persecución sistemática que culminó con una denuncia judicial contra Tomás para que pagase 30 000 marcos que supuestamente le debía de los tiempos en que fue canciller del reino (no obstante que, al ser consagrado arzobispo, obtuvo un documento de descargo, perfectamente claro y preciso). El rey Enrique se negó a recibirlo cuando fue a solicitarle audiencia en Woodstock y en dos ocasiones se le impidió cruzar el canal para trasladarse al continente a fin de presentar su caso ante el Pontífice. Después, el rey Enrique convocó a un nuevo concilio en Northampton. De aquella reunión resultó un ataque concreto y directo en contra del arzobispo, en el que los prelados se plegaron a los deseos de los señores. En primer lugar, se le condenó a pagar una crecida multa por no haberse presentado ante el tribunal del rey luego de haber recibido una cita para hacerlo en un proceso en su contra; en segundo lugar, se pronunciaron varias causas por mal uso del dinero del reino y, por fin, se le exigió que presentase ciertas cuentas de la cancillería. Enrique, el obispo de Winchester, abogó por el descargo del canciller, pero no se le autorizó a tomar su defensa. Entonces, se ofreció a hacer un pago ex gratia de 2 000 marcos de su propio peculio. El martes 13 de octubre de 1164, Santo Tomás celebró la misa votiva de San Esteban Protomártir y, al término de la misma, sin mitra ni palio, con la cruz del arzobispo metropolitano en la mano, se dirigió a la sala del concilio. El rey y los barones deliberaban en una habitación aparte. Tras una larga espera, el conde de Leicester salió para hablar con el arzobispo. "El rey manda que le entreguéis las cuentas", le dijo. "En caso contrario, seréis sometido a un juicio". "¿Un juicio?", preguntó extrañado Santo Tomás. "La iglesia de Canterbury me fue entregada libre de toda obligación temporal. Por lo tanto, en lo que se refiere a obligaciones temporales, no tengo nada de que responder ni puedo ser sometido a proceso". Luego de una fría reverencia, el de Leicester dio media vuelta para informar al rey sobre la contestación, pero Becket le detuvo. "Señor conde e hijo mío, escuchad", v dijo en tanto que tendía una mano hacia él: "estáis obligado a obedecer a Dios y a mí antes que a vuestro rey terrenal. No hay ley ni razón que permita a los hijos juzgar a sus padres ni condenarlos. Por eso rechazo el juicio del rey y el vuestro y el de todos. Tan sólo por el Papa puedo ser juzgado, después de Dios y ante El". Ya para entonces, los barones habían salido de la habitación privada y escuchaban a Becket en la sala de concilios. Este se dirigió concretamente a los prelados: “A vosotros, obispos, compañeros míos, que habéis servido al hombre antes que a Dios, a vosotros os convoco ante el Pontífice. De esta manera, protegido por la autoridad de la Iglesia católica y de la Santa Sede, salgo de aquí". Un vocerío en el que se destacaba la palabra "¡Traidor, traidor!", siguió al arzobispo que abandonó la sala pausadamente. Aquella misma noche, Tomás Becket huyó desde el puerto de Northampton (Santo Tomás de Canterbury es el patrono principal de la actual diócesis y la catedral de Northampton), bajo una lluvia torrencial y, tres semanas más tarde, dentro del mayor secreto, abordó una nave en Sandwich.

Santo Tomás y los pocos fieles que le siguieron, desembarcaron en Flandes y se refugiaron en la abadía de Saint Omer, gobernada por San Bertino. Desde ahí, el arzobispo envió delegados a Luis VII, rey de Francia, quien los recibió amablemente y formuló la invitación para que Tomás Becket se amparase en sus dominios.

En aquellos momentos, el Papa Alejandro III se encontraba en la ciudad de Sens. Antes de que Santo Tomás pudiese llegar allí, los obispos y caballeros del bando del rey Enrique se le adelantaron para formular gravísimas acusaciones contra el arzobispo ante el Pontífice, (Entre los clérigos, su principal enemigo era Gilbert Foliot, obispo de Londres. Este comenzó su arenga con mucha vehemencia y el Papa le interrumpió: "|Por gracia, hermano!", le dijo. "¿Debo tener gracia para él, mi señor?", preguntó Gilbert. "No imploro la gracia para él, hermano, sino para ti mismo") pero ya habían partido cuando llegó el acusado. Tomás mostró al Papa las dieciséis Constituciones de Clarendon, muchas de las cuales fueron calificadas de "intolerables" por el Pontífice, quien incluso reconvino al arzobispo por haber pensado en aceptarlas. Al día siguiente, en la segunda entrevista, confesó Becket haber recibido la sede de Canterbury, aunque en contra de su voluntad, pero sí por medio de una elección que posiblemente se llevó a cabo fuera de los cánones y en la que él no había participado de ninguna manera. Después de esta admisión, renunció a su dignidad en manos del Sumo Pontífice, le entregó el anillo que sacó de su dedo y se retiró. En seguida, le llamó de nuevo el Papa y le devolvió todas sus dignidades y le mandó que no abandonase su puesto, ya que eso equivaldría, evidentemente, a abandonar la causa de Dios. El Papa recomendó al exilado arzobispo al abad del Pontigny para que le hospedara y protegiera.

Santo Tomás ingresó a aquel monasterio de la orden del Cister, como a un retiro religioso, un lugar de penitencia para expiación de sus pecados; se sometió a las reglas del convento y no permitió que se hiciera ninguna distinción en su favor. Dedicó el tiempo al estudio y a escribir cartas, tanto a sus partidarios como a sus contrincantes, aunque de nada sirvieron para alcanzar un acuerdo pacífico. Mientras tanto, el rey Enrique confiscaba los bienes de todos los amigos, parientes y servidores de Tomás, dictaba órdenes de destierro contra ellos y a muchos los obligaba a viajar hasta Pontigny para que se presentaran, miserables y despojados como estaban, ante el arzobispo y le mostraran que, por culpa suya habían caído en tan grande desgracia. Gran número de exilados comenzaron a llegar a Pontigny para conmover a Becket. Al reunirse el capítulo general de la orden del Cister en Citeaux, recibió una intimación del rey de Inglaterra en el sentido de que si los monjes persistían en asilar a su enemigo, procedería a confiscar las casas de la orden en todos sus dominios. No le quedaba al abad del Cister otra alternativa que la de insinuar a Santo Tomás la necesidad de abandonar su refugio de Pontigny. Así lo hizo el santo prontamente y fue a refugiarse en la abadía de San Columbano, cerca de Sens, como huésped del rey Luis de Francia. A lo largo de casi seis años, hubo negociaciones entre el Papa, el arzobispo y el monarca inglés. A Santo Tomás se le nombró legado a latere para toda Inglaterra, a excepción de York, y, desde su alto cargo, excomulgó a muchos de sus adversarios, se mostró amenazante y también conciliador, pero el Papa Alejandro creyó conveniente anular algunas de sus sentencias. El rey Luis de Francia se vio arrastrado a la lucha. En enero de 1169, el monarca francés y el inglés mantuvieron una conferencia con el arzobispo en Montmirail, donde Tomás se resistió a ceder en dos puntos de los que se le propusieron. Una conferencia similar, que se llevó a cabo en Montmartre durante el otoño, fracasó también, a causa de la intransigencia de Enrique. Becket redactó una serie de cartas a los obispos para ordenarles la publicación de una sentencia de entredicho sobre el reino de Inglaterra. Entonces, sin que nadie lo esperase, en julio de 1170, el rey y el arzobispo se reunieron de nuevo en Normandía y, por fin, se llegó a una reconciliación sin que se hicieran, al parecer, referencias a los asuntos en disputa. En marzo de aquel mismo año, es decir ocho meses antes, San Godrico había enviado un mensaje, a Santo Tomás para vaticinarle que regresaría a Inglaterra y moriría poco después, Cuando Santo Tomás se despidió del obispo de París, le dijo: "Vuelvo a Inglaterra para morir".

El 1* de diciembre, Santo Tomás desembarcó en Sandwich y, no obstante que el alguacil de Kent trató de detenerlo, el corto trayecto desde ahí a Canterbury, fue una marcha triunfal. Las gentes alineadas a lo largo del camino le aclamaban, y las campanas de todas las iglesias se echaron a vuelo. Sin embargo, aquella no era la paz. Los que retenían el poder estaban de plácemes, puesto que tenían la presa a su merced, y Tomás se vio obligado a hacer frente a la desagradable tarea de tratar con Roger du Pont l'Evéque, arzobispo de York, y los otros obispos que habían colaborado con él en el acto de coronación del hijo del rey Enrique, en abierto desafío a los derechos de Canterbury y, quizá, en contra de las instrucciones del Papa. Ya había enviado Santo Tomás las cartas de suspensión para el arzobispo Roger y otros, así como la excomunión de los obispos de Londres y de Salisbury. Los tres prelados partieron juntos a Francia, donde estaba el rey Enrique, para apelar a su justicia. Mientras tanto, Tomás Becket permanecía en Kent, sujeto a la constante persecución y a los insultos del señor Ranulfo de Broc, a quien el arzobispo había exigido (inoportunamente, dadas las circunstancias) la devolución del castillo de Saltwood, un edificio que pertenecía a su sede. Luego de pasar una semana en Canterbury, el arzobispo hizo una visita a Londres, donde fue recibido con regocijo por todos, menos por el hijo de Enrique, "el joven rey", quien se negó a verlo. Luego de saludar a varios de sus amigos, el arzobispo regresó a Canterbury, donde celebró su quincuagésimo segundo cumpleaños.

Al mismo tiempo, los tres obispos sancionados por el de Canterbury, habían presentado sus quejas ante el rey. La conferencia tuvo lugar en Bur, cerca de Bayeux y, en el curso de la misma, alguien declaró en voz alta que no podría haber paz en el reino mientras viviera Becket. Fue entonces cuando el rey Enrique, en uno de sus accesos de furor, pronunció las palabras fatales que algunos de sus oyentes interpretaron como una réplica por la que autorizaba a suprimir a aquel "clérigo infernal que le hacía la vida imposible." Al momento, cuatro caballeros emprendieron el viaje a Inglaterra y desembarcaron en las costas de Saltwood. Sus nombres eran: Reinaldo Fitzurse, Guillermo de Tracy, Hugo de Morville y Richard le Bretón.

El día de San Juan, el arzobispo recibió una carta donde se le advertía sobre el peligro a que estaba expuesto. En toda la región sudeste de Kent, la población estaba a la expectativa y vivía en un estado de constante tensión. Por la tarde del 29 de diciembre, era un martes, el mismo día de la semana en que Becket nació y en el que fue bautizado, los caballeros procedentes de Francia se entrevistaron con él. Durante la conferencia se le hicieron al arzobispo varias exigencias, entre ellas, la de que levantase las censuras impuestas a los tres obispos que habían pedido clemencia al rey. La entrevista empezó serenamente y terminó en una tempestad de voces, gritos y amenazas. Los caballeros, al partir, proferían juramentos y maldiciones. Apenas habían trascurrido unos minutos, cuando se escuchó afuera una gritería descomunal, golpes en las puertas y el chocar de las armas. Dentro, los familiares y servidores de Santo Tomás le rodearon y se lo llevaron pausadamente en dirección a la iglesia. Uno de los servidores portaba la cruz delante de él. En la catedral comenzaban a cantarse las vísperas, y un grupo de monjes aterrorizados se acercó a la puerta del crucero norte por donde entró el arzobispo. "¡Retiraos al coro!" les ordenó Becket. "Mientras permanezcáis agolpados frente a la puerta, no podré entrar". Los monjes se apartaron, sin retirarse y, cuando el arzobispo avanzaba entre ellos, serenamente hacia el interior de la iglesia, pudieron ver las sombras de hombres armados en la penumbra del claustro (ya casi era de noche). Tan pronto como entró el arzobispo, los monjes cerraron y atrancaron la puerta con tanta precipitación, que dejaron fuera a algunos de sus hermanos. Estos comenzaron a dar fuertes golpes en los maderos. Becket se detuvo y se volvió. "¡Apartaos, cobardes!", exclamó: "Una iglesia no es una fortaleza"- Y él mismo quitó las trancas a la puerta y la abrió. Después prosiguió su camino y ascendió la escalera hacia el coro. Sólo tres hombres subían con él'- Roberto, el prior de Merton, Guillermo FitzStephen y Eduardo Grim (es decir, respectivamente, el anciano confesor y consejero del arzobispo, un clérigo de su servidumbre y un monje inglés). El resto de sus acompañantes se habían refugiado en la cripta o en algún rincón apartado de la catedral. Una vez en el coro, sólo Grim se quedó con él. Los caballeros, a quienes se había unido un subdiácono llamado Hugo de Horsea, entraron a su vez, en forma atropellada y entre gritos de "¿Dónde está Tomás, el traidor?" "¿Dónde está el arzobispo?" Becket respondió "Aquí me tenéis." "Aquí tenéis no a un traidor, sino al arzobispo y al sacerdote de Dios". Al decir esto, bajó las escaleras para ir al encuentro de sus atacantes, hasta que se detuvo, de pie, entre los altares de Nuestra Señora y de San Benito.

Los caballeros le intimaron a que absolviese a los tres obispos. "No puedo deshacer lo que ya está hecho", repuso serenamente, pero un instante después levantó la voz y alzó su mano. "¡Reinaldo!", gritó. "Tú has recibido de mí muchos servicios, ¿por qué vienes armado a mi iglesia?" Por toda respuesta, Reinaldo Fitzurse levantó su hacha. "Yo estoy pronto a morir", dijo Santo Tomás. "Pero la maldición de Dios caerá sobre ti si haces daño a mi gente'. Fitzurse le tomó por la casaca y tiró de él hacia la puerta. Becket se desasió de un manotazo. Entonces, le prendieron entre todos para llevarlo en vilo hasta la puerta. Se produjo la lucha y el arzobispo derribó a uno de sus atacantes. En ese instante, Fitzurse arrojó violentamente su hacha al suelo y desenvainó la espada. "¡Rufián!", le gritó el arzobispo. "Tú me debes respeto y sumisión". "No te debo ninguna sumisión antes que al rey", vociferó Fitzurse y luego gritó una orden: "¡Golpead!" Su espada hendió los aires e hizo volar el gorro del arzobispo. Santo Tomás se cubrió el rostro con las manos e imploró a Dios y a sus santos. Tracy lanzó un golpe, pero Grim lo detuvo con su propio brazo. Sin embargo, la espada de Tracy abrió una herida en la cabeza de Becket y comenzó a caer la sangre hacia sus ojos. El se llevó las manos a la cara y las retiró después; al verlas tintas en sangre, exclamó: '¡Oh, Señor! ¡En tus manos encomiendo mi espíritu!" Otro mandoble que le asestó Tracy le hizo caer de rodillas al tiempo que murmuraba estas palabras: "En nombre de Jesús y en defensa de la Iglesia, estoy dispuesto a morir". Se dejó caer de bruces al suelo. Le Bretón levantó muy alto .su espada, como si fuese a decapitar al arzobispo, y el tremendo golpe que descargó le cortó de tajo la parte superior del cráneo. El golpe fue tan fuerte, que la espada de Le Bretón se rompió en pedazos. Hugo de Horsea metió la punta de su espada en el casco roto del cráneo del obispo, le sacó los sesos y los diseminó sobre las losas. Tan sólo Hugo de Morville se abstuvo de asestar golpe alguno contra el arzobispo. Los asesinos emprendieron de prisa la retirada dando voces; "¡Los hombres del rey, los hombres del rey!", y huyeron a través de los claustros por donde habían penetrado apenas diez minutos antes. En ese preciso instante, las grandes naves de la catedral se llenaban de gente y en cielo estallaba una furiosa tormenta. El cadáver del arzobispo yacía boca abajo, sobre un charco de sangre, en la mitad del crucero y, durante largo tiempo, nadie se atrevió a tocarlo o siquiera a acercársele.

Aun después de tomar completamente en cuenta el horror universal que pudo haber causado en el siglo XII el sacrilegio de asesinar a un arzobispo metropolitano en su propia catedral, debemos considerar la indignación y el repudio que, en un instante, se extendió por toda Europa, así como el movimiento espontáneo del pueblo en general para lograr la canonización de Tomás Becket, para llegar a comprender el significado intrínseco que tuvo su trágica y heroica muerte en todos los círculos sociales. El martirio del arzobispo hizo entender a todos que se había cumplido una reivindicación necesaria de los derechos de la Iglesia contra un estado agresor y que el arzobispo de Canterbury, que en muchos aspectos era de una personalidad poco atractiva (precisamente cuando le estaban matando, Grim oyó murmurar a uno de los monjes en el sentido de que aquél era el castigo que merecía el arzobispo, por su obstinación; también en la Universidad de París y en otras partes se podían encontrar personas que sostenían abiertamente que el asesinato no había sido más que la ejecución justa de «un hombre que procuraba colocarse por encima del rey»), había sido sin embargo un mártir digno de ser venerado como un santo. El descubrimiento de la camisa de cerdas en su cadáver y otras pruebas de que practicaba la austeridad y la penitencia en su vida privada, así como los milagros que comenzaron a obrarse en su tumba desde un principio, según numerosos testimonios, atizaron el fuego de su devoción. No se puede decir positivamente hasta qué grado fue deliberado y directamente responsable del crimen el rey Enrique II, pero de todas maneras, la conciencia pública no habría de quedar satisfecha hasta que el soberano más poderoso de Europa hizo una penitencia pública en la forma más humillante. Así lo hizo el rey Enrique en el mes de julio del año 1174 (hasta hoy, existe un pilar que señala el lugar donde el rey hizo penitencia, en el sitio donde estaba la antigua catedral). Habían transcurrido apenas dieciocho meses desde que el Papa Alejandro III proclamara en Segni la canonización del mártir Tomás Becket, cuando el rey Enrique hizo, ahí mismo, su gran penitencia pública.

El 7 de julio de 1220, el cuerpo de Santo Tomás fue solemnemente trasladado desde su tumba en la cripta de Canterbury, a la parte posterior del altar mayor, por iniciativa del arzobispo, cardenal Esteban Langton, y en presencia del rey Enrique III. El cardenal Pandolfo, legado pontificio, el arzobispo de Reims y muchas otras personalidades, asistieron también a la traslación. Desde aquel día, hasta septiembre de 1538, el santuario de la tumba de santo Tomás fue uno de los sitios de peregrinación más favorecidos por los cristianos y muy famoso por su belleza y su riqueza material y espiritual. No se tienen datos concretos sobre la forma y la fecha en que se procedió a la destrucción y saqueo de aquel santuario durante el reinado de Enrique VIII. Incluso el destino de las reliquias del santo es incierto. Casi seguramente fueron destruidas por aquella época en que la memoria del santo arzobispo era particularmente execrada, sobre todo por el rey Enrique VIII. Sin embargo, debe hacerse notar que el registro de las crónicas donde se dice que «el rey hizo una especie de auto de fe en el que los restos corporales de Tomás, el que fuera alguna vez arzobispo de Canterbury y culpable de traición, se quemaron públicamente», es apócrifo. La festividad de santo Tomás de Canterbury se celebra en toda la Iglesia de Occidente, y en Inglaterra se le venera como patrono del clero secular. La ciudad de Portsmouth tiene también el privilegio de conmemorar el aniversario de la traslación de sus reliquias.


Es posible que no exista ningún otro santo medieval sobre quien hayan escrito tantas biografías sus contemporáneos. Se conocen a los autores de algunas de estas biografías, como por ejemplo la de Guillermo Fitz Stephen y la de Juan de Salisbury, pero hay muchas otras en las que la identificación del escritor no ha sido fácil. Las discusiones sobre este problema no estarían aquí en su lugar. «TheLife of St. Thomas Becket» de John Morris (1885) conserva todavía su valor y, la que escribió L'Huillier, Saint Thomas de Canterbury (2 vols. 1891), también es muy completa y digna de confianza. Para la historia del conflicto entre santo Tomás y el rey Enrique, véase The Episcopal Colleagues of Becket (1951), de D. Knowles y otra obra del mismo autor, Archishop Thomas Becket (1949). La suposición que apoya el canónigo A. J. Mason (en su libro What becante of thebones of St. Thomas?, 1920), en el sentido de que un esqueleto hallado en la cripta de la catedral de Canterbury en 1888, pertenecía al mártir, ha sido profundamente estudiada por los sacerdotes Morris y Pollen (ver TheMonth de marzo de 1888, de enero de 1908 y de mayo de 1920) y, la conclusión negativa a la que llegaron esos investigadores, fue apoyada por una autoridad tan reconocida como la de los investigadores anglicanos, deán Hutton y el profesor Tout. Uno de los rasgos más sorprendentes sobre este santo mártir, es la rapidez con que su culto se extendió por todas partes del mundo. Apenas trascurridos diez años desde su muerte, se plasmaron imágenes de santo Tomás en los mosaicos de la catedral de Monreale en Sicilia y, apenas había trascurrido un siglo, cuando su nombre quedó inscrito en un sinaxario armenio. Respecto a las representaciones pictóricas de santo Tomás, véase particularmente la monografía de Tancredo Borenio, Santo Tomaso Becket e l'arte (1932).

SANTOS SABINO Y SUS COMPAÑEROS, MÁRTIRES

 





(¿303? p. c.) De acuerdo con la historia, Sabino, a quien reclaman como su obispo diversas ciudades italianas, fue detenido junto con varios miembros de su clero durante la persecución de Diocleciano. Todos los aprehendidos comparecieron ante Venustiano, el gobernador de Etruria, quien mandó traer una estatuilla de Júpiter para que Sabino la adorase. Pero el obispo arrojó al suelo la imagen de un manotazo y la hizo pedazos, por lo cual el gobernador mandó que le cortasen las dos manos. Dos de sus diáconos, llamados Marcelo y Exuperancio, hicieron también una valiente confesión de fe, lo que les valió ser colgados por las muñecas a las estacas y azotados ahí hasta que murieron. El obispo Sabino fue devuelto a la prisión, y los cuerpos de los dos diáconos quedaron sepultados en Asís.

Una viuda, llamada Serena, entró a la cárcel con el último de sus hijos, un niño ciego, para que Sabino lo tocase. El mártir le bendijo con el muñón de su brazo derecho y, al punto, la criatura recuperó la vista. Después de aquel prodigio, muchos de los que estaban presos junto con el obispo, pidieron el bautismo. Se afirma que no pasó mucho tiempo sin que, incluso el gobernador Venustiano, quien padecía una enfermedad en los ojos, se convirtiese al cristianismo y, más tarde tanto él como su esposa y sus hijos sacrificaron sus vidas por Cristo.

San Sabino fue trasladado a Espoleta y ahí le apalearon hasta matarlo. Sus restos fueron enterrados a poco más de un kilómetro de aquella ciudad. San Gregorio el Grande habla de una capilla construida en honor de este mártir, cerca de Fermo, y pide a Crisanto, obispo de Espoleta, que le envíe algunas reliquias de San Sabino para su iglesia. Este mártir y sus compañeros se conmemoran en la fecha de hoy en el Martirologio Romano, el cual menciona también el 11 de diciembre a otro San Sabino, obispo de Piaeenzu durante el siglo cuarto. Este fue un hombre de tanta sabiduría y tan grande virtud, que San Ambrosio acostumbraba enviarle sus escritos para que los criticase y aprobase, antes de publicarlos.

La historia que relatamos arriba, depende de una pasión legendaria sin valor histórico, inventada en el siglo quinto o en el sexto. No hay prueba concreta alguna de que Sabino haya sido obispo de Asís, de Espoleto o de cualquier otra ciudad. Su pasión fue publicada, primero, en la Miscellanea de Baluze-Mansi, vol. i, pp. 12-14. Véanse además, el Origines du culte des martyrs de Delehaye, p. 317, donde se admite la posibilidad de que haya existido un mártir de ese nombre que fue sepultado a corta distancia de Espoleto, pero cuya historia se ignora por completo. Consultar también a Lanzoni en Le Diócesi d'Italia, vol.I, pp. 439-440 y 461-463, así como a G. Gristofani, Storia di Assisi, vol. III, pp. 21-23.


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