LA ENSEÑANZA DE LOS
SANTOS. — Pasados cuarenta días después del Nacimiento del Salvador, nos abre
la Iglesia la fuente de robustas y serias meditaciones destinadas a prepararnos
a la penitencia. Cada fiesta de los Santos debe causarnos la impresión propia
para vivir este santo Tiempo. En el período del que acabamos de salir, todos
los amigos de Dios que debíamos celebrar, nos parecían radiantes con las
alegrías del Nacimiento del Emmanuel; formaban su corte esplendorosa y
triunfante. Desde ahora a la Resurrección del Hijo de Dios les consideraremos,
sobre todo, en los trabajos de su peregrinación por esta tierra. Lo que nos
interesa hoy es ver y estudiar cómo han vencido al mundo y la carne. "Van,
dice el Salmista, y arrojan la semilla en el surco regándola con sus lágrimas;
pero volverán alegres, cargados con las gavillas que habrán producido sus
sudores". Esperemos que será así con nosotros al fin de estos días de
trabajos, y que Cristo resucitado nos acogerá como a sus miembros vivos y
renovados.
En este tiempo que vamos a recorrer, abundan los mártires, y hoy
comenzamos por uno de los más célebres.
Vida. — De las Actas de
San Blas no se puede saber sino que fue Obispo de Sebaste y mártir al principio
del siglo IV. En Oriente, y sobre todo en Armenia, se tiene gran devoción a San
Blas, y su culto, introducido muy pronto en Occidente, ha sido siempre muy
popular. Por su poder en curar a personas y animales se considera como uno de
los Santos Auxiliares. Se le invoca especialmente contra los males de garganta
y de muelas.
¡Oh San Blas! unimos nuestras voces a las alabanzas de todas las
Iglesias. En pago de nuestros homenajes dirige tu mirada sobre nosotros, desde
el culmen de la gloria en que reinas y miras a los fieles de toda la
cristiandad, que se preparan para las santas expiaciones de la penitencia, y
desean convertirse al Señor, su Dios, por las lágrimas y el arrepentimiento.
Acuérdate de tus propios combates y ayúdanos en la renovación que vamos a
emprender. Tú no temiste los tormentos de la muerte, y por ruda que fuese la
prueba, la soportaste con valor. Ayúdanos en una situación no menos peligrosa.
Nuestros enemigos no son nada en comparación de los que fuiste vencedor; pero
son pérfidos; y si no tenemos cuidado pueden derribarnos. Obtenednos el socorro
divino, causa de tus triunfos; somos hijos de mártires; que su sangre no
degenere en nosotros. Acuérdate también del país regado con tu sangre. La fe
estaba vacilante; al fin parece que brillan días mejores. Por tus oraciones,
haz volver a Armenia a la Iglesia Católica, y consuela, por la vuelta de sus
hermanos, a los fieles que, en medio de tantos peligros, han permanecido
ortodoxos.
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