miércoles, 30 de septiembre de 2020

DON JERÓNIMO LUIS DE CABRERA MANDÓ QUE SAN JERÓNIMO FUERA EL PATRONO DE CÓRDOBA DE LA NUEVA ANDALUCÍA

 DON JERÓNIMO LUIS DE CABRERA MANDÓ QUE SAN JERÓNIMO FUERA EL PATRONO DE CÓRDOBA DE LA NUEVA ANDALUCÍA

El fundador de esta ciudad de Córdoba, Don Jerónimo Luis de Cabrera, mandó que su patrono personal lo fuera también el de Córdoba de la Nueva Andalucía, como consta en el Acta Fundacional de 1573.

En la nave derecha de la Catedral, antes de ingresar a la capilla de la Virgen de las Nieves, se encuentra el altar dedicado a San Jerónimo penitente. Asimismo solo se conserva una talla procesional del santo que hasta hace medio siglo salía en procesión en la fiesta de la Virgen del Milagro. 

San Jerónimo, dígnate proteger,
defender y fomentar esta ciudad

30 de septiembre SAN JERÓNIMO, DOCTOR DE LA IGLESIA

 

Por decisión del hidalgo fundador de la ciudad, Don Jerónimo Luis de Cabrera, San Jerónimo es el patrono de Córdoba, al igual que lo fue de él.


Jerónimo (Eusebius Hieronymus Sophronius), el Padre de la Iglesia que más estudió las Sagradas Escrituras, nació alrededor del año 342, en Stridon, una población pequeña situada en los confines de la región dálmata de Panonia y el territorio de Italia, cerca de la ciudad de Aquilea. Su padre tuvo buen cuidado de que se instruyese en todos los aspectos de la religión y en los elementos de las letras y las ciencias, primero en el propio hogar y, más tarde, en las escuelas de Roma. En la gran ciudad, Jerónimo tuvo como tutor a Donato, el famoso gramático pagano. En poco tiempo, llegó a dominar perfectamente el latín y el griego (su lengua natal era el ilirio), leyó a los mejores autores en ambos idiomas con gran aplicación e hizo grandes progresos en la oratoria; pero como había quedado falto de la guía paterna y bajo la tutela de un maestro pagano, olvidó algunas de las enseñanzas y de las devociones que se le habían inculcado desde pequeño. A decir verdad, Jerónimo terminó sus años de estudio sin haber adquirido los grandes vicios de la juventud romana, pero desgraciadamente ya era ajeno al espíritu cristiano y adicto a las vanidades, lujos y otras debilidades, como admitió y lamentó amargamente años más tarde. Por otra parte, en Roma recibió el bautismo (no fue catecúmeno hasta que cumplió más o menos los dieciocho años) y, como él mismo nos lo ha dejado dicho, «teníamos la costumbre, mis amigos y yo de la misma edad y gustos, de visitar, los domingos, las tumbas de los mártires y de los apóstoles y nos metíamos a las galerías subterráneas, en cuyos muros se conservan las reliquias de los muertos». Después de haber pasado tres años en Roma, sintió el deseo de viajar para ampliar sus conocimientos y, en compañía de su amigo Bonoso, se fue hacia Tréveris. Ahí fue donde renació impetuosamente el espíritu religioso que siempre había estado arraigado en el fondo de su alma y, desde entonces, su corazón se entregó enteramente a Dios.

En el año 370, Jerónimo se estableció temporalmente en Aquilea donde el obispo, san Valeriano, se había atraído a tantos elementos valiosos, que su clero era famoso en toda la Iglesia de Occidente. Jerónimo tuvo amistad con varios de aquellos clérigos, cuyos nombres aparecen en sus escritos. Entre ellos se encontraba san Cromacio, el sacerdote que sucedió a Valeriano en la sede episcopal, sus dos hermanos, los diáconos Joviniano y Eusebio, san Heliodoro y su sobrino Nepotiano y, sobre todo, se hallaba ahí Rufino, el que fue, primero, amigo del alma de Jerónimo y, luego, su encarnizado opositor. Ya para entonces, Rufino provocaba contradicciones y violentas discusiones, con lo cual comenzaba a crearse enemigos. Al cabo de dos años, algún conflicto, sin duda más grave que los otros, disolvió al grupo de amigos, y Jerónimo decidió retirarse a alguna comarca lejana, ya que Bonoso, el que había sido compañero suyo de estudios y de viajes desde la infancia, se fue a vivir en una isla desierta del Adriático. Jerónimo, por su parte, había conocido en Aquilea a Evagrio, un sacerdote de Antioquía con merecida fama de ciencia y virtud, quien despertó el interés del joven por el Oriente, y hacia allá partió con sus amigos Inocencio, Heliodoro e Hylas, éste último había sido esclavo de santa Melania.

Jerónimo llegó a Antioquía en el 374 y allí permaneció durante cierto tiempo. Inocencio e Hylas fueron atacados por una grave enfermedad y los dos murieron; Jerónimo también estuvo enfermo, pero sanó. En una de sus cartas a santa Eustoquio le cuenta que en el delirio de su fiebre tuvo un sueño en el que se vio ante el trono de Jesucristo para ser juzgado. Al preguntársele quién era, repuso que un cristiano. «¡Mientes!», le replicaron, «tú eres un ciceroniano, puesto que donde tienes tu tesoro está también tu corazón». Aquella experiencia produjo un profundo efecto en su espíritu y su encuentro con san Malco, cuya extraña historia se relata en esta obra en la fecha del 21 de octubre, ahondó todavía más el sentimiento. Como consecuencia de aquellas emociones, Jerónimo se retiró a las salvajes soledades de Calquis, un yermo inhóspito al sureste de Antioquía, donde pasó cuatro años en diálogo con su alma. Ahí soportó grandes sufrimientos a causa de los quebrantos de su salud, pero sobre todo, por las terribles tentaciones carnales:

«En el rincón remoto de un árido y salvaje desierto», escribió años más tarde a Santa Eustoquio, «quemado por el calor de un sol tan despiadado que asusta hasta a los monjes que allí viven, a mi me parecía encontrarme en medio de los deleites y las muchedumbres de Roma... En aquel exilio y prisión a los que, por temor al infierno, yo me condené voluntariamente, sin más compañía que la de los escorpiones y las bestias salvajes, muchas veces me imaginé que contemplaba las danzas de las bailarinas romanas, como si hubiese estado frente a ellas. Tenía el rostro escuálido por el ayuno y, sin embargo, mi voluntad sentía los ataques del deseo; en mi cuerpo frío y en mi carne enjuta, que parecía muerta antes de morir, la pasión tenía aún vida. A solas con aquel enemigo, me arrojé en espíritu a los pies de Jesús, los bañé con mis lágrimas y, al fin, pude domar mi carne con los ayunos durante semanas enteras. No me avergüenzo al revelar mis tentaciones, pero sí lamento que ya no sea yo ahora lo que entonces fui. Con mucha frecuencia velaba del ocaso al alba entre llantos y golpes en el pecho, hasta que volvía la calma». De esta manera pone Dios a prueba a sus siervos, de vez en cuando; pero sin duda que la existencia diaria de san Jerónimo en el desierto, era regular, monótona y tranquila. Con el fin de contener y prevenir las rebeliones de la carne, agregó a sus mortificaciones corporales el trabajo del estudio constante y absorbente, con el que esperaba frenar su imaginación desatada. Se propuso aprender el hebreo. «Cuando mi alma ardía con los malos pensamientos», dijo en una carta fechada en el año 411 y dirigida al monje Rústico, «como último recurso, me hice alumno de un monje que había sido judío, a fin de que me enseñara el alfabeto hebreo. Así, de las juiciosas reglas de Quintiliano, la florida elocuencia de Cicerón, el grave estilo de Fronto y la dulce suavidad de Plinio pasé a esta lengua de tono siseante y palabras entrecortadas. ¡Cuánto trabajo me costó aprenderla y cuántas dificultades tuve que vencer! ¡Cuántas veces dejé el estudio, desesperado y cuántas lo reanudé! Sólo yo que soporté la tarea puedo ser testigo, yo y también los que vivían junto a mí. Y ahora doy gracias al Señor que me permite recoger los dulces frutos de la semilla que sembré durante aquellos amargos estudios». No obstante su tenaz aprendizaje del hebreo de tanto en tanto se daba tiempo para releer a los clásicos paganos.

Por aquel entonces, la Iglesia de Antioquía sufría perturbaciones a causa de las disputas doctrinales y disciplinarias. Los monjes del desierto de Calquis también tomaron partido en aquellas disensiones e insistían en que Jerónimo hiciese lo propio y se pronunciase sobre los asuntos en discusión. Él habría preferido mantenerse al margen de las disputas, pero de todas maneras, escribió dos cartas a san Dámaso, que ocupaba la sede pontificia desde el año 366, a fin de consultarle sobre el particular y preguntarle hacia cuáles tendencias se inclinaba. En la primera de sus cartas dice: «Estoy unido en comunión con vuestra santidad, o sea con la silla de Pedro; yo sé que, sobre esa piedra, está construida la Iglesia y quien coma al Cordero fuera de esa santa casa, es un profano. El que no esté dentro del arca, perecerá en el diluvio. No conozco a Vitalis; ignoro a Melesio; Paulino [eran los que reclamaban para sí la sede de Antioquía en perpetua rivalidad] es extraño para mí. Todo aquel que no recoge con vos, derrama, y el que no está con Cristo, pertenece al anticristo... Ordenadme, si tenéis a bien, lo que yo debo hacer». Como Jerónimo no recibiese pronto una respuesta, envió una segunda carta sobre el mismo asunto. No conocemos la contestación de san Dámaso, pero es cosa cierta que el Papa y todo el Occidente reconocieron a Paulino como obispo de Antioquía y que Jerónimo recibió la ordenación sacerdotal de manos del Pontífice, cuando al fin se decidió a abandonar el desierto de Calquis. Él no deseaba la ordenación (nunca celebró el santo sacrificio) y, si consintió en recibirla, fue bajo la condición de que no estaba obligado a servir a tal o cual iglesia con el ejercicio de su ministerio; sus inclinaciones le llamaban a la vida monástica de reclusión. Poco después de recibir las órdenes, se trasladó a Constantinopla a fin de estudiar las Sagradas Escrituras bajo la dirección de san Gregorio Nazianceno. En muchas partes de sus escritos Jerónimo se refiere con evidente satisfacción y gratitud a aquel período en que tuvo el honor de que tan gran maestro le explicase la divina palabra. En el año de 382, san Gregorio abandonó Constantinopla, y Jerónimo regresó a Roma, junto con Paulino de Antioquía y san Epifanio, para tomar parte en el concilio convocado por san Dámaso a fin de discutir el cisma de Antioquía. Al término de la asamblea, el Papa lo detuvo en Roma y lo empleó como a su secretario. A solicitud del Pontífice y de acuerdo con los textos griegos, revisó la versión latina de los Evangelios que «había sido desfigurada con transcripciones falsas, correcciones mal hechas y añadiduras descuidadas». Al mismo tiempo, hizo la primera revisión al salterio en latín.

Al mismo tiempo que desarrollaba aquellas actividades oficiales, alentaba y dirigía el extraordinario florecimiento del ascetismo que tenía lugar entre las más nobles damas romanas. Entre ellas se encuentran muchos nombres famosos en la antigua cristiandad, como el de santa Marcela, junto con su hermana santa Ásela y la madre de ambas, santa Albina; santa Leasanta Melania la Mayor, la primera de aquellas damas que hizo una peregrinación a Tierra Santa; santa Fabiolasanta Paula y sus hijas, santa Blesila y santa Eustoquio. Pero al morir san Dámaso, en el año 384, el secretario quedó sin protección y se encontró, de buenas a primeras, en una situación difícil. En sus dos años de actuación pública, había causado profunda impresión en Roma por su santidad personal, su ciencia y su honradez, pero precisamente por eso, se había creado antipatías entre los envidiosos, entre los paganos y gentes de mal vivir, a quienes había condenado vigorosamente y también entre las gentes sencillas y de buena voluntad, que se ofendían por las palabras duras, claras y directas del santo y por sus ingeniosos sarcasmos. Cuando hizo un escrito en defensa de la decisión de Blesila, la viuda joven, rica y hermosa que súbitamente renunció al mundo para consagrarse al servicio de Dios, Jerónimo satirizó y criticó despiadadamente a la sociedad pagana y a la vida mundana y, en contraste con la modestia y recato de que Blesila hacía ostentación, atacó a aquellas damas «que se pintan las mejillas con púrpura y los párpados con antimonio; las que se echan tanta cantidad de polvos en la cara, que el rostro, demasiado blanco, deja de ser humano para convertirse en el de un ídolo y, si en un momento de descuido o de debilidad, derraman una lágrima, fabrican con ella y sus afeites, una piedrecilla que rueda sobre sus mejillas pintadas. Son esas mujeres a las que el paso de los años no da la conveniente gravedad del porte, las que cargan en sus cabezas el pelo de otras gentes, las que esmaltan y barnizan su perdida juventud sobre las arrugas de la edad y fingen timideces de doncella en medio del tropel de sus nietos». No se mostró menos áspero en sus críticas a la sociedad cristiana, como puede verse en la carta sobre la virginidad que escribió a santa Eustoquio, donde ataca con particular fiereza a ciertos elementos del clero: «Todas sus ansiedades se hallan concentradas en sus ropas... Se les tomaría por novios y no por clérigos; no piensan en otra cosa más que en los nombres de las damas ricas, en el lujo de sus casas y en lo que hacen dentro de ellas». Después de semejante proemio, describe a cierto clérigo en particular, que detesta ayunar, gusta de oler los manjares que va a engullir y usa su lengua en forma bárbara y despiadada. Jerónimo escribió a santa Marcela en relación con cierto caballero que se suponía, erróneamente, blanco de sus ataques: «Yo me divierto en grande y me río de la fealdad de los gusanos, las lechuzas y los cocodrilos, pero él lo toma todo para sí mismo... Es necesario darle un consejo: si por lo menos procurase esconder su nariz y mantener quieta su lengua, podría pasar por un hombre bien parecido y sabio».

A nadie le puede extrañar que, por justificadas que fuesen sus críticas, causasen resentimientos tan sólo por la manera de expresarlas. En consecuencia, su propia reputación fue atacada con violencia y su modestia, su sencillez, su manera de caminar y de sonreír fueron, a su vez, blanco de los ataques de los demás. Ni la reconocida virtud de las nobles damas que marchaban por el camino del bien bajo su dirección, ni la forma absolutamente discreta de su comportamiento, le salvaron de las calumnias. Por toda Roma circularon las murmuraciones escandalosas respecto a las relaciones de san Jerónimo con santa Paula. Las cosas llegaron a tal extremo, que el santo, en el colmo de la indignación, decidió abandonar Roma y buscar algún retiro tranquilo en el Oriente. Antes de partir, escribió una hermosa apología en forma de carta dirigida a santa Asela: «Saluda a Paula y a Eustoquio, mías en Cristo, lo quiera el mundo o no lo quiera», concluye aquella epístola, «Diles que todos compareceremos ante el trono de Jesucristo para ser juzgados, y entonces se verá en qué espíritu vivió cada uno de nosotros». En el mes de agosto del año 385, se embarcó en Porto y, nueve meses más tarde, se reunieron con él en Antioquía, Paula, Eustoquio y las otras damas romanas que habían resuelto compartir con él su exilio voluntario, y vivir como religiosas en Tierra Santa. Por indicaciones de Jerónimo, aquellas mujeres se establecieron en Belén y Jerusalén, pero antes de enclaustrarse, viajaron por Egipto para recibir consejo de los monjes de Nitria y del famoso Dídimo, el maestro ciego de la escuela de Alejandría.

Gracias a la generosidad de Paula, se construyó un monasterio para hombres, próximo a la basílica de la Natividad, en Belén, lo mismo que otros edificios para tres comunidades de mujeres. El propio Jerónimo moraba en una amplia caverna, vecina al sitio donde nació el Salvador. En aquel mismo lugar estableció una escuela gratuita para niños y una hostería, «de manera que», como dijo Santa Paula, «si José y María visitaran de nuevo Belén, habría donde hospedarlos». Allí, por lo menos, transcurrieron algunos años en completa paz. «Aquí se congregan los ilustres galos y tan pronto como los británicos, tan alejados de nuestro mundo, hacen algunos progresos en la religión, dejan las tierras donde viven y acuden a éstas, a las que sólo conocen por relaciones y por la lectura de las Sagradas Escrituras. Lo mismo sucede con los armenios, los persas, los pueblos de la India y de Etiopía, de Egipto, del Ponto, Capadocia, Siria y Mesopotamia. Llegan en tropel hasta aquí y nos ponen ejemplo en todas las virtudes. Las lenguas difieren, pero la religión es la misma. Hay tantos grupos corales para cantar los salmos como hay naciones... Aquí tenemos pan y las hortalizas que cultivamos con nuestras manos; tenemos leche y los animales nos dan alimento sencillo y saludable. En el verano, los árboles proporcionan sombra y frescura. En el otoño, el viento frío que arrastra las hojas, nos da la sensación de quietud. En primavera, nuestras salmodias son más dulces, porque las acompañan los trinos de las aves. No nos falta leña cuando la nieve y el frío del invierno nos caen encima. Dejémosle a Roma sus multitudes; le dejaremos sus arenas ensangrentadas, sus circos enloquecidos, sus teatros empapados en sensualidad y, para no olvidar a nuestros amigos, le dejaremos también el cortejo de damas que reciben sus diarias visitas».

Pero no por gozar de aquella paz, podía Jerónimo quedarse callado y con los brazos cruzados cuando la verdad cristiana estaba amenazada. En Roma había escrito un libro contra Helvidio sobre la perpetua virginidad de la Santísima Virgen María, ya que aquél sostenía que, después del nacimiento de Cristo, Su Madre había tenido otros hijos con José. Este y otros errores semejantes fueron de nuevo puestos en boga por las doctrinas de un tal Joviniano. San Pamaquio, yerno de santa Paula, lo mismo que otros hombres piadosos de Antioquía, se escandalizaron con aquellas ideas y enviaron los escritos de Joviniano a san Jerónimo y éste, como respuesta, escribió dos libros contra aquél en el año 393. En el primero, demostraba las excelencias de la virginidad cuando se practicaba por amor a la virtud, lo que había sido negado por Joviniano, y en el segundo atacó los otros errores. Los tratados fueron escritos con el estilo recio, característico de Jerónimo, y algunas de sus expresiones les parecieron a las gentes de Roma demasiado duras y denigrantes para la dignidad del matrimonio. San Pamaquio y otros con él, se sintieron ofendidos, y así se lo notificaron a Jerónimo; entonces, éste escribió la «Apología a Pamaquio», conocida también como el tercer libro contra Joviniano, en un tono que, seguramente, no dio ninguna satisfacción a sus críticos. Pocos años más tarde, Jerónimo tuvo que dedicar su atención a Vigilancio -a quien sarcásticamente llama Dormancio-, un sacerdote galo romano que desacreditaba el celibato y condenaba la veneración de las reliquias hasta el grado de llamar a los que la practicaban, idólatras y adoradores de cenizas. En su respuesta, Jerónimo le dijo: «Nosotros no adoramos las reliquias de los mártires, pero sí honramos a aquellos que fueron mártires de Cristo para poder adorarlo a Él. Honramos a los siervos para que el respeto que les tributamos se refleje en su Señor». Protestó contra las acusaciones de que la veneración a los mártires era idolatría, al demostrar que los cristianos jamás adoraron a los mártires como a dioses y, a fin de probar que los santos interceden por nosotros, escribió: «Si es cierto que cuando los apóstoles y los mártires vivían aún sobre la tierra, podían pedir por otros hombres, ¡con cuánta mayor eficacia podrán rogar por ellos después de sus victorias! ¿Tienen acaso menos poder ahora que están con Jesucristo?» Defendió el estado monástico y dijo que, al huir de las ocasiones y los peligros, un monje busca su seguridad porque desconfía de su propia debilidad y porque sabe que un hombre no puede estar a salvo, si se acuesta junto a una serpiente. Con frecuencia se refiere Jerónimo a los santos que interceden por nosotros en el cielo. A Heliodoro lo comprometió a rezar por él cuando estuviese en la gloria y a santa Paula le dijo, en ocasión de la muerte de su hija Blesila: «Ahora eleva preces ante el Señor por ti y obtiene para mí el perdón de mis culpas».

Del año 395 al 400, san Jerónimo hizo la guerra a la doctrina de Orígenes y, desgraciadamente, en el curso de la lucha, se rompió su amistad de veinticinco años con Rufino. Tiempo atrás le había escrito a éste la declaración de que «una amistad que puede morir nunca ha sido verdadera», lo mismo que, mil doscientos años más tarde, diría Shakespeare:

 ...Love is not love
which alters when its alteration finds
or bends with the remover to remove.
(No es amor el amor
que se altera ante un tropiezo
o se dobla ante el peligro)

Sin embargo, el afecto de Jerónimo por Rufino sucumbió ante el celo del santo por defender la verdad. Jerónimo, como escritor, recurría continuamente a Orígenes y era un gran admirador de su erudición y de su estilo, pero tan pronto como descubrió que en el Oriente algunos se habían dejado seducir por el prestigio de su nombre y habían caído en gravísimos errores, se unió a san Epifanio para combatir con vehemencia el mal que amenazaba con extenderse. Rufino, que vivía por entonces en un monasterio de Jerusalén, había traducido muchas de las obras de Orígenes al latín y era un entusiasta admirador suyo, aunque no por eso debe creerse que estuviese dispuesto a sostener las herejías que, por lo menos materialmente, se hallan en los escritos de Orígenes. San Agustín fue uno de los hombres buenos que resultaron afectados por las querellas entre Orígenes y Jerónimo, a pesar de que nadie mejor que él estaba en posición de comprender la actitud de Jerónimo, puesto que mantuvo con éste una larga controversia en relación con la exégesis del capítulo segundo de la epístola de San Pablo a los gálatas. No obstante que san Agustín empleó a fondo su tacto y sus buenas maneras, con sus primeras cartas hirió la susceptibilidad de Jerónimo, quien le escribió en el año 416 con estas palabras: «Nunca he dejado de atacar a los herejes y he hecho todo lo posible por considerar siempre a los enemigos de la Iglesia como enemigos personales míos». Sin embargo, parece ser que, a veces, Jerónimo consideraba que todos aquellos que tuviesen opiniones distintas a las suyas eran, necesariamente, enemigos de la Iglesia. En la cuestión de defender el bien y combatir el mal, no tenía el sentido de la moderación. Era fácil que se dejase arrastrar por la cólera o por la indignación, pero también se arrepentía con extraordinaria rapidez de sus exabruptos. Hay una anécdota referente a cierta ocasión en la que el papa Sixto V contemplaba una pintura donde aparecía el santo cuando se golpeaba el pecho con una piedra, «Haces bien en utilizar esa piedra», dijo el Pontífice a la imagen, «porque sin, ella, la Iglesia nunca te hubiese canonizado».

Pero sus denuncias, alegatos y controversias, por muy necesarios y brillantes que hayan sido, no constituyen la parte más importante de sus actividades. Nada dio tanta fama a san Jerónimo como sus obras críticas sobre las Sagradas Escrituras. Por eso, la Iglesia le reconoce como a un hombre especialmente elegido por Dios y le tiene por el mayor de sus grandes doctores en la exposición, la explicación y el comentario de la divina palabra. El papa Clemente VIII no tuvo escrúpulos en afirmar que Jerónimo tuvo la asistencia divina al traducir la Biblia. Por otra parte, nadie mejor dotado que él para semejante trabajo: durante muchos años había vivido en el escenario mismo de las Sagradas Escrituras, donde los nombres de las localidades y las costumbres de las gentes eran todavía los mismos. Sin duda que muchas veces obtuvo en Tierra Santa una clara representación de diversos acontecimientos registrados en las Escrituras. Conocía el griego y el arameo, lenguas vivas por aquel entonces y, también sabía el hebreo que, si bien había dejado de ser un idioma de uso corriente desde el cautiverio de los judíos, aún se hablaba entre los doctores de la ley. A ellos recurrió Jerónimo para una mejor comprensión de los libros santos e incluso tuvo por maestro a un docto y famoso judío llamado Bar Ananías, el cual acudía a instruirle por las noches y con toda clase de precauciones para no provocar la indignación de los otros doctores de la ley. Pero no hay duda de que, además de todo eso, Jerónimo recibió la ayuda del cielo para obtener el espíritu, el temperamento y la gracia indispensables para ser admitido en el santuario de la divina sabiduría y comprenderla. Además, la pureza de corazón y toda una vida de penitencia y contemplación, habían preparado a Jerónimo para recibir aquella gracia. Ya vimos que, bajo el patrocinio del papa San Dámaso, revisó en Roma la antigua versión latina de los Evangelios y los salmos, así como el resto del Nuevo Testamento. La traducción de la mayoría de los libros del Antiguo Testamento escritos en hebreo, fue la obra que realizó durante sus años de retiro en Belén, a solicitud de todos sus amigos y discípulos más fieles e ilustres y por voluntad propia, ya que le interesaba hacer la traducción del original y no de otra versión cualquiera. No comenzó a traducir los libros por orden, sino que se ocupó primero del Libro de los Reyes y siguió con los demás, sin elegirlos. Las únicas partes de la Biblia en latín, conocida como la Vulgata, que no fueron traducidas por san Jerónimo, son los libros de la Sabiduría, el Eclesiástico, el de Baruc y los dos libros de los Macabeos. Hizo una segunda revisión de los salmos, con la ayuda del Hexaplas de Orígenes y los textos hebreos, y esa segunda versión es la que está incluida en la Vulgata y la que se usó durante siglos en los oficios divinos[1]. La primera versión, conocida como el Salterio Romano, se usa todavía en el salmo de invitación de los maitines y en todo el misal así como para los oficios divinos en San Pedro de Roma, San Marcos de Venecia y los ritos milaneses. El Concilio de Trento designó a la Vulgata de San Jerónimo, como el texto bíblico latino auténtico o autorizado por la Iglesia católica, sin implicar por ello alguna preferencia por esta versión sobre el texto original u otras versiones en otras lenguas. En 1907, el papa san Pío X confió a los monjes benedictinos la tarea de restaurar en lo posible los textos de san Jerónimo en la Vulgata ya que, al cabo de quince siglos de uso, habían sido considerablemente modificados y corregidos; esta tarea fue el origen de la que en la actualidad se llama «neovulgata», que no es la restauración de la de Jerónimo sino una nueva traducción, pero en el espíritu de la jeronimiana.

En el año de 404, san Jerónimo tuvo la gran pena de ver morir a su inseparable amiga santa Paula y, pocos años después, cuando Roma fue saqueada por las huestes de Alarico, gran número de romanos huyeron y se refugiaron en el Oriente. En aquella ocasión, san Jerónimo les escribió de esta manera: «¿Quién hubiese pensado que las hijas de esa poderosa ciudad tendrían que vagar un día, como siervas o como esclavas, por las costas de Egipto y del África? ¿Quién se imaginaba que Belén iba a recibir a diario a nobles romanas, damas distinguidas criadas en la abundancia y reducidas a la miseria? No a todas puedo ayudar, pero con todas me lamento y lloro y, completamente entregado a los deberes que la caridad me impone para con ellas, he dejado a un lado mis comentarios sobre Ezequiel y casi todos mis estudios. Porque ahora es necesario traducir las palabras de la Escritura en hechos y, en vez de pronunciar frases santas, debemos actuarlas». De nuevo, cuando su vida estaba a punto de terminar, tuvo que interrumpir sus estudios por una incursión de los bárbaros y, algún tiempo después, por las violencias y persecuciones de los pelagianos, quienes enviaron a Belén a una horda de rufianes para atacar a los monjes y las monjas que ahí moraban bajo la dirección y la protección de san Jerónimo, el cual había atacado a Pelagio en sus escritos. Durante aquella incursión, algunos religiosos y religiosas fueron maltratados, un diácono resultó muerto y casi todos los monasterios fueron incendiados. Al año siguiente, murió santa Eustoquio y, pocos días más tarde, san Jerónimo la siguió a la tumba. El 30 de septiembre del año 420, cuando su cuerpo extenuado por el trabajo y la penitencia, agotadas la vista y la voz, parecía una sombra, pasó a mejor vida. Fue sepultado en la iglesia de la Natividad, cerca de la tumba de Paula y Eustoquio, pero mucho tiempo después, sus restos fueron trasladados al sitio donde reposan hasta ahora, en la basílica de Santa María la Mayor, en Roma. Los artistas representan con frecuencia a san Jerónimo con los ropajes de un cardenal, debido a los servicios que prestó al papa san Dámaso, aunque a veces también lo pintan junto a un león, porque se dice que domesticó a una de esas fieras a la que sacó una espina que se había clavado en la pata. La leyenda pertenece más bien a san Gerásimo, pero el león podría ser el emblema ideal de aquel noble, indomable y valiente defensor de la fe.

En los últimos años se hicieron muchos progresos en el estudio y la investigación de la vida de San Jerónimo. Es particularmente valioso el volumen Miscellania Gerominiana, publicado en Roma en 1920, en ocasión de celebrarse el décimoquinto centenario de su muerte. Gran número de ilustres investigadores, como Duchesne, Batifol, Lanzoni, Zeiller y Bulic colaboraron en la formación de ese libro con diversos estudios sobre puntos de particular interés en relación con el santo. En 1922, hizo su aparición la mejor de sus modernas biografías, la de F. Carallara, Saint Jérôme, sa vie et sa oeuvre (1922, 2 vols.). También se deben consultar las notas críticas del padre Peeters en Analecta Bollandiana, vol. XLIII pp. 180-184. En fechas anteriores, tenemos el descubrimiento hecho por G. Morin de los Comentarioli et Tractus de San Jerónimo sobre los Salmos así como otros hallazgos (ver a Morin en Études, textes découverts pp. 17-25). Un artículo muy completo sobre San Jerónimo, escrito por H. Leclercq, aparece en el DAC., vol. VII, cc. 2235-3304, así como otro de J. Forget, en DTC., vol VIII, (1924), cc. 894-983. En el siglo XVIII, Vallarsi y los bolandistas (septiembre vol VIII) escribieron sendas obras minuciosas sobre el santo. Los escritos más antiguos sobre San Jerónimo, a excepción de la crónica de Marcelino (editada por Mommsen en MGH., Auctores Antiquissimi, vol. II, pp. 47 y ss.), carecen de valor. La correspondencia y las obra de San Jerónimo fueron, son y serán siempre la fuente principal para el estudio de su vida. Ver también a P. Monceaux en St. Jerome: de early years (1935); a J. Duff, en Letters of S. Jerome (1942); a Penna en S. Girolamo (1949); a P. Antin, en Essai sur S, Jerome (1951) y el Monument to St. Jerome (1952), un ensayo de F. X. Murphy.

martes, 29 de septiembre de 2020

29 de septiembre DEDICACION DE SAN MIGUEL ARCANGEL

 DEDICACION DE SAN MIGUEL ARCANGEL (29 de septiembre) - Año Litúrgico - Dom Prospero Gueranguer

OBJETO DE LA FIESTA. — La dedicación de San Miguel, aunque es la más solemne de las fiestas que la Iglesia celebra cada año en honor del Arcángel, le es menos personal, porque en ella se celebra a la vez a todos los coros de la jerarquía angélica. En efecto, la Iglesia, por boca de Rabano Mauro, abad de Fulda, propone a nuestra meditación el objeto de la fiesta de este día en el himno de las primeras Vísperas:

 
En nuestras alabanzas celebramos
A todos los guerreros del cielo;
Pero ante todo al jefe supremo
De la milicia celestial:
A Miguel que, lleno de valentía,
Derribó al demonio [1].

ORÍGENES DE LA FIESTA. — La fiesta del 8 de mayo nos trae a la memoria la aparición en el monte Gargano. En la Edad Media, sólo la ceiebraba la Italia meridional. La fiesta del 29 de septiembre es propia de Roma, pues recuerda el aniversario de la Dedicación de una basílica hoy desaparecida, situada en la Via Salaria, al Noreste de la Ciudad.

La dedicación de esta iglesia nos da la razón del título que hasta hoy conserva el Misal Romano para la fiesta de San Miguel: Dedicatio sancti Michaelis. El carácter primitivamente local de este título se fue atenuando poco a poco en los libros litúrgicos de las Iglesias de Francia o de Alemania, que en la Edad Media seguían la Liturgia romana: la fiesta llevaba entonces el título In Natale o In Veneratione Sancti Michaelis y, del título antiguo no quedaba ya más que el nombre del Arcángel.

EL OFICIO DE SAN MIGUEL. — El oficio tampoco podía conservar recuerdo de la dedicación: los oficios antiguos de las dedicaciones celebraban, en efecto, al santo en cuyo honor se consagraba una iglesia y no el edificio material en que era honrado. No tenían, pues, nada de impersonal, sino que, al contrario, revestían un carácter muy especificado.

El oficio de San Miguel puede contarse entre las más bellas composiciones de nuestra Liturgia. Nos hace contemplar unas veces al príncipe de la milicia celestial y jefe de todos los ángeles buenos, otras al ministro de Dios que asiste al juicio particular de cada alma finada, y otras al intermediario que lleva al altar de la liturgia celeste las oraciones del pueblo fiel.

EL ÁNGEL TURIFERARIO. — Las primeras Víspeperas empiezan con la antífona Stetit Angelus, cuyo texto se repite en el Ofertorio de la Misa del día: "El ángel se puso de pie junto al ara del templo, teniendo en su mano un incensario de oro, y le dieron muchos perfumes: y subió el humo de los perfumes a la presencia de Dios." La Oración de la bendición del incienso en la Misa solemne nos da el nombre de este ángel turiferario: es "el bienaventurado Arcángel Miguel". El libro del Apocalipsis, de donde están tomados estos textos litúrgicos, nos enseña que los perfumes que suben a la presencia de Dios, son la oración de los justos: "el humo de los perfumes encendidos de las oraciones de los santos subió de mano del ángel a la presencia de Dios"[2]

EL MEDIADOR DE LA ORACIÓN EUCARÍSTICA.— Es también San Miguel quien presenta al Padre la oblación del Justo por excelencia, pues a Miguel se nombra en la misteriosa oración del Canon de la Misa, en la que la santa Iglesia pide a Dios que lleve la oblación sagrada, por manos del Angel santo, al altar sublime, a la presencia de la divina Majestad. Y, en efecto, llama poderosamente la atención el poderlo comprobar en los antiguos textos litúrgicos romanos: A San Miguel se le llama con frecuencia el "Santo Angel": el Angel por excelencia.

Ahora bien, es muy probable que la revisión del texto del Canon, en el que el singular Angelí tui reemplazó al plural Angelorum tuorum, se terminase siendo pontífice el Papa Gelasio. Y, precisamente por el mismo tiempo, a fines del siglo V, fue cuando "el Angel" se apareció al Obispo de Siponto junto al monte Gargano.

VOCACIÓN CONTEMPLATIVA DE LOS ANGELES. — De manera que la Iglesia considera a San Miguel como el mediador de su oración litúrgica: está entre Dios y los hombres. Dios, que distribuyó con un orden admirable las jerarquías invisibles[3], emplea por opulencia en la alabanza de su gloria el ministerio de estos espíritus celestes, que están mirando continuamente la cara adorable del Padre [4] y que saben, mejor que los hombres, adorar y contemplar la belleza de sus perfecciones infinitas. Mi-Ka-El: "¿Quién como Dios?" Expresa este nombre por sí solo, en su brevedad, la más completa alabanza, la adoración más perfecta, el agradecimiento más acabado de la superioridad divina, y la confesión más humilde de la nada de la criatura.

La Iglesia de la tierra invita también a los espíritus celestiales a bendecir al Señor, a cantarle, a alabarle, y a ensalzarle sin cesar [5] Esta vocación contemplativa de los ángeles es el modelo de la nuestra, como nos lo recuerda un bellísimo prefacio del sacramentario de San León: "Es verdaderamente digno... darte gracias, a ti, que nos enseñas por tu Apóstol que nuestra vida es trasladada al cielo; que con amor nos ordenas transportarnos en espíritu allá donde sirven los que nosotros veneramos, y dirigirnos a las cumbres que en la fiesta del bienaventurado Arcángel Miguel contemplamos con amor, por Jesucristo Nuestro Señor."

AUXILIAR DEL GÉNERO HUMANO. — Pero la Iglesia sabe también que a estos divinos espíritus, entregados al servicio de Dios, les ha sido a la vez confiado un ministerio cerca de aquellos que tienen que recoger la herencia de la salvación[6], y así, sin esperar a la fiesta del 2 de octubre, consagrada de modo más especial a los Angeles custodios, desde hoy pide ya a San Miguel y a sus ángeles que nos defiendan en el combate[7]. Y pide, finalmente, a San Miguel que se acuerde de nosotros y ruegue al Hijo de Dios para que no perezcamos en el día terrible del juicio. El día temible del juicio, el gran Arcángel, abanderado de la milicia celestial, introducirá nuestra causa ante el Altísimo[8] y nos hará entrar en la luz santa[9].

PLEGARIA. — En la lucha contra los poderes del mal, podemos dirigir ya desde ahora al Arcángel, la oración de exorcismo que León XIII insertó en el Ritual de la Iglesia Romana:

"Gloriosísimo príncipe de la milicia celestial, San Miguel Arcángel, defiéndenos en la lucha contra los principados, potestades, jefes de este mundo de tinieblas, y contra los espíritus malignos. Ven en auxilio de los hombres, que Dios hizo a imagen y semejanza suya y rescató a alto precio de la tiranía del demonio.

"La Santa Iglesia te venera como custodio y patrón; Dios te confió las almas de los rescatados para colocarlas en la felicidad del cielo. Pide al Dios de la paz que aplaste al diablo debajo de nuestros pies para quitarle el poder de retener a los hombres cautivos y hacer daño a la Iglesia. Ofrece nuestras oraciones en la presencia del Altísimo para que lleguen cuanto antes las misericordias del Señor y para que el dragón, la antigua serpiente que se llama Diablo y Satanás, sea precipitado y encadenado en el infierno, y no seduzca ya jamás a las naciones. Amén."


[1] Traducimos el texto primitivo conservado en el Breviario monástico, y no el reformado por Urbano V I I I para el Breviario romano.
[2] Apoc., VIII, 4.
[3] Colecta de la Misa.
[4] Final del Evangelio de la Misa.
[5] Introito, Gradual, Comunión de la Misa; Antífonas de Vísperas.
[6] Hebr., I, 14.
[7] Aleluya de la Misa: Oración al pie del altar después del último Evangelio.
[8] Antífona del Magníficat en las II Vísperas.
[9] Ofertorio de la Misa de Difuntos.

domingo, 27 de septiembre de 2020

28 de septiembre SAN WENCESLAO DE BOHEMIA, MÁRTIR

 SAN WENCESLAO DE BOHEMIA, MÁRTIR - Año Litúrgico - Dom Prospero Gueranguer

PRÍNCIPE CRISTIANO. — San Wenceslao es una de las figuras más brillantes del siglo X, siglo que se ha llamado de hierro.

Nieto de una santa, pero hijo de una madre pagana fanática, fué expresión pura de la majestad real y cristiana que iba a tener en San Luis, tres siglos después, un dechado perfecto. La naturaleza paternal de la autoridad le daba ocasión para hacer a los vasallos toda suerte de favores y moderar así los excesos del mando; como Príncipe, era lugarteniente de Jesucristo y su auténtico representante y, por tanto, tenía un carácter sobrenatural y sagrado del oficío que desempeñaba.

Cabeza de la gran familia nacional, el rey era el padre de su pueblo, y del mayor al más pequeño, todos tenían derecho de llamarse sus hijos y de apelar a su justicia. Señor indiscutible pero de poder moderado naturalmente por la identidad de intereses de la Corona y del pueblo, era el árbitro de las decisiones prudentes, porque ninguna ambición personal, ningún interés de partido podían influir en un hombre que había recibido todo de Dios, y a El solo tenía que rendirle cuentas.

Por el hecho mismo de que era el juez supremo, el rey era el pacificador, el apaciguador decía San Luis, ocupado siempre en resolver las querellas de sus hijos para unirlos puesta la mira en el bien común: la tranquilidad del reino, preludio de la paz de Dios.

A este programa del príncipe cristiano, que Wenceslao realizó en los pocos años de su reinado, Dios puso el sello del martirio dando de este modo a la obra ejecutada en el tiempo un valor de eternidad.

VIDA. — Wenceslao nació hacia el año 907. Muerto su padre en el curso de una expedición contra los húngaros, hacia 920, tuvo que tomar su madre la regencia del reino de Bohemia durante su minoría. El joven príncipe fué educado por su abuela Ludmila. Al morir ésta, se aisló al príncipe de toda influencia religiosa. Wenceslao no por eso permaneció menos fiel a su Dios. Tomó el poder en 925 y gobernó como rey cristianísimo. Llevaba vida austera, su piedad le hacía pasar las noches en oración; procuraba mantener la paz entre sus súbditos y también con el Imperio. Su política fué muy discutida por su hermano Boleslao; éste le llevó a Boleslava y a continuación de un banquete le hizo vilmente asesinar el 28 de septiembre de 929, en la iglesia de San Cosme y San Damián. Sus milagros hicieron pública su santidad. La Iglesia reconocióla oficialmente antes de terminar el siglo X. Wenceslao es el héroe y el patrón nacional de Bohemia.

PATRÓN DE BOHEMIA. — La iglesia en que fuiste coronado, oh mártir, era la de los santos Cosme y Damián, cuya fiesta te llevó al lugar de tu triunfo. Como los honraste tú a ellos, así ahora te honramos a ti nosotros. Y como tú, saludamos la llegada de la solemnidad que en el festín fratricida pronosticaban tus últimas palabras: "En honor del Santo Arcángel Miguel bebamos esta copa y roguémosle que se digne introducir nuestras almas en la paz de la alegría eterna." Sublime brindis, cuando ya tenías entre manos el cáliz de la sangre. Oh Wenceslao, métenos bien adentro esa intrepidez, de la que no se separa jamás la suavidad humilde, simple como Dios, hacia el cual tiende, tranquila como los Ángeles, a quienes se confía. Ayuda a la Iglesia en estos nuestros calamitosos tiempos: toda ella te glorifica y toda ella tiene derecho a contar contigo. Pero especialmente protege al pueblo cuya gloria tú mismo eres; fiel como es a tu memoria santa, y reclamando como suya tu corona en todas sus luchas de la tierra, sus extravíos no pueden ser mortales. Vamos a repetir con él las palabras del viejo canto checo del siglo XIII:

"San Wenceslao, duque de la tierra checa, nuestro príncipe, ruega por nosotros a Dios, al Espíritu Santo. Kyrie eleison. Tú, el heredero de la tierra de Bohemia, acuérdate de tu raza, no permitas que perezcamos ni nosotros ni nuestros hijos. San Wenceslao, Kyrie eleison. Imploramos tu ayuda, ten misericordia de nosotros, consuela a los que están tristes, aleja todo mal, oh San Wenceslao, Kyrie eleison. La corte celestial es un "palacio hermoso. Dichoso el que puede entrar en la vida eterna, luz brillante del Espíritu Santo, Kyrie eleison.

28 de septiembre SAN WENCESLAO DE BOHEMIA, MÁRTIR

 


SAN WENCESLAO DE BOHEMIA, MÁRTIR - Vidas de los Santos de A. Butler

(929 p.C.) - No se puede decir que el bautismo de Borivoy, rey de Bohemia, y el de su esposa, Santa Ludimila, tuviese como consecuencia la conversión de un gran número de sus subditos puesto que, por el contrario, la mayoría de las más poderosas familias checas se oponían enérgicamente a la nueva religión. A partir del año de 915, Ratislav, el hijo de Borivoy, gobernó todo el reino. El joven príncipe se había casado con Drahomira, una doncella que se decía cristiana, hija del jefe de los eslavos del norte, los veletianos. De aquel matrimonio nacieron dos hijos: Wenceslao, que vino al mundo el año de 907, cerca de Praga, y Boleslao. Santa Ludimila, la abuela, arregló las cosas de tal manera, que la crianza y educación del mayor de sus nietos le fuera confiada enteramente, y así pudo alimentar el corazón de Wenceslao en el amor de Dios. En esta tarea Ludimila se valió de la ayuda del sacerdote Pablo, su capellán, quien había sido discípulo de San Metodio y había bautizado a Wenceslao. Bajo el tutorazgo de aquellos dos personajes, se afirmaron las virtudes inculcadas en el espíritu del joven y, cuando tuvo la edad suficiente para asistir al colegio de Budech, "hablaba, leía y escribía el latín como cualquier obispo y leía el eslavo con facilidad". Era todavía muy joven cuando su padre murió en una de las batallas contra los magiares, y su madre, Drahomira, asumió el gobierno e impuso una política anticristiana o "secularista". Es casi seguro que, al hacer esto, la reina actuaba bajo la presión de los elementos semipaganos de la nobleza, pero de todas maneras, el cambio de política dio como resultado que Drahomira experimentase terribles celos ante la influencia que ejercía Santa Ludimila sobre su hijo mayor y que denunciase a la santa como a una usurpadora que había formado a Wenceslao para el convento y no para el trono. Ludimila, afligidísima por aquellas acusaciones y muy preocupada por los desórdenes públicos y la lucha contra una religión que ella y su esposo habían establecido a costa de innumerables dificultades, optó por cortar por lo sano y, mediante largas y graves conversaciones con Wenceslao, trató de convencerle de la necesidad urgente que había de que tomase las riendas del poder en sus manos para salvaguardia del cristianismo. Los nobles se enteraron de aquellos manejos, y dos de ellos fueron enviados al castillo de Santa Ludimila, en Tetin, donde la estrangularon a fin de que, privado de su apoyo, Wenceslao no pudiese emprender el gobierno de su pueblo. Sin embargo, los acontecimientos tomaron un curso diferente al previsto: la reina Drahomira, por intereses ajenos a la cuestión, fue expulsada del trono y, por voluntad del pueblo, Wenceslao fue proclamado rey. Corno primera medida, el joven monarca Anunció que apoyaría decididamenh- ti la Ley y a la Iglesia de Dios, que inipondria eusligos muy severos los culpables de asesinato o de ejercer la esclavitud y que se comprometía a reinar con justicia y misericordia. Mandó traer a su madre que se hallaba desterrada en Budech y desde entonces, la ex reina vivió en la corte sin intervenir para nada en el gobierno de Wenceslao.

En ocasión de una asamblea de regentes, convocada y presidida por Enrique I el Cazador, rey de Alemania, el joven Wenceslao llegó con mucho retraso e hizo esperar a todos los demás cuando se abrieron las sesiones. Algunos de los príncipes le enviaron un mensaje para hacerle saber que se consideraban ofendidos por su tardanza y Wenceslao mandó decir a la asamblea que le apenaba muchísimo su impuntualidad, que se le había ido el tiempo en la práctica de sus devociones y que pedía, como merecido castigo a su descortesía, que ninguno de los gobernantes ahí reunidos le presentara sus saludos cuando arribase. No obstante aquella petición, el propio rey Enrique, quien verdaderamente admiraba y respetaba la devoción del joven, le recibió con todos los honores. En el curso de aquella reunión, Wenceslao solicitó la gracia especial de que le fuera concedida a su país la conservación de una parte de las reliquias de San Vito. La petición fue otorgada: un brazo del santo fue cedido a Bohemia y, para guardar la reliquia, el joven monarca comenzó a construir, en Praga, una gran iglesia, precisamente en el sitio donde ahora se encuentra la catedral. En el terreno político, Wenceslao cultivó las relaciones amistosas con Alemania y protegió la unidad de su país, gracias a la medida diplomática de reconocer el rey Enrique I como el señor de todas aquellas tierras y como al legítimo sucesor de Carlomagno. Aquella política, adoptada alrededor del año 926, unida a la energía con que combatió la opresión y otros excesos practicados por los nobles, hicieron prosperar a Bohemia, pero al mismo tiempo, provocaron la creación de un partido de oposición, formado principalmente por los que se hallaban contrariados a causa de la influencia que ejercía el elcro sobre Wenceslao. Fue por entonces cuando éste se casó y, al nacer su hijo primogénito, el hermano menor del rey, Boleslao, resentido al ver que se perdía ¡a ocasión para ascender al trono, se unió al partido de los descontentos.

En el mes de septiembre del año 929, Wenceslao recibió una invitación de su hermano Boleslao para que se trasladara a la localidad de Stara Boleslav a fin de tomar parte en los festejos en honor de los patronos del lugar, Santos Cosme y Damián. En la noche del día de la celebración, terminados los festejos, Wenceslao recibió la advertencia de que su vida corría peligro, pero hizo caso omiso de ella. Se unió a los otros convidados, se sentó a la mesa con ellos, hizo un brindis especial en "honor de San Miguel, a quien rogamos que nos lleve por el camino de la paz hacia la felicidad eterna" y, luego de retirarse a orar, se acostó a dormir. Aún no despuntaba el alba del día siguiente cuando Wenceslao, que salió de la casa donde moraba para asistir a la misa, se encontró con Boleslao y se detuvo para darle las gracias por su invitación y su hospitalidad. "Ayer", repuso Boleslao con tono frío, "hice cuanto pude por servirte como corresponde, pero hoy es otro día y todo el servicio que puedo darte es éste . . ." Y, con la rapidez del rayo, sacó el puñal y se lo clavó a su hermano en mitad del pecho. Ambos cayeron al suelo trenzados en lucha e inmediatamente acudieron los amigos de Boleslao que acribillaron a puñaladas al rey. Antes de lanzar el último aliento, sobre los escalones de la entrada a la capilla bañados con su sangre, Wenceslao tuvo tiempo de exclamar: "¡Dios te perdone, hermano!"

Inmediatamente, el propio pueblo del joven monarca le aclamó como a un vidrio. Su caridad no conoce límites; busca sus objetivos en las partes más remotas y aún los solitarios de Egipto llegaron a sentir sus benéficos efectos". Por cierto, que lo mismo en su sede que fuera de ella, había un amplio campo para que se ejerciera la caridad de Exuperio, puesto que, por aquel entonces, las Galias sufrían la desolación de las invasiones de los vándalos.

San Exuperio escribió al Papa Inocencio I para pedirle instrucciones sobre diversos asuntos de la disciplina y para solicitarle algunas aclaraciones sobre los cánones referentes a las Sagradas Escrituras. Como respuesta, el Pontífice le envió una lista de los auténticos libros de la Biblia, tal como por aquel entonces se tomaban en Roma y, como se ha podido comprobar, aquella lista era exactamente igual a la actual, incluso los libros deuterocanónicos. Se desconocen el lugar y la fecha de la muerte del obispo Exuperio y se tiene entendido que, antes de morir, estuvo en el exilio. San Paulino de Ñola se refiere a él como a uno de los más ilustres obispos de la Iglesia en las Galias y, hacia mediados del siglo sexto, se la tributaban los mismos honores que a San Saturnino en la iglesia de Toulouse.

Parece un tanto singular que San Exuperio, cuya fama llegó a Roma y a Palestina, no ocupe lugar alguno en el Hieronymianum. Lo que se ha registrado en relación con él, fue tomado del Acta Sanctorum, sept. vol. VIII; en DTC, vol. V, ce. 2022-2037, hay extensas notas sobre él. Véase también a Duchesne, en Fastes Épiscopaux, vol. I, p. 307.

DECIMOSEPTIMO DOMINGO DESPUES DE PENTECOSTES

 DECIMOSEPTIMO DOMINGO DESPUES DE PENTECOSTES - Año Litúrgico - Dom Prospero Gueranger

M I S A

Las decisiones de Dios son siempre justas, ya confunda en su justicia a los orgullosos, ya en su misericordia ensalce a los humildes. Vimos hace ocho días a este arbitro soberano manos a la obra en la distribución de las plazas reservadas para los santos en el banquete de la unión 9 divina. Al cantar el Introito de este día, recordamos las pretensiones y la suerte diversas de los invitados a las bodas sagradas, y sólo apelamos a la misericordia.

INTROITO

Justo eres, Señor, y recto es tu juicio: haz con tu siervo según tu misericordia.
— Salmo: Bienaventurados los puros en. su camino: los que andan en la Ley del Señor. V. Gloria al Padre.

El obstáculo más odioso que el amor divino encuentra sobre la tierra, es la envidia de Satanás, que busca, sirviéndose de una usurpación monstruosa, suplantar en nuestras almas a Dios, que las crió.

Unámonos a la Iglesia al implorar en la Colecta la asistencia sobrenatural que necesitamos para evitar el contacto impuro de la serpiente.

COLECTA

Suplicárnoste, Señor, hagas que tu pueblo evite los contagios diabólicos y te siga a ti, solo Dios, con alma pura. Por Nuestro Señor Jesucristo.

EPISTOLA

Lección de la Epístola del Ap. San Pablo a los Efesios (Ef„ IV, 1-6).

Hermanos: Os suplico yo, preso en el Señor, que caminéis de un modo digno de la vocación con que habéis sido llamados: con toda humildad, y mansedumbre, con paciencia, soportándoos mutuamente con caridad, conservando solícitos la unidad del espíritu en el vínculo de la paz. Sed todos un solo cuerpo, y un solo espíritu, como habéis sido llamados a una sola esperanza. Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, obra por todos y mora en todos nosotros, el cual es bendito en los siglos de los siglos. Amen.

La Iglesia prosigue con San Pablo, en la carta a los Efesios, la exposición de las grandezas de sus hijos, a quienes ruega hoy respondan dignamente a su excelsa vocación.

EL LLAMAMIENTO DE DIOS. — Esta vocación, esta llamada de Dios, en efecto, ya la conocemos; es el llamamiento del género humano a las bodas sagradas de la unión divina, la vocación a nuestras almas para reinar en los cielos en el trono del Verbo, que ya es su Esposo y su cabeza. El Evangelio de hace ocho días estaba antiguamente mucho más en relación con la Epístola que se acaba de leer, la cual le servía de comentario luminoso; por otra parte, en dicho Evangelio se hallaba perfectamente explicada la Epístola de hoy. "Cuando seas llamado a las bodas, decía el Señor, cum VOCATUS fueris, ocupa el último lugar"; el Apóstol dice: "mostraos con toda humildad dignos de la vocación a que habéis sido llamados: digne ambuletis VOCATIONE qua VOCATI estis".

FIN Y MEDIOS PARA CONSEGUIR ESA VOCACIÓN. — Y ahora, ¿qué condición tenemos que cumplir para ser dignos del honor supremo que el Verbo eterno nos hace? La humildad, la mansedumbre y la paciencia son los medios que se nos recomiendan para conseguir el fin. Pero el fin es la UNIDAD de ese cuerpo inmenso que el Verbo hace suyo en la celebración de las místicas bodas; la condición que el Hombre-Dios exige a los que llama a ser, como miembros de su Esposa la Iglesia, hueso de sus huesos y carne de su carne, es conservar entre sí tal armonía, que haga verdaderamente de todos un mismo espíritu y un solo cuerpo, en el vinculo de la paz. "¡Vínculo espléndido!, exclama San Juan Crisóstomo; lazo maravilloso que nos une a todos mutuamente, y a todos juntos con Dios."Su fuerza es la del mismo Espíritu Santo, todo santidad y amor, pues es el Espíritu Santo quien forma sus nudos inmateriales y divinos, el Espíritu, que en la multitud bautizada, hace las veces del soplo vital que en el cuerpo humano anima y unifica a todos los miembros. Para él, jóvenes y ancianos, pobres y ricos, hombres y mujeres, aunque distintos de raza y de carácter, son un solo todo fundido en el inmenso abrazo de amor en que arde perpetuamente la Trinidad eterna. Mas, para que el incendio del amor infinito pueda apoderarse de ese modo de la humanidad regenerada, es menester que se purgue de las rivalidades, rencores y disensiones, que probarían que es todavía carnal y, por lo mismo, nada a propósito para que prenda en ella la llama divina y se realice la unión que esta llama produce.

LA CARIDAD FRATERNA Y SUS FRUTOS. — Unámonos a nuestros hermanos con esta santa cadena de la caridad que sujeta nuestras pequeñas pasiones y dilata nuestras almas, para dejar que el Espíritu las guíe de un modo seguro a la realización de la única esperanza de nuestra común vocación, que es unirnos a Dios por amor. Ciertamente aun para los santos la caridad aquí abajo es una virtud trabajosa, porque de ordinario ni siquiera en los mejores logra la gracia restaurar sin defectos el equilibrio de las facultades roto por el pecado original; así se explica que las enfermedades y otros desarreglos de nuestra pobre naturaleza se ordenen a veces no sólo a que el justo se ejercite en la humildad, sino también los que le rodean, en benévola paciencia. Dios lo permite para aumentar de ese modo el mérito de todos y reavivar en nosotros el deseo del cielo. Y, en efecto, la armonía fácil y total con nuestros semejantes sólo la encontraremos en la pacificación completa de nosotros mismos bajo del imperio absoluto de Dios, tres veces santo, hecho para nosotros todo en todos. En aquella bienaventurada patria, Dios mismo enjugará las lágrimas que sus elegidos habrán derramado por las miserias pasadas y los renovará en su fuente infinita El Hijo eterno, después de abolir en todos sus miembros místicos el imperio de las potencias enemigas y vencido a la muerte, aparecerá en la plenitud del misterio de su encarnación como verdadera cabeza del género humano santificado, restaurado y perfeccionado en él.

Ya conocemos los dones inapreciables que el Hombre-Dios hizo a la tierra; gracias a los prodigios de poder y de amor que el Verbo divino y el Espíritu santificador han obrado, el alma del justo es verdaderamente un cielo.

En el Gradual celebramos la felicidad del pueblo cristiano, que Dios escogió por herencia.

GRADUAL

Dichosa la nación cuyo Dios es el Señor: el pueblo que Dios se escogió por heredad. Y. Por la palabra del Señor fueron hechos los cielos: y todo su ejército por el soplo de su boca.

Aleluya, aleluya. V. Escucha, Señor, mi oración, y llegue a ti mi clamor. Aleluya.

EVANGELIO

Continuación del santo Evangelio según San Mateo (Mt„ XXII, 34-46).

En aquel tiempo se acercaron a Jesús los fariseos: y le preguntó uno de ellos, doctor de la Ley, tentándole: Maestro, ¿cuál es el mayor mandamiento de la Ley? Díjole Jesús: Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente. Este es el mayor y el primer mandamiento. Y el segundo, semejante a éste, es: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. En estos dos mandamientos está contenida toda la Ley y los Profetas. Y, reuniendo a los fariseos, les preguntó Jesús, diciendo: ¿Qué os parece de Cristo? ¿De quién es hijo? Dijéronle: De David. Dijoles: ¿Cómo, pues, David le llama en espíritu Señor, diciendo: "Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi derecha, hasta que ponga a tus enemigos por escabel de tus pies? Si, pues, David le llama Señor: ¿cómo puede ser hijo suyo? Y nadie supo responderle palabra: ni nadie se atrevió desde aquel día a preguntarle más.

LA CARIDAD. — El Apóstol que había dicho: el fin de la ley es la caridad, dijo también: El fin de la ley es Cristo; ahora vemos la armonía de estas dos proposiciones, como comprendemos también la relación que hay entre estas palabras del Evangelio de hoy: En estos dos mandamientos están encerrados toda la ley y los profetas, con estas otras del Señor: Escudriñad las Escrituras, pues ellas dan testimonio de mi. La plenitud de la ley que ordena las costumbres está en la caridad, cuyo fin es Cristo; asimismo el objeto de las Escrituras reveladas no es otro sino el Hombre-Dios que resume para los suyos en su adorable unidad la moral y el dogma. El es su fe y su amor, "el fln de todas nuestras resoluciones, dice San Agustín; todos nuestros esfuerzos sólo tienden a perfeccionarnos en El y en esto consiste nuestra perfección, en llegarnos a El. Cuando hayas llegado a El, no busques ya más: El es tu fin. Y el Santo Doctor, al llegar aquí, nos da la mejor fórmula de la unión divina: Unámonos a El solo, gocemos con El solo y seamos todos uno con El: "haereamus uni, fruamur uno, permaneamus unurn". No sabemos por qué ya desde los primeros tiempos señalaron este día a la hermosa antífona del Ofertorio de hoy. Antiguamente iba acompañada de unos versículos, que daremos a conocer. El último de ellos termina con la nueva de la llegada del príncipe de los ejércitos celestiales en ayuda del pueblo de Dios. Recordando que este Domingo abre la semana de la fiesta del gran Arcángel en el Antifonario publicado por el beato Tommasi conforme a los manuscritos más antiguos, y que el Domingo siguiente se designa en él con el nombre de primer domingo después de San Miguel (post Sancti Angelí), nos parece hallar en dicho último versículo la explicación que deseábamos.

OFERTORIO

Yo, Daniel, oré a mi Dios, diciendo: Oye, Señor, las preces de tu siervo: brille tu cara sobre tu santuario: y mira propicio a este tu pueblo, sobre el cual ha sido invocado tu nombre, oh Dios.

V. I. Todavía estaba yo hablando, rogando y confesando mis pecados y los de mi pueblo Israel,
Sobre el cual ha sido invocado tu nombre, oh Dios,
V. II. Cuando oí una voz que me decía: Daniel, presta atención a las palabras que te dirijo, pues he sido enviado a ti, y he aquí que Miguel ha venido en mi ayuda.
Y mira propicio a este tu pueblo, sobre el cual ha sido invocado tu nombre, oh Dios
.

Perdón para lo pasado y gracia para lo futuro, tales son los efectos que produce el gran Sacrificio. En la Secreta le pedimos con la Iglesia.

SECRETA

Suplicamos, Señor, humildemente a tu Majestad hagas que, estas cosas santas que ofrecemos, nos purifiquen de los delitos pasados y de los futuros. Por Nuestro Señor Jesucristo.

Mientras se celebran los sagrados Misterios el alma cristiana, entusiasmada de amor, presenta al Señor sus promesas y sus votos. Entréguese, sí, por entero al Dios escondido que así la colma de favores; pero no olvide en esa expansión tan natural de su corazón que el que así se oculta tan misericordioso debajo de los velos eucarísticos es el Altísimo, terrible a los reyes y castigador de perjuros.

COMUNION

Haced votos al Señor, vuestro Dios, y cumplídselos cuantos, estando a su alrededor, le traéis dones: al terrible, que quita el respiro a los príncipes: al terrible para todos los reyes de la tierra.

Es la misma santidad de Dios la que viene en este divino Sacramento a curar nuestros vicios y fortalecer nuestros pasos por el camino de la eternidad. Por medio de la Oración de la Poscomunión ofrecemos nuestras almas a su acción salvadora.

POSCOMUNION

Haz, oh Dios omnipotente, que con tus Sacramentos sean curados nuestros vicios y alcancemos los

sábado, 26 de septiembre de 2020

27 de septiembre SANTOS COSME Y DAMIÁN, MÁRTIRES

 SANTOS COSME Y DAMIÁN, MÁRTIRES - Vidas de los Santos de A. Butler

(Fecha desconocida) - Cosme y Damián son los más conocidos y los principales en el grupo de santos venerados en el oriente y llamados colectivamente ávapyupoi, "los sin dinero", porque practicaban la medicina, sin aceptar ningún pago ni recompensa de sus pacientes. A pesar de que algunos escritores han afirmado que lograron entresacar de las "actas", fabulosas y sin valor histórico, de estos santos, algunas fragmentos de los originales auténticos, perdidos hace siglos, en opinión del padre Delehaye, "es muy probable que el origen y la verdadera historia de Cosme y Damián no lleguen nunca a ser aclarados por las investigaciones".

Alban Butler resume la esencia de su historia de esta manera: Cosme y Damián eran hermanos gemelos, naturales de Arabia; estudiaron las ciencias en Siria y llegaron a distinguirse por su habilidad en la medicina. Como eran cristianos y estaban impulsados por el santo aliento de la caridad en que se nutre el espíritu de nuestra bendita religión, practicaban su profesión con toda su pericia y notable éxito, pero sin aceptar jamás pago alguno por sus servicios. Vivían en Aegeae, sobre la costa de la bahía de Alejandreta, en Cilicia, donde ambos eran distinguidos por el cariño y el respeto de todo el pueblo a causa de los muchos beneficios que prodigaba entre las gentes su caridad y por el celo con que practicaban la fe cristiana, ya que aprovechaban todas las oportunidades que les brindaba su profesión para difundirla y propagarla. En consecuencia, al comenzar la persecución, resultó imposible que aquellos hermanos de condición tan distinguida, pasasen desapercibidos. Ellos fueron de los primeros en ser aprehendidos por orden de Lisias, el gobernador de Cilicia y, luego de haber sido sometidos a diversos tormentos, murieron decapitados por la fe. Conducidos sus restos a Siria, quedaron sepultados en Cirrhus, ciudad ésta que llegó a ser el centro principal de su culto y donde las referencias más antiguas sitúan el escenario de su martirio.

Las anécdotas adornan esta sencilla historia con numerosas maravillas. Se dice por ejemplo que, antes de ser decapitados, salieron con bien de varios tipos de ejecución infalibles, como ser arrojados al agua atados a pesadas piedras, ser quemados en hogueras y ser crucificados. Cuando se hallaban clavados en las cruces, la multitud los apedreó, pero los proyectiles, sin tocar el cuerpo de los santos, rebotaron para golpear a los mismos que los arrojaban. Lo mismo sucedió con las flechas disparadas por los arqueros que torcieron su trayectoria e hicieron huir más que de prisa a los tiradores (se cuenta que el mismo caso ocurrió con San Cristóbal y otros mártires). Asimismo dice la leyenda que los tres hermanos de Cosme y Damián, llamados Antimo, Leoncio y Euprepio, sufrieron el martirio al mismo tiempo que los gemelos y sus nombres se mencionan en el Martirologio Romano. Se habla de innumerables milagros, sobre todo curaciones maravillosas, obrados por los mártires después de su muerte y, a veces, los propios santos se aparecieron, en sueños, a los que les imploraban en sus sufrimientos, a fin de curarles inmediatamente. Eso fue lo que sucedió con algunos paganos en el propio templo de Esculapio y Serapis. Entre las personas distinguidas que atribuyeron su curación de males gravísimos a los Santos Cosme y Damián, figuró el emperador Justiniano I, quien visitó la ciudad de Cirrhus especialmente para venerar las reliquias de sus benefactores. A principios del siglo quinto, se levantaron en Constantinopla dos grandes iglesias en honor de los mártires. La basílica que se erigió en Roma, con hermosísimos mosaicos, fue dedicada a los santos, alrededor del año 530. Los Santos Cosme y Damián son nombrados en el canon de la misa y, junto con San Lucas, son los patronos de médicos y cirujanos. Por un error, los cristianos de Bizancio honraron a tres pares de santos con el mismo nombre. "Es necesario saber", dice el Sinaxario de Constantinopla, "que hay tres grupos de márlires con los nombres de Cosme y Damián: dos de Arabia, que fueron decapitados durante la persecución de Dioclcciiuio (17 de octubre), los de Roma, que murieron apedreados en el curso del reinado de Carino (l9 de julio) y los hijos de Teódota, quienes murieron tranquilamente". Sin embargo, todos esos santos son los mismos. Como ya se ha dicho, los médicos honran a Cosme y Damián como sus patronos, lo mismo que a San Pantaleón y a San Lucas. Bienaventurados sean los de esa profesión que traten de imitar a sus patronos y aprovechen las oportunidades de ejercer la caridad que, con tanta frecuencia les ofrece la medicina, y sepan dar alivio corporal, a veces consuelo espiritual y ayuden a los que sufren, con especial generosidad entre los pobres. San Ambrosio, San Basilio y San Bernardo nos han dejado advertencias en contra de un excesivo cuidado por conservar la salud, como una señal de egoísmo y falta de confianza en Dios. Sin embargo, nada hay tan perjudicial para la salud como la falta de cuidados y, si el hombre no es dueño de su vida ni de su salud, está obligado a cuidarlas razonablemente y no a perderlas o perjudicarlas por descuido. Hacer caso omiso de los más simples y comunes socorros que nos brinda la medicina, equivale a transgredir esa norma de caridad que todos nos debemos a nosotros mismos. Los santos que condenaron los tratamientos o métodos de curación difíciles, largos o muy costosos, observaron con cuidado escrupuloso, como lo hizo San Carlos Borromeo, las prescripciones de los médicos en los remedios simples y ordinarios. Pero de cualquier manera, que los cristianos enfermos procuren, en primer lugar la salud de su alma por medio de la penitencia y el ejercicio de la paciencia.

Las diversas versiones de la pasión de estos santos se encuentran catalogadas en el BHG. y el BHL. Los textos impresos en el Acia Sanctorum, sept. vol. VII, ilustran profusamente su carácter fabuloso. En el CMH., pp. 528-529, se hacen referencias al antiquísimo culto de estos santos, lo mismo que en The Legends of the Saints, Les Origines du cuite des Martyrs y otras obras de Fr. Delehaye. Los datos proporcionados por L. Deubner en Kosmas und Damianus (1907), merecen especial atención. Cf. también el Catholic Medical Guardián, octubre de 1923, pp. 92-95, de Fr. Thurston. A Santos Cosme y Damián se les menciona en los preparativos de la misa bizantina.

26 de septiembre SANTOS CIPRIANO Y JUSTINA, MÁRTIRES

 SANTOS CIPRIANO Y JUSTINA, MÁRTIRES - Vidas de los Santos de A. Butler

San Gregorio Nazianceno identifica a este Cipriano con el gran San Cipriano de Cartago, y el poeta Prudencio comete el mismo error. La historia, según la relata Allian Butler, es como sigue:

Cipriano, llamado "el Mago", natural de Antioquía, había sido educado en todos los impíos misterios de la idolatría, la astrología y la magia negra. Con la esperanza de hacer grandes descubrimientos en las artes infernales, partió de su país natal cuando era todavía muy joven y visitó Atenas, el Monte Olimpo en Macedonia, Argos y Frigia, la ciudad egipcia de Ménfis, la Caldea y las Indias, lugares todos aquellos que, por entonres, eran famosos por sus supersticiones y las prácticas de la magia. Cuando Cipriano se había llenado la cabeza con todas las extravagancias de aquellas escuelas de maldades y supercherías, no se detuvo ante ningún crimen, blasfemó de Cristo, cometió toda clase de atrocidades y asesinó a muchos, en secreto, para ofrecer la sangre al diablo y para buscar en las entrañas de los niños los signos de los sucesos futuros. Tampoco tuvo escrúpulos en recurrir a sus artes para atentar contra la castidad de las mujeres. Por aquel entonces, vivía en Antioquía una dama llamada Justina, cuya belleza era tan extraordinaria, que nadie podía dejar de mirarla. Había nacido de padres paganos, pero al escuchar las prédicas de un diácono, abrazó el cristianismo y, a su conversión, siguieron la de su padre y la de su madre. Aglaídes, un joven pagano, se enamoró perdidamente de ella y, al ver que le sería muy difícil doblegar la voluntad de la doncella, recurrió a Cipriano para que le ayudara con sus artes mágicas. Pero Cipriano estaba tan enamorado de la hermosa dama como Aglaídes y ya había echado mano de sus más poderosos secretos para conquistar su afecto. Justina, al verse asediada por sus dos enamorados, fortaleció su virtud con la plegaria, la vigilancia y la mortificación; tomó el nombre de Cristo como escudo contra los artificios y hechicerías y suplicó a la Virgen María que acudiese, a proteger a una doncella en peligro. Gracias a ello, en tres ocasiones rechazó a una legión de demonios enviados por Cipriano para asaltarla, tan sólo con soplar sobre ellos y hacer el signo de la cruz.

Cuando Cipriano cayó en la cuenta de que tenía que habérselas con un poder superior, amenazó a su principal emisario, que era el propio Satanás, con dejar de prestarle servicios si no le ayudaba más eficazmente a lograr sus propósitos. El diablo, rabioso ante la perspectiva de perder a un colaborador que le había proporcionado tantas almas, se precipitó hecho una furia sobre Cipriano quien rechazó el ataque del príncipe infernal al hacer el signo de la cruz. Desde aquel momento, el alma negra del mago pecador, presa del arrepentimiento, se hundió en una profunda melancolía y el recuerdo y examen de sus pasados crímenes le llevó al borde de la desesperación. En su estado de ánimo, lleno de confusión, Dios le inspiró la idea de consultar con un sacerdote y se dirigió a uno, llamado Eusebio, que había sido su compañero de escuela, quien le consoló de sus pesadumbres y le alentó en su conversión. Cipriano, que había estado tan trastornado que pasó días enteros sin comer, pudo al fin fortalecerse con un poco de alimento, permaneció junto a su amigo el sacerdote y, el domingo siguiente, éste lo llevó a la asamblea de los cristianos. Tanto impresionó a Cipriano el recogimiento y la devoción con que los fieles practicaban el culto divino que, al término del mismo, declaró: "Acabo de ver a los seres celestiales, verdaderos ángeles que cantan a Dios, y sus voces adquieren un acento ultraterreno, sobre todo cuando al fin de cada estrofa de los salmos, agregan la palabra hebrea "Aleluya", de una manera que ya no parecen seres humanos" (En una nota escrita por Butler en su artículo sobre este santo, relata una anécdota que ilustra admirablemente los conocimientos de Dios y ciertas actitudes ante el culto católico, durante el siglo dieciocho. Cierto día en que Lord Bolingbroko asistía a la misa en la capilla de Versalles, se impresionó do tal manera al ver al obispo celebrante en el momento de la elevación de la hostia, que murmuró al oído de su vecino, el marqués de X: "Si yo fuera el Rey de Francia, a diario celebraría esa ceremonia tan emocionante").. Todos los fieles, por su parte, estaban atónitos al ver entre ellos a Cipriano, el perverso mago, acompañado por un sacerdote. A duras penas el obispo pudo admitir la sinceridad de su conversión. El propio Cipriano le dio la prueba convincente al quemar, frente al prelado, todos sus libros y sus aparatos de magia. Después de aquello, distribuyó sus bienes entre los pobres e ingresó entre los catecúmenos.

Al término de la debida preparación, recibió el sacramento del bautismo de manos del obispo. Aglaídes, el otro enamorado de Justina, se convirtió también, gracias a las virtudes de la doncella y fue bautizado. La propia Justina se sintió conmovida ante aquellos maravillosos ejemplos de la misericordia divina, hasta el extremo de que se cortó su hermosa cabellera, como señal de que consagraba su virginidad a Dios, se desprendió de todas sus joyas y ricas vestiduras para venderlas y distribuir el dinero entre los pobre Cipriano fue primero el encargado de recibir los donativos a la puerta de la casa de la comunidad cristiana y más tarde, fue elevado al sacerdocio. A la muerte del obispo Antimo, él ocupó la sede episcopal de Antioquía (ninguno de los obispos conocidos de Antioquía de Siria o de Antioquía de Pisidia, llevó los nombres de Cipriano o de Antimo). Cuando se inició la persecución de Diocleciano, el obispo Cipriano fue aprehendido y se le hizo comparecer ante el gobernador de Fenicia, que tenía su residencia en Tiro. Justina se retiró a Damasco su ciudad natal que, por entonces, estaba sometida a la autoridad del gobernador de Fenicia y, cuando cayó en manos de los perseguidores, fue llevada ante el mismo juez que procesaba a Cipriano. Justina fue inhumanamente azotada en tanto que el cuerpo de Cipriano fue desgarrado por los garfios de acero. Tras estas torturas, los dos fueron encadenados y así marcharon a Nicomedia para comparecer ante el propio Diocleciano. Este no hizo más que leer la carta donde el gobernador de Fenicia le señalaba las acusaciones que pesaban sobre los reos y mandó que los decapitaran. La sentencia se ejecutó sobre la ribera del Gallus después de que los soldados hicieron un vano intento para hacer morir a los mártires en un caldero de pez hirviente.

Esta historia fue muy popular, como lo atestiguan los diversos textos en latín y en griego, por no hablar de los que existen en otros idiomas. Ciertamente que una parte de la historia ya se conocía antes de la época de San Gregorio Naziaceno, porque los predicadores del año 379 atribuían a San Cipriano de Cartago numerosos incidentes tomados de la historia de Cipriano de Antioquía. 


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