Se han esfumado lejos de nosotros las alegrías navideñas. Apenas hemos
podido disfrutar cuarenta días el gozo que nos trajo el nacimiento del
Emmanuel. Ya se oscurece el cielo de la Iglesia y pronto aparecerá cubierto de
celajes todavía más sombríos. ¿Se ha perdido, por ventura, para siempre el
Mesías aguardado en la esperanza durante las semanas de Adviento? ¿Ha desviado,
acaso, el Sol de justicia su trayectoria lejos de la tierra culpable?
Comunión en la Pasión
de Cristo. — Soseguémonos. El Hijo de Dios, el Hijo de María, no nos desampara.
Si el Verbo se hizo carne, fue para habitar entre nosotros. Una gloria mayor
que la del nacimiento entre los conciertos angélicos, le está reservada, y
debemos participar con Cristo de ella. Pero ha de conquistarla con muchos
padecimientos y no la logrará sin la más cruel y afrentosa muerte; si queremos
participar del triunfo de su Resurrección, hemos de seguirle en la vía
dolorosa, regada con sus lágrimas y teñida con su sangre.
Pronto hará oír su voz la Iglesia invitándonos a la penitencia
cuaresmal; pero antes quiere que, en la rápida carrera de tres semanas de
preparación a ese bautismo trabajoso, nos detengamos a sondear las profundas
heridas infligidas a nuestras almas por el pecado. No hay, sin duda, cosa
alguna que pueda parangonarse con la lindeza y dulzura del Niño de Belén; pero
sus lecciones de humildad y sencillez, no bastan ya a las necesidades de
nuestras almas. Ya se levanta el altar en que será inmolada esta víctima de la
más tremenda justicia. Por nosotros es por quien ha de expiar; urge el tiempo
de exigirnos cuentas a nosotros mismos de las obligaciones contraídas con Aquel
que se apresta a sacrificar al inocente por los culpables.
Obra de
purificación. — El misterio de un Dios que se digna hacerse
carne por los hombres nos franqueó la pista de la vía iluminativa. Pero todavía nuestros ojos están
invitados a contemplar una luz más viva. No se altere, pues, nuestro corazón;
las esplendideces de Navidad serán sobrepujadas el día de la victoria del
Emmanuel. Mas deben purificarse nuestros ojos si quieren contemplarlas,
escudriñando sin remilgos los abismos de nuestras miserias. No nos escatimará
Dios su luz para llevar al cabo esta obra de justicia; y si llegamos a
conocernos a nosotros mismos, a conocer cabalmente cuan profunda es la caída
original, a justipreciar la malicia de nuestras faltas personales, a
comprender, en cierto grado al menos, la misericordia inmensa del Señor para
con nosotros, estaremos entonces preparados a las expiaciones saludables que
nos aguardan y a los goces inefables que han de seguirlas.
El tiempo en que entramos está, pues, consagrado a
los más serios pensamientos, y no acertaremos a expresar más adecuadamente los
sentimientos que la Iglesia espera del cristiano en esta parte del año, que
traduciendo aquí algunos pasos de la exhortación elocuente que en el siglo XI
dirigía el gran Ivo de Chartrés a su pueblo al empezar la Septuagésima, ha
dicho el Apóstol: "Toda criatura
gime y está de parto hasta ahora. También nosotros, que tenemos las primicias
del Espíritu, gemimos esperando la adopción de hijos de Dios y la redención de
nuestro cuerpo. Esta criatura gemebunda es el alma secuestrada de
la corrupción del pecado; deplora verse aún sujeta a tantas vanidades, padece
dolores de parto mientras está alejada de la patria. Es el lamento del
salmista: ¡Ay, ¿por qué se prolonga mi destierro? El mismo Apóstol,
que había recibido el Espíritu Santo, siendo uno de los primeros miembros de la
Iglesia, en sus ansias de recibir efectivamente la adopción de hijos que en
esperanza ya poseía, exclamaba: Quisiera morir y estar con Jesucristo. Debemos, por
tanto, más que en otros tiempos, dedicarnos a gemir y llorar, para merecer, por
la amargura y lamentos de nuestro corazón, volver a la patria de donde nos
desterraron los goces que acarrean la muerte. Lloremos, pues, durante el viaje
para regocijarnos en el término; corramos el estadio de la presente vida de
modo que alcancemos al fin el galardón del llamamiento celestial. No seamos de
esos insensatos viandantes que se olvidan de su patria, se aficionan a la
tierra del destierro y se quedan en el camino. No seamos de esos enfermos
insensibles que no aciertan a buscar el remedio de sus dolencias. No hay esperanza
de vida para aquel que desconoce su mal. Vayamos presurosos al médico de la
salvación eterna. Descubrámosle nuestras heridas. Llegue hasta Él este nuestro
grito desgarrador: Tened piedad de mí,
Señor, que estoy enfermo; curadme, Señor, pues todos mis huesos están
conmovidos. Entonces sí que nuestro médico nos
perdonará nuestros desmanes, curará nuestras flaquezas y satisfará nuestros
buenos deseos.
Vigilancia. — Es evidente que
el cristiano en este tiempo de Septuagésima, si de veras quiere adentrarse en
el espíritu de la Iglesia, ha de dar un "alto aquí" a esa falsa
seguridad, a ese contentamiento de sí mismo que arraigan sobrado frecuentemente
en el fondo de las almas muelles y tibias que cosechan la mera esterilidad.
¡Felices todavía si tales disposiciones no acarrean insensiblemente la
extinción del verdadero sentido cristiano! Quien se cree dispensado de esa
continua vigilancia tan recomendada por el Salvador, está ya dominado por el
enemigo; quien no siente la necesidad de combate alguno, de lucha alguna para
sostenerse, para seguir el sendero del bien, debe temer no se halle en la vía
de ese reino de Dios que no se conquista sino a viva fuerza; quien olvida los
pecados perdonados por la misericordia de Dios, debe temblar de que sea juguete
de peligrosa ilusión. Demos gloria a Dios en estos días que vamos a dedicar a
la animosa contemplación de nuestras miserias, y, saquemos, del propio conocimiento
de nosotros mismos, nuevos motivos para esperar en Aquél a quien nuestras
debilidades y pecados no estorbaron que se abajara hasta nosotros, para
sublimarnos hasta Sí.
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