lunes, 25 de enero de 2021

26 de enero SANTA PAULA, VIUDA

 



«Aunque todos los miembros de mi cuerpo se convirtieran en lenguas, y cada una de sus partes más pequeñas fuese capaz de hablar con voz humana, con todo eso, nada podría yo decir que fuese digno de las virtudes de la venerable Paula». Así comienza San Jerónimo la Vida de esta insigne matrona, y su compendio es como sigue:

Nació Santa Paula en Roma, en el día 5 de Mayo del año 347, siendo hija de Rogato y Blesilla, ésta descendiente de los Scipiones y Gracos, gente noble y poderosa, y aquél oriundo de Agamenón, general griego, que destruyó a Troya, después de haberla tenido sitiada diez años. Se crió Paula con suma opulencia, regalo y deli­cadeza, cual requería su nobleza. Siendo de edad competente para el matrimonio, la casaron sus padres con un joven nobilísimo, llamado Toxocio o Torcuato, descendiente de Eneas y de Julio César.

A pesar de la corrupción de costumbres que había introducido en Roma la excesiva opulencia, nacida de la conquista de todas las naciones del mundo, Paula se conservó impenetrable al mal ejemplo y su honestidad y pureza eran el imán del casto amor de su esposo y la materia de las aclamaciones con que la celebraba aquel inmenso pueblo.

El Cielo dio a Paula cinco hijos: Blesilla, que quedó viuda a los siete meses de casada, y murió de veinte años, llena de virtudes y méritos; Paulina, casada con Pamaquio, a quien dejó en herencia su patrimonio y su espíritu; Eustoquio, virgen santa, joya de gran valor con que se adorna la Iglesia, celebrándose su fiesta el 28 de Septiembre; Rufina, que murió en edad temprana; y Toxocio, único varón y último fruto de sus entrañas.

Se disolvió este matrimonio llevando Dios a mejor vida a su marido, cuya pérdida, aunque la sintió mucho Paula, le proporcionó el medio de ofrecerse a Dios por completo, sin los lazos que, en algún modo, aprisionaban su espíritu en estado de matrimonio; y lo hizo con tal fervor, que parecía que había estado deseando llegara este momento.

Luego de que se vio Paula con toda su libertad, repartió a los pobres casi todas las inmensas riquezas, propias de una casa noble y opulentísima. Sus parientes la reprendían porque despojaba a sus hijos del cuantioso patrimonio que debía sustentar su nobleza; pero la Santa, llena de fe, les respondía que no creía poder dejar a sus hijos mayor herencia que la divina misericordia.

Vinieron en esta sazón a Roma San Epifanio, obispo de Salamina en Chipre, y Paulino, obispo de Antioquía, varones de mucha autoridad y de acendrada virtud. Al primero le hospedó Santa Paula en su misma casa, y a Paulino le preparó otra a sus expensas, donde estuviese con la mayor comodidad y regalo. Ninguna espuela aligera tanto los pasos en el camino de la piedad como una santa compañía. Las virtudes y continua conversación con estos admirables varones encendieron de tal manera el pecho de la Santa, que sin acordarse de su familia, de sus estados ni de cuanto da de sí el mundo, sólo pensaba en dejarlo todo, cifrando todo su anhelo en volar a los yermos para imitar en lo posible a los santos héroes de la vida cenobítica; pero aun no era tiempo.

Con los obispos mencionados había ido a Roma San Jerónimo, quien, terminado el concilio, permaneció algún tiempo en la Ciudad Eterna, y, habiendo conocido a Paula, ésta le eligió para director espiritual. Reconoció San Jerónimo en Paula un alma escogida, a quien Dios llamaba a la cumbre de la perfección, y así es que la ayudó a recorrer rápidamente el camino que la Santa había comenzado a andar.

Desde entonces, el palacio de Paula se transformó radicalmente. Sus espaciosas estancias se convirtieron en asilos de los pobres y de los enfermos, y ella en madre cariñosa de todos los desvalidos. A las obras de caridad unía las de la mortificación más severa para sí. Las finas telas se tornaron en ásperos cilicios; las mullidas plumas en duras tablas; los manjares exquisitos en alimentos frugales. A esto agregaba el celo por instruirse en la santa doctrina, dirigida por San Jerónimo, de quien aprendió también el hebreo con tal perfección, que cantaba los salmos en la lengua en que se escribieron.

No por eso descuidaba Paula los deberes de madre de familia. Le afligía el estado de algunas de sus hijas. Buscaba para Paulina un esposo cristiano, y velaba por la educación de los dos menores, Rufina y Toxocio. En estos cuidados la auxiliaba su hija Eustoquio, que había tomado el velo de las vírgenes. Pero el espíritu de Paula no se satisfacía con haber convertido su palacio en monasterio: aspiraba a mayor perfección en la soledad.

Dios escuchó las plegarias de nuestra Santa. Casada Paulina con Pamaquio, excelente cristiano, dejó al cuidado de éstos a Rufina; Toxocio era ya mayor de edad, y Blesilla había muerto. Quedó libre Paula de los lazos que más la ligaban al siglo. Nada la impedía ya realizar su santo propósito. Arregló las cosas de familia y de sus estados, y, después de despedirse de los demás hijos, se embarcó con su hija Eustoquio para los Santos Lugares, sin hacer caso a sus parientes paganos, que la acusaban injustamente de despego de su familia.

Cuando llegó la nave a la isla Poncia, donde padeció destierro Santa Flavia Domitila, al ver la estrecha celda en que vivió, se encendió Paula en deseo de llegar cuanto antes a Jerusalén. En Salamina, ciudad episcopal de la isla de Chipre, se detuvo para visitar a San Epifanio y algunos monasterios, donde repartió limosnas. Después pasó a Antioquia, donde encontró de nuevo a San Jerónimo, a quien el obispo San Paulino daba hospitalidad. No hubo de aplazar el viaje, a pesar de ser invierno. Se organizó una santa caravana de peregrinos, entre los que por las asperezas del monte Líbano, entonces cubierto de nieve, caminaba Paula sobre un jumento. Así llegó a Jerusalén, donde rehusó el alojamiento suntuoso que el prefecto de la Judea había preparado, prefiriendo ella una casita pobre y humilde.

Todos sus cuidados y esmeros eran visitar y venerar los lugares consagrados con los misterios de nuestra Redención; y esto con tal fervor y devoción tan tierna y encendida, que sólo la podía separar del primero que visitaba la consideración de los muchos que restaban. Adoró la Santa Cruz, postrada en tierra, con tantas lágrimas como si viera con los ojos corporales pendiente de ella a Jesucristo. En el Sepulcro Santo besó la piedra que levantó el ángel, y lamió ansiosa el lugar dichoso en que había yacido muerto el cuerpo del Redentor, saliendo continuamente de su abrasado corazón mil dolorosos suspiros que manifestaban su compasión y excitaban a toda Jerusalén a imitar sus fervorosos ejemplos. Subió al monte Sión, en donde le fue mostrada una columna que sostenía el pórtico de la iglesia, teñida con sangre del Salvador, cuando fue atado y azotado en casa de Pilato. Vio también el lugar donde descendió el Espíritu Santo sobre ciento veinte creyentes, según el oráculo de Joel, y con mano caritativa distribuyó limosnas a los pobres.

Desde allí marchó a Belén, y, «entrando en aquel dichoso albergue en el que juraba en mi presencia —dice San Jerónimo— que veía con los ojos de la fe al Redentor recién nacido, envuelto en las mantillas y reclinado en el pesebre llorando; a los Magos que le adoraban, a la estrella que los conducía, a la Madre Virgen, al solícito José, a los pastores admirados, a los inocentes muertos, a Herodes enfurecido, y a José y á María huyendo presurosamente a Egipto para libertar a Jesús de sus furores»; el gozo y la consolación que sentía su espíritu hacían arrasar de lágrimas sus ojos, y, mezclado el consuelo con el llanto, clamaba: «Salve, Belén, casa de pan en que nació aquel Pan divino que bajó del Cielo. ¡Feliz yo, mi­serable pecadora, que he sido digna de besar el pesebre en que lloró mi Señor recién nacido, y orar en la cueva en que la Virgen purísima parió a su mismo Dios! Este será mi descanso, pues es la patria de mi Señor: aquí habitaré, puesto que mi Redentor la ha elegido». Sin embargo de estos propósitos, no dejó lugar consagrado con los pies de Jesús que no visitase con indecible devoción y consuelo de su alma. El monte Olivete, desde donde el Salvador glorioso subió a su Padre Celestial; el sepulcro de Lázaro, la casa de sus hermanas, los sepulcros de los doce patriarcas; Samaria, en donde descansaban Eliseo, Abdías y el Bautista; todos los lugares, en fin, dignos de veneración fueron visitados por Santa Paula, con grande fe y provecho de su alma.

Las soledades de Egipto llamaban a sus fervorosos deseos, y así emprendió este viaje, considerando de paso muchos sitios en que el Dios de Israel había manifestado sus prodigiosas grandezas a su pueblo. El santo y venerable obispo Isidoro salió a su encuentro, rodeado de muchos santos monjes, a cuyos pies se postraba llena de devoción y de respeto, admirando y envidiando a un mismo tiempo la santidad de su vida. Registró sus celdas, admiró su pobreza, le sorprendió su austeridad y penitencia, y con ánimo y fortaleza superior a su sexo, se habría quedado en aquella soledad, si el amor que tenía á los Santos Lugares no la hubiera servido de obstáculo. Al fin dejó aquellos desiertos, y, tornándose a Belén, determinó quedarse allí por toda su vida. A este fin hizo edificar varios monasterios, viviendo entre tanto en una casa pobre; y, acordándose que en aquel mismo lugar no habían encontrado dónde hospedarse la Virgen María y San José, mandó construir a orilla del camino varias hospederías donde fuesen los peregrinos albergados; monumentos piadosos que eternizaron su memoria.

Al lado de la cueva de Belén fundó un monasterio para las vírgenes del Señor, y otro para San Jerónimo y sus monjes. Además del gasto en estas fundaciones y su sostenimiento, distribuía limosnas entre los pobres, y, queriendo el santo doctor que moderase sus liberalidades, respondió ella: «Mi deseo mayor es morir como una mendiga, sin poseer ni el sudario en que haya de ser amortajada».

Estando ya Paula dentro de su monasterio de vírgenes (una de las cuales era su hija Eustoquio), puso en práctica las austeridades que habían admirado en los anacoretas de Egipto, siendo tan grandes las mortificaciones, que San Jerónimo hubo de reprenderla, temeroso de que muriera por ellas. En efecto, la produjeron grandes calenturas con síntomas de hidropesía. Para reponer las fuerzas, se le dijo que bebiera algo de vino. No consintió, y ni aún oyó las súplicas de San Jerónimo. Estaba entonces San Epifanio en Belén, y el santo doctor acudió a este Santo para que rogase a Paula que obedeciera las prescripciones de los médicos. Lo hizo así San Epifanio; pero, apenas se lo indicó, le interrumpió la Santa diciendo: «Ya sé quién os ha soplado eso al oído».

La verdadera virtud siempre fue perseguida de la envidia, y sus rayos hieren con más fuerza a los montes más altos de perfección. Se vio esto en Paula, pues tuvo tales persecuciones, que se llegó a aconsejarla que sería prudencia vivir en otra tierra donde pudiese dedicarse a la virtud en paz tranquila, como lo habían hecho Jacob y David en semejantes circunstancias. Pero la Santa, llena de invicta paciencia, respondía: «Eso estaría bien si el demonio distinguiera de lugares, para hacer guerra a los que sirven a Dios; si no precediera él con sagaz astucia a los que huyen de la pelea; y últimamente, si en otra parte pudiera yo hallar mi amada Belén y los demás Santos Lugares. Yo tengo por más acertado vencer con mi paciencia el ajeno encono, quebrantar con la humildad a la soberbia, y al que me hiera una mejilla ofrecerle la otra, según la doctrina de Jesucristo; y de esta manera creo que venceré el mal con el bien, como aconseja San Pablo, y triunfaré de mis enemigos. El Evangelio llama bienaventurados á los que padecen por la justicia: estando seguros en nuestra conciencia de que los males que padecemos no son castigo de los pecados, yo estoy firmemente persuadida de que las aflicciones y persecuciones de este mundo no son otra cosa que ocasiones de mayor premio».

A respuesta tan llena de divina sabiduría, no tenían qué responder, admirando en Paula los efectos más portentosos de la gracia. Nada la conmovía, nada era capaz de turbar aquella tranquilidad que llegan a adquirir las almas que se dominan a sí mismas. Se llegó a ella un hombre chismoso y adulador, y, fingiendo amor y deseo de su bien, le dijo que, por el demasiado fervor con que se había entregado a los ejercicios de piedad, se había debilitado la cabeza de manera que parecía a todos loca, y que debía con algunos apósitos confortarse el cerebro para tornar otra vez en su acuerdo y juicio. La invicta matrona le despachó, diciendo con reposada pausa que, habiendo tenido a Jesucristo por samaritano y endemoniado, no era extraño que la tuviesen a ella por loca y por necia; pero que San Pablo había padecido lo mismo por su Señor, y sabía que «somos insensatos por razón de Cristo; pero, lo que es locura a los ojos de los hombres, es sabiduría ante las miradas de Dios».—(Epístola I de San Pa­blo a los corintios; I, 25; IV, 10).

Era tal el espíritu de penitencia de Paula, que lloraba por las faltas más pequeñas, como si fueran enormes pecados. Esta rigidez para consigo misma se tornaba en tierna solicitud para las santas vírgenes que se albergaban en su monasterio. Cual madre cariñosa las asistía en sus más leves dolencias, y, más que superiora era su sirviente. Como la última de todas, se ocupaba en los oficios más humildes, siendo frecuente verla barrer el monasterio o cuidar en la cocina de la comida frugal con que se alimentaba la Comunidad.

Ninguna hora, ni aún la de media noche, era incómoda para que dejase de ir con las demás a cantar el Salterio, que sabían todas de memoria, con gran inteligencia de las Sagradas Escrituras, sobre que diariamente eran enseñadas para leerlas con fruto. No permitía a las nobles tener en su compañía criadas de sus casas, ni aún hablar siquiera de los regalos y opulencia en que se habían criado; no consentía distinción en los hábitos ni curiosidad afectada, diciendo que el nimio esmero en el vestido es funesto indicio de la suciedad del alma.

En las batallas del espíritu tuvo Santa Paula una victoria portentosa; porque, habiendo sido tentada por un perverso hereje sobre la resurrección y sobre la causa por la cual un niño sin pecado había de ser poseído del demonio, oyendo la santa doctrina San Jerónimo, abominó de tal manera al hereje y sus sectarios, que los llamaba públicamente los enemigos de Dios. Facilitaba la consecución de estas victorias, la inteligencia y el estudio que había hecho de las Sa­gradas Escrituras, siendo su maestro e intérprete el glorioso Santo Padre de la Iglesia. Era tal su tesón en aprender y descubrir el Espíritu que vivifica, que tuvo valor y constancia para estudiar y aprender la lengua hebrea y la griega, superando mil dificultades, hasta llegar a cantar los salmos con tal propiedad y perfección, que no se echaba de ver la nativa lengua latina, a que estaba la pronunciación acostumbrada.

Así llegó a hacerse participante en esta vida de las divinas dulzuras, las cuales embriagaban su alma de santo amor, hasta conducirla a punto de clamar con San Pablo: Deseo ser desatada de los lazos de la mortalidad, y vivir con Jesucristo. La muerte de sus hijos menores Rufina y Toxocio fueron rudo golpe para su tierno corazón; pero, fuerte con el heroísmo que Dios concede a las almas escogidas, supo dominar el dolor de madre, desahogándolo con aumento en los ejercicios de piedad y de mortificación, en que era consumada maestra.

Pero si su espíritu estaba fuerte, su cuerpo, debilitado por tanta abstinencia, acabó por rendirse, y hacia fines del año 403 cayó tan gravemente enferma, que los médicos declararon no haber en lo humano remedio alguno a su mal, aunque la Santa no lo creía así, según ardía su corazón en el amor a Dios.

Grande fue el dolor que esto produjo en el monasterio, y sobre todo en su hija Eustoquio, que le prodigó en la enfermedad todos los cuidados que le sugería el tierno amor que a su santa madre profesaba. Sentía esta santa virgen la muerte y separación de su madre, y habría querido que sus diligencias y esmero fueran poderosas a detener el alma, que estaba ya de partida para la otra vida. Ella le administraba las medicinas, la daba por su mano el sustento, le hacía la cama, le aderezaba y acomodaba la ropa, le sostenía la cabeza y practicaba tantos oficios, que se veía bien que estaba persuadida de que todos eran privativamente suyos, y que, cualquiera que le quitasen, era robarle el mayor merecimiento. ¡Qué suspiros los suyos, qué gemidos, qué lágrimas nacidas del corazón pidiendo al Señor, postrada delante del santo pesebre, o que la dejase a su madre, o que fuese servido de que ambas fuesen llevadas en un mismo féretro al sepulcro!

Entre tanto, sintiendo Santa Paula, por la frialdad de sus miembros, que se acercaba su muerte, repetía en voz baja aquellos versos de David: «Amé, Señor, la hermosura de tu casa y el lugar donde reside tu gloria. ¡Oh qué amables son tus tabernáculos, Señor de las virtudes! Desfallece mi alma de deseo de entrar en sus atrios, porque amo más estar en el lugar más ínfimo de la casa de mi Dios que habitar en los tabernáculos de los pecadores». Dijo esto y se quedó en silencio, de modo que, aunque le hablaban, no respondía; llegó entonces San Jerónimo, y, preguntándole por qué callaba y si la dolía algo, respondió en lengua griega: «Todo está quieto y tranquilo: no siento dolor ni molestia alguna».

Estando ya en el período agónico, acudieron junto a su lecho el obispo de Jerusalén y otros que allí se hallaban, los sacerdotes y religiosos de ambos monasterios, y, unidas sus voces, entonaron todos ellos los salmos y las preces propias de aquellos momentos. De pronto oyó Paula la voz del Celestial Esposo que le decía: «Levántate, paloma mía, pues el invierno ha terminado y se fue la lluvia». (Cantar de los Cantares, II, 11.) A lo que la Santa respondió en seguida, llena de júbilo: «Las flores aparecieron en nuestra tierra, el tiempo de la poda ha venido y la voz de tórtola se ha oído en nuestra tierra». (Ídem, 12).

Dichas estas palabras, exhaló su último aliento para ser eternamente coronada en el Cielo. Fue su dichoso tránsito el martes 26 de Enero del año 404, quedando su rostro tan hermoso y sereno, que más parecía dormida que difunta.

Divulgada su muerte por toda Palestina, por Egipto y provincias contiguas, concurrieron de todas partes innumerables personas a tributarle los obsequios debidos en los funerales, que fueron solemnísimos, y que más parecían triunfo glorioso que exequias fúnebres, cantándole salmos, himnos y alabanzas en las lenguas griega, hebrea, siriaca y latina. Los pobres lloraban amargamente haber perdido tan caritativa madre. Algunos obispos llevaron sobre sus hombros el cadáver a la iglesia, donde hasta los anacoretas acudieron a venerar tan sagrados restos, los cuales, después de estar tres días a la pública veneración, se depositaron en una gruta próxima a la santa cuna de Belén, donde siguen siendo objeto de especial devoción para los fieles que visitan los Santos Lugares.

Sus deseos de morir pobre, como su amado Esposo Jesús, se cumplieron. No dejó a sus hijos otra herencia que su espíritu. Despreció en vida la pompa mundana, la comitiva de criados y dependientes, los obsequios del linaje y de los cortesanos; y, después de muerta, aún en este mundo recibió su cadáver más honores que el del monarca más poderoso muerto en su palacio.

La puerta de la bóveda del sepulcro está adornada con dos epitafios en versos latinos, compuestos por San Jerónimo, que manifiestan en pocas palabras la vida de Santa Paula, que en castellano dicen: «Yace en este lugar aquella cuyo linaje de parte de padre descendía del rey Agamenón, y de la madre de los Escipiones y Gracos. Tuvo por nombre Paula; fue madre de la virgen Eustoquio, y la primera del Senado romano que vino a Belén por imitar la pobreza de Jesucristo».


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