San Francisco de Sales,
celebérrimo por su piedad y por su celo, apóstol de estos últimos tiempos, uno
de los más bellos ornamentos de la dignidad episcopal, nació en el castillo y
casa solariega de Sales, del ducado de Saboya y diócesis de Ginebra, el 21 de agosto
de 1567. Fueron sus padres Francisco, señor de Sales, de una de las casas más
antiguas y nobles de Saboya, y Francisca de Sionas, de la ilustre casa de
Charansonet.
Su
virtuosa madre le consagró a Dios antes de que naciera, y nació a los siete meses
de ser concebido, por lo que se crió de niño con gran cuidado. Apenas pronunció
palabras, dijo éstas: Dios
y mi madre me quieren mucho. Las buenas disposiciones de su
espíritu hicieron eficaces la piadosa educación que recibió de sus padres. Y
así, desde sus más tiernos años dio muestra de gran piedad y modestia, y de
caridad excelente con los pobres, hasta el punto de que, según el Padre La
Riviére, uno de sus panegiristas, se asemejaba a un ángel.
Sus
padres le encomendaron al cuidado de un sacerdote ilustrado y virtuoso, llamado
Juan de Aage; e hizo Francisco los primeros estudios en el colegio de la Boche,
pasando después a continuarlos en el de Annecy; y tal impresión causaban las
virtudes del joven Francisco entre sus condiscípulos que, al verle llegar
adonde ellos estaban, suspendían sus juegos y decían con respeto: Seamos juiciosos, que viene el Santo. Si
alguno, en momento de cólera, decía alguna palabra fea, Francisco le rogaba con
dulzura que se moderara en el lenguaje, y conseguía con esto la enmienda. Su
caridad era tan grande, que un primo suyo cometió un día una falta por la que
debía ser azotado, y Francisco se ofreció en su lugar para sufrir el castigo.
A los diez años, después de
haber hecho la primera Comunión en la iglesia de los dominicos de Annecy, fue
enviado a París para proseguir sus estudios. La ciencia, o mejor, la sabiduría
de Francisco de Sales, fue el resultado del asiduo estudio de buenos libros en
que casi toda su vida se ejercitó su talento fecundo, claro y feliz. En París
estudió las humanidades y la filosofía con los padres jesuitas; y la teología,
parte con estos Padres y parte en la Universidad de la Sorbona, entonces
muy floreciente, teniendo por maestros al sabio P. Maldonado en teología, y al
célebre Gilberto Genebrardo en griego y hebreo, a cuyo estudio se dedicó
principalmente para poder comprender bien las Sagradas Escrituras, que
eran su lectura ordinaria y su mejor delicia humana. Para librarse de los
peligros de malas compañías, no salía de casa como no fuese para la iglesia o
para la universidad.
Aunque adelantaba mucho en las
letras sagradas y humanas, eran mayores los progresos que hacía en todas las
virtudes, siendo de notar su ardiente devoción a la Santísima Virgen, ante cuya
imagen pasaba horas enteras en oración. Comulgaba cada ocho días; tres en la
semana traía cilicio, y, queriendo consagrarse más perfectamente, hizo voto de
perpetua castidad delante de una imagen de la Santísima Virgen en la iglesia de
San Esteban de los griegos, que se halla hoy en la capilla de las Hermanas de
Santo Tomás de Villanueva, en la calle de Sevres, con la advocación de Nuestra
Señora del Buen Socorro.
No podía sufrir el enemigo
común tanta inocencia y tanto fervor en un joven de tan tierna edad, y le
acometió con una tentación, que era la más capaz de trastornarle. Sugirióle con
la mayor viveza que en vano se fatigaba, puesto que era del número de los
réprobos; y que así, por mucho que hiciese, infaliblemente se condenaría. El
espanto y la turbación que esto le causó le llenó de melancolía tan profunda,
que poco a poco le iba consumiendo; hasta que, fijando un día los ojos en una
imagen de la Santísima Virgen, le dijo con extraordinario fervor y ternura:
«Señora y Madre mía, si es tanta mi desdicha que he de ser condenado, y he de
estar en la desgracia de mi Dios después de mi muerte, a lo menos quiero tener
el consuelo de amarle con todo mi corazón por todos los días de mi vida». Esta
oración tan devota y tan ajena de los sentimientos que suele tener un alma
réproba, disipó las nubes, confundió al demonio y restituyó la tranquilidad a
su corazón.
Habiendo acabado sus estudios
en París, pasó por orden de sus padres a la ciudad de Padua a estudiar en
aquella célebre Universidad la jurisprudencia, bajo el magisterio del famoso
Pacirola. Escogió luego por director de su conciencia al Padre Antonio
Possevino; y conociendo este insigne jesuita en aquel joven un corazón según el
de Dios, se aplicó con el mayor empeño a disponerle y habilitarle para las
grandes empresas a que concibió tenía Dios destinada aquella alma
verdaderamente grande.
Este
virtuoso padre, además de guiarle por el camino de la perfección cristiana le
explicó la Summa de
Santo Tomás y las Controversias del
cardenal Belarmino. Buscaba Francisco siempre lo mejor, lo más puro y perfecto,
así en amigos como en libros y maestros, y, aun peregrinando y de viaje, nunca
abandonaba la Biblia, la Moral de Reginaldo y la Suma de Santo Tomás.
Envidiosos los demás
condiscípulos suyos de la universal estimación que se había adquirido
Francisco por su singular virtud, armaron a su pureza un terrible lazo. Con
pretexto que fingieron de visitar a una pobre indigente, le llevaron a
presencia de una mujer impúdica, que a los principios se fingió muy virtuosa y
muy devota, y le dejaron solo con ella. Lidió algún tiempo contra sus
artificios y contra su desenvoltura, y fue tan violento el combate, que al fin
no tuvo otro medio para salir del peligro que tirarle a la cara un tizón que
encontró a mano y tomar la escalera con precipitada fuga.
Tomó precauciones contra
semejantes peligros, y, reflexionando que la rebelión de la carne es el medio
de que se valen los enemigos exteriores, redujo su cuerpo a tal grado de
debilidad, y fueron tantas sus austeridades, que, junto con el estudio
incesante, le acarrearon poco después una grave enfermedad que puso en grave
riesgo su vida, llegando a disponer que su cuerpo, ya siendo cadáver, se
entregase a los alumnos de la clase de Anatomía con el fin de que, ya que
durante su vida de nada útil había servido, sirviera de algo, después de
muerto, a sus semejantes. Dios no permitió que se cumplieran los pronósticos de
los médicos, y, restablecido de aquella enfermedad, prosiguió sus estudios,
tomando la borla de doctor en aquella Universidad. Al salir de Padua para
volverse a su casa, le aconsejó su director espiritual el Padre Possevino que
no se afanase tanto en aprender el derecho romano como en hacerse buen teólogo
para gobernar una diócesis, pues tenía el presentimiento de que había de ser
obispo de Ginebra. Pasó por Roma, donde visitó el sepulcro de los Santos
Apóstoles. De Roma fue a Loreto, donde veneró la Santa Casa de la Virgen; allí
renovó el voto de castidad que había hecho en París, y sintió deseo de abrazar
el estado eclesiástico. En Ancona quiso tomar pasaje en un barco para su
patria; pero la Divina Providencia hizo que no se le admitiese para que no
pereciera, porque, casi sin salir del puerto, aquel barco se fue a fondo con
todos los pasajeros y tripulantes.
Después de descansar Francisco
en su casa de Sales, adonde llegó con felicidad, su padre, al ver en su hijo un
joven tan completo, formó dos proyectos para colocarle con brillo en el siglo.
Le envió a Chambery para que se inscribiese como abogado en el Senado de
aquella ciudad. Obedeció Francisco, y, en el camino, el caballo que montaba, y
que iba al paso, resbaló y cayó tres veces, haciendo en cada una que la espada
de Francisco saliera de su vaina, formando con ésta una cruz. Tomó éste aquel
prodigio como manifestación de Dios, que le quería para Sí, y resolvió cumplir
el deseo que le venía el Señor inspirando de ser sacerdote. Pero aun había que
vencer otra dificultad. Su padre acariciaba el proyecto de casarle con la hija
del señor de Vegy, rica y virtuosa.
De todos los obstáculos supo
triunfar Francisco, confiado en Dios y en la Santísima Virgen. Manifestó a su
padre el voto de castidad que había hecho y su evidente vocación al sacerdocio.
Se conformó su padre, y en seguida se preparó Francisco a recibir con fervor
las Sagradas Órdenes, redoblando sus mortificaciones y penitencias; y el acto
de su ordenación sacerdotal, que fue conmovedor, se verificó en Annecy el 18 de
diciembre de 1593.
Era obispo de aquella iglesia
Claudio Granier, que amaba tiernamente a Francisco, y le miraba ya como a su sucesor.
Mandóle que predicase; lo hizo con tanta eficacia, que logró por fruto de su
primer sermón trescientas conversiones grandes y ruidosas. No es ponderable el
gusto con que le oían, ni el fervor y la eficacia con que predicaba. No había
obstinación tan empedernida que pudiese resistir a su devoción en el altar, ni a
su elocuencia en el pulpito. Andaba sin cesar de aldea en aldea y de choza en
choza, instruyendo a innumerables pobres rústicos que vivían en el Cristianismo
casi sin conocerle; y sus primeras excursiones apostólicas ganaron tantas almas
para Jesucristo, que así el obispo de Génova como el duque de Saboya le
hicieron misionero del Chablais, dominada por el protestantismo, no dudando de
que había de ser su apóstol.
Luego que Francisco recibió su
misión, marchó a buscar al enemigo, sin más compañero que su pariente Luis de
Sales, canónigo de Ginebra, y, sin acobardarle trabajos ni peligros, fue a
atacar a la herejía calvinista en sus mismas trincheras. A vista de las
iglesias arruinadas, de los monasterios asolados y de las cruces echadas por
tierra, se llenó de dolor y se dobló el aliento de su celo. Lleno de aquella
santa intrepidez y de aquella confianza, que hacen el carácter de los héroes
cristianos, entró por Thonon, capital de la provincia, despreciando
generosamente las befas, las irrisiones y los insultos de los protestantes. La
paciencia, la modestia y la dulzura fueron las únicas armas de que se valió
para resistir a los escarnios y a la malignidad de aquel furioso pueblo. Con
esta moderación, y con los ejemplos de su vivísima virtud, se fueron domesticando
aquellos ánimos feroces y aquellos corazones apostatas: habla, convence, mueve;
le oyen y se convierten. Se agita toda la secta protestante, y resuelven los
ministros deshacerse de él. Avisado Francisco de sus intentos, no por eso se
acobardó; antes bien se mostró mucho más celoso, y con sola su presencia
desarmó a los asesinos que iban a matarle. Le cerraron las posadas, y se fue a
dormir al campo. A las violencias sucedieron las calumnias: divulgaron de él
que era mago, hechicero y brujo; adelantando que le habían visto en las juntas
nocturnas que se dice celebran éstos en el sábado, danzando alrededor del
demonio; pero nuestro Santo desarmó a todo el Infierno con su confianza en Dios
y con su paciencia.
Teniendo noticia el varón de
Hermence de las conspiraciones que se fraguaban contra su vida, quiso darle una
escolta para su defensa; pero Francisco no la admitió, diciendo que había
entrado en el Chablais como misionero, y como tal se había de mantener en él. A
sus elocuentes predicaciones unía una caridad sin límites. Atravesó por un
estrecho pontón todo cubierto de hielo, por ir a socorrer a unos pobres
paisanos recién convertidos, que estaban de la otra parte de un arroyo bastante
profundo, con gran admiración de todos, que se vieron obligados a confesar que
sólo pudo atravesar Francisco sin sucumbir por especial milagro de Dios. Ningún
peligro le detiene, ningún riesgo le acobarda; todos los arrostra por la
salvación de aquel obstinado pueblo: de esta manera fueron excesivos sus
trabajos, pero también fueron inmensas sus conquistas. Volvieron a entrar en el
seno de la Iglesia los bailiajes de Ger, de Ternier y de Gaillard; todo el
Chablais se convirtió, porque no había resistencia ni a la fuerza de sus
discursos, ni a la virtud de sus ejemplos; y, por un milagro evidente, aquel
cordero rodeado de lobos, en manifiesto peligro de ser despedazado por ellos,
con su prudencia, con su mansedumbre y con su piedad convirtió a los mismos
lobos en corderos. Siete católicos había en Thonon cuando llegó Francisco de
Sales, y a los tres años de predicación pasaban de seis mil los convertidos en
dicha ciudad, y de sesenta y dos mil en el resto de la comarca.
Tuvo varias controversias; ocho
o diez veces ofreció disputar o conferenciar con los ministros sobre los puntos
contestados; pero estuvieron tan lejos de aceptar la conferencia, que buscaron
nuevos asesinos para quitarle la vida.
Se extendió por todas las
cortes la fama de estas maravillas. El papa Clemente VIII le escribió un Breve
laudatorio, en el que, después de haberse congratulado con él por los felices
sucesos que lograba, le daba orden que pasase a Ginebra a disputar con Teodoro
Beza, que recibió al apóstol Francisco con grandes muestras de atención; le
oyó, con gusto al parecer, se confesó convencido, hasta derramar lágrimas; pero
no se convirtió, porque dilató demasiado el convertirse, y, después de haber dado
a nuestro Santo las más bellas palabras, al cabo murió apóstata en Ginebra.
Ciertamente, apenas se puede
comprender cómo un hombre solo, y en tan poco tiempo, pudo hacer tantas
maravillas y no rendirse al peso de tantos trabajos. Predicaba muchas veces al
día, daba instrucciones particulares, tenía conferencias públicas, visitaba a
los enfermos; buscaba a la gente más pobre y más desamparada en sus cabañas y
en sus chozas; oía confesiones hasta muy entrada la noche; administraba los
Sacramentos a los moribundos; asistía a los entierros. En fin, a ningún oficio
perdonaba su cuidado, a todo se extendía su celo, y medía su caridad con las
necesidades y no con la calidad de las personas, haciéndose todo a todos para
ganarlos a todos.
Para
asegurar el triunfo obtenido en el Chablais, fundó en Thonon una especie de
universidad, con el título de la Santa
Casa, destinada a la enseñanza de diferentes oficios manuales,
y aun de las ciencias, juntamente con una sólida instrucción moral y religiosa.
La conversión de este país
calvinista fue acompañada de milagros, uno de los cuales fue el siguiente: Una
mujer calvinista, convencida, por los sermones de Francisco, del error en que
estaba, difería su conversión y dejó que muriera sin el bautismo un hijo suyo.
Al llevarle al cementerio, vio a nuestro Santo: se arrojó a sus pies la infeliz
mujer, con el cadáver de su hijo en brazos, y exclamó entre sollozos:
«¡Devolvedme mi hijo, Padre mío, siquiera el tiempo suficiente para ser bautizado!»
Enternecido Francisco, se puso también de rodillas y pidió al Señor que
despachase favorablemente la súplica de aquella madre. Oraba todavía el Santo,
y el niño abrió los ojos y dio suspiros. Volvió a la vida, fue bautizado y
vivió aún dos días más, con gran admiración de todos, sobre todo del médico qué
certificó de la muerte del niño.
La santa empresa que en tres años
llevó Francisco de Sales a feliz término, habiéndose tenido durante medio siglo
por punto menos que imposible, extendió la fama de este santo apóstol por todas
partes. Entre los que más le admiraban estaba el cardenal de Perron, que,
hablando de Francisco, decía que, si no le pidiesen más que convencer a los
hugonotes, no tendría inconveniente en hacerlo; mas, para convertirlos, sería
necesario enviar a Francisco de Sales.
No es,
pues, de extrañar que el obispo de Ginebra le eligiera para su coadjutor, no
sin tener que vencer la resistencia de la humildad de Francisco. Para ser
preconizado y dar cuenta al Papa de los resultados de su misión en el Chablais,
fue a Roma, donde fue recibido con gran cariño por Clemente VIII, ante quien
sufrió un examen teológico tan brillante, que el Papa declaró que ninguno de
los examinados hasta entonces le había satisfecho por completo como Francisco
de Sales. Le abrazó y le dijo después estas palabras de los Proverbios (capítulo
V, versículos 15 y 16): Bebe,
hijo mío, de las aguas de tu cisterna y de la fuente de tu pozo. Haz que la
abundancia de tus aguas se derrame por todas las plazas públicas, para que
todos puedan beber y saciar su sed. Fue preconizado en 1599
obispo de Nicópolis in
partibus infidelium, y auxiliar o coadjutor del de Ginebra.
Apenas volvió Francisco a
Saboya, cuando los negocios de la religión le precisaron a pasar a París. Allí
fue recibido por Enrique IV y por toda la corte con respeto y veneración. La
estimación y la confianza con que el rey le trató, y los públicos testimonios
que dio de ella, fueron ocasión de que le levantasen una calumnia. Pretendieron
hacerle sospechoso con el rey; pero pronto se justificó plenamente, y la
malignidad de los envidiosos sólo sirvió para que creciese el amor y el
concepto que ya tenía aquel monarca de Francisco de Sales. Le ofreció el rey
beneficios y pensiones; llegó a brindarle el obispado de París, pero todo lo
agradeció cortesanamente y todo lo renunció con noble desinterés. Esta generosa
prenda, su piedad, su dulzura y sus gratísimos modales encantaron a toda la
corte. Predicó delante de ella; pero ¡con qué felicidad, con qué éxito! Las
maravillosas conversiones que logró fueron fruto de los asombrosos ejemplos que
dio en todo. Consiguió decreto del rey para que se volviese a establecer la
religión católica en el bailiaje de Ger, cuya solicitud había sido el principal
motivo de su viaje a la corte.
Durante su viaje de regreso a
Ginebra recibió la noticia de la defunción de Claudio Granier, obispo de
aquella diócesis. Como estaba ya designado Francisco para sucederle desde que
fue preconizado obispo auxiliar, se preparó luego para tomar sobre sus hombros
tan grave carga con oración y retiro. Consagrado obispo de Ginebra el 8 de
Diciembre de 1603, visitó en seguida toda la diócesis a pie y sin ostentación
alguna, consiguiendo numerosas conversiones y reforma en las costumbres.
Como ángel de paz, ajustó las
disensiones que había entre el archiduque y el clero del Franco Condado; como
legado de la Santa Sede, reformó las abadías de Taloires, de Abundancia, de
Puitdorbe, de Santa Catalina y de Six; como buen pastor, apacentó sus ovejas
con el pan de la divina palabra, y expuso cien y cien veces su vida por su
salvación, mereciendo mil bendiciones del Cielo para toda su diócesis.
Crecía por instantes su fama.
Los príncipes se competían unos a otros en darle los más ilustres testimonios
de su alta estimación. No quiso admitir muchas ricas abadías que le brindó
Enrique IV, y renunció el capelo de cardenal que le ofreció el papa León XI.
Sus relaciones con San Pedro Canisio, el Venerable cardenal Cæsar Baronio, el
de Perron, San Roberto Belarmino, Lessio y otros hombres célebres hicieron que
el papa Paulo V le consultase sobre la cuestión famosa De auxiliis, y que la
decisión que tomó el Papa lo fuese por consejo de San Francisco de Sales. No es
extraño, pues, que se le compare con los antiguos doctores de la Iglesia. De
todas partes le consultaban como a oráculo de su siglo; y lo que parecía
increíble, si la experiencia no hubiera mostrado lo contrario, esta multitud de
tantas y tan graves ocupaciones no le estorbaron predicar muchas Cuaresmas en
Annecy, en Grrenoble, en Chambery, ni retirarse todos los años a ejercicios
espirituales al Colegio de la Compañía.
Al mismo tiempo que el Santo
obispo comunicaba a todas partes los ardores de su celo, supo que le habían
acusado ante Su Santidad de poco vigilante en desterrar de su obispado los
libros heréticos o de doctrina sospechosa. Y el Santo, que siempre había
manejado las armas de la invicta paciencia para rebatir los golpes de la
calumnia, mostró en esta ocasión, por la vivacidad vigorosa con que se
justificó, el horror con que miraba tan perniciosa negligencia.
No se
contentó Francisco con que su celo fuese inmenso; quiso en cierta manera
hacerle perpetuo componiendo aquel excelente libro de la Introducción a la Vida Devota, que
él solo vale por cuantos libros espirituales se han escrito. Apenas salió a luz
esta admirable obra, cuando cierto predicador indiscreto comenzó a declamar
furiosamente contra ella, calificándola de perniciosa y de relajada, y llegó a
quemar un ejemplar públicamente en el pulpito. Contaron al Santo este suceso, y
todo su resentimiento se redujo a decir: que deseaba tan abrasado en el fuego del amor de Dios el
corazón de aquel Padre, como su libro lo había sido de las llamas.
Pero ninguna empresa fue más
digna de aquella gran alma, ninguna pudo ser más útil a toda la Iglesia, que la
fundación de la Orden de la Visitación, uno de los más bellos ornamentos de la
Iglesia.
El día 6 de junio del año 1610,
en que se celebraba la fiesta de la Santísima Trinidad, la célebre Santa Juana
Francisca Fremiot, baronesa viuda de Chantal; la hija de Francisco Fabre,
presidente del Senado de Saboya, y la noble doncella de la casa de Brechard de
Nivernois, dieron principio a este nuevo instituto bajo la dirección de San
Francisco de Sales, que había ido a predicar a Dijon la santa Cuaresma. Después
de que el santo fundador confesó y dio la comunión a aquéllas sus nuevas hijas,
les dio también unas reglas llenas de dulzura, de discreción y de prudencia, en
las cuales viene a comprenderse como reducida a arte toda la perfección
cristiana, siendo fruto de una vida dulce, tranquila y nada austera. Esta Orden
religiosa es aquella grande obra de nuestro Santo, que con tanto esplendor está
difundida por todo el Universo, y después de casi tres siglos conserva todo el
fervor de su primitivo espíritu, contándose más de seis mil seiscientas esposas
de Jesucristo que edifican a la Iglesia con sus ejemplos, y son digno objeto de
la admiración de los pueblos con sus religiosas virtudes.
De esta
Orden de la Visitación solía decir más tarde su santo fundador con santo
gracejo: «Me llaman fundador de una Orden, y, sin embargo, hice lo que no he
querido, y no he hecho lo que quería». Esto se explica sabiendo que el proyecto
de Francisco era fundar una congregación de señoras, cuya vida, menos austera
que la de los demás conventos, permitiera recibir en ella a viudas y señoras de
edad e impedidas, sin clausura, para que salieran a visitar a los
enfermos. De aquí su nombre de Visitadoras, y Visitación el de la
Orden. Pero hubo obstáculos a este proyecto; y las consideraciones del cardenal
arzobispo de Lyon le obligaron a desistir de él y a adoptar la forma que hoy
tiene con aprobación del papa Paulo V.
Poco
tiempo después compuso el admirable libro de la Práctica del Amor de Dios, que
el papa Alejandro VII llamaba libro
de oro; del cual han hecho elevadísimos elogios los más
ilustres prelados.
Otras muchas obras devotas dio a
luz San Francisco de Sales, llenas todas de igual solidez, y de aquella divina
unción que sólo el Espíritu Santo es capaz de derramar. Por eso el papa
Alejandro VII, en la bula de su canonización, declara que los saludables
escritos de este Santo son hachas brillantes y encendidas que introducen la luz
y pegan fuego a todos los miembros del cuerpo místico de la Iglesia.
El año de 1622 recibió
Francisco orden de su soberano, el duque de Saboya, para pasar a Aviñón a
recibir al príncipe y a la princesa del Piamonte. Desde Aviñón pasó a Lyon, de
Francia, donde a la sazón se hallaba el rey cristianísimo Luis XIII con toda la
corte, de quien recibió singulares honras y especiales demostraciones de
aprecio y de veneración. Por su parte correspondió también con nuevas pruebas
de celo y de respeto. Aunque se hallaba con la salud bastante quebrantada,
predicó en la iglesia del colegio de la Compañía, y se dedicó a todo género de
ministerios, hallándole pronto cuantos le buscaban para su consuelo y para su
alivio en las necesidades espirituales.
El día de Navidad dio el hábito
de la Visitación a dos doncellas, predicó sobre el misterio del día, y lo pasó
todo en tiernas y piadosísimas conferencias con toda la comunidad. Al amanecer
del día de San Juan sintió que se le debilitaba la vista y se le iban
disminuyendo las fuerzas, mas no por eso dejó de celebrar aquel día. Luego de que
dio gracias fue a visitar al duque de Nemours para interceder por aquellos
mismos ministros del ducado de Ginebra que tanto le habían dado en qué merecer,
y no se retiró hasta que les consiguió el perdón. Por la noche cayó en una
especie de delirio, que pronto se declaró en apoplejía.
Apenas
se divulgó en la ciudad su peligro, cuando todos concurrieron a visitarle. Los
primeros que llegaron fueron los jesuitas del Colegio de San José; y luego de que
los vio el Santo les dijo con el mayor agrado: Padres míos, ya ven que, en el estado en que me hallo, sólo tengo necesidad de la
misericordia de mi Dios; implórenla por mí y para mí, que yo todo lo espero de
su bondad. Mucho tiempo hace que tengo hecho al Señor sacrificio de mi
vida. En fin, el día 28 de diciembre del año 1622, este
insigne prelado, reverenciado por los pueblos, honrado por los príncipes, amado
por los vicarios de Jesucristo, y, lo que es más admirable, respetado hasta por
los mismos herejes, de quienes era el mayor azote, rindió a Dios su espíritu
inocente y puro con aquella misma tranquilidad con que había vivido. Murió a
las ocho de la noche, en el cuarto del hortelano del convento de la Visitación,
a los cincuenta y seis años de su edad, y a los veinte de su pontificado.
Luego de que se extendió la
noticia de su muerte, fue extraordinaria la conmoción y el concurso de todo el
pueblo. Se condujo el santo cadáver á Annecy, con pompa digna de su mérito y
correspondiente a la celosa veneración con que todos le miraban. Se le dio sepultura
en la iglesia del primer convento de la Visitación; y su corazón, que hoy día
se venera entero, engastado entre dos corazones de oro, se quedó en Lyon de
Francia, en el convento de la Visitación que está en Belle-Cour, y fue
fundación del mismo Santo y de la ilustre Santa Madre Chantal el año de 1615,
poco tiempo después de que se fundó el de Annecy, disponiendo la Divina
Providencia que después de muerto se quedase su corazón con aquellas hijas a
quienes había tenido más dentro de él cuando vivo.
Hallándose en Lyon el rey Luis
XIII el año 1630, habiendo caído malo, deseó Su Majestad ver el corazón de San
Francisco de Sales. Se lo trajo su confesor; y, habiendo recobrado al punto la
salud, contribuyó mucho para que creciese la devoción que ya se tenía al Santo.
Agradecido el piadoso monarca, mandó hacer, en testimonio de su reconocimiento,
una urna de oro donde se reservase aquella preciosa reliquia. Algunos años
antes de su canonización recibió por medio de ella semejante favor el duque de
Mercurio; y su madre, la duquesa de Vandome, mandó fabricar otra gran caja de
oro, donde estuviese cerrado todo el relicario.
Fue
canonizado por Alejandro VII en 1666. El papa Pío IX, por su breve Dives in misericordia, del
16 de noviembre de 1877, le declaró doctor
de la Iglesia, y, por último, León XIII le ha declarado patrono de la prensa católica.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario