Antonio
Viladomat y Manalt (Barcelona, 1670-1755),
«La muerte de san Antonio el
eremita»,
Museo
de Bellas Artes, Budapest.
Oriente y Occidente se unen hoy
para celebrar al Patriarca de los Cenobitas, al gran Antonio. La institución
monástica existía ya antes de él, como lo demuestran irrecusables monumentos;
pero Antonio aparece como el primer Abad, porque fue el primero que dio forma
estable a las distintas familias de monjes dedicados al servicio divino, bajo
el cayado de un solo pastor.
Huésped primeramente de la
soledad, y famoso por sus luchas con los demonios, consintió que se juntasen a
su alrededor algunos discípulos atraídos por la fama de sus obras prodigiosas,
y por el atractivo de la perfección; fue el comienzo de la vida monástica en el
desierto. Toca a su fin
la era de los mártires; la persecución de Diocleciano va a ser la última; es la
hora en que la Providencia que vela por la Iglesia, va a inaugurar en ella una
nueva milicia. La institución monacal va a darse a conocer públicamente a la
sociedad cristiana; no bastan ya los Ascetas, aun consagrados. Por todas partes
van a surgir los monasterios, lo mismo en el desierto que en las ciudades, de
manera que los fieles van a tener en adelante ante la vista un continuo acicate
para la guarda de los mandamientos de Cristo, con la práctica fervorosa y
literal de los consejos. Las tradiciones apostólicas de la oración continua y
de la penitencia se mantendrán vivas; se cultivará la ciencia sagrada con amor,
y no tardará la Iglesia en ir a buscar a estas ciudadelas del espíritu, sus más
valientes defensores, sus más santos Obispos, sus Apóstoles más generosos.
El ejemplo de Antonio será un
modelo para los siglos venideros; se tendrá presente que no bastaron a
retenerle en el desierto ni los encantos de la soledad ni las dulzuras de la
contemplación, y que en lo más duro de la persecución pagana, se trasladó a
Alejandría para animar a los cristianos al martirio. Tampoco se olvidará que en
otra lucha más encarnizada todavía, la del arrianismo, volvió a aparecer en la
populosa ciudad, para predicar al Verbo consubstancial al Padre, confesar la fe
de Nicea, y sostener el valor de los ortodoxos. ¿Quién olvidará nunca los lazos
que unieron a Antonio con el gran Atanasio? ¿Quién no se acordará de la visita
que el ilustre campeón del Hijo de Dios, hizo al Patriarca del desierto, y que
procuró por todos sus medios promover el desenvolvimiento de la institución
monástica, colocando la esperanza de la salvación de la Iglesia en la fidelidad
de los monjes, y que quiso escribir por su propia mano la vida de su amigo?
En este admirable relato es
donde podemos aprender a conocer a Antonio; en él se revelan la grandeza y
sencillez del hombre que estuvo siempre tan cerca de Dios. A la edad de diez y
ocho años, heredero ya de una cuantiosa fortuna, oye en la Iglesia la lectura
de un paso del Evangelio en que el Señor aconseja deshacerse de todos los
bienes terrenos para poder tender a la vida perfecta. Esto le basta; abandona
inmediatamente todo cuanto posee y se abraza con la pobreza voluntaria durante
el resto de su vida.
Le empuja el Espíritu Santo hacia el desierto, donde los poderes del
infierno han emplazado todas sus baterías para hacer retroceder al soldado de
Dios; diríase que Satanás se ha dado cuenta de que el Señor ha determinado
construir una ciudad en el desierto, y que ha enviado allí a Antonio para
levantar los planos. Comienza entonces una lucha cuerpo a cuerpo con los
espíritus del mal, pero el joven egipcio sale vencedor aun a costa de
sufrimientos. Ha logrado conquistar la nueva palestra en la que se consumará la
victoria del cristianismo sobre el Príncipe del mundo.
Después de veinte años de
combate que le han dado temple de acero, su alma ha quedado fija en Dios;
entonces es cuando se revela al mundo. A pesar de sus esfuerzos por permanecer oculto, tiene
que responder a los que acuden a consultarle y a pedirle sus oraciones; a su
alrededor se agrupan
los discípulos, y así llega a ser el primer Abad. Sus lecciones sobre la perfección
cristiana son oídas con avidez; su enseñanza es al mismo tiempo sencilla y
profunda, y sólo baja de las alturas de la contemplación para animar a las
almas.
Cuando sus discípulos le
preguntan por la virtud más propia para combatir las asechanzas de los demonios
y conducir con seguridad al alma a la perfección, responde que esa virtud no es
otra que la discreción.
Cristianos de todas las esferas
de la sociedad acuden al anacoreta cuya fama de santidad y milagros corre por
todo el Oriente. Muchos van por gozar de la emoción de un verdadero
espectáculo, y no ven más que a un hombre sencillo, de carácter dulce y
agradable. La placidez de sus facciones es un reflejo de su alma. No le causa
turbación el verse rodeado de gente, ni vana complacencia las señales de
consideración y respeto que le prodigan, porque en su alma, libre de pasiones
humanas, habita Dios.
Tampoco faltan los filósofos,
entre los que quieren contemplar al prodigio del desierto. AI verles llegar,
les dirige Antonio la palabra: "¿Por qué os habéis molestado, oh
filósofos, en venir a ver a un loco?" Desconcertados por tal recibimiento,
le contestaron que
no le tenían por tal, sino que estaban convencidos de su gran cordura. "En
ese caso, repuso Antonio, si me consideráis sabio, imitadme." No nos dice
San Atanasio si el resultado de esta visita fue la conversión de aquellos
hombres. Otros llegaban atacando, en nombre de la razón, el misterio de un Dios
encarnado y crucificado.
Antonio sonríe al oírles proponer sus sofismas, y termina por decirles:
"Ya que estáis tan bien impuestos en dialéctica, respondedme, por favor: Tratándose del
conocimiento de Dios ¿a quién se debe de hacer más caso, a la acción eficaz de
la fe o los argumentos de la razón?" — "A la acción eficaz de la
fe", respondieron. — "Pues bien, repuso Antonio, para probar el poder
de nuestra fe, ahí tenéis unos posesos, curadles con vuestros silogismos; y si
no lo conseguís, y yo logro hacerlo por medio de la fe y en nombre de
Jesucristo, confesaréis la impotencia de vuestros razonamientos y daréis gloria
a la cruz que os habéis atrevido a despreciar." Acto seguido hizo tres
veces la señal de la cruz sobre los posesos, invocando el nombre de Jesús: y al
punto se vieron libres.
Los filósofos estaban admirados
y guardaban silencio. "No creáis, les dijo el santo Abad, que he librado
por mi propia virtud a estos endemoniados; es la virtud de Jesucristo quien lo
ha hecho. Creed también vosotros en él, y veréis cómo no es la filosofía quien opera estos milagros
sino una fe simple y sincera." Se ignora si aquellos hombres terminaron por abrazar el
cristianismo; lo cierto es que, según testimonio del ilustre biógrafo, se
retiraron llenos de estima y admiración por Antonio, confesando que su visita
al desierto no había sido inútil.
Con esto el nombre de Antonio
se hacía cada día más célebre y llegaba ya hasta la corte imperial. Constantino
y los dos príncipes hijos suyos, le escribieron como a un padre, implorando el
favor de la respuesta. Se
resistió el santo al principio; pero como le hicieran notar sus
discípulos que, en medio de todo, los emperadores eran cristianos y podían
ofenderse de su silencio, les
escribió diciendo
que se gozaba al saber que adoraban a Jesucristo, y exhortándolos a no
fiarse tanto de su poder que llegasen a olvidar su condición humana. Les
recomendó la clemencia, la práctica de una exacta justicia, que socorrieran a
los pobres, y se acordasen siempre que el único Rey verdadero y eterno era
Jesucristo.
De esta manera escribía aquel
hombre, nacido bajo la persecución de Decio y que había desafiado la de
Diocleciano: hablar de Césares cristianos era algo nuevo para él. A propósito
de las cartas de la corte de Constantinopla solía decir: "Me han escrito
los reyes de la tierra; pero ¿qué es eso para un cristiano? Si su dignidad los
eleva por encima de los demás, su nacimiento y su muerte los hacen iguales a
todos. Lo que más nos debe mover e inflamar nuestro amor de Dios, es la idea de
que este soberano Señor no sólo se dignó escribir una ley para los hombres,
sino que les habló por medio de sus propio Hijo."
Con todo, la publicidad dada a
su vida molestaba a Antonio, y no veía nunca la hora de volver a sepultarse en
el desierto, para hallarse cara a cara con Dios. Había formado ya a sus
discípulos con sus palabras y ejemplos; les dejó, pues, en secreto, y después
de tres días y tres noches de camino, llegó al monte Colzim donde reconoció la
morada que Dios le había preparado.
San Jerónimo nos describe
aquella soledad en la Vida de San Hilarión:
"La roca dice, se levanta a mil pies de altura, de su base salen
corrientes de agua absorbidas en parte por la arena y en parte convertidas en
un arroyuelo cuyas márgenes están sembradas de numerosas palmeras que
convierten el lugar en un oasis tan placentero, como agradable de
aspecto." Una estrecha hendidura de la roca servía al siervo de Dios de
abrigo contra las inclemencias del tiempo.
Le persiguió el amor de sus discípulos, descubriéndole también en este
lejano retiro; con frecuencia acudían a visitarle y a llevarle pan. Para
evitarles semejantes molestias, les rogó Antonio que le procurasen una azada, un hacha y algo de
trigo para sembrar un pequeño terreno. Visitó San Hilarión estos lugares
después de la muerte del gran Patriarca, acompañado de los discípulos de
Antonio, que le decían emocionados: "Aquí cantaba los salmos; allí se
entretenía en oración con Dios; aquí trabajaba; allí descansaba cuando se
sentía fatigado; con sus propias manos plantó aquella viña y aquellos arbustos:
él hizo aquella era y cavó con gran trabajo aquel pozo para regar el
huerto."
Al enseñarle este huerto,
refirieron también al santo, que como vinieran cierto día unos asnos salvajes a
beber al pozo, comenzaron a destrozar el plantío. Ordenó Antonio al primero que
se detuviera, y dándole suavemente con su bastón en el lomo, le dijo:
"¿Por qué comes lo que no has sembrado?" A su voz se detuvieron los
animales inmediatamente, y no hicieron ya daño alguno.
Pero nos dejamos llevar por el
encanto de estos relatos; haría falta todo un volumen para completarlos. De
cuando en cuando, bajaba Antonio del monte para acudir a animar a sus
discípulos en los distintos puestos que tenía en el desierto. En cierta ocasión
fue también a visitar a su hermana a quien antes de abandonar el mundo, había
colocado en un monasterio de vírgenes. Por fin, llegado a los ciento cinco años
quiso aún ver a los monjes que habitaban en la primera montaña de la cordillera
de Colzim, y les anunció su próxima salida de este mundo para la patria. Vuelto
a su soledad llamó a los dos discípulos que desde hace quince años le servían a
causa de sus pocas fuerzas, y les dijo:
"Mis queridos hijos, ha
llegado la hora, en que según el lenguaje de la Sagrada Escritura, voy a entrar
en el camino de mis padres. Veo que me llama el Señor, y mi corazón se siente
abrasado por el deseo de unirse a él en el cielo. Pero, vosotros, hijos míos,
entrañas de mi alma, no vayáis a perder, por un fatal relajamiento, el fruto
del trabajo al que os habéis aplicado desde hace tantos años. Pensad
diariamente que acabáis de poneros al servicio de Dios y a practicar esos
ejercicios; de ese modo vuestra voluntad se hará más fuerte e irá siempre
creciendo. Ya conocéis las emboscadas que nos tendía el demonio. Testigos
fuisteis de sus iras, y de sus fracasos. Daos siempre al amor de Cristo;
confiad en Él
plenamente, y así triunfaréis de esos espíritus malignos. No olvidéis nunca las
distintas enseñanzas que os he dado, y sobre todo os recomiendo el pensar que
podéis morir cada día."
Les recordó luego la obligación que tenían de no ponerse en contacto con
los herejes, pidiéndoles también que enterraran su cuerpo en un lugar secreto
que sólo ellos conocieran. "En cuanto a los hábitos que dejo, añadió, este
será su destino: daréis una de mis túnicas al obispo Atanasio, junto con la
capa que me trajo nueva y le devuelvo usada." Era ésta, otra capa que el
gran Doctor había regalado a Antonio, distinta de la primera que ya había
empleado para enterrar a Pablo el ermitaño. "La otra túnica, continuó el
santo, se la daréis al obispo Serapión, y para vosotros guardaréis mi
cilicio." Después, sintiendo la proximidad de su último momento, se dirigió a sus dos discípulos
diciéndoles: "Adiós, mis queridos hijos'; vuestro Antonio se va, ya no
estará con vosotros."
Con semejante sencillez y
grandeza se inauguraba la vida monástica en los desiertos de Egipto, para
lanzar desde allí sus destellos sobre la Iglesia entera; pero ¿quién debe
llevar la gloria de tal institución a la que se unirán en lo sucesivo los
destinos de la Iglesia, fuerte siempre cuando está en auge el elemento
monástico, y débil cuando éste se halla en decadencia? ¿Quién infundió a
Antonio y a sus discípulos el amor de la vida oculta y pobre, pero al mismo
tiempo tan fecunda, quién sino el misterio de las humillaciones del Hijo de
Dios? Sea pues, toda la gloria para el Emmanuel, anonadado bajo la humildad de
los pañales, pero repleto de virtud divina.
VIDA. —
Nació San Antonio en Comon (Egipto) el año 251. Al oír las palabras del
Evangelio: "Si quieres ser perfecto, vete, vende todo cuanto tienes y dalo
a los pobres", lo puso inmediatamente por obra y se retiró al desierto.
Tuvo que sufrir allí los ataques de los demonios, de los cuales triunfó por
medio de la penitencia e invocando el nombre de Jesús. Murió en el año 356 en
el monte Colzim, junto al mar Rojo. Escribió su vida el obispo San Atanasio y
sus reliquias se conservan en San Julián de Arlés.
Oh bienaventurado Antonio,
nos unimos a toda la Iglesia, para ofrecerte el homenaje de nuestra veneración,
y para publicar las gracias que el Emmanuel derramó sobre ti. ¡Cuán sublime fue tu vida, y fecundas
tus obras! Verdaderamente eres Padre de un gran pueblo, y una de las más
poderosas columnas de la Iglesia de Dios. Ruega, pues, por el Orden monástico,
y haz que renazca y alcance nuevo vigor en la sociedad cristiana. Ruega también
por todos los miembros de la gran familia de la Iglesia. Muchas veces fue útil tu intercesión a
nuestros cuerpos, librándoles de las fiebres mortales que los abrasaban;
continúa ejerciendo ese benéfico influjo. Pero, sobre todo, cura nuestras almas
abrasadas con frecuencia por llamas más peligrosas todavía. Vela por nosotros en
las tentaciones que no cesa de procurarnos el enemigo; haznos cautos contra sus
ataques, prudentes para prevenir las ocasiones perversas, firmes en la lucha y
humildes en la victoria. El ángel de las tinieblas se te aparecía en formas
sensibles; a nosotros nos ataca muchas veces disfrazado; haz que no seamos
víctimas de sus embustes. Dominen nuestra vida entera el temor de los juicios
divinos y el pensamiento de la eternidad; sea la oración nuestro asiduo
recurso, y la penitencia nuestra muralla. Finalmente y ante todo, oh Pastor de
las almas, llenémosnos más y más, según tu consejo, del amor de Jesús, de ese
Jesús que se dignó nacer aquí abajo para salvarnos y merecernos las gracias
para vencer, de ese Jesús que quiso sufrir tentaciones para enseñarnos el modo
de combatirlas.
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