sábado, 23 de enero de 2021

23 de enero SAN RAIMUNDO DE PEÑAFORT, CONFESOR

 

Después de Hilario, Pablo, Mauro y Antonio, brilla hoy Raimundo de Peñafort, una de las glorias de la Orden de Santo Domingo y de la Iglesia en el siglo XIII.

Según los Profetas, el Mesías vino para ser nuestro Legislador; más aún, es El la misma Ley. Su palabra ha de ser norma de los hombres, y El mismo ha de dejar a su Iglesia el poder de legislar, para que conduzca a los pueblos por la santidad y la justicia, hasta los umbrales de la eternidad. La sabiduría del Emmanuel se manifiesta en la disciplina canónica, como su verdad en la enseñanza de su doctrina. Pero al hacer sus leyes, la Iglesia se ayuda de los hombres que le parecen poseer en más alto grado la ciencia del Derecho y la integridad de la moral.

San Raimundo de Peñafort tuvo el honor de manejar su pluma para la redacción del Código canónico. Por orden de Gregorio IX, fue él quien compiló en 1234 los cinco libros de las Decretales (El nombre de Raimundo va unido para siempre a la gloria de esta obra que ha sido la base de la disciplina hasta la promulgación del nuevo Código de Derecho Canónico por Benedicto XV, en 1918).

Discípulo de Aquel que descendió del cielo al seno de una virgen para salvar a los pecadores, convidándoles con el perdón, mereció Raimundo ser llamado por la Iglesia, insigne Ministro del Sacramento de la Penitencia.

Fue el primero que reunió en un cuerpo de doctrina, las máximas de la moral cristiana que sirven para determinar los deberes del confesor en relación con los pecadores que acuden a él a declarar sus pecados. La Suma de Casos penitenciales abrió la serie de esos importantes trabajos, por medio de los cuales algunos peritos y virtuosos doctores trataron de establecer los derechos de la ley y las obligaciones del hombre, con el fin de enseñar al sacerdote el arte de discernir, como dice la sagrada Escritura, lepra de lepra. (Deut., XVII, 8.)

Finalmente, cuando la gloriosa Madre de Dios, Madre también de los hombres, suscitó para la obra de la Redención de los cautivos al generoso Pedro Nolasco, a quien dentro de pocos días veremos llegar ante la cuna del Redentor, Raimundo fué el poderoso instrumento de esta gran obra de misericordia; no sin motivo le considera la Orden de la Merced como uno de sus fundadores, y no en vano le han honrado millares de cautivos, libertados de la esclavitud de los musulmanes, como a uno de los principales autores de su libertad.

Vida. — Nació San Raimundo en Barcelona, de la noble familia de Peñafort. Enseñó allí las Humanidades, y fué después a estudiar Derecho a Bolonia. Volvió luego a su ciudad natal, donde brilló por sus eminentes virtudes, sobre todo por su veneración hacia la Santísima Virgen María. A los 45 años profesó en la Orden de Santo Domingo. Fundó con San Pedro Nolasco la Orden de Nuestra Señora de la Merced para la Redención de los cautivos.

Llamado a Roma por Gregorio IX, fue allí su Capellán y Confesor, y redactó las Decretales. Se hizo célebre por sus milagros y murió casi centenario, el 7 de enero de 1275. Su sepulcro está en Barcelona. Canonizóle Clemente VIII

Fiel dispensador del Sacramento de la Penitencia, supiste extraer del corazón de Dios encarnado, aquella caridad que hizo del tuyo un asilo de pecadores. Amaste a los hombres, y te preocupaste tanto de las necesidades de sus cuerpos como de las de sus almas. Ilustrado por los rayos del Sol de justicia, nos ayudaste a discernir el bien del mal, dándonos reglas para apreciar las llagas de nuestras almas. Roma admiró tu conocimiento de las leyes; y se gloría de haber recibido de tus manos el sagrado Código que gobernó durante mucho tiempo a las distintas Iglesias.

Despierta en nuestros corazones, oh Raimundo, la compunción sincera que es una de las condiciones para el perdón en el sacramento de la Penitencia.

Haznos comprender la gravedad del pecado mortal que separa de Dios para siempre, y los peligros del pecado venial que dispone al alma tibia para el pecado mortal. Concédenos hombres llenos de caridad y ciencia, para ejercer ese sublime ministerio que cura a las almas. Protégelos contra el doble escollo de un desesperanzador rigorismo, o de una excesiva blandura. Reaviva en nosotros la verdadera ciencia del Derecho canónico, sin la cual la casa del Señor se convertiría en seguida en morada de desorden y anarquía. Consuela a todos los que languidecen en las prisiones o en el destierro, tú que tuviste un corazón tan compasivo para los cautivos; prepara su libertad; líbranos también a todos, de las cadenas del pecado que con tanta frecuencia sujetan a las almas de aquellos, cuyo cuerpo goza de la libertad. Fuiste tú, oh Raimundo, el confidente del corazón de nuestra misericordiosa Reina María, y ella te asoció a su obra para el rescate de los cautivos. Eres, pues, poderoso ante el Corazón, que después del de Jesús es nuestra mayor esperanza. Preséntala nuestros homenajes. Pídela para nosotros a esa incomparable Madre de Dios la gracia de que amemos siempre al Niño celestial que tiene en sus brazos. Dígnese también ella, por tus oraciones, ser nuestra estrella en el mar de éste mundo, más tempestuoso que aquel cuyas olas desafiaste sobre tu milagroso manto.

Acuérdate también de España, tu patria, en cuyo seno obraste tantas maravillas. Ampara a la Orden de Predicadores, cuyo hábito y regla honraste. La gobernaste sabiamente en la tierra; ámala siempre como Padre desde el cielo, para que vuelva a florecer en toda la Iglesia, y produzcan, como en los tiempos antiguos, aquellos frutos de santidad y de ciencia que hicieron de ella una de las principales glorias de la Iglesia de Cristo.

* * *

No han transcurrido aún tres días desde el martirio de Santa Inés, cuando la Liturgia, fiel en recoger todas las tradiciones, nos llama otra vez a su tumba. La Virgen Emerenciana, amiga y hermana de leche de nuestra heroína de trece años, se fue a orar y llorar al lugar donde descansaba aquella que tan rápida y cruelmente le arrebataron. Emerenciana no había sido aún regenerada por las aguas del Bautismo; era todavía catecúmena, pero su corazón pertenecía ya a Cristo por la fe y el deseo. Mientras la joven se desahoga ante la tumba de Inés, llegan los paganos, insultan sus lágrimas y tratan de impedir los homenajes que rinde a su víctima. Entonces Emerenciana, ardiendo en deseos de unirse a Cristo y de estar cuanto antes en brazos de su dulce compañera, vuélvese hacia aquellos bárbaros, confiesa a Jesucristo, maldice a los ídolos, y les echa en cara la atroz crueldad de que han hecho víctima a la inocente Inés. Indígnase la ferocidad pagana en los corazones de aquellos hombres esclavizados por el culto de Satanás, y en cuanto termina de hablar la joven, cae sobre el sepulcro de su amiga, sepultada bajo las piedras mortíferas que le arrojan aquellos, a quienes se ha atrevido a desafiar. Bautizada en su propia sangre, deja Emerenciana en la tierra sus sangrientos despojos, y su alma vuela hacia el regazo del Emmanuel, para gozar eternamente de sus divinos abrazos y de la amada presencia de Inés.

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