El Martirologio de la Iglesia Romana nos presenta hoy el nombre de una santa Virgen, cuya memoria es demasiado estimada en la Iglesia parisiense y en todas las iglesias de Francia, para que podamos pasar por alto el recuento de sus gloriosos méritos. En compañía de los Mártires y del Confesor y Pontífice San Silvestre,. Santa Genoveva brilla con suave resplandor al lado de Santa Anastasia. Como ella hace también guardia amorosa ante la cuna del divino Niño cuya sencillez imitó, y del cual mereció ser Esposa. Es justo que, al celebrar el misterio del virginal alumbramiento, celebremos también con solemnes honores a las vírgenes fieles que siguieron a María. Si nos fuera dado agotar los Anales de la Santa Iglesia, ¡qué magnífica pléyade de Esposas de Cristo deberían ser honradas en estos cuarenta días, del tiempo de Navidad!
Genoveva fue célebre en todo el mundo. Viviendo aún en carne mortal, el Oriente conocía ya su nombre y sus virtudes; Simeón el estilista, desde lo alto de su columna, la saludaba ya como a hermana suya en la perfección del cristianismo. La capital de Francia está bajo su amparo; una sencilla pastora protege los destinos de París, como un pobre labrador S. Isidro vela por la capital de España.
Uno de los mayores obispos de la Galia del siglo v fue el encargado por Dios de revelar la elección que Jesucristo había hecho de la jovencita de Nanterre para Esposa suya. Acudía San Germán de Auxerre a la Gran Bretaña a donde le enviaba el Papa San Bonifacio I para combatir la herejía pelagiana (hacia el año 430). Acompañado de San Lupo, obispo de Troyes, que debía compartir con él sus trabajos, se detuvo en la aldea de Nanterre; al dirigirse los dos prelados a la iglesia para orar por el buen éxito de su viaje, todo el pueblo fiel los rodeó con piadosa curiosidad. Ilustrado por luz divina, Germán advirtió en medio de la multitud a una jovencita de siete años, y conoció interiormente que el Señor se la había escogido para sí. Preguntó el nombre de aquella niña, e hizo que la condujeran a su presencia. Acercáronse sus padres, llamados Severo y Geruncia. Ambos se enternecieron a la vista de las caricias que a su hija prodigaba el santo obispo. "¿Es vuestra esta ni fia?" les dijo Germán. — "Sí, señor," respondieron ellos. — "Felices padres de tal hija" repuso el obispo. "Sabed que los Ángeles hicieron gran fiesta en el cielo cuando nació esta niña. Esta niña será grande ante el Señor; por la santidad de su vida, arrebatará muchas almas al yugo del pecado." Luego, dirigiéndose a ella le dijo: "Genoveva, hija mía." — "Padre santo, respondió ella, vuestra sierva escucha." Entonces Germán le dijo: "Dime sin miedo, ¿te gustaría consagrarte a Cristo como Esposa con una pureza inmaculada?".—"¡ Bendito seáis, Padre mío! exclamó la niña, ese es el deseo más querido de mi corazón. Es todo lo que yo anhelo; dignáos rogar para que el Señor me lo conceda". — "Ten confianza, hija mía, repuso Germán, sé constante en tu determinación, conforma tus obras con tu fe, y el Señor añadirá su virtud a tu belleza."
Entraron en la iglesia los dos obispos acompañados por el pueblo y se cantó el Oficio de Nona y Vísperas. Germán había hecho que le llevaran a su lado a Genoveva, y durante toda la salmodia tuvo impuestas sus manos sobre la cabeza de la niña. Al día siguiente, temprano, antes de emprender el viaje, hizo que su mismo padre le presentara a Genoveva. "Dios te salve, hija mía Genoveva, le dijo; ¿te acuerdas de la promesa de ayer?". — "¡Oh padre santo, repuso la niña, no puedo olvidar lo que prometí a vos y a Dios!; mi deseo es guardar siempre con la ayuda del cielo la pureza de mi alma y de mi cuerpo." En aquel momento^ Germán vio en tierra una medalla de cobre con la imagen de la Cruz grabada en ella. La levantó, y entregándosela a Genoveva la dijo: "Abre en ella un agujero, cuélgatela al cuello y guárdala en memoria mía. No lleves nunca collares ni sortijas de oro o plata, ni piedras preciosas; porque si el atractivo de las bellezas terrenas prendiese en tu corazón, perderías bien pronto tu ornato celestial que debe ser eterno." Después de estas palabras, Germán le rogó que se acordase de él con frecuencia en Cristo, y recomendándosela a Severo como un tesoro doblemente precioso, continuó su camino hacia la Gran Bretaña, con su piadoso compañero.
Hemos querido trasladar aquí esta sugestiva escena, tal como nos la describen las Actas de los Santos, para demostrar el poder del Niño de Belén, que con tanta libertad obra en la elección de las almas, cuando quiere unirlas a sí con un lazo más estrecho. Obra como señor; ningún obstáculo le resiste, pues su acción no es menos visible en este siglo de decadencia y tibieza espiritual, que en los días de San Germán y de Santa Genoveva. Algunos, por desgracia se irritan; otros se sorprenden; la mayoría no reflexionan; pero, unos y otros han de hallarse en presencia de las señales más maravillosas de la divinidad de la Iglesia.
Vida: Genoveva nació en Nanterre hacia el año 419. A la edad de siete años fue consagrada virgen por el obispo san Germán de Auxerre. Con su oración y milagros protegió contra los ataques de los Normandos y alimentó durante su asedio a la ciudad de París, que la tiene por patrona. Después de una vida rica en las más eminentes virtudes, se durmió en la paz, el 3 de enero de 512. Su sepulcro, ilustrado con numerosos milagros, llegó a ser un centro de peregrinación nacional.
¡Oh virgen fiel, Genoveva! te ensalzamos por los méritos que quiso el divino Niño florecieran en ti. Apareciste en nuestra patria como un ángel tutelar; en tus plegarias confiaron los franceses durante mucho tiempo; y has tenido a gala en el cielo y en la tierra el proteger a la capital de Clodoveo, de Carlomagno y de San Luis. Han llegado tiempos nefandos, en los cuales ha sido abolido sacrílegamente tu culto, cerrados tus templos y tus preciosas reliquias profanadas. Con todo, no nos has abandonado; más bien, has implorado para nosotros días mejores, y a pesar de las profanaciones recientes añadidas a las antiguas, podemos respirar nuevamente, al ver otra vez florecer tu culto entre nosotros.
En esta época del año, embellecida y consagrada por tu nombre, bendice al pueblo cristiano. Ayúdanos a comprender el misterio del pesebre. Da nuevo temple en las puras fuentes de la fe, a esta nación tan querida por ti, y alcánzanos del Emmanuel, que su Nacimiento, renovado todos los años, sea verdaderamente un tiempo de salvación y de auténtica renovación. Somos enfermos, a punto de perecer, porque las verdades han disminuido entre nosotros, según frase de David; la verdad se halla oscurecida, porque- el orgullo ha reemplazado a la fe y la indiferencia al amor. Únicamente Jesús, conocido y amado en el misterio de su inefable Encarnación, puede devolvernos la vida y la luz. Tú que le recibiste y le amaste a través de tu larga e inocente vida, llévanos a su cuna.
Guarda ¡oh poderosa pastora! a la ciudad que te está confiada. Líbrala de los pecados que la asemejan a veces a una gran ciudad pagana. Deshaz las tempestades que se fraguan en su seno, para que llegue a ser discípula de la verdad, en lugar de apóstol de los errores. Alimenta también a su población que desfallece de hambre; pero ante todo alivia sus miserias morales. Apaga esa ardiente fiebre que devora a las almas, fiebre que es más funesta aún que el fuego que sólo atormenta a los cuerpos. Desde tu tumba vacía, desde lo alto del monte que domina al grandioso templo que a tu nombre levantaron nuestros padres, y que continúa siendo tuyo a pesar de las vanas tentativas de la fuerza bruta, ten cuidado de esa juventud de Francia, apifiada junto a las cátedras de la ciencia humana, juventud tantas veces traicionada por las enseñanzas que debieran guiarla; procura para nuestra patria generaciones cristianas. Haz que, a despecho del infierno, brille siempre la cruz sobre la cúpula de tu profanado santuario; no permitas que sea de allí derribada. Haz que cuanto antes reine plenamente sobre nosotros esa cruz inmortal, y que desde lo más alto de tu templo domine sobre todas las moradas de la ciudad señora, devuelta a su antigua fe, a tu culto y a tu antiguo patronato.
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