A pesar de
tener sus restos mortales, la Iglesia aun no sabía nada sobre la vida de Santa
Filomena. Lo que sabemos de esta santa es gracias a las revelaciones privadas
recibidas de la santa en 1863 por tres diferentes personas, en respuesta a las
oraciones de muchos, suplicando que dejara saber quién era ella y cómo llegó al
martirio.
Las personas favorecidas con
esas revelaciones privadas, fueron un joven artista de buena moral y vida
piadosa, un devoto sacerdote y una piadosa religiosa de Nápoles, la Venerable
Madre María Luisa de Jesús quien murió en olor de santidad. (Estas revelaciones
han recibido el Imprimátur de la Santa Sede dando testimonio de que no hay nada
contrario a la fe. La Iglesia no ha hecho ningún otro pronunciamiento y no
garantiza la autenticidad de las supuestas revelaciones. La Santa Sede dio la
autorización para la propagación de estas el 21 de diciembre de 1883.)
"Yo soy la hija de un
príncipe que gobernaba un pequeño estado de Grecia. Mi madre también era de
sangre real. No tenían niños. Eran idólatras y continuamente ofrecían oraciones
y sacrificios a sus dioses falsos. Un doctor de Roma llamado Publio -ahora está
en el Cielo-, vivía en el palacio al servicio de mi padre. Este doctor
profesaba el cristianismo. Viendo la aflicción de mis padres y por un impulso
del Espíritu Santo les habló acerca de nuestra fe e incluso les prometió
posteridad si consentían en recibir el bautismo. La gracia que acompañaba sus
palabras, iluminaron el entendimiento de mis padres y triunfó sobre su
voluntad. Se hicieron cristianos por encima de sus voluntades y obtuvieron la
gran deseada felicidad que Publio les había prometido en premio a su
conversión.
Al
momento de nacer me pusieron el nombre de Lumena, en alusión a la luz de la fe,
de la cual era fruto. El día de mi bautismo me llamaron Filomena, hija de la
luz (filia luminis)
porque en ese día había nacido a la fe. Mis padres me tenían gran cariño y
siempre me tenían con ellos. Fue por eso que me llevaron a Roma, en un viaje
que mi padre fue obligado a hacer debido a una guerra injusta.
Yo tenía trece años. Cuando
arribamos a la capital nos dirigimos al palacio del emperador y fuimos
admitidos para una audiencia. Tan pronto como Diocleciano me vio fijó los ojos
en mí.
El
emperador oyó toda la explicación del príncipe, mi padre. Cuando este acabó y
no queriendo ser ya más molestado le dijo: “Yo
pondré a tu disposición toda la fuerza de mi imperio y te pediré a cambio sólo
una cosa, que es la mano de tu hija”. Mi padre,
deslumbrado con un honor que no esperaba, accede inmediatamente a la propuesta
del emperador y cuando regresamos a nuestra casa, mi padre y mi madre hicieron
todo lo posible para inducirme a que cediera a los deseos del emperador y los
suyos. Yo lloraba y les decía: "¿Ustedes
desean que por el amor de un hombre yo rompa la promesa que he hecho a
Jesucristo? Mi
virginidad le pertenece a Él y yo ya no puedo disponer de ella". -Pero
eres muy joven para ese tipo de compromiso -me
decían- y proferían
las más terribles amenazas para hacerme que aceptara la mano del emperador.
La gracia de Dios me hizo
invencible. Mi padre no pudiendo convencer al Emperador con las razones que
alegó para ser dispensado de la promesa que había hecho, fue obligado por Diocleciano
a llevarme a su presencia.
Tuve que soportar nuevos
ataques de parte de mis padres hasta el punto, que de rodillas ante mí,
imploraban con lágrimas en sus ojos, que tuviera piedad de ellos y de mi
patria. Mi respuesta fue: No, no, Dios y el voto de virginidad que le he hecho,
está primero que ustedes y mi patria. Mi reino es el Cielo.
Mis palabras los hacían
desesperar y me llevaron ante la presencia del emperador, el cual hizo todo lo
posible para ganarme con sus atractivas promesas y con sus amenazas, las cuales
fueron inútiles. Él se puso furioso e, influenciado por el demonio, me mandó a
una de las cárceles del palacio donde fui encadenada, pensando que la vergüenza
y el dolor iban a debilitar el valor que mi Divino Esposo me había inspirado.
Me venía a ver todos los días y soltaba mis cadenas para que pudiera comer la
pequeña porción de pan y agua que recibía como alimento, y después renovaba sus
ataques, que si no hubiera sido por la gracia de Dios no hubiera podido
resistir.
Yo no cesaba de encomendarme a
Jesús y a su Santísima Madre.
Mi
cautiverio había durado treinta y siete días, cuando, en el medio de una luz
divina, vi a María con su Divino Hijo en sus brazos. Ella me dijo: "Hija mía, tres días más de prisión, y
después de 40 días dejarás este lugar de sufrimiento". Las
felices noticias hicieron mi corazón latir de gozo, pero como la Reina de los
Ángeles había añadido, dejaría la prisión para ser sometida a tormentos mucho
más terribles que los anteriores. Pasé del gozo a una terrible angustia, que
pensaba me mataría. Entonces me dijo la Reina de los Cielos: "Ten valor, Hija mía, ¿no sabes el amor
y la predilección que tengo por ti? El nombre que has recibido en tu bautismo
es garantía de ello, y la semejanza que tiene con Mi Hijo y conmigo. Como tú te
llamas Lumela y tu Esposo se llama Luz, Estrella, Sol; y como soy llamada,
Aurora, Estrella, la Luna en su máximo fulgor y el Sol. No temas, yo te
asistiré. Ahora que tu naturaleza se debilita, con toda justicia, en su
momento, la gracia te prestará sus fuerzas y el Ángel, que también es mi Ángel,
Gabriel, que su nombre expresa fortaleza, vendrá en tu auxilio. Te recomendaré
especialmente a él para tu cuidado como mi más querido bien".
Las palabras de la Reina de las
Vírgenes me dieron nuevamente valor y la visión desapareció, dejando la prisión
llena de un perfume celestial.
Lo que
se me había anunciado, pronto se realizó. Diocleciano perdiendo todas sus
esperanzas de hacerme cumplir la promesa de mi padre, tomó la decisión de
torturarme públicamente y el primer tormento era ser flagelada. “Debido a que ella no se avergüenza de
preferir a un malhechor, condenado por su mismo pueblo a una muerte infame, en
lugar de un emperador como yo, entonces merece que mi justicia la trate a ella
como él fue tratado” Ordenó que me quitaran mis vestidos,
que fuera atada a una columna y en presencia de un gran número de personas de
la corte, hizo que me azotaran con tal violencia, que mi cuerpo se bañó en
sangre, y lucía como una sola herida abierta. El tirano pensando que me iba a desmayar
y morir, me hizo arrastrar a la prisión para que muriera.
Dos ángeles brillantes con luz,
se me aparecieron en la oscuridad y derramaron un bálsamo en mis heridas,
restaurando en mí la fuerza, que tenía antes de mi tortura.
Cuando
el emperador fue informado del cambio que en mí había ocurrido, me hizo llevar
ante su presencia y trató de hacerme ver que mi curación se la debía a Júpiter
diciendo: “Él ha
decidido positivamente que tú serás la emperatriz de Roma”. Y
lanzó seductoras palabras y promesas de grandísimos honores y aduladoras
caricias, esforzándose por completar el trabajo del Infierno que había
comenzado; pero el Espíritu Santo al cual había encomendado mi constancia,
llenó de luz mi entendimiento en ese instante para dar todas las pruebas de la
solidez de nuestra Fe a las que ni Diocleciano ni ninguno de sus cortesanos
presentes pudieron nunca responder.
Entonces se renovó su frenética
ira y ordenó que fuera sumergida en las aguas del Tíber con un ancla en el
cuello. La orden fue ejecutada, pero Dios no permitió que esto tuviera éxito;
en el momento en el cual iba a ser precipitada al río, dos ángeles vinieron en
mi socorro, cortando la soga que estaba atada al ancla, la cual fue a parar al
fondo del río, y me transportaron gentilmente a la vista de la multitud, a las
orillas del río.
Este milagro obró un maravillo
efecto en un gran número de espectadores que se convirtieron a la fe; pero Diocleciano,
lo atribuyó a cierta magia secreta y me arrastraron por las calle de Roma y
ordenó que me dispararan una lluvia de flechas; cuando las recibí, mi sangre
fluía por todos lados; él ordenó, cuando estaba exhausta y moribunda, que fuera
llevada nuevamente al calabozo.
El
cielo me honró con un nuevo favor. Entré en un dulce sueño y cuando desperté
estaba totalmente curada. El tirano lleno de rabia dijo: " Que sea nuevamente traspasada
con flechas afiladas". Otra vez los arqueros doblaron sus
arcos, con todas sus fuerzas, pero las flechas se negaron a salir. El Emperador
estaba presente y a la vista de esto se llenó de rabia, y diciendo que yo era
una maga, pensó que la acción del fuego destruiría este “encantamiento”.
Entonces ordenó que las puntas de las flechas fueran calentadas en un horno al
rojo vivo y con ellas mandó apuntar nuevamente contra mí. Y esta vez las
flechas fueron disparadas, pero éstas, luego de recorrer parte de la distancia
que las separaba de mí, tomaron milagrosamente la dirección contraria desde
donde habían sido lanzadas y seis arqueros fueron muertos por estas; entonces
varios de ellos renunciaron al paganismo y la gente comenzó a rendir público
testimonio del poder de Dios que me había protegido. Esto enfureció al tirano,
que determinó apresurar mi muerte, ordenando que mi cabeza fuera cortada con un
hacha.
Entonces, mi alma voló hacia mi
Divino Esposo, el cual me coronó con la corona de la virginidad y la palma del
martirio, y distinguida con esta elección, tengo parte en el gozo de su Divina
Presencia. Este día que fue tan feliz para mí por verme entrar en la Gloria,
fue un Viernes, y la hora de mi muerte, la tres de la tarde: el mismo día y la
misma hora en que el Divino Maestro expiró.
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