miércoles, 27 de enero de 2021

27 de enero SAN JUAN CRISÓSTOMO, OBISPO, DOCTOR Y CONFESOR

 

San Juan, llamado Crisóstomo, palabra griega que significa Boca de Oro por su grande y singular elocuencia, fue uno de los hombres eminentes en ciencia y santidad en el siglo IV. Nació en Antioquia el año 344, y según algunos el 347, de padres distinguidos por su no­bleza y piedad. Su padre Segundo, capitán distinguido del ejército imperial en Siria, murió dejando de veinte años a su madre Antusa con este hijo, todavía pequeño, y una hija mayor. Rehusó la joven viuda contraer segundas nupcias, desechando una buena ocasión que se le ofreció, porque deseaba terminar sus días en el servicio de Dios, y para atender mejor a la educación de sus hijos, en especial de Juan.

Le buscó los mejores maestros de su tiempo para las ciencias y le­tras humanas; pero ella tomó a su cargo instruirle desde la niñez en la ciencia más importante de la salvación eterna. Estudió retórica con Libanio, el maestro más célebre de su época, y filosofía con Andraganto, haciendo en breve tiempo tales progresos, que no solo sobresalía de todos sus condiscípulos, sino que igualaba a sus profeso­res, dejando a todos admirados cuando, a los veinte años de edad, pronunció sus primeros discursos en el Foro, que le valieron el sobrenombre honroso que lleva y con el que es conocido.

Dados los cristianos sentimientos de sus padres, sorprende a pri­mera vista que el joven Juan, considerado ya como uno de los más hábiles maestros y por una de las lumbreras más brillantes del Foro romano, no estuviera aún bautizado; pero así era, por efecto del abu­so lamentable, y muy frecuente en aquellos tiempos de relajación que siguieron a la paz de la Iglesia, de que se dejaron arrastrar tan­tas familias cristianas por abandono y error material. Era entonces Juan un joven de singulares dotes, pero seducido por la vanidad de las grandezas humanas y alucinado por los aplausos de las gentes, á quienes apasionaba su elocuencia.

Pero Dios le deparó en su íntimo amigo Basilio el instrumento para comenzar su vida de santificación. Con el ejemplo y las exhortacio­nes de Basilio, se decidió a estudiar la religión cristiana seriamente, y, cuando estuvo bien dispuesto, a la edad de veinticinco años fue bautizado por San Melecio, obispo de Antioquía. Rápidos fueron los progresos que desde entonces hizo Juan en el camino de la per­fección. Con objeto de hacer penitencia y de recibir santas inspiraciones en los sagrados lugares en que nació, vivió, padeció y murió Nuestro Señor Jesucristo, fue en pere­grinación a Jerusalén, donde renovó con abundancia de lágrimas y el cora­zón contrito las pro­mesas y renuncias hechas solemne­mente en el bau­tismo.

Pasó luego a la Universidad de Ate­nas para perfeccionarse en las letras humanas, donde fue recibido con gran honor, al extremo de excitar la envi­dia del maestro pa­gano Antemo, quien dijo que, sólo por ser Crisóstomo cristiano, era indigno de ocupar lugar preferente entre los filósofos. Con este motivo hizo delante del prefecto una elocuente profesión de fe declarando, ante muchos filósofos paganos, que no existía otro Dios que Jesucristo, que, con el Padre y el Espíritu Santo, era adorado por los cristianos por un solo Dios, creador de Cielos y Tierra; y como Antemo, poseído por el espíritu infernal, se desgarrase sus propias carnes en un acceso de furor, nuestro Santo oró fervorosa­mente, logrando curarle, no sólo en el cuerpo, sino en el alma. Recibió Antemo el bautismo, y con él otros paganos y el mismo pre­fecto, testigos de aquel milagro.

Pero ni este triunfo, ni otras obras de piedad en que se ejercitaba Crisóstomo, satisfacían su espíritu. Su inclinación mayor era el retiro de la vida anacoreta. A este efecto, determinó irse a un de­sierto; pero las conmovedoras súplicas de su madre, acompañadas de lágrimas, le hicieron desistir de tal propósito, mientras ella vi­viese, resignándose a abrazar el estado sacerdotal, a cuyo fin reci­bió las Sagradas Órdenes, hasta el diaconado, de manos del santo obispo Melecio, a cuyo lado estuvo cinco años sirviendo de secre­tario.

Pasado este tiempo, la muerte de su madre le desligó de los lazos que aun le unían al mundo, y puso por obra su proyecto de retirarse al desierto, como lo realizó yéndose a reunir con los solitarios del monte Casiano, no sin vencer antes muchas preocupaciones que le sugería el enemigo tentador. Desde la primera noche de su en­trada en el monasterio fue favorecido por Dios con celestiales con­suelos. Fortalecido con ellos, creció en Crisóstomo el amor a la vida austera, de lo cual es testimonio el tratado que se titula Comparación de un Rey con un Monje, en que canta las excelencias de la vida monástica.

Sus mortificaciones y austeridades le hicieron caer enfermo del estómago, lo que le obligó a volver temporalmente a Antioquía para curarse. Cuatro años llevaba siendo el modelo de todos los monjes, cuando murió el abad y quisieron sus hermanos que lo fuera él; pero Crisóstomo se negó totalmente, y se refugió en una cueva pró­xima al monasterio, de donde sólo salía los días festivos. Allí se de­dicó con tal ahínco al estudio de la Sagrada Escritura, que acabó por aprendérsela toda de memoria. En los seis años de aquella vida cenobítica, compuso, además del tratado antes mencionado, tres libros Contra los Impugnadores de la Vida Monástica, en los que está incluido aquel tratado; dos libros Acerca de la Compunción, en los que manifiesta la necesidad y las condiciones del verdadero dolor de los pecados, y seis libros Del Sacerdocio, en diálogo, que son de los más excelentes entre sus escritos.

Aún no era sacerdote. Flaviano, sucesor de San Melecio en la Sede de Antioquia, recibió orden de Dios, por conducto de un ángel, para que fuese al monasterio del monte Casiano, y, sacando de allí á Crisóstomo, le consagrase sacerdote para su iglesia. Así lo hizo el prelado; y en el momento de imponerle las manos para conferirle el carácter sacerdotal, una paloma, blanca como la nieve y con alas doradas, después de revolotear por el templo, fue a posarse sobre la cabeza del nuevo presbítero, con gran admiración de toda la ciudad de Antioquíaque por este prodigio coligió cuan ilustre llegaría a ser en la Iglesia. Tenía entonces cuarenta y dos años, y re­unía eminente ciencia y virtud consumada. Con tan rico caudal empezó su apostolado.

El clero y el pueblo todos experimentaron lo mucho que puede un orador que es elocuente y santo; porque el Crisóstomo, con su ejem­plo y con su arrebatadora palabra, conmovía y convertía los cora­zones de los pecadores más endurecidos. Durante doce años fue el apóstol de Antioquía, como de ello dan testimonio, entre otras obras, todas de gran mérito, sus Homilías sobre el Evangelio de San Mateo y las Epístolas de San Pablo, que compuso en aquel pe­ríodo.

Exponía con firmeza y caridad en sus sermones los puntos más difíciles de la palabra evangélica; pero no era menor la decisión con que atacaba sin debilidad ni contemplaciones el orgullo, el lujo y la molicie de la sociedad frívola y ávida de goces de aquellos tiempos, como lo demuestra el siguiente episodio de su santa vida.
Había el emperador Teodosio impuesto un nuevo tributo a la ciu­dad de Antioquía, que sus naturales se resistieron a pagar, y, declarándose en abierta rebelión, maltrataron a los oficiales del Tesoro imperial y arrastraron por las calles las estatuas del emperador y de su esposa Flacila. Se extendió el pavor por todo el pueblo ante los preparativos que el emperador hacía para castigar a los revol­tosos; y el santo obispo Flaviano fue en persona a Constantinopla para implorar clemencia de la corte imperial, dejando en su lugar a Crisóstomo, que en tan críticas circunstancias se condujo como tierno padre de los atribulados habitantes de Antioquía. Diariamente los exhortaba en la iglesia al arrepentimiento de sus excesos y a la conformidad con el castigo que el emperador les impusiera, consiguiendo apaciguar por completo la sedición, predicando enton­ces los veintiún sermones notables sobre el tema de 
Las Estatuas.

Regresó el obispo Flaviano con la noticia del perdón del empe­rador, y, entusiasmados los habitantes de la ciudad, llevaron en triunfo por todas las calles, después de una función religiosa en ac­ción de gracias, al santo prelado y a San Juan Crisóstomo, a cuya poderosa intercesión cerca de Dios atribuyeron la feliz mudanza de Teodosio.

Vacó en el año 397 la Silla patriarcal de Constantinopla, por muerte del arzobispo Nectario; y como la elocuencia y las virtudes de Cri­sóstomo eran conocidas en todo el imperio, fue unánimemente designado por nobles y pueblo, y elegido canónicamente para ocupar dicha Sede, no obstante la oposición de Teófilo, patriarca de Alejan­dría, que se interesaba por otro. Pero la humildad de nuestro Santo rechazaba tan alta dignidad: ni el obispo ni el clero ni el pueblo de Antioquía consentían en desprenderse de tan sabio y ejemplar sa­cerdote. Fue preciso usar de la astucia, y una noche el gobernador de dicha ciudad, instruido por el emperador, avisó á Crisóstomo que le esperaba en las afueras para comunicarle un asunto urgente. Acu­dió nuestro Santo a la cita, y, así que el gobernador lo tuvo al al­cance de su mano, le hizo subir por fuerza a una carroza que tenía preparada de ex profeso para conducirle al buque que debía transportarlo a Constantinopla.

Al llegar cerca de esta ciudad salieron al encuentro de Crisóstomo el Senado, el clero y la nobleza de la capital, con los obispos que a la sazón se hallaban en la corte, seguidos de numeroso pueblo que aclamaba a su nuevo prelado con entusiasmo indescriptible. El acto de su consagración, verificado el 26 de febrero del 398, fue solem­nísimo, y en ella ofició el patriarca Teófilo, que antes se había opuesto a su elección. Al día siguiente fue a visitarle el joven emperador Arcadio, que el año 395 había sucedido a su padre el gran Teodosio, para pedirle su bendición, y, al dársela, le habló con la santa liber­tad cristiana que demuestran estas palabras: «Sabed, príncipe, que, aunque mis fuerzas son muy pequeñas para la carga que V. M. ha echado sobre mis hombros, comoquiera que Dios, cuyos juicios son profundamente infinitos, ha permitido que sea pastor de este gran rebaño, sólo tengo que deciros con el gran Bautista: Haced peniten­cia. A todos he de decirles libremente aquello a que mi cargo me obligue, y si escucháis mis exhortaciones tendré suma alegría, por­que de este modo contentaréis a Dios y adelantaréis en la piedad. Pero si, desgraciadamente, mis exhortaciones fueran inútiles para vuestras almas, os perderéis miserablemente; y, en cuanto a mí, rogaré á Dios que me consuele en alivio del disgusto que esto me proporcionará». El joven emperador, lejos de ofenderse por la santa libertad con que le habló Crisóstomo, prometió con respeto seguir fielmente sus consejos.

Comenzó San Juan el gobierno de su diócesis por la reforma de su propia casa, cortando desde luego muchos gastos y las profusio­nes que sus predecesores habían creído necesarias para mantener el decoro de la dignidad, e invirtiendo las cantidades que por estos conceptos se gastaban, en limosnas para los pobres. La mesa esplén­dida, los muebles y vestidos preciosos no tuvieron entrada en la casa episcopal de Crisóstomo. Se trataba a sí mismo como el más austero ana­coreta; su comida se reducía a una al día, compuesta de vegetales; no probaba el vino sino por prescripción facultativa en los grandes calores. Dormía tres o cuatro horas cada noche, pasando el resto de ella orando ante el Santísimo Sacramento, objeto de su predilecta adoración. Este procedimiento dejó asombrada a aquella corte, no acostumbrada a ver semejantes ejemplos. Y como éstos son el ser­món más elocuente, comenzó en seguida por la reforma del clero, en el que introdujo la austeridad y las virtudes que él ya practicaba. Eran casi insuperables las dificultades con que tenía que luchar un obispo en la capital del imperio de Oriente. El paganismo no se había extinguido aún; el arrianismo había contaminado con sus erro­res a no pocos del clero y de la nobleza; la corrupción de costum­bres imperaba en la sociedad de Constantinopla, todo lo cual eran otros tantos obstáculos que tenía que vencer el nuevo patriarca. Y lo consiguió. Prohibió a los eclesiásticos que tuviesen en sus casas a cier­tas mujeres que solían mantener con el nombre de beatas. Estable­ció en las iglesias el Oficio de la noche, exhortando a los seglares a que concurriesen a orar con los clérigos. Quiso que se cantasen los salmos hasta en las casas particulares; apartó a muchos de la ociosidad, de los teatros y espectáculos públicos, donde peligra la ino­cencia y se pierde el vigor de la vida cristiana. Reprendió libre­mente la avaricia, el fausto y la soberbia de los grandes. Reorganizó la piadosa asociación de las viudas consagradas al Señor con el nombre de diaconisas, dedicadas principalmente a los actos de devo­ción y de caridad, poniendo al frente de ellas á Santa Olimpia. No sabía mentir ni adular. A todos hablaba sencillamente. Hizo, en fin, revivir la devoción y el fervor en todos los fieles, y renovó la disci­plina monástica, de manera que en poco tiempo mudó de semblante la corte de Constantinopla.

No se limitó su caridad a los límites de la corte, porque hubo po­cas provincias en todo el Oriente adonde no se extendiesen los ardo­res de su santo fervor. En la Fenicia destruyó un templo gentílico, abolió los restos del paganismo y fundó iglesias y monasterios. Lo mismo hizo en los pueblos escitas y en los celtas. Arrojó y exterminó de todo el imperio a los eunomianos y montanistas; declaró guerra cruel a los arríanos, consiguiendo del emperador que no quedase uno solo dentro de la ciudad; y si su pontificado hubiera durado más tiempo, es casi seguro que hubiera acabado con todos los herejes del Universo. Causa admiración que un hombre solo, extenuado por las penitencias, pudiese a un mismo tiempo dar a luz tantas y tan ex­celentes obras; gobernar con tanto celo y prudencia una de las dió­cesis más vastas del mundo; predicar casi todos los días, lo cual ha­cía con tan felices resultados, que las gentes abandonaban los circos y los teatros para oírle, llegando a veces a tal grado el entusiasmo de sus oyentes, que le interrumpían con aplausos y aclamaciones; atender a las necesidades espirituales y corporales de tantos pobres  huérfanos y viudas; y, sobre todo, dedicar parte de su cuidado a las veintiocho provincias eclesiásticas sujetas al patriarcado de Constantinopla. En medio de tanto trabajo, ningún día dejó de decir Misa, que celebraba con tal devoción y ternura, que siempre derramaba el Señor en su bella alma mil consuelos celestiales.

La influencia que a causa de sus extraordinarias virtudes llegó nuestro Santo a adquirir sobre los fieles de Constantinopla, fue tal, que en varias ocasiones se bastó por sí solo para aplacar las iras de la muchedumbre. Entre otros casos está el del ministro Eutropio, que, desposeído de sus honores y a punto de ser arrastrado por el pueblo, se refugió en la iglesia, donde Crisóstomo le salvó la vida sin más que arengar a los que le perseguían.

Esta fortaleza apostólica, que tan respetable le hizo a los buenos, provocó el odio de los descontentos, entre los cuales había algunos obispos de los no ejemplares, varios clérigos de la corte, que no po­dían sufrir el orden de vida a que el Santo los obligaba, diferentes abades de los que frecuentaban la corte más que el monasterio, y sobre todo la emperatriz Eudoxia, que estaba irritada contra el Cri­sóstomo por lo que después se dirá. Todos estos elementos entra­ron en la conspiración, de que era cabeza el ambicioso y violento Teófilo.

Ávida de riquezas, Eudoxia no perdonaba medio de confiscarlas a sus súbditos con cualquier pretexto fútil. Entre los despojados injus­tamente estaba la viuda Teognosta, a quien privó de una villa fue­ra de la ciudad. Teognosta y las demás víctimas recurrieron a la intercesión de Crisóstomo, quien, con libertad cristiana y valor santo, reprendió a la emperatriz por su injusto proceder. Se irritó el orgu­llo de la princesa, y desde este momento juró la perdición de nues­tro Santo cuando hubiera ocasión. Ésta se presentó con motivo de haber acogido fraternalmente nuestro Santo a los cuatro abades de los monasterios de Nitria, perseguidos y arrojados de sus abadías por el avaro Teófilo.

A consecuencia de este hecho dispuso el papa Inocencio I que se convocase un concilio en Constantinopla, bajo la presidencia de sus legados asistidos por San Juan Crisóstomo, al que fue citado Teófilo para responder de su conducta con los monjes de Egipto. En virtud de lo cual, unidos Teófilo y Eudoxia contra Crisóstomo, comenzaron su obra de iniquidad con una orden del emperador para arrestar y desterrar a los legados del Papa, apenas desembarcasen. Después ganaron con dinero a los ministros de Arcadio, y consiguió Teófilo licencia para celebrar un concilio o junta de treinta y seis obispos parciales suyos. Y se celebró un conciliábulo en Chesme, pequeña villa cerca de Calcedonia, de donde era obispo Cirino, enemigo jurado de nuestro Santo, en el año 403. Citó Teófilo á Crisóstomo a esta junta para que respondiese a una serie de acusaciones calumniosas. Se negó Crisóstomo a asistir a tal conciliábulo, y entonces Teófilo y sus cómplices condenaron a nuestro Santo, declarándole indigno del episcopado. En su virtud fue depuesto de su silla patriarcal, obte­niendo del emperador que fuese desterrado. Estos hechos injustos y atroces llenaron de dolor y de escándalo a todos los buenos.

La noticia del destierro excitó la indignación del pueblo, que a viva fuerza se opuso durante tres días al cumplimiento de tal orden, y estaba resuelto a verter su sangre en defensa de su obispo, cuan­do Crisóstomo, para evitarlo, optó por entregarse a los soldados del emperador. Estos le condujeron durante la noche, sin saberlo el pueblo, con el rostro cubierto con una capa, al barco que había de transportarle a Bitinia, en el Asia.

Pero al día siguiente, el furor del pueblo, al saber la partida de su santo prelado, no reconoció límites. Como desbordado torrente co­rrió al palacio imperial, y ya sus puertas iban a ser derribadas por la muchedumbre, cuando la emperatriz, poseída de terror, corrió desolada al lado de su marido diciendo estas palabras: ¡Que vuelva Juan, porque, si no, el imperio se nos escapa! Al mismo tiempo, una tempestad horrible con temblores de tierra estalló sobre la ciudad, llevando la consternación a todas partes. Entonces la emperatriz es­cribió de su puño y letra una carta a San Juan Crisóstomo suplicándole que volviera a su sede, y diciendo que ella ignoraba lo que había sucedido, siendo inocente de todo; que la conspiración estaba formada por hombres perversos y corrompidos; y añadía: «Testigo es Dios de las lágrimas que he derramado y que le he ofrecido en el sacrificio de la Misa. Tengo muy presente que mis hijos están bautizados por vuestras manos».

Duró este destierro muy poco tiempo; y al pisar Crisóstomo el suelo de su amada sede, todo el pueblo corrió a su encuentro, besan­do las franjas de sus vestiduras y hasta las huellas de sus plantas, en medio de públicas aclamaciones. Así que llegó a la iglesia, ocupó el pulpito, al cual subió en brazos de la muchedumbre, y dirigió en­tonces a sus fieles una de aquellas pláticas suyas que arrebatan los corazones; y las bóvedas del templo resonaron con los ecos del in­menso llanto que arrancaba de todos los ojos lágrimas de enterneci­miento y santo júbilo.

Uno de los primeros cuidados de Crisóstomo, al ocupar de nuevo su sede, fue escribir al Papa para que declarase nulos el concilio y la sentencia del conciliábulo, llamado Ad quercum, presidido por Teófilo, contra todo derecho. Teófilo escribió en sentido contrario. El Romano Pontífice, después de haber examinado los alegatos de am­bas partes y oído el informe de cuatro obispos de Oriente que fue­ron a Roma a este fin, declaró nulo todo lo hecho por el conciliábulo, y así se lo comunicó a San Juan Crisóstomo y al clero de Constantinopla.

Pero esta feliz noticia no halló a nuestro Santo en su amada dió­cesis. La calma duró poco, porque no desistió Crisóstomo de repren­der las malas costumbres. Se había colocado una estatua de plata de la emperatriz en la plaza inmediata al templo de Santa Sofía, y se celebró su inauguración con bailes, espectáculos y juegos públicos que perturbaban el sosiego y el decoro con que se debe celebrar el Oficio divino; juegos que eran restos del gentilismo, que veinte años después abolió el emperador Teodosio el Joven. El santo patriarca clamó contra estos juegos paganos y los prohibió, dirigiendo su dis­curso contra el director de ellos, que era un maniqueo. Es apócrifo el sermón que se supone predicó contra Eudoxia. Pero ésta se dio por injuriada, por creer que estaba retratada en los discursos del prelado, bajo el nombre de Jezabel, y, sin más que esto, hizo que se diera un decreto para que volviera al destierro. Protestó Crisós­tomo del error en tales suposiciones, y de que sólo violentado dejaría su grey. Los conjurados no desistieron de su intento de hacer que padeciese hasta morir en el destierro o en el camino.                   

El pueblo estaba conmovido, sin consentir la partida de su querido pastor. Para salir del paso, dio el emperador orden al gentil Lucio, oficiar del ejército, para que con una cohorte invadiese la iglesia a fin de contener al pueblo, y los soldados cometieron atropellos execrables. Se alborotó la ciudad, y los fieles acuden al palacio del patriarca y le cercan para que no se le violentase. Pero Crisóstomo, dispuesto a dar la vida por sus ovejas en defensa de la doctrina de Jesucristo, queriendo evitar más derramamiento de sangre, salió secretamente del palacio, se presentó a los ministros imperiales, e in­mediatamente; salió para el destierro, en medio de un diluvio de lágrimas de los pobres, de los enfermos y de las viudas, de quie­nes era su padre común. Con fortaleza de mártir escribió a Santa Olimpia estas palabras: «Mi corazón goza de inexplicable alegría en los sufrimientos, pues en ellos encuentro un tesoro escondido. De­béis, por lo tanto, regocijaros conmigo y bendecir al Señor que me concede hasta este punto la gracia de padecer por Él».

A pie, y sufriendo fatigas y privaciones, fue conducido a Cúcuso, ciudad de Armenia, en los confines de la Cilicia, en los desiertos del monte Tauro, adonde llegó enfermo y maltratado, pues ni agua clara le dieron para apagar la sed. Pero en Cúcuso le recibieron el obispo y el pueblo como correspondía, y Crisóstomo no estuvo ocioso en el destierro: predicaba, socorría a los pobres con lo poco que tenía, consolaba a los desgraciados; no cesaba, en fin, en sus tareas apostólicas. Viendo sus enemigos este resultado, contrario a sus deseos, consiguieron que fuese trasladado a otro punto peor: a Pitionte, lu­gar desierto en lo último del imperio, junto al mar Negro, en la fron­tera de los sármatas, gente salvaje. Encargaron su conducción a dos oficiales, ofreciéndoles nuevos grados si con malos tratamientos le daban lentamente la muerte. El uno, compadecido, favorecía al Santo sin verlo el otro; pero éste, bárbaro y ambicioso, le obligó a andar a deshoras al agua y al sol. De esta suerte llegó enfermo y desfallecido a Comana, donde hubo necesidad de detenerse para pasar la noche, y el Santo la pasó en el oratorio dedicado al obispo San Basi­lisco. Allí se le apareció este santo mártir, y le anunció la feliz nue­va de su subida al Cielo con estas palabras: «¡Valor, hermano mío! ¡Mañana estaremos juntos!»

En efecto, luego que amaneció, pidió que difiriesen la salida hasta las once, lo que no le fue concedido. Partieron, y, apenas habían andado legua y media, se sintió el Santo tan exánime, que fue nece­sario volverle al mismo templo. Luego de que se vio en él, hizo que le mudasen el traje, pidió un vestido blanco, repartió entre los circuns­tantes lo poco que le quedaba, y en ayunas todavía recibió el Viáti­co, hizo un poco de oración, concluyéndola con estas palabras, que repetía con frecuencia: En todo sea Dios alabado: al decir Amén, se santiguó y entregó su espíritu al Señor el 14 de septiembre del año 407, a los sesenta y tres años de edad, y nueve y medio de su glorioso pontificado. Celebradas sus exequias con el concurso mayor posible, su cuerpo fue enterrado junto al de San Basilisco, donde permaneció por espacio de treinta y un años.

Después de muerto Crisóstomo, cayó en Constantinopla un horrible granizo. Eudoxia había muerto antes con reputación deplorable, y Arcadio murió al siguiente año, sin que nadie sintiese su muerte, y dejando pésimos recuerdos a sus súbditos. Respecto a sus enemigos, su odio al santo prelado le persiguió aun después de muerto, no queriendo que se escribiera su nombre en el catálogo de los obispos de Constantinopla. ¡Hasta dónde llega la perversidad del humano corazón! Le sucedió en la Sede el obispo Ático, a quien el Papa no quiso reconocer mientras el nombre ilustre de Juan Crisóstomo no quedase inscrito en los dípticos de su iglesia, entre los obispos legí­timos.

Su cuerpo fue trasladado a Constantinopla con gran pompa, por disposición de San Proclo, y colocado en la iglesia de los Santos Após­toles, el 27 de enero del 438. A esta ceremonia asistieron el empe­rador Teodosio y su hermana Pulqueria, hijos de Arcadio, y aquél se postró delante de las reliquias y pidió perdón al Santo, en nombre de sus padres, por lo mal que le habían tratado. Posteriormente se lle­varon las reliquias a Roma, depositándose en la basílica del Vatica­no, donde se veneran, excepto algunas que quedaron en Constantinopla. Del retrato de este Santo doctor hay uno precioso en los fres­cos de Fra Angélico, en la capilla de San Nicolás, en el Vaticano. Es general la admiración del Crisóstomo, por la multitud de obras que dejó escritas; por la piedad y el esplendor que brillan en todos sus sermones y escritos; por el modo de interpretar y exponer el sen­tido de las Sagradas Escrituras, en lo cual parece que el apóstol San Pablo, de quien era amantísimo devoto, le dictaba al escribir y al predicar. Sus obras ocupan trece volúmenes en folio en la edición del Padre Montfaucon, llamada de los Benedictinos. El abate Maigne las ha publicado en 1845, en ocho volúmenes. Por último, el profesor Fessler dividió sus obras en cuatro clases: Exposición de la Sagrada Escritura; Homilías; Opúsculos, y Cartas. Es de lamentar que perso­nas competentes, conocedoras del griego, no traduzcan directamente al castellano, para utilidad y consuelo del pueblo, aunque sólo fuese sus hermosos sermones y las exposiciones de la Sagrada Escritura.


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