San Juan, llamado Crisóstomo, palabra griega que significa Boca de Oro por su grande y singular
elocuencia, fue uno de los hombres eminentes en ciencia y santidad en el siglo
IV. Nació en Antioquia el año 344, y según algunos el 347, de padres
distinguidos por su nobleza y piedad. Su padre Segundo, capitán distinguido
del ejército imperial en Siria, murió dejando de veinte años a su madre Antusa
con este hijo, todavía pequeño, y una hija mayor. Rehusó la joven viuda
contraer segundas nupcias, desechando una buena ocasión que se le ofreció,
porque deseaba terminar sus días en el servicio de Dios, y para atender mejor a
la educación de sus hijos, en especial de Juan.
Le buscó los mejores maestros de su tiempo para las ciencias y letras
humanas; pero ella tomó a su cargo instruirle desde la niñez en la ciencia más
importante de la salvación eterna. Estudió retórica con Libanio, el maestro más
célebre de su época, y filosofía con Andraganto, haciendo en breve tiempo tales
progresos, que no solo sobresalía de todos sus condiscípulos, sino que igualaba
a sus profesores, dejando a todos admirados cuando, a los veinte años de edad,
pronunció sus primeros discursos en el Foro, que le valieron el sobrenombre
honroso que lleva y con el que es conocido.
Dados los cristianos sentimientos de sus padres, sorprende a primera
vista que el joven Juan, considerado ya como uno de los más hábiles maestros y
por una de las lumbreras más brillantes del Foro romano, no estuviera aún
bautizado; pero así era, por efecto del abuso lamentable, y muy frecuente en
aquellos tiempos de relajación que siguieron a la paz de la Iglesia, de que se
dejaron arrastrar tantas familias cristianas por abandono y error material.
Era entonces Juan un joven de singulares dotes, pero seducido por la vanidad de
las grandezas humanas y alucinado por los aplausos de las gentes, á quienes
apasionaba su elocuencia.
Pero Dios le deparó en su íntimo amigo Basilio el instrumento para
comenzar su vida de santificación. Con el ejemplo y las exhortaciones de
Basilio, se decidió a estudiar la religión cristiana seriamente, y, cuando
estuvo bien dispuesto, a la edad de veinticinco años fue bautizado por San
Melecio, obispo de Antioquía. Rápidos fueron los progresos que desde entonces
hizo Juan en el camino de la perfección. Con objeto de hacer penitencia y de
recibir santas inspiraciones en los sagrados lugares en que nació, vivió,
padeció y murió Nuestro Señor Jesucristo, fue en peregrinación a Jerusalén,
donde renovó con abundancia de lágrimas y el corazón contrito las promesas y
renuncias hechas solemnemente en el bautismo.
Pasó luego a la Universidad de Atenas para perfeccionarse en las letras
humanas, donde fue recibido con gran honor, al extremo de excitar la envidia
del maestro pagano Antemo, quien dijo que, sólo por ser Crisóstomo cristiano,
era indigno de ocupar lugar preferente entre los filósofos. Con este motivo
hizo delante del prefecto una elocuente profesión de fe declarando, ante muchos
filósofos paganos, que no existía otro Dios que Jesucristo, que, con el Padre y
el Espíritu Santo, era adorado por los cristianos por un solo Dios, creador de
Cielos y Tierra; y como Antemo, poseído por el espíritu infernal, se desgarrase
sus propias carnes en un acceso de furor, nuestro Santo oró fervorosamente,
logrando curarle, no sólo en el cuerpo, sino en el alma. Recibió Antemo el
bautismo, y con él otros paganos y el mismo prefecto, testigos de aquel
milagro.
Pero ni este triunfo, ni otras obras de piedad en que se ejercitaba
Crisóstomo, satisfacían su espíritu. Su inclinación mayor era el retiro de la
vida anacoreta. A este efecto, determinó irse a un desierto; pero las
conmovedoras súplicas de su madre, acompañadas de lágrimas, le hicieron
desistir de tal propósito, mientras ella viviese, resignándose a abrazar el
estado sacerdotal, a cuyo fin recibió las Sagradas Órdenes, hasta el
diaconado, de manos del santo obispo Melecio, a cuyo lado estuvo cinco años
sirviendo de secretario.
Pasado este tiempo, la muerte de su madre le
desligó de los lazos que aun le unían al mundo, y puso por obra su proyecto de retirarse
al desierto, como lo realizó yéndose a reunir con los solitarios del monte Casiano,
no sin vencer antes muchas preocupaciones que le sugería el enemigo tentador.
Desde la primera noche de su entrada en el monasterio fue favorecido por Dios
con celestiales consuelos. Fortalecido con ellos, creció en Crisóstomo el amor
a la vida austera, de lo cual es testimonio el tratado que se titula Comparación de un Rey con un Monje, en que canta las
excelencias de la vida monástica.
Sus mortificaciones y austeridades le hicieron caer
enfermo del estómago, lo que le obligó a volver temporalmente a Antioquía para
curarse. Cuatro años llevaba siendo el modelo de todos los monjes, cuando murió
el abad y quisieron sus hermanos que lo fuera él; pero Crisóstomo se negó
totalmente, y se refugió en una cueva próxima al monasterio, de donde sólo
salía los días festivos. Allí se dedicó con tal ahínco al estudio de la
Sagrada Escritura, que acabó por aprendérsela toda de memoria. En los seis años
de aquella vida cenobítica, compuso, además del tratado antes mencionado, tres
libros Contra los Impugnadores de la Vida
Monástica, en los que está incluido aquel tratado; dos
libros Acerca de la Compunción, en los que
manifiesta la necesidad y las condiciones del verdadero dolor de los pecados, y
seis libros Del Sacerdocio, en diálogo, que son
de los más excelentes entre sus escritos.
Aún no era sacerdote. Flaviano, sucesor de San
Melecio en la Sede de Antioquia, recibió orden de Dios, por conducto de un
ángel, para que fuese al monasterio del monte Casiano, y, sacando de allí á
Crisóstomo, le consagrase sacerdote para su iglesia. Así lo hizo el prelado; y
en el momento de imponerle las manos para conferirle el carácter sacerdotal,
una paloma, blanca como la nieve y con alas doradas, después de revolotear por
el templo, fue a posarse sobre la cabeza del nuevo presbítero, con gran
admiración de toda la ciudad de Antioquía, que por este prodigio coligió cuan ilustre llegaría
a ser en la Iglesia. Tenía entonces cuarenta y dos años, y reunía eminente
ciencia y virtud consumada. Con tan rico caudal empezó su apostolado.
El clero y el pueblo todos experimentaron lo mucho
que puede un orador que es elocuente y santo; porque el Crisóstomo, con su ejemplo
y con su arrebatadora palabra, conmovía y convertía los corazones de los
pecadores más endurecidos. Durante doce años fue el apóstol de Antioquía, como
de ello dan testimonio, entre otras obras, todas de gran mérito, sus Homilías sobre el Evangelio de San Mateo y las
Epístolas de San Pablo, que compuso en aquel período.
Exponía con firmeza y caridad en sus sermones los
puntos más difíciles de la palabra evangélica; pero no era menor la decisión
con que atacaba sin debilidad ni contemplaciones el orgullo, el lujo y la
molicie de la sociedad frívola y ávida de goces de aquellos tiempos, como lo
demuestra el siguiente episodio de su santa vida.
Había el emperador Teodosio impuesto un nuevo tributo a la ciudad de
Antioquía, que sus naturales se resistieron a pagar, y, declarándose en abierta
rebelión, maltrataron a los oficiales del Tesoro imperial y arrastraron por las
calles las estatuas del emperador y de su esposa Flacila. Se extendió el pavor
por todo el pueblo ante los preparativos que el emperador hacía para castigar a
los revoltosos; y el santo obispo Flaviano fue en persona a Constantinopla
para implorar clemencia de la corte imperial, dejando en su lugar a Crisóstomo,
que en tan críticas circunstancias se condujo como tierno padre de los
atribulados habitantes de Antioquía. Diariamente los exhortaba en la iglesia al
arrepentimiento de sus excesos y a la conformidad con el castigo que el
emperador les impusiera, consiguiendo apaciguar por completo la sedición,
predicando entonces los veintiún sermones notables sobre el tema de Las Estatuas.
Regresó el obispo Flaviano con la noticia del perdón del emperador, y,
entusiasmados los habitantes de la ciudad, llevaron en triunfo por todas las
calles, después de una función religiosa en acción de gracias, al santo
prelado y a San Juan Crisóstomo, a cuya poderosa intercesión cerca de Dios
atribuyeron la feliz mudanza de Teodosio.
Vacó en el año 397 la Silla patriarcal de Constantinopla, por muerte del
arzobispo Nectario; y como la elocuencia y las virtudes de Crisóstomo eran
conocidas en todo el imperio, fue unánimemente designado por nobles y pueblo, y
elegido canónicamente para ocupar dicha Sede, no obstante la oposición de
Teófilo, patriarca de Alejandría, que se interesaba por otro. Pero la humildad
de nuestro Santo rechazaba tan alta dignidad: ni el obispo ni el clero ni el
pueblo de Antioquía consentían en desprenderse de tan sabio y ejemplar sacerdote.
Fue preciso usar de la astucia, y una noche el gobernador de dicha ciudad,
instruido por el emperador, avisó á Crisóstomo que le esperaba en las afueras
para comunicarle un asunto urgente. Acudió nuestro Santo a la cita, y, así que
el gobernador lo tuvo al alcance de su mano, le hizo subir por fuerza a una
carroza que tenía preparada de ex profeso para conducirle al buque que debía
transportarlo a Constantinopla.
Al llegar cerca de esta ciudad salieron al
encuentro de Crisóstomo el Senado, el clero y la nobleza de la capital, con los
obispos que a la sazón se hallaban en la corte, seguidos de numeroso pueblo que
aclamaba a su nuevo prelado con entusiasmo indescriptible. El acto de su
consagración, verificado el 26 de febrero del 398, fue solemnísimo, y en ella
ofició el patriarca Teófilo, que antes se había opuesto a su elección. Al día
siguiente fue a visitarle el joven emperador Arcadio, que el año 395 había sucedido
a su padre el gran Teodosio, para pedirle su bendición, y, al dársela, le habló
con la santa libertad cristiana que demuestran estas palabras: «Sabed,
príncipe, que, aunque mis fuerzas son muy pequeñas para la carga que V. M. ha
echado sobre mis hombros, comoquiera que Dios, cuyos juicios son profundamente
infinitos, ha permitido que sea pastor de este gran rebaño, sólo tengo que
deciros con el gran Bautista: Haced penitencia. A todos he de
decirles libremente aquello a que mi cargo me obligue, y si escucháis mis
exhortaciones tendré suma alegría, porque de este modo contentaréis a Dios y
adelantaréis en la piedad. Pero si, desgraciadamente, mis exhortaciones fueran
inútiles para vuestras almas, os perderéis miserablemente; y, en cuanto a mí,
rogaré á Dios que me consuele en alivio del disgusto que esto me
proporcionará». El joven emperador, lejos de ofenderse por la santa libertad
con que le habló Crisóstomo, prometió con respeto seguir fielmente sus
consejos.
Comenzó San Juan el gobierno de su diócesis por la
reforma de su propia casa, cortando desde luego muchos gastos y las profusiones
que sus predecesores habían creído necesarias para mantener el decoro de la
dignidad, e invirtiendo las cantidades que por estos conceptos se gastaban, en
limosnas para los pobres. La mesa espléndida, los muebles y vestidos preciosos
no tuvieron entrada en la casa episcopal de Crisóstomo. Se trataba a sí mismo
como el más austero anacoreta; su comida se reducía a una al día, compuesta de
vegetales; no probaba el vino sino por prescripción facultativa en los grandes
calores. Dormía tres o cuatro horas cada noche, pasando el resto de ella orando
ante el Santísimo Sacramento, objeto de su predilecta adoración. Este
procedimiento dejó asombrada a aquella corte, no acostumbrada a ver semejantes
ejemplos. Y como éstos son el sermón más elocuente, comenzó en seguida por la
reforma del clero, en el que introdujo la austeridad y las virtudes que él ya
practicaba. Eran casi insuperables las dificultades con que tenía que luchar un
obispo en la capital del imperio de Oriente. El paganismo no se había
extinguido aún; el arrianismo había contaminado con sus errores a no pocos del
clero y de la nobleza; la corrupción de costumbres imperaba en la sociedad de
Constantinopla, todo lo cual eran otros tantos obstáculos que tenía que vencer
el nuevo patriarca. Y lo consiguió. Prohibió a los eclesiásticos que tuviesen
en sus casas a ciertas mujeres que solían mantener con el nombre de beatas. Estableció en las iglesias el Oficio
de la noche, exhortando a los seglares a que concurriesen a orar con los
clérigos. Quiso que se cantasen los salmos hasta en las casas particulares;
apartó a muchos de la ociosidad, de los teatros y espectáculos públicos, donde
peligra la inocencia y se pierde el vigor de la vida cristiana. Reprendió
libremente la avaricia, el fausto y la soberbia de los grandes. Reorganizó la
piadosa asociación de las viudas consagradas al Señor con el nombre de
diaconisas, dedicadas principalmente a los actos de devoción y de caridad,
poniendo al frente de ellas á Santa Olimpia. No sabía mentir ni adular. A todos
hablaba sencillamente. Hizo, en fin, revivir la devoción y el fervor en todos
los fieles, y renovó la disciplina monástica, de manera que en poco tiempo
mudó de semblante la corte de Constantinopla.
No se limitó su caridad a los límites de la corte, porque hubo pocas
provincias en todo el Oriente adonde no se extendiesen los ardores de su santo
fervor. En la Fenicia destruyó un templo gentílico, abolió los restos del
paganismo y fundó iglesias y monasterios. Lo mismo hizo en los pueblos escitas
y en los celtas. Arrojó y exterminó de todo el imperio a los eunomianos y montanistas;
declaró guerra cruel a los arríanos, consiguiendo del emperador que no quedase
uno solo dentro de la ciudad; y si su pontificado hubiera durado más tiempo, es
casi seguro que hubiera acabado con todos los herejes del Universo. Causa
admiración que un hombre solo, extenuado por las penitencias, pudiese a un
mismo tiempo dar a luz tantas y tan excelentes obras; gobernar con tanto celo
y prudencia una de las diócesis más vastas del mundo; predicar casi todos los
días, lo cual hacía con tan felices resultados, que las gentes abandonaban los
circos y los teatros para oírle, llegando a veces a tal grado el entusiasmo de
sus oyentes, que le interrumpían con aplausos y aclamaciones; atender a las
necesidades espirituales y corporales de tantos pobres huérfanos y
viudas; y, sobre todo, dedicar parte de su cuidado a las veintiocho provincias
eclesiásticas sujetas al patriarcado de Constantinopla. En medio de tanto
trabajo, ningún día dejó de decir Misa, que celebraba con tal devoción y
ternura, que siempre derramaba el Señor en su bella alma mil consuelos celestiales.
La influencia que a causa de sus extraordinarias virtudes llegó nuestro
Santo a adquirir sobre los fieles de Constantinopla, fue tal, que en varias
ocasiones se bastó por sí solo para aplacar las iras de la muchedumbre. Entre
otros casos está el del ministro Eutropio, que, desposeído de sus honores y a
punto de ser arrastrado por el pueblo, se refugió en la iglesia, donde
Crisóstomo le salvó la vida sin más que arengar a los que le perseguían.
Esta fortaleza apostólica, que tan respetable le hizo a los buenos,
provocó el odio de los descontentos, entre los cuales había algunos obispos de
los no ejemplares, varios clérigos de la corte, que no podían sufrir el orden
de vida a que el Santo los obligaba, diferentes abades de los que frecuentaban
la corte más que el monasterio, y sobre todo la emperatriz Eudoxia, que estaba
irritada contra el Crisóstomo por lo que después se dirá. Todos estos
elementos entraron en la conspiración, de que era cabeza el ambicioso y
violento Teófilo.
Ávida de riquezas, Eudoxia no perdonaba medio de confiscarlas a sus
súbditos con cualquier pretexto fútil. Entre los despojados injustamente
estaba la viuda Teognosta, a quien privó de una villa fuera de la ciudad.
Teognosta y las demás víctimas recurrieron a la intercesión de Crisóstomo,
quien, con libertad cristiana y valor santo, reprendió a la emperatriz por su
injusto proceder. Se irritó el orgullo de la princesa, y desde este momento
juró la perdición de nuestro Santo cuando hubiera ocasión. Ésta se presentó
con motivo de haber acogido fraternalmente nuestro Santo a los cuatro abades de
los monasterios de Nitria, perseguidos y arrojados de sus abadías por el avaro
Teófilo.
A consecuencia de este hecho dispuso el papa Inocencio I que se
convocase un concilio en Constantinopla, bajo la presidencia de sus legados
asistidos por San Juan Crisóstomo, al que fue citado Teófilo para responder de
su conducta con los monjes de Egipto. En virtud de lo cual, unidos Teófilo y
Eudoxia contra Crisóstomo, comenzaron su obra de iniquidad con una orden del
emperador para arrestar y desterrar a los legados del Papa, apenas
desembarcasen. Después ganaron con dinero a los ministros de Arcadio, y
consiguió Teófilo licencia para celebrar un concilio o junta de treinta y seis
obispos parciales suyos. Y se celebró un conciliábulo en Chesme, pequeña villa
cerca de Calcedonia, de donde era obispo Cirino, enemigo jurado de nuestro
Santo, en el año 403. Citó Teófilo á Crisóstomo a esta junta para que
respondiese a una serie de acusaciones calumniosas. Se negó Crisóstomo a
asistir a tal conciliábulo, y entonces Teófilo y sus cómplices condenaron a
nuestro Santo, declarándole indigno del episcopado. En su virtud fue depuesto
de su silla patriarcal, obteniendo del emperador que fuese desterrado. Estos
hechos injustos y atroces llenaron de dolor y de escándalo a todos los buenos.
La noticia del destierro excitó la indignación del pueblo, que a viva
fuerza se opuso durante tres días al cumplimiento de tal orden, y estaba
resuelto a verter su sangre en defensa de su obispo, cuando Crisóstomo, para
evitarlo, optó por entregarse a los soldados del emperador. Estos le condujeron
durante la noche, sin saberlo el pueblo, con el rostro cubierto con una capa,
al barco que había de transportarle a Bitinia, en el Asia.
Pero al día siguiente, el furor del pueblo, al
saber la partida de su santo prelado, no reconoció límites. Como desbordado
torrente corrió al palacio imperial, y ya sus puertas iban a ser derribadas
por la muchedumbre, cuando la emperatriz, poseída de terror, corrió desolada al
lado de su marido diciendo estas palabras: ¡Que vuelva Juan, porque, si no, el imperio se nos escapa! Al mismo tiempo,
una tempestad horrible con temblores de tierra estalló sobre la ciudad,
llevando la consternación a todas partes. Entonces la emperatriz escribió de
su puño y letra una carta a San Juan Crisóstomo suplicándole que volviera a su
sede, y diciendo que ella ignoraba lo que había sucedido, siendo inocente de
todo; que la conspiración estaba formada por hombres perversos y corrompidos; y
añadía: «Testigo es Dios de las lágrimas que he derramado y que le he ofrecido
en el sacrificio de la Misa. Tengo muy presente que mis hijos están bautizados
por vuestras manos».
Duró este destierro muy poco tiempo; y al pisar Crisóstomo el suelo de
su amada sede, todo el pueblo corrió a su encuentro, besando las franjas de
sus vestiduras y hasta las huellas de sus plantas, en medio de públicas
aclamaciones. Así que llegó a la iglesia, ocupó el pulpito, al cual subió en
brazos de la muchedumbre, y dirigió entonces a sus fieles una de aquellas
pláticas suyas que arrebatan los corazones; y las bóvedas del templo resonaron
con los ecos del inmenso llanto que arrancaba de todos los ojos lágrimas de
enternecimiento y santo júbilo.
Uno de los primeros cuidados de Crisóstomo, al
ocupar de nuevo su sede, fue escribir al Papa para que declarase nulos el
concilio y la sentencia del conciliábulo, llamado Ad quercum, presidido por Teófilo, contra todo
derecho. Teófilo escribió en sentido contrario. El Romano Pontífice, después de
haber examinado los alegatos de ambas partes y oído el informe de cuatro
obispos de Oriente que fueron a Roma a este fin, declaró nulo todo lo hecho
por el conciliábulo, y así se lo comunicó a San Juan Crisóstomo y al clero de
Constantinopla.
Pero esta feliz noticia no halló a nuestro Santo en su amada diócesis.
La calma duró poco, porque no desistió Crisóstomo de reprender las malas
costumbres. Se había colocado una estatua de plata de la emperatriz en la plaza
inmediata al templo de Santa Sofía, y se celebró su inauguración con bailes,
espectáculos y juegos públicos que perturbaban el sosiego y el decoro con que
se debe celebrar el Oficio divino; juegos que eran restos del gentilismo, que veinte
años después abolió el emperador Teodosio el Joven. El santo patriarca clamó
contra estos juegos paganos y los prohibió, dirigiendo su discurso contra el
director de ellos, que era un maniqueo. Es apócrifo el sermón que se supone predicó
contra Eudoxia. Pero ésta se dio por injuriada, por creer que estaba retratada
en los discursos del prelado, bajo el nombre de Jezabel, y, sin más que esto,
hizo que se diera un decreto para que volviera al destierro. Protestó Crisóstomo
del error en tales suposiciones, y de que sólo violentado dejaría su grey. Los
conjurados no desistieron de su intento de hacer que padeciese hasta morir en
el destierro o en el
camino.
El pueblo estaba conmovido, sin consentir la partida de su querido
pastor. Para salir del paso, dio el emperador orden al gentil Lucio, oficiar
del ejército, para que con una cohorte invadiese la iglesia a fin de contener
al pueblo, y los soldados cometieron atropellos execrables. Se alborotó la
ciudad, y los fieles acuden al palacio del patriarca y le cercan para que no se
le violentase. Pero Crisóstomo, dispuesto a dar la vida por sus ovejas en
defensa de la doctrina de Jesucristo, queriendo evitar más derramamiento de
sangre, salió secretamente del palacio, se presentó a los ministros imperiales,
e inmediatamente; salió para el destierro, en medio de un diluvio de lágrimas
de los pobres, de los enfermos y de las viudas, de quienes era su padre común.
Con fortaleza de mártir escribió a Santa Olimpia estas palabras: «Mi corazón
goza de inexplicable alegría en los sufrimientos, pues en ellos encuentro un
tesoro escondido. Debéis, por lo tanto, regocijaros conmigo y bendecir al
Señor que me concede hasta este punto la gracia de padecer por Él».
A pie, y sufriendo fatigas y privaciones, fue conducido a Cúcuso, ciudad
de Armenia, en los confines de la Cilicia, en los desiertos del monte Tauro,
adonde llegó enfermo y maltratado, pues ni agua clara le dieron para apagar la
sed. Pero en Cúcuso le recibieron el obispo y el pueblo como correspondía, y
Crisóstomo no estuvo ocioso en el destierro: predicaba, socorría a los pobres
con lo poco que tenía, consolaba a los desgraciados; no cesaba, en fin, en sus
tareas apostólicas. Viendo sus enemigos este resultado, contrario a sus deseos,
consiguieron que fuese trasladado a otro punto peor: a Pitionte, lugar
desierto en lo último del imperio, junto al mar Negro, en la frontera de los
sármatas, gente salvaje. Encargaron su conducción a dos oficiales, ofreciéndoles
nuevos grados si con malos tratamientos le daban lentamente la muerte. El uno,
compadecido, favorecía al Santo sin verlo el otro; pero éste, bárbaro y
ambicioso, le obligó a andar a deshoras al agua y al sol. De esta suerte llegó
enfermo y desfallecido a Comana, donde hubo necesidad de detenerse para pasar
la noche, y el Santo la pasó en el oratorio dedicado al obispo San Basilisco.
Allí se le apareció este santo mártir, y le anunció la feliz nueva de su
subida al Cielo con estas palabras: «¡Valor, hermano mío! ¡Mañana estaremos juntos!»
En efecto, luego que amaneció, pidió que difiriesen
la salida hasta las once, lo que no le fue concedido. Partieron, y, apenas
habían andado legua y media, se sintió el Santo tan exánime, que fue necesario
volverle al mismo templo. Luego de que se vio en él, hizo que le mudasen el
traje, pidió un vestido blanco, repartió entre los circunstantes lo poco que
le quedaba, y en ayunas todavía recibió el Viático, hizo un poco de oración,
concluyéndola con estas palabras, que repetía con frecuencia: En todo sea Dios alabado: al decir Amén, se santiguó y entregó su espíritu al
Señor el 14 de septiembre del año 407, a los sesenta y tres años de edad, y
nueve y medio de su glorioso pontificado. Celebradas sus exequias con el
concurso mayor posible, su cuerpo fue enterrado junto al de San Basilisco,
donde permaneció por espacio de treinta y un años.
Después de muerto Crisóstomo, cayó en
Constantinopla un horrible granizo. Eudoxia había muerto antes con reputación
deplorable, y Arcadio murió al siguiente año, sin que nadie sintiese su muerte,
y dejando pésimos recuerdos a sus súbditos. Respecto a sus enemigos, su odio al
santo prelado le persiguió aun después de muerto, no queriendo que se
escribiera su nombre en el catálogo de los obispos de Constantinopla. ¡Hasta
dónde llega la perversidad del humano corazón! Le sucedió en la Sede el obispo
Ático, a quien el Papa no quiso reconocer mientras el nombre ilustre de Juan Crisóstomo no quedase inscrito en los dípticos
de su iglesia, entre los obispos legítimos.
Su cuerpo fue trasladado a Constantinopla con gran
pompa, por disposición de San Proclo, y colocado en la iglesia de los Santos
Apóstoles, el 27 de enero del 438. A esta ceremonia asistieron el emperador
Teodosio y su hermana Pulqueria, hijos de Arcadio, y aquél se postró delante de
las reliquias y pidió perdón al Santo, en nombre de sus padres, por lo mal que
le habían tratado. Posteriormente se llevaron las reliquias a Roma,
depositándose en la basílica del Vaticano, donde se veneran, excepto algunas
que quedaron en Constantinopla. Del retrato de este Santo doctor hay uno
precioso en los frescos de Fra Angélico, en la capilla de San Nicolás, en el
Vaticano. Es general la admiración del Crisóstomo, por la multitud de obras que
dejó escritas; por la piedad y el esplendor que brillan en todos sus sermones y
escritos; por el modo de interpretar y exponer el sentido de las Sagradas
Escrituras, en lo cual parece que el apóstol San Pablo, de quien era amantísimo
devoto, le dictaba al escribir y al predicar. Sus obras ocupan trece volúmenes
en folio en la edición del Padre Montfaucon, llamada de los Benedictinos. El abate Maigne las ha publicado en
1845, en ocho volúmenes. Por último, el profesor Fessler dividió sus obras en
cuatro clases: Exposición de la Sagrada Escritura; Homilías; Opúsculos, y
Cartas. Es de lamentar que personas competentes, conocedoras del griego, no
traduzcan directamente al castellano, para utilidad y consuelo del pueblo,
aunque sólo fuese sus hermosos sermones y las exposiciones de la Sagrada
Escritura.
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