José Ribera, San Pablo Eremita, Museo del Prado
Honra hoy la Iglesia la memoria
de uno de los hombres que están mejor escogidos para representar la idea de ese
desapego heroico, revelado al mundo por el Hijo de Dios nacido en la gruta de
Belén. Pablo el ermitaño amó tanto la pobreza de Jesucristo, que huyó al
desierto para estar alejado de las riquezas y de toda humana codicia. Una cueva
por vivienda, una palmera para alimentarse y vestirse, una fuente para calmar
su sed, y un pan diario que del cielo le traía un cuervo para prolongar tan
maravillosa vida, ese es el método de vida que, durante sesenta años, empleó
Pablo en servicio de Aquel que no encontró posada entre los hombres, viéndose
obligado a nacer en un solitario establo.
Pablo vivió con Dios en su
gruta; con él comienza aquel género de anacoretas que renunciaron a la sociedad
y aun a la vista de los hombres para mejor hablar con Dios: ángeles terrenos,
en los cuales brilló para enseñanza de los siglos venideros, el poder y la
riqueza de Dios, que basta por sí solo para satisfacer todas las necesidades de
su criatura. Admiremos una tal maravilla, y consideremos con agradecimiento la
altura a que se elevó por el misterio de un Dios encarnado, la naturaleza
humana caída en la esclavitud de los sentidos, y absorbida por el amor de los
bienes de la tierra.
Con todo, no debemos creer que
aquella vida del desierto, aquella celestial contemplación de la felicidad
eterna, despreocuparon a Pablo de los asuntos de la Iglesia y de sus gloriosas
luchas. Nadie está seguro en el camino que conduce a la visión y a la posesión
de Dios, si no está unido a la Esposa que Él se escogió y colocó en la tierra
como columna y amparo de la verdad. (II Timoteo III, 15.)
Ahora bien, los contemplativos
son, entre los hijos de la Iglesia, los que más estrechamente unidos deben
estar a su regazo materno, porque tienen que recorrer caminos difíciles y
sublimes, donde muchos zozobraron. Iluminado Pablo por luz divina, estaba
atento a las luchas de la Iglesia contra el arrianismo; se mantenía unido a los
defensores del Verbo consubstancial al Padre: y, para mostrar su simpatía por
el valiente campeón de la fe San Atanasio, rogó a San Antonio, a quien dejaba
en herencia su túnica de hojas de palmera, le enterrase envuelto en un manto
que le había regalado el Patriarca de Alejandría, gran admirador del Santo
Abad.
El nombre de Pablo, padre de
los Anacoretas va, pues, unido al de Antonio, padre de los Cenobitas; las
familias fundadas por los dos apóstoles de la soledad son hermanas; las dos
tienen su origen en una fuente común, que es Belén. El mismo tiempo litúrgico
reúne, con intervalo de un día, a los dos fieles discípulos del pesebre del
Salvador.
VIDA. — San
Pablo, fundador y padre de los Ermitaños, nació en 234 en la baja Tebaida. A la
edad de 15 años huyó al desierto para servir a Dios sin trabas de ninguna
clase, viviendo allí hasta la edad de 113 años. Su cuerpo fue trasladado a
Constantinopla en el reinado del emperador Manuel Comneno, (1143-1180), luego a
Venecia y finalmente lo recibieron los Ermitaños húngaros de Buda, en 1830
(Revue de l'Orientchrétien, 1905, p. 387. — Anal. Boíl. II, 121.) Su vida la
escribió San Jerónimo en 376.
Ahora contemplas ya en su
gloria al Dios cuya flaqueza y voluntarias humillaciones meditaste durante toda
tu vida; ahora hablas con él eternamente. En vez de la cueva, teatro de tus
penitencias, tienes la inmensidad de los cielos; en vez del pan material, el
Pan eterno de Vida, en vez de la humilde fuente, el venero de aquellas aguas
que saltan hasta la vida eterna. En tu soledad imitaste el silencio del Hijo de
Dios en Belén; ahora las divinas alabanzas no caen un momento de tus labios.
Pero, no olvides a la tierra, tu que sólo conociste el desierto. Recuérdale al
Emmanuel que un día la visitó con todo su amor, y haz que desciendan sus
bendiciones sobre nosotros. Alcánzanos la gracia de un perfecto desasimiento de
todo lo perecedero, el amor de la pobreza y de la oración, y un continuo deseo
de nuestra patria celestial.
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