viernes, 15 de enero de 2021

15 de enero SAN PABLO, PRIMER ERMITAÑO

 

José Ribera, San Pablo Eremita, Museo del Prado


Honra hoy la Iglesia la memoria de uno de los hombres que están mejor escogidos para representar la idea de ese desapego heroico, revelado al mundo por el Hijo de Dios nacido en la gruta de Belén. Pablo el ermitaño amó tanto la pobreza de Jesucristo, que huyó al desierto para estar alejado de las riquezas y de toda humana codicia. Una cueva por vivienda, una palmera para alimentarse y vestirse, una fuente para calmar su sed, y un pan diario que del cielo le traía un cuervo para prolongar tan maravillosa vida, ese es el método de vida que, durante sesenta años, empleó Pablo en servicio de Aquel que no encontró posada entre los hombres, viéndose obligado a nacer en un solitario establo.

Pablo vivió con Dios en su gruta; con él comienza aquel género de anacoretas que renunciaron a la sociedad y aun a la vista de los hombres para mejor hablar con Dios: ángeles terrenos, en los cuales brilló para enseñanza de los siglos venideros, el poder y la riqueza de Dios, que basta por sí solo para satisfacer todas las necesidades de su criatura. Admiremos una tal maravilla, y consideremos con agradecimiento la altura a que se elevó por el misterio de un Dios encarnado, la naturaleza humana caída en la esclavitud de los sentidos, y absorbida por el amor de los bienes de la tierra.

Con todo, no debemos creer que aquella vida del desierto, aquella celestial contemplación de la felicidad eterna, despreocuparon a Pablo de los asuntos de la Iglesia y de sus gloriosas luchas. Nadie está seguro en el camino que conduce a la visión y a la posesión de Dios, si no está unido a la Esposa que Él se escogió y colocó en la tierra como columna y amparo de la verdad. (II Timoteo III, 15.)

Ahora bien, los contemplativos son, entre los hijos de la Iglesia, los que más estrechamente unidos deben estar a su regazo materno, porque tienen que recorrer caminos difíciles y sublimes, donde muchos zozobraron. Iluminado Pablo por luz divina, estaba atento a las luchas de la Iglesia contra el arrianismo; se mantenía unido a los defensores del Verbo consubstancial al Padre: y, para mostrar su simpatía por el valiente campeón de la fe San Atanasio, rogó a San Antonio, a quien dejaba en herencia su túnica de hojas de palmera, le enterrase envuelto en un manto que le había regalado el Patriarca de Alejandría, gran admirador del Santo Abad.

El nombre de Pablo, padre de los Anacoretas va, pues, unido al de Antonio, padre de los Cenobitas; las familias fundadas por los dos apóstoles de la soledad son hermanas; las dos tienen su origen en una fuente común, que es Belén. El mismo tiempo litúrgico reúne, con intervalo de un día, a los dos fieles discípulos del pesebre del Salvador.

VIDA. — San Pablo, fundador y padre de los Ermitaños, nació en 234 en la baja Tebaida. A la edad de 15 años huyó al desierto para servir a Dios sin trabas de ninguna clase, viviendo allí hasta la edad de 113 años. Su cuerpo fue trasladado a Constantinopla en el reinado del emperador Manuel Comneno, (1143-1180), luego a Venecia y finalmente lo recibieron los Ermitaños húngaros de Buda, en 1830 (Revue de l'Orientchrétien, 1905, p. 387. — Anal. Boíl. II, 121.) Su vida la escribió San Jerónimo en 376.

Ahora contemplas ya en su gloria al Dios cuya flaqueza y voluntarias humillaciones meditaste durante toda tu vida; ahora hablas con él eternamente. En vez de la cueva, teatro de tus penitencias, tienes la inmensidad de los cielos; en vez del pan material, el Pan eterno de Vida, en vez de la humilde fuente, el venero de aquellas aguas que saltan hasta la vida eterna. En tu soledad imitaste el silencio del Hijo de Dios en Belén; ahora las divinas alabanzas no caen un momento de tus labios. Pero, no olvides a la tierra, tu que sólo conociste el desierto. Recuérdale al Emmanuel que un día la visitó con todo su amor, y haz que desciendan sus bendiciones sobre nosotros. Alcánzanos la gracia de un perfecto desasimiento de todo lo perecedero, el amor de la pobreza y de la oración, y un continuo deseo de nuestra patria celestial.


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