jueves, 28 de enero de 2021

28 de enero SAN PEDRO NOLASCO, CONFESOR

 

San Pedro Nolasco fue francés, de una de las mejores casas de Languedoc. Nació el año de 1187 en el país de Lauregais, en un lugar del obispado de San Papoul, llamado Mas de Santas Puellas, a una legua de Castelnaudary. A la edad de quince años perdió a su padre Guillermo Nolasco; siguió viviendo bajo el cuidado de su madre Teodora de Narbona, la cual no quiso contraer segundas nupcias para cuidar mejor de su hijo.                                         

Siguió algún tiempo al conde Simón de Monfort, general de la Cruzada contra los albigenses. Después de la famosa batalla de Muret, en que quedó muerto Don Pedro, rey de Aragón, compadecido el conde de la desgracia y de la poca edad del niño rey Don Jaime, que había quedado prisionero, y no tenía más que seis o siete años, creyó no podía hacerle mayor servicio que darle por ayo y por gobernador a Pedro Nolasco. Desempeñó este importante empleo con feliz suceso, y mereció toda la estimación y toda la confianza del joven monarca; de la cual sólo se valió para reformar la corte, y para ir delante de todos con el buen ejemplo.

La devoción a la Reina de los Ángeles, y la caridad con los cristianos cautivos que gemían en la esclavitud de los moros, fueron las dos virtudes características de Nolasco, que no paró hasta vender todos sus bienes para asistir y aliviar a aquellos pobres.

Se animó tanto con el buen éxito que tuvieron las primeras pruebas de esta ardiente caridad, que persuadió a muchos caballeros ricos y piadosos se juntasen con él para formar una congregación que tuviese por fin trabajar en la redención de los cautivos, bajo el título y protección de la Santísima Virgen.

Apenas comenzaba la caritativa congregación a derramar sobre aquéllos infelices los primeros efectos de su celo, cuando la Santísima Virgen se apareció a Nolasco el primer día de Agosto, y le declaró que sería muy del agrado de su Hijo y suyo que fundase una congregación religiosa con el título de Nuestra Señora de la Merced, para la redención de los cautivos cristianos, prometiéndole su socorro y protección. Persuadido Pedro de la voluntad de Dios en virtud de esta visión, y no queriendo moverse a nada sin consultarlo con su confesor San Raimundo de Peñafort, fue a buscar al Santo, que había tenido la misma visión aquella propia noche. Confirmados ambos con la uniformidad de la revelación, pasaron a Palacio a comunicar con el rey sus intentos y darte parte de lo sucedido. Pero se hallaron sorprendidos y gustosamente admirados cuando el Rey se adelantó a contarles una visión que había tenido, y era en todo conforme a la de los dos, sin faltar ninguna circunstancia. Por consecuencia se pensó desde luego en disponer todo lo necesario para la fundación de una orden religiosa tan ilustre y tan santa.

El día de San Lorenzo, el Rey, acompañado de toda su corte y de los magistrados y ministros de Barcelona, pasó a la catedral, donde San Raimundo subió al pulpito y declaró delante de todo el pueblo la revelación de la Madre de Dios que habían tenido el Rey, Pedro Nolasco y el mismo Raimundo, sobre la fundación de una nueva Orden con el título de Nuestra Señora de la Merced, para redención de cautivos. Después del ofertorio, el rey Don Jaime y San Raimundo presentaron a Nolasco a Dom Berenguer de la Palou, obispo de Barcelona, que le vistió el hábito blanco y el escapulario de la Orden; y poco antes de la comunión, después de los tres votos religiosos, el nuevo fundador añadió el cuarto, por el cual se obligan todos los de este sagrado instituto, no solamente a solicitar limosnas para la redención de las cautivos cristianos, sino también a quedarse ellos cautivos en caso necesario, cuando no tengan otro modo de rescatar a los demás. Juntamente con el Santo profesaron otros dos caballeros, y el Rey les cedió generosamente la mayor parte de su palacio de Barcelona para que fundasen en él el primer convento de la Orden, queriendo que llevasen en el escapulario el escudo de las armas de Aragón, a las que añadió el Santo, con beneplácito del Rey, las de aquella santa iglesia catedral.

Derramó el Señor tantas bendiciones sobre la nueva Orden, y fueron tantos los sujetos de la primera nobleza que se declararon pretendientes del piadosísimo instituto, que fue preciso hacer otro convento. Se destinó para éste la iglesia de Santa Eulalia, y en poco tiempo tuvo Nolasco el consuelo de ver dilatada su familia por todas las principales ciudades de Aragón y Cataluña.

Estando Pedro retirado de los negocios de la corte, se vio precisado a pasar a ella para sosegar las inquietudes que causaban en todo el reino los partidarios de Don Sancho, primo hermano del Rey y de Don Guillén de Moncada, vizconde de Bearne. Puso en libertad al Rey, a quien los sediciosos tenían como prisionero en el castillo de Zaragoza, y pacificó los alborotos con recíproca satisfacción de ambos partidos.

Cuando volvió a Barcelona manifestó a sus religiosos que, para satisfacer la obligación del cuarto voto, no bastaba hacer algunas redenciones sin salir de los países sujetos a los príncipes cristianos, y que su instituto los obligaba a ir personalmente a los dominios de los infieles, y a ofrecerse a quedar ellos por esclavos para librar a los cristianos cautivos. Todos se le ofrecieron para tan heroica expedición; pero el Santo, eligiendo algunos pocos, se puso al frente de ellos, y entró en el reino de Valencia, ocupado a la sazón por los sarracenos, donde, lejos de hallar los desprecios y las cadenas que ansiosamente buscaba, sólo encontró estimación y respeto. Libró de las mazmorras a todos los cautivos cristianos; y, habiendo hecho un viaje a Granada, redimió en las dos expediciones a cuatrocientos esclavos.

No se contentaba el celo de Nolasco con la redención de los cautivos; se ocupaba también en la conversión de los infieles, y nunca hacía rescate de cristianos sin que convirtiese gran número de moros a la fe de Jesucristo.

El eco de tantas maravillas hizo famosa en toda la Europa la nueva Orden de la Merced. La aprobó Gregorio IX el año 1230, y, hallándose en Roma por penitenciario mayor el glorioso San Raimundo, que se puede llamar su segundo fundador, hizo que en 1235 la confirmase con sus reglas y constituciones,

Por este tiempo el rey Don Jaime, después de haber conquistado a Mallorca del poder de los infieles, entró con sus armas victoriosas por los reinos de Valencia y Murcia. Como este católico príncipe atribuía los felices sucesos de sus armas menos a sus fuerzas que a las oraciones de Nolasco, en todos los países que iba conquistando dejaba fundados conventos de la Merced. Concedió a la Orden el famoso castillo de Uneza, donde se fundó un convento, que en todos tiempos hizo célebre la devoción al milagroso santuario de Nuestra Señora del Puche o del Puig. Cuando se abrían los cimientos de la obra se observó, en cuatro sábados consecutivos, que siete brillantes luces, a manera de astros resplandecientes, bajaban como del Cielo y ocultaban su luz en el mismo lugar donde se abrían los cimientos. Persuadido Nolasco de que algo quería decir este prodigio, mandó que se cavase más y más, hasta que al fin se encontró una campana de extraordinaria grandeza, debajo de cuya concavidad se halló una bellísima imagen de Nuestra Señora, que recibió el Santo como un precioso don con que Dios quería regalarle y enriquecerle. La colocó luego en un altar, y los continuos favores que la Reina de los Ángeles dispensa a todos los que con fe la invocan en aquella santa capilla acreditan bien que son muy de su especial agrado los cultos que recibe en ella.

El año de 1238 se hizo dueño de Valencia el rey Don Jaime, y, después que hizo consagrar la mezquita mayor en iglesia catedral por el arzobispo de Narbona, concedió la segunda mezquita a la religión de la Merced.

Ya no tenía Nolasco cautivos que rescatar en todas las costas de España, porque su caridad había redimido a cuantos se hallaron en poder de los infieles; y para no descansar en el ejercicio de su voto y de su celo, pasó a buscar en Berbería lo que no encontraba en España. Allí sí que pudo satisfacerse su ardiente sed de padecer por Jesucristo, si ella no fuera insaciable; porque, además de las fatigas que padeció, fue metido en una mazmorra, cargado de cadenas, tratado con crueldad, y no pocas veces estuvo en evidente peligro de perder la vida. Pero como vieron los bárbaros que no deseaba otra cosa, y que, cuando no pudiese conseguir esta dicha, tenía por la mayor el quedarse cautivo por los cautivos, le enviaron a España con gran número de ellos.

Luego que volvió a Barcelona hizo cuanto pudo para renunciar el generalato; pero lo más que logró fue que le nombrasen un vicario, en quien el Santo cedió luego todo lo honorífico del empleo, reservándose para sí únicamente el cuidado de distribuir las limosnas a los peregrinos y a los pasajeros.

En vano le excitaba su humildad a vivir ignorado, cuando su reputación le hacía famoso por todo el mundo. Habiendo venido a la provincia de Languedoc San Luis, rey de Francia, quiso ver a un hombre tan santo, de quien la fama publicaba tantas maravillas. Le llamó y tuvo en su corte algunos días, comunicándole el pensamiento que tenía de ir a conquistar la Tierra Santa, y a librar a tantos cristianos como gemían bajo el pesadísimo yugo de los sarracenos. Se ofreció Nolasco a acompañarle en aquella sagrada empresa; pero se lo impidió una larga enfermedad, que al cabo le redujo a la sepultura.

Padeció por espacio de dos años vivísimos dolores en el cuerpo. Cuanto eran aquéllos más intensos, mayor alegría mostraba por poderlos unir con los que padeció el Niño Dios en su nacimiento. Llegó el día en que la Iglesia le celebra, y viendo Nolasco que con él se llegaba el que Dios había destinado para premiar su ardiente caridad, después de recibidos con nuevo fervor los Santos Sacramentos, y de haber protestado a sus hijos que era cosa muy dulce vivir y morir en el servicio de Dios y en la protección de la Santísima Virgen, en el momento de rezar el salmo Confitebor tibi Domine in toto corde meo, al llegar a las palabras redemptionem misit Dominus populo suo, le faltó aliento para seguir adelante, y rindió su alma al Creador, rodeado de sus religiosos, a los sesenta y nueve años de edad y cuarenta de haber fundado la Orden, en 1256. Fue canonizado este gran Santo por el papa Urbano VIII, el año de 1628, y Alejandro VII fijó su fiesta en este día con rito doble.

 

Misa

¡Oh Dios, que a ejemplo de tu caridad enseñaste a San Pedro Nolasco que enriqueciese tu Iglesia con la fundación de una nueva orden religiosa para redención de los cautivos cristianos! Concédenos por su intercesión que, desprendidos de las cadenas de los pecados, gocemos de una libertad eterna en la patria celestial. Que vives y reinas, etc.

La Epístola es del capitulo 4º, versículos 9 al 14 de la de San Pablo a los Corintios.

Hermanos: Servimos de espectáculo al mundo, a los ángeles y a los hombres. Nosotros somos unos necios por amor de Cristo; mas vosotros, sois los prudentes en Cristo; nosotros flacos, vosotros fuertes; vosotros sois honrados, nosotros viles y despreciados. Hasta la hora presente andamos sufriendo el hambre, la sed, la desnudez, los malos tratamientos, y no tenemos dónde fijar nuestro domicilio. Y nos afanamos trabajando con nuestras propias manos; nos maldicen y bendecimos; padecemos persecución, y las sufrimos con paciencia; nos ultrajan, y retornamos súplicas; somos, en fin, tratados hasta el presente como la basura del mundo, como la escoria de todos. No os escribo estas cosas porque quiera sonrojaros, sino que os amonesto como a hijos míos muy queridos.

 

REFLEXIONES

La inocencia es manantial de consuelos y de felicidades. El pecador nunca está contento ni tranquilo. La paz que hace gustar al alma tantas dulzuras; la paz que sosiega y llena el corazón, siempre es fruto de la buena conciencia. Los sobresaltos, las inquietudes y los temores son cosecha del pecado y herencia del pecador.

Causa admiración que, creyéndose y experimentándose que no hay contento dulce, que no hay alegría pura y sólida sino en la vida inocente, todavía se insista y se haga empeño de buscarla en otra parte.

Los placeres del mundo son fugaces y amargos. Cristo comparó las riquezas a las espinas. Los honores no tienen más ser que la sombra y el humo. ¿Qué ha quedado hoy de los dichosos según el siglo, de los que brillaron por el resplandor de sus honores y riquezas más que por la luz de sus merecimientos? Pasaron como relámpago, y ni aun memoria ha quedado de sus nombres; su grandeza, su brillantez, su imaginada felicidad, todo se enterró con ellos en la sepultura; y si murieron en pecado, ¡qué desdicha y qué lamentable desgracia!

Bienaventurado el que fue hallado sin mancha; bienaventurado el que no corrió tras el oro, que no colocó su esperanza en sus tesoros; su gloria será eterna. Pero ¡qué gloria! No hay hombre justo, no hay hombre santo, que no pueda ser desenfrenado, y tan licencioso como el más libertino; es más piadoso y más circunspecto, porque es más prudente. Pudo hacer mal, y no lo hizo. ¿Y se arrepentirá jamás de no haberlo hecho? ¿Qué se pierde en servir a Dios? O, por mejor decir, ¿qué no se gana en servir a tan grande y tan poderoso Dueño? Teme a Dios y guarda sus Mandamientos, que en esto consiste toda la dicha del hombre.

El Evangelio es de San Lucas, capitulo 12, versículos 32 al 84.

En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: No tenéis vosotros que temer,  pequeñito rebaño, porque ha sido del agrado de vuestro Padre daros el ReinoVendedlo que poseéis, y dad limosna. Haceos una bolsas que no se echen a perder; un tesoro en el Cielo que jamás se agota, adonde no llegan ladrones ni roe la polilla. Porque donde está vuestro tesoro, allí también estará vuestro corazón.

MEDITACIÓN

De la humildad.

Punto primero. —Considera que no hay virtud mejor recompensada que la humildad. A los humildes los salvará Dios, dice el Profeta. No tienes que temer, pequeña grey: con vosotros hablo, los que parecéis tan pequeñuelos a vuestros propios ojos y casi desaparecéis a los ajenos; porque vuestro Padre, que es el Padre de las miseri­cordias, ha querido escogeros con preferencia a todos los demás, para que pobléis el Reino de los Cielos. Para vosotros es este Reino, y ninguno entrará en él que no sea humilde; la soberbia precipitó de aquella Corte celestial a los ángeles rebeldes, y la humildad la poblará de espíritus humildes; éste es el título como primordial de su posesión. ¡Qué poco conocida es en el mundo esta verdad!

No hay en él cosa más rara ni más escasa que esta virtud; pero tampoco la hay más importante. Ninguna otra nos enseñó tanto Jesucristo con sus discursos y con sus ejemplos: Aprended de Mí que soy humilde de corazón. No quiso, por decirlo así, que tuviésemos otro maestro de la humildad más que a Él mismo; ni tampoco podía haber quien nos la enseñase por modo más eficaz. La humildad es la virtud de Jesucristo y la de todos sus hijos verdaderos. ¿Es acaso tam­bién la nuestra? No se habla aquí de la humildad de entendimiento y de razón, que consiste sólo en conocer cada uno la pobreza de sus talentos: este conocimiento le tienen todos los hombres que estén en el uso de la razón, y solamente los necios pueden dejar de tenerle: se habla de la humildad cristiana, que es humildad de corazón. Ésta no sólo abre los ojos del conocimiento propio, no sólo enseña el bajo concepto que cada cual debe tener de sí mismo, sino que se alegra de que los demás formen también el mismo bajo concepto de nos­otros. Bien puede uno estar humillado sin ser humilde; para ser humilde es menester complacerse en la humillación, y éste es el fundamento del edificio cristiano. ¿Lo es también del nuestro? ¿Poseemos esta virtud que tiene al Cielo por herencia? ¿Entramos en el número de aquella pequeña grey que no tiene por qué temer? Somos, a la verdad, pequeñuelos; pero ¿somos humildes a los ojos de Dios?

Con todo el corazón deseo ser humilde ¡oh Divino Maestro mío!, y es justo que siga a lo menos vuestro ejemplo. Un Dios humilde es verdaderamente gran remedio para curar mi soberbia.

Punto segundo. —Considera que no hay virtud más a mano para todo género de personas que la humildad; ninguno hay que no se encuentre a sí mismo bien pequeño si se mira con ojos sanos. Los empleos, los títulos, el nacimiento, las dignidades tienen en sí algún valor, pero no lo comunican. El verdadero mérito siempre ha de ser personal. El hombre más perfecto es el que tiene menos faltas; el más grande es el más humilde, porque la soberbia y el orgullo siempre acreditan poca razón y poco espíritu. Basta haber pecado o poder pecar, para que vivamos siempre humildes. La virtud, la inocencia, el mérito y la misma santidad ofrecen grandes materiales al ejerci­cio de esta virtud. Sean nuestros dictámenes y nuestras máximas en este punto la regla por donde debemos juzgar de nuestro verdadero mérito.

Nadie hay que no pueda o no deba humillarse. El grande, conociendo su nada; el pequeño, amando su oscuridad y abatimiento. ¡Oh gran Dios, qué amable sois! Si hubierais hecho dependiente de otra virtud nuestra salvación, muchos quizá se juzgarían excluidos de vuestro Reino; pero ninguno puede excusarse de ser humilde. Considera qué cosa tan fácil es ser uno santo, cuando el ser humilde le es tan natural. Y pregunto: ¿No es muy familiar una virtud que tenemos tan a mano? ¿De dónde nace la delicadeza y la sensibilidad tan inquieta, la falta de dulzura tan ordinaria y la inmortificación tan viva? ¿De qué otro principio provienen casi todas nuestras faltas?

Busca un solo santo que no haya sido humilde. San Pedro Nolasco, siendo de familia nobilísima, se tiene por tan poca cosa, que se obliga con voto solemne a quedarse él mismo por cautivo siempre que fuere necesario para librar a otros del cautiverio. Fue sin duda magnáni­ma esta caridad, pero su cimiento fue el de una humildad profundí­sima. Observando con reflexión nuestros sentimientos, ¿quién no dirá que hemos encontrado o descubierto alguna otra senda para ir al Cielo? ¡Qué mayor prueba de que es bien corto el número de los escogidos que el ser tan limitado el número de los humildes!

Deseo, Dios mío, ser de este pequeño número, y por eso os pido con las mayores veras me concedáis esta amable virtud. Humilladme, Señor, cuanto fuese vuestro agrado, pero otorgadme la gracia de que sea verdaderamente humilde.

JACULATORIAS

Sí, Señor, cada día quiero ser más humilde a mis propios ojos; y por eso quiero ser cada día más humillado y más abatido a los ojos del mundo —Libro II de los Reyes, VI, 22.

Muy provechoso me ha sido, Señor, el que me hayáis humillado; que de esta manera me habéis hecho dócil a vuestros preceptos, y sometido a vuestros mandamientos —Salmo CXVIII.

 

PROPÓSITOS

1. En los demás se estima y alaba grandemente la virtud de la humildad; pero son pocos los que trabajan eficazmente para poseerla ellos mismos. Si se pudiera ser humilde sin ser humillado; si para serlo bastara conocer que hay sobra de pecados, falta de virtudes, escasez de méritos, pobreza de talentos, no sería tan rara en el mundo esta virtud. Un poco de entendimiento basta para que cada cual se haga justicia a sí mismo; pero nuestras sentencias en este particular jamás salen del secreto tribunal del entendimiento, y nunca se notifican, ni las consiente el corazón. Sin embargo, es cierto que solamente la humildad de corazón es virtud cristiana. Para lograrla es menester, a pesar de la repugnancia natural, llevar a bien y aún desear ser humillado. Examina cuidadosamente los artificios y las ingeniosas salidas del amor propio, para evitar una humilla­ción. ¡Qué sensibilidad cuando se nos hace el más vivo menosprecio!

¡Qué empeño en justificar hasta nuestras mismas faltas! ¡Con qué frialdad miramos a los que nos son preferidos! ¡Qué indigestión, qué desafecto hacia aquellos que, a nuestro modo de entender, no nos estiman tanto! Toma eficaz resolución de reprimir todos esos dictámenes, todos esos ímpetus del orgullo, y por lo menos de no quejarte, de callar cuando se te ofrezcan ciertas pequeñas humillaciones, y de rogar a Dios por todos aquellos de quienes se vale su amorosa providencia para humillarte.

2. Haz hoy una visita a los pobres encarcelados; manifiesta con ellos tu liberalidad, usa de misericordia, haciéndoles una buena limosna; y a lo menos ofréceles tus servicios y tu crédito con el juez, tu protección y tus buenos consejos. Considera que no son como aquellos vagabundos cuya presencia importuna viene a inquietar tu devoción hasta en el mismo templo de Dios; son unos infelices, cuya desgracia los imposibilita de ir a buscarte a tu casa. Tienen cuanto han menester para excitar tu compasión, menos el poder hacerse presentes a tu vista. No son como aquellos holgazanes que ha­cen tráfico de su miseria y negocio de su necesidad; imposibilitados están de ganar su vida, ni un pedazo de pan para sus hijos, que no pocas veces hallan su temprana muerte en la prisión de sus padres. Acordaos sobre todo de los pobres encarcelados, escribía San Pablo. Ciertamente, si tuviéramos fe, no hubiera entre los cristianos gente más feliz que los pobres. Todos nos empeñaríamos a competencia en socorrerlos en sus necesidades, en aliviarlos en sus miserias; sabiendo que cuanto hacemos con ellos lo hacemos a la persona del mismo Jesucristo. Imponte como ley visitar dos veces por lo menos a los pobres de la cárcel, sin tener asco de sus miserias ni horror de sus calabozos, acordándote de este oráculo de Jesucristo: Yo estaba en la cárcel, y me vinisteis a visitar; porque de verdad os digo que a Mí mismo me visitasteis en aquellos lugares de llanto y de miseria, todas las veces que por mi amor visitasteis a los en­carcelados.


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