San Pedro Nolasco fue francés, de una de las mejores casas de Languedoc.
Nació el año de 1187 en el país de Lauregais, en un lugar del obispado de San
Papoul, llamado Mas de Santas Puellas, a una legua de Castelnaudary. A la edad
de quince años perdió a su padre Guillermo Nolasco; siguió viviendo bajo el
cuidado de su madre Teodora de Narbona, la cual no quiso contraer segundas
nupcias para cuidar mejor de su
hijo.
Siguió algún tiempo al conde Simón de Monfort, general de la Cruzada
contra los albigenses. Después de la famosa batalla de Muret, en que quedó
muerto Don Pedro, rey de Aragón, compadecido el conde de la desgracia y de la
poca edad del niño rey Don Jaime, que había quedado prisionero, y no tenía más
que seis o siete años, creyó no podía hacerle mayor servicio que darle por ayo
y por gobernador a Pedro Nolasco. Desempeñó este importante empleo con feliz
suceso, y mereció toda la estimación y toda la confianza del joven monarca; de
la cual sólo se valió para reformar la corte, y para ir delante de todos con el
buen ejemplo.
La devoción a la Reina de los Ángeles, y la caridad con los cristianos
cautivos que gemían en la esclavitud de los moros, fueron las dos virtudes
características de Nolasco, que no paró hasta vender todos sus bienes para
asistir y aliviar a aquellos pobres.
Se animó tanto con el buen éxito que tuvieron las primeras pruebas de
esta ardiente caridad, que persuadió a muchos caballeros ricos y piadosos se
juntasen con él para formar una congregación que tuviese por fin trabajar en la
redención de los cautivos, bajo el título y protección de la Santísima Virgen.
Apenas comenzaba la caritativa congregación a derramar sobre aquéllos
infelices los primeros efectos de su celo, cuando la Santísima Virgen se
apareció a Nolasco el primer día de Agosto, y le declaró que sería muy del
agrado de su Hijo y suyo que fundase una congregación religiosa con el título
de Nuestra Señora de la Merced, para la redención de los cautivos cristianos,
prometiéndole su socorro y protección. Persuadido Pedro de la voluntad de Dios
en virtud de esta visión, y no queriendo moverse a nada sin consultarlo con su
confesor San Raimundo de Peñafort, fue a buscar al Santo, que había tenido la
misma visión aquella propia noche. Confirmados ambos con la uniformidad de la
revelación, pasaron a Palacio a comunicar con el rey sus intentos y darte parte
de lo sucedido. Pero se hallaron sorprendidos y gustosamente admirados cuando
el Rey se adelantó a contarles una visión que había tenido, y era en todo
conforme a la de los dos, sin faltar ninguna circunstancia. Por consecuencia se
pensó desde luego en disponer todo lo necesario para la fundación de una orden
religiosa tan ilustre y tan santa.
El día de San Lorenzo, el Rey, acompañado de toda su corte y de los
magistrados y ministros de Barcelona, pasó a la catedral, donde San Raimundo
subió al pulpito y declaró delante de todo el pueblo la revelación de la Madre
de Dios que habían tenido el Rey, Pedro Nolasco y el mismo Raimundo, sobre la
fundación de una nueva Orden con el título de Nuestra Señora de la Merced, para
redención de cautivos. Después del ofertorio, el rey Don Jaime y San Raimundo
presentaron a Nolasco a Dom Berenguer de la Palou, obispo de Barcelona, que le
vistió el hábito blanco y el escapulario de la Orden; y poco antes de la
comunión, después de los tres votos religiosos, el nuevo fundador añadió el
cuarto, por el cual se obligan todos los de este sagrado instituto, no solamente
a solicitar limosnas para la redención de las cautivos cristianos, sino también
a quedarse ellos cautivos en caso necesario, cuando no tengan otro modo de
rescatar a los demás. Juntamente con el Santo profesaron otros dos caballeros,
y el Rey les cedió generosamente la mayor parte de su palacio de Barcelona para
que fundasen en él el primer convento de la Orden, queriendo que llevasen en el
escapulario el escudo de las armas de Aragón, a las que añadió el Santo, con
beneplácito del Rey, las de aquella santa iglesia catedral.
Derramó el Señor tantas bendiciones sobre la nueva Orden, y fueron
tantos los sujetos de la primera nobleza que se declararon pretendientes del
piadosísimo instituto, que fue preciso hacer otro convento. Se destinó para
éste la iglesia de Santa Eulalia, y en poco tiempo tuvo Nolasco el consuelo de
ver dilatada su familia por todas las principales ciudades de Aragón y
Cataluña.
Estando Pedro retirado de los negocios de la corte, se vio precisado a
pasar a ella para sosegar las inquietudes que causaban en todo el reino los
partidarios de Don Sancho, primo hermano del Rey y de Don Guillén de Moncada,
vizconde de Bearne. Puso en libertad al Rey, a quien los sediciosos tenían como
prisionero en el castillo de Zaragoza, y pacificó los alborotos con recíproca
satisfacción de ambos partidos.
Cuando volvió a Barcelona manifestó a sus religiosos que, para
satisfacer la obligación del cuarto voto, no bastaba hacer algunas redenciones
sin salir de los países sujetos a los príncipes cristianos, y que su instituto
los obligaba a ir personalmente a los dominios de los infieles, y a ofrecerse a
quedar ellos por esclavos para librar a los cristianos cautivos. Todos se le
ofrecieron para tan heroica expedición; pero el Santo, eligiendo algunos pocos,
se puso al frente de ellos, y entró en el reino de Valencia, ocupado a la sazón
por los sarracenos, donde, lejos de hallar los desprecios y las cadenas que
ansiosamente buscaba, sólo encontró estimación y respeto. Libró de las
mazmorras a todos los cautivos cristianos; y, habiendo hecho un viaje a
Granada, redimió en las dos expediciones a cuatrocientos esclavos.
No se contentaba el celo de Nolasco con la redención de los cautivos; se
ocupaba también en la conversión de los infieles, y nunca hacía rescate de
cristianos sin que convirtiese gran número de moros a la fe de Jesucristo.
El eco de tantas maravillas hizo famosa en toda la Europa la nueva Orden
de la Merced. La aprobó Gregorio IX el año 1230, y, hallándose en Roma por
penitenciario mayor el glorioso San Raimundo, que se puede llamar su segundo
fundador, hizo que en 1235 la confirmase con sus reglas y constituciones,
Por este tiempo el rey Don Jaime, después de haber conquistado a
Mallorca del poder de los infieles, entró con sus armas victoriosas por los
reinos de Valencia y Murcia. Como este católico príncipe atribuía los felices
sucesos de sus armas menos a sus fuerzas que a las oraciones de Nolasco, en
todos los países que iba conquistando dejaba fundados conventos de la Merced.
Concedió a la Orden el famoso castillo de Uneza, donde se fundó un convento,
que en todos tiempos hizo célebre la devoción al milagroso santuario de Nuestra
Señora del Puche o del Puig. Cuando se abrían los cimientos de la obra se
observó, en cuatro sábados consecutivos, que siete brillantes luces, a manera
de astros resplandecientes, bajaban como del Cielo y ocultaban su luz en el mismo
lugar donde se abrían los cimientos. Persuadido Nolasco de que algo quería
decir este prodigio, mandó que se cavase más y más, hasta que al fin se
encontró una campana de extraordinaria grandeza, debajo de cuya concavidad se
halló una bellísima imagen de Nuestra Señora, que recibió el Santo como un
precioso don con que Dios quería regalarle y enriquecerle. La colocó luego en
un altar, y los continuos favores que la Reina de los Ángeles dispensa a todos
los que con fe la invocan en aquella santa capilla acreditan bien que son muy
de su especial agrado los cultos que recibe en ella.
El año de 1238 se hizo dueño de Valencia el rey Don Jaime, y, después
que hizo consagrar la mezquita mayor en iglesia catedral por el arzobispo de
Narbona, concedió la segunda mezquita a la religión de la Merced.
Ya no tenía Nolasco cautivos que rescatar en todas las costas de España,
porque su caridad había redimido a cuantos se hallaron en poder de los
infieles; y para no descansar en el ejercicio de su voto y de su celo, pasó a
buscar en Berbería lo que no encontraba en España. Allí sí que pudo
satisfacerse su ardiente sed de padecer por Jesucristo, si ella no fuera
insaciable; porque, además de las fatigas que padeció, fue metido en una
mazmorra, cargado de cadenas, tratado con crueldad, y no pocas veces estuvo en
evidente peligro de perder la vida. Pero como vieron los bárbaros que no
deseaba otra cosa, y que, cuando no pudiese conseguir esta dicha, tenía por la
mayor el quedarse cautivo por los cautivos, le enviaron a España con gran
número de ellos.
Luego que volvió a Barcelona hizo cuanto pudo para renunciar el
generalato; pero lo más que logró fue que le nombrasen un vicario, en quien el
Santo cedió luego todo lo honorífico del empleo, reservándose para sí
únicamente el cuidado de distribuir las limosnas a los peregrinos y a los
pasajeros.
En vano le excitaba su humildad a vivir ignorado, cuando su reputación
le hacía famoso por todo el mundo. Habiendo venido a la provincia de Languedoc
San Luis, rey de Francia, quiso ver a un hombre tan santo, de quien la fama
publicaba tantas maravillas. Le llamó y tuvo en su corte algunos días,
comunicándole el pensamiento que tenía de ir a conquistar la Tierra Santa, y a
librar a tantos cristianos como gemían bajo el pesadísimo yugo de los
sarracenos. Se ofreció Nolasco a acompañarle en aquella sagrada empresa; pero
se lo impidió una larga enfermedad, que al cabo le redujo a la sepultura.
Padeció por espacio de dos años vivísimos dolores
en el cuerpo. Cuanto eran aquéllos más intensos, mayor alegría mostraba por
poderlos unir con los que padeció el Niño Dios en su nacimiento. Llegó el día
en que la Iglesia le celebra, y viendo Nolasco que con él se llegaba el que
Dios había destinado para premiar su ardiente caridad, después de recibidos con
nuevo fervor los Santos Sacramentos, y de haber protestado a sus hijos que era
cosa muy dulce vivir y morir en el servicio de Dios y en la protección de la
Santísima Virgen, en el momento de rezar el salmo Confitebor tibi Domine in toto corde meo, al llegar a las
palabras redemptionem misit Dominus populo
suo, le faltó aliento para seguir adelante, y rindió su alma al Creador,
rodeado de sus religiosos, a los sesenta y nueve años de edad y cuarenta de
haber fundado la Orden, en 1256. Fue canonizado este gran Santo por el papa
Urbano VIII, el año de 1628, y Alejandro VII fijó su fiesta en este día con
rito doble.
Misa
¡Oh Dios, que a ejemplo de tu caridad enseñaste a San Pedro Nolasco que
enriqueciese tu Iglesia con la fundación de una nueva orden religiosa para
redención de los cautivos cristianos! Concédenos por su intercesión que,
desprendidos de las cadenas de los pecados, gocemos de una libertad eterna en
la patria celestial. Que vives y reinas, etc.
La Epístola es del capitulo 4º, versículos 9 al 14 de la de San Pablo a
los Corintios.
Hermanos: Servimos de espectáculo al mundo, a los
ángeles y a los hombres. Nosotros somos unos necios por amor de Cristo; mas
vosotros, sois los prudentes
en Cristo; nosotros flacos, vosotros fuertes; vosotros sois honrados, nosotros
viles y despreciados. Hasta la hora presente andamos sufriendo el hambre, la
sed, la desnudez, los malos tratamientos, y no tenemos dónde fijar nuestro
domicilio. Y nos afanamos trabajando con nuestras propias manos; nos maldicen y
bendecimos; padecemos persecución, y las sufrimos con paciencia; nos ultrajan, y retornamos súplicas; somos, en fin,
tratados hasta el presente como la basura del mundo, como la escoria
de todos. No os escribo estas cosas porque quiera
sonrojaros, sino que os amonesto como a hijos míos muy queridos.
REFLEXIONES
La inocencia es manantial de consuelos y de felicidades. El pecador
nunca está contento ni tranquilo. La paz que hace gustar al alma tantas
dulzuras; la paz que sosiega y llena el corazón, siempre es fruto de la buena
conciencia. Los sobresaltos, las inquietudes y los temores son cosecha del
pecado y herencia del pecador.
Causa admiración que, creyéndose y experimentándose que no hay contento
dulce, que no hay alegría pura y sólida sino en la vida inocente, todavía se
insista y se haga empeño de buscarla en otra parte.
Los placeres del mundo son fugaces y amargos. Cristo comparó las
riquezas a las espinas. Los honores no tienen más ser que la sombra y el humo.
¿Qué ha quedado hoy de los dichosos según el siglo, de los que brillaron por el
resplandor de sus honores y riquezas más que por la luz de sus merecimientos?
Pasaron como relámpago, y ni aun memoria ha quedado de sus nombres; su
grandeza, su brillantez, su imaginada felicidad, todo se enterró con ellos en
la sepultura; y si murieron en pecado, ¡qué desdicha y qué lamentable
desgracia!
Bienaventurado el
que fue hallado sin mancha; bienaventurado el que no corrió tras el oro, que no
colocó su esperanza en sus tesoros; su gloria será eterna. Pero ¡qué gloria!
No hay hombre justo, no hay hombre santo, que no pueda ser desenfrenado, y tan
licencioso como el más libertino; es más piadoso y más circunspecto, porque es
más prudente. Pudo hacer mal, y
no lo hizo. ¿Y se arrepentirá jamás de no haberlo
hecho? ¿Qué se pierde en servir a Dios? O, por mejor decir, ¿qué no se gana en
servir a tan grande y tan poderoso Dueño? Teme a Dios y guarda sus
Mandamientos, que en esto consiste toda la dicha del hombre.
El Evangelio es de San Lucas, capitulo 12, versículos 32 al 84.
En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: No tenéis
vosotros que temer, pequeñito rebaño,
porque ha sido del agrado de vuestro Padre daros el Reino. Vended, lo que poseéis, y
dad limosna. Haceos una bolsas que no se echen a perder; un tesoro en el Cielo
que jamás se agota, adonde no llegan ladrones ni roe la polilla. Porque donde
está vuestro tesoro, allí también estará vuestro corazón.
MEDITACIÓN
De la humildad.
Punto primero. —Considera que no hay virtud mejor recompensada que la
humildad. A los humildes los salvará Dios, dice el Profeta. No tienes que
temer, pequeña grey: con vosotros hablo, los que parecéis tan pequeñuelos a
vuestros propios ojos y casi desaparecéis a los ajenos; porque vuestro Padre,
que es el Padre de las misericordias, ha querido escogeros con preferencia a
todos los demás, para que pobléis el Reino de los Cielos. Para vosotros es este
Reino, y ninguno entrará en él que no sea humilde; la soberbia precipitó de
aquella Corte celestial a los ángeles rebeldes, y la humildad la poblará de
espíritus humildes; éste es el título como primordial de su posesión. ¡Qué poco
conocida es en el mundo esta verdad!
No hay en él cosa más rara ni más escasa que esta virtud; pero tampoco
la hay más importante. Ninguna otra nos enseñó tanto Jesucristo con sus
discursos y con sus ejemplos: Aprended de Mí que soy humilde de corazón. No
quiso, por decirlo así, que tuviésemos otro maestro de la humildad más que a Él
mismo; ni tampoco podía haber quien nos la enseñase por modo más eficaz. La
humildad es la virtud de Jesucristo y la de todos sus hijos verdaderos. ¿Es
acaso también la nuestra? No se habla aquí de la humildad de entendimiento y
de razón, que consiste sólo en conocer cada uno la pobreza de sus talentos:
este conocimiento le tienen todos los hombres que estén en el uso de la razón,
y solamente los necios pueden dejar de tenerle: se habla de la humildad
cristiana, que es humildad de corazón. Ésta no sólo abre los ojos del
conocimiento propio, no sólo enseña el bajo concepto que cada cual debe tener
de sí mismo, sino que se alegra de que los demás formen también el mismo bajo
concepto de nosotros. Bien puede uno estar humillado sin ser humilde; para ser
humilde es menester complacerse en la humillación, y éste es el fundamento del
edificio cristiano. ¿Lo es también del nuestro? ¿Poseemos esta virtud que tiene
al Cielo por herencia? ¿Entramos en el número de aquella pequeña grey que no
tiene por qué temer? Somos, a la verdad, pequeñuelos; pero ¿somos humildes a
los ojos de Dios?
Con todo el corazón deseo ser humilde ¡oh Divino Maestro mío!, y es
justo que siga a lo menos vuestro ejemplo. Un Dios humilde es verdaderamente
gran remedio para curar mi soberbia.
Punto segundo. —Considera que no hay virtud más a mano para todo género
de personas que la humildad; ninguno hay que no se encuentre a sí mismo bien
pequeño si se mira con ojos sanos. Los empleos, los títulos, el nacimiento, las
dignidades tienen en sí algún valor, pero no lo comunican. El verdadero mérito
siempre ha de ser personal. El hombre más perfecto es el que tiene menos
faltas; el más grande es el más humilde, porque la soberbia y el orgullo
siempre acreditan poca razón y poco espíritu. Basta haber pecado o poder pecar,
para que vivamos siempre humildes. La virtud, la inocencia, el mérito y la
misma santidad ofrecen grandes materiales al ejercicio de esta virtud. Sean
nuestros dictámenes y nuestras máximas en este punto la regla por donde debemos
juzgar de nuestro verdadero mérito.
Nadie hay que no pueda o no deba humillarse. El grande, conociendo su
nada; el pequeño, amando su oscuridad y abatimiento. ¡Oh gran Dios, qué amable
sois! Si hubierais hecho dependiente de otra virtud nuestra salvación, muchos
quizá se juzgarían excluidos de vuestro Reino; pero ninguno puede excusarse de
ser humilde. Considera qué cosa tan fácil es ser uno santo, cuando el ser
humilde le es tan natural. Y pregunto: ¿No es muy familiar una virtud que
tenemos tan a mano? ¿De dónde nace la delicadeza y la sensibilidad tan
inquieta, la falta de dulzura tan ordinaria y la inmortificación tan viva? ¿De
qué otro principio provienen casi todas nuestras faltas?
Busca un solo santo que no haya sido humilde. San Pedro Nolasco, siendo
de familia nobilísima, se tiene por tan poca cosa, que se obliga con voto
solemne a quedarse él mismo por cautivo siempre que fuere necesario para librar
a otros del cautiverio. Fue sin duda magnánima esta caridad, pero su cimiento
fue el de una humildad profundísima. Observando con reflexión nuestros
sentimientos, ¿quién no dirá que hemos encontrado o descubierto alguna otra
senda para ir al Cielo? ¡Qué mayor prueba de que es bien corto el número de los
escogidos que el ser tan limitado el número de los humildes!
Deseo, Dios mío, ser de este pequeño número, y por eso os pido con las
mayores veras me concedáis esta amable virtud. Humilladme, Señor, cuanto fuese
vuestro agrado, pero otorgadme la gracia de que sea verdaderamente humilde.
JACULATORIAS
Sí, Señor, cada día quiero ser más humilde a mis
propios ojos; y por eso quiero ser cada día más humillado y más abatido a los
ojos del mundo —Libro II de los
Reyes, VI, 22.
Muy provechoso me ha sido, Señor, el que me hayáis
humillado; que de esta manera me habéis hecho dócil a vuestros preceptos, y
sometido a vuestros mandamientos —Salmo CXVIII.
PROPÓSITOS
1. En los demás se estima y alaba grandemente la virtud de la humildad;
pero son pocos los que trabajan eficazmente para poseerla ellos mismos. Si se
pudiera ser humilde sin ser humillado; si para serlo bastara conocer que hay
sobra de pecados, falta de virtudes, escasez de méritos, pobreza de talentos,
no sería tan rara en el mundo esta virtud. Un poco de entendimiento basta para
que cada cual se haga justicia a sí mismo; pero nuestras sentencias en este
particular jamás salen del secreto tribunal del entendimiento, y nunca se
notifican, ni las consiente el corazón. Sin embargo, es cierto que solamente la
humildad de corazón es virtud cristiana. Para lograrla es menester, a pesar de
la repugnancia natural, llevar a bien y aún desear ser humillado. Examina
cuidadosamente los artificios y las ingeniosas salidas del amor propio, para
evitar una humillación. ¡Qué sensibilidad cuando se nos hace el más vivo
menosprecio!
¡Qué empeño en justificar hasta nuestras mismas faltas! ¡Con qué
frialdad miramos a los que nos son preferidos! ¡Qué indigestión, qué desafecto
hacia aquellos que, a nuestro modo de entender, no nos estiman tanto! Toma
eficaz resolución de reprimir todos esos dictámenes, todos esos ímpetus del
orgullo, y por lo menos de no quejarte, de callar cuando se te ofrezcan ciertas
pequeñas humillaciones, y de rogar a Dios por todos aquellos de quienes se vale
su amorosa providencia para humillarte.
2. Haz hoy una visita a los pobres encarcelados;
manifiesta con ellos tu liberalidad, usa de misericordia, haciéndoles una buena
limosna; y a lo menos ofréceles tus servicios y tu crédito con el juez, tu
protección y tus buenos consejos. Considera que no son como aquellos vagabundos
cuya presencia importuna viene a inquietar tu devoción hasta en el mismo templo
de Dios; son unos infelices, cuya desgracia los imposibilita de ir a buscarte a
tu casa. Tienen cuanto han menester para excitar tu compasión, menos el poder
hacerse presentes a tu vista. No son como aquellos holgazanes que hacen
tráfico de su miseria y negocio de su necesidad; imposibilitados están de ganar
su vida, ni un pedazo de pan para sus hijos, que no pocas veces hallan su
temprana muerte en la prisión de sus padres. Acordaos sobre todo de los pobres encarcelados, escribía San Pablo.
Ciertamente, si tuviéramos fe, no hubiera entre los cristianos gente más feliz
que los pobres. Todos nos empeñaríamos a competencia en socorrerlos en sus
necesidades, en aliviarlos en sus miserias; sabiendo que cuanto hacemos con
ellos lo hacemos a la persona del mismo Jesucristo. Imponte como ley visitar
dos veces por lo menos a los pobres de la cárcel, sin tener asco de sus
miserias ni horror de sus calabozos, acordándote de este oráculo de Jesucristo:
Yo estaba en la cárcel, y me vinisteis a visitar; porque de verdad os digo que a
Mí mismo me visitasteis en aquellos lugares de llanto y de miseria, todas las
veces que por mi amor visitasteis a los encarcelados.
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