San Policarpo, discípulo de San Juan Evangelista, nació hacia el año 70,
en tiempo del emperador Vespasiano, y fue convertido a la religión cristiana en
su niñez, cuando imperaba Tito. Se hizo no sólo querer, sino estimar de los
apóstoles, por la inocencia de sus costumbres, por su piedad y por el ardiente
celo que mosteaba por la religión. Tuvo la fortuna de conocer y conversar con
muchos que habían tratado al Salvador cuando vivía en el mundo: fueron sus
maestros los Apóstoles, y San Juan Evangelista tomó especialmente a su cargo el
cuidado de enseñarle.
«Policarpo (dice San Ireneo en el libro de
las Herejías), no sólo fue
enseñado por los Apóstoles, sino que éstos mismos le eligieron por obispo de
Esmirna en Asia. Yo le conocí en mis juveniles años, porque murió muy viejo y
tenía ya muchos cuando salió de esta vida por medio de un gloriosísimo y muy
ilustre martirio. Enseñó siempre la misma doctrina que había aprendido de los
Apóstoles: la que enseña la Iglesia y la que es únicamente doctrina verdadera.
Todas las iglesias del Asia, y cuantos hasta ahora han sido sucesores de
Policarpo en la silla episcopal, dan testimonio de que fue inviolable
predicador de la verdad, más digno de fe que Valentino, Marción y los demás
descaminados que se han dejado llevar de la mentira y del error. En tiempo de
Aniceto vino a Roma, convirtió a la fe y reconcilió con la Iglesia de Dios a
muchos secuaces de los herejes, publicando que la doctrina que él había aprendido
de los Apóstoles, era únicamente la que la Iglesia enseñaba». Esto dice San
Ireneo.
Como era San Juan Evangelista quien tenía a su
cargo todas las iglesias del Asia, él fue quien le encomendó la iglesia de
Esmirna, consagrándole obispo de ella, bajo el imperio de Trajano, poco tiempo
antes que saliese a su destierro de la isla de Patmos, siendo el único de los
siete obispos que fue declarado por irreprensible, de boca del mismo Cristo,
por estas palabras: Yo sé que padeces y
que eres muy pobre; con todo eso, eres muy rico, porque eres objeto de la
murmuración de los que se llaman judíos y no lo son, porque componen la
sinagoga de Satanás. No temas por lo que te resta de padecer; ves aquí que el
demonio va a meter en la cárcel a muchos de vosotros, para que todos seáis
probados, y vuestra tribulación será de diez días. Sé fiel hasta la muerte, que
Yo te daré la corona debida.
En efecto, tuvo Policarpo gran necesidad de mucho valor y mucha
paciencia para sufrir las persecuciones que se levantaron contra él, no sólo de
parte de los paganos, sino también de los herejes y de los falsos hermanos, que
por largo tiempo ejercitaron su virtud y sufrimiento.
Habiendo muerto su amado maestro San Juan, quedó Policarpo privado de
gran socorro y de dulcísimo consuelo, pero conservó siempre sus máximas y su
espíritu, tanto, que parecía hablaba Juan por boca de Policarpo.
Fue condenado a muerte su gran amigo San Ignacio, obispo de Antioquia,
por el emperador Trajano, que se hallaba a la sazón en Siria, y se dio orden de
que fuese conducido a Roma, donde había de ser echado a las fieras por la fe de
Jesucristo. Tuvo gran consuelo San Ignacio de pasar por Esmirna, y dar un
abrazo antes de morir á su amigo Policarpo. Se llenó de gozo cuando vio la
Iglesia de Esmirna tan fervorosa, y dio mil gracias a Dios por haberle
concedido un obispo tan santo. Ambos habían sido discípulos del Evangelista San
Juan, y desde entonces habían contraído estrechísima amistad. Antes de llegar a
Roma, San Ignacio escribió varias cartas laudatorias a San Policarpo, a quien
no sólo tenía por amigo, sino que, en cierta manera, le trataba como a hijo,
por ser mucho más anciano que él. En una de las cartas le da consejos
semejantes a los que San Pablo daba a su discípulo Timoteo. «Cumple (le dice)
con las obligaciones de tu cargo, dedicando a éste todo tu cuerpo y tu
espíritu. Sufre a los demás como el Señor te sufre a ti. Si todos te diesen que
padecer, padece de todos con caridad, como lo haces. Pide a Dios la sabiduría
aún en mayor abundancia que la tienes. Vela, puesto que posees un espíritu que
no duerme. Habla a cada uno en particular, según lo que el Señor te diere a
entender. Lleva con paciencia las flaquezas de los demás, como perfecto atleta.
Cuando el trabajo es mayor, también es mayor el provecho. El que ames a los
buenos, no es gracia. Aplícate a ganar a los más perversos por la dulzura. No
todas las llagas se curan con un mismo remedio. Las inflamaciones se supuran
bañándolas y rociándolas. No te dejes aturdir de los que parecen dignos de fe y
enseñan errores. Mantente firme, como se mantiene el yunque, por más que lo
golpeen. Es propio de un grande atleta ser despedazado y vencer».
Hallándose San Ignacio en Filipos de Macedonia, escribió otra carta a
San Policarpo, en la cual le habla con licencia de anciano, con autoridad de
obispo, con cordialidad de amigo, y con el fervor de mártir que estaba ya casi
tocando con la mano la corona en el fin de su gloriosa carrera.
San Ireneo, su amigo y su discípulo ilustre, dice que fue testigo ocular
de la santidad de toda su vida, de la gravedad de todas sus operaciones, de la
majestad de su semblante y de su porte; de su inmensa caridad y de la
maravillosa estimación que se ganó en el concepto de todos.
Habiendo sido discípulo de San Juan Evangelista, no es de extrañar se le
hubiese comunicado un ardentísimo amor a Jesucristo, y una devoción muy tierna
a la Santísima Virgen María. Se ha observado que todas las iglesias que
lograron la dicha de tener por obispos a los Apóstoles o a sus discípulos, han
conservado siempre devoción muy particular a la Madre de Dios y Reina de los Ángeles.
Hallándose ya San Policarpo en los ochenta años de
su edad, pasó a Roma para consultar con el papa Aniceto algunos puntos sobre la
disciplina eclesiástica, especialmente el que entonces era muy controvertido,
acerca del día en que los cristianos habían de celebrar la Pascua. Fue
utilísima su estancia en aquella ciudad para algunos fieles que estaban algo
tocados del veneno de las nuevas herejías. Quedó confundido el error con la
presencia y doctrina de un discípulo tan ilustre de San Juan Evangelista.
Encontrando un día en la calle al heresiarca Marción, preguntó éste al Santo si
le conocía, y Policarpo le respondió: Sí, te conozco; ya sé que eres el primogénito de Satanás.
Vuelto al Asia nuestro obispo, no gozó por mucho tiempo de la paz en que había
dejado a su iglesia al tiempo de partir a Roma. El emperador Marco Aurelio, que
había sucedido a Antonino, hizo punto de honra y de religión el exterminar a
los cristianos del mundo. Esto dio lugar a la sexta persecución, que fue una de
las más crueles; y la de la iglesia de Esmirna fue uno de los primeros teatros
de ella. El procónsul Quadrato dio principio a la persecución, mandando echar a
las fieras doce cristianos traídos de Filadelfia. Era como capitán de esta
tropa San Germánico, cuya constancia irritó tanto a los gentiles contra los
cristianos, que el pueblo comenzó a clamar por su muerte, pidiendo ante todas
la de Policarpo, cuya presencia hacía invencibles a los fieles, inspirándoles
el menosprecio de la muerte y de todos los tormentos.
Quiso el Santo mantenerse en la ciudad, sin hacer caso de estos
clamores, y continuar en sus visitas pastorales; pero se vio precisado a ceder
a las ardientes instancias de los cristianos, que le obligaron a retirarse y
esconderse en una casa de campo, donde no estuvo muchos días, y los pocos que
estuvo los pasó en continua oración día y noche.
Tres días antes que le prendiesen, tuvo una visión en sueños,
pareciéndole que ardía la almohada sobre que reclinaba su cabeza. Luego que
despertó, juntó a los fieles y les dijo: «Tened por cierto que dentro de pocos
días he de ser quemado vivo; demos por siempre gracias a nuestro dulcísimo
Jesús, que me quiere hacer merecedor de la corona del martirio». Al día
siguiente se halló la casa cercada de soldados. Se hallaba el Santo en oración,
en el desván de la casa, y, oyendo el ruido, se ofreció por víctima al Señor,
suplicándole se dignase aceptar el sacrificio de su vida; y lleno de
extraordinaria alegría, bajó donde estaban los soldados; saludó cortésmente al
oficial que los mandaba; le declaró quién era; le rogó que entrase con su gente
a descansar un poco; mandó que le dispusiesen de comer, y él se retiró a
continuar su oración.
Quedaron atónitos el oficial y los soldados al ver tanta serenidad,
tanta dulzura y mansedumbre; llenándoles también de veneración y de respeto la
majestuosa presencia de aquel venerable anciano; pero, al fin, eran mandados y
no podían dejar de cumplir su comisión, aunque ya con general dolor de todos.
Al amanecer hicieron montar al Santo en un humilde jumento para ir a Esmirna.
Poco antes de entrar en la ciudad encontró al corregidor y a su padre Nicetas,
que iban de paseo; le obligaron a que se metiese en su coche, y comenzaron a
persuadirle a que se rindiese al emperador y sacrificase a los dioses.
Indignado el santo obispo de que tuviesen valor para hablarle así, les
respondió con tanta resolución y tanto brío, que le arrojaron violentamente del
coche, quedando no poco maltratado el golpe que recibió en la caída.
Al entrar en el anfiteatro oyó una voz del Cielo
que le decía: Buen ánimo,
Policarpo, y está firme. Fue luego presentado ante el tribunal
del procónsul, que le exhortó mucho a que obedeciese y considerase que ni sus años
ni su gran debilidad podrían tolerar el rigor de los tormentos, a que
irremisiblemente le condenaría si al instante no maldecía a Jesucristo,
Entonces el santo viejo, como recogiendo todos los espíritus de su celo, y
cobrando vigor y tono de voz muy superiores a su avanzada edad, le respondió de
esta manera: Ochenta y seis años
hace que sirvo a mi Señor Jesucristo; nunca me ha hecho ningún mal, y siempre
me ha hecho mucho bien, recibiendo cada día de su mano nuevos favores. Pues
¿cómo quieres que maldiga al que me dio la vida, que es mi Creador, mi Salvador
y mi Padre, arbitro de mi suerte eterna, que ha de juzgar a todos los hombres,
y, finalmente, mi Dios, a quien debo todo mi amor, todo mi reconocimiento y
todo mi respeto? ¿Qué son las llamas con que me amenazas? Ellas queman durante
una hora, pero el fuego que la Justicia divina reserva a los impíos es
inextinguible. ¿Qué te detiene? No tardes: ordena contra mí el suplicio que más
te plazca.
Irritado el procónsul con esta respuesta, que no esperaba, le amenazó
que le echaría a las fieras. Confiado en
mi Señor Jesucristo, respondió el Santo, no temo ni a las fieras, ni al fuego, ni al acero. Cuando oyó el
pueblo estas palabras, comenzó a gritar enfurecido: Pues dice que no teme al
fuego, que sea quemado vivo. En seguida encendieron tumultuariamente una
hoguera, arrojaron en ella a Policarpo, que con semblante alegre, y los ojos
puestos en el Cielo se estaba ofreciendo a Dios en holocausto; pero,
respetándole las llamas, le rodearon blandamente, y elevándose sobre la cabeza
a modo de pabellón, le cubrían sin hacerle daño. Irritados los paganos con este
prodigio, le atravesaron una espada por el cuerpo; y la sangre que derramaba el
santo mártir apagó el fuego. De esta manera acabó su gloriosa carrera
Policarpo; y desde entonces celebra toda la Iglesia su ilustre martirio. La
Francia le venera y le ha venerado siempre por uno de sus apóstoles, por haber
sido maestro de San Ireneo, obispo de León, de San Benigno, obispo de Langres,
de San Andoco, San Tirso y San Andeolo, que pasaron a evangelizar a las Galias.
Sucedió su glorioso martirio cerca del año 160 de Nuestro Señor Jesucristo. Los
restos del glorioso mártir fueron recogidos por los cristianos, y parte de
ellos fueron llevados a Francia por San Ireneo y otros discípulos de San
Policarpo.
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