Parmigianino:
Conversión de San Pablo, 1527
Son tan grandes los beneficios que ha recibido la Iglesia de la poderosa
mano de Dios por el ministerio del apóstol San Pablo, que, en señal de su
agradecimiento, quiso celebrar con particular culto la memoria de su
conversión, por ser la época famosa de todas sus maravillas, y porque, con
razón, puede considerarse como el milagro de los milagros. Se estableció, pues,
esta fiesta para dar gracias a Dios por la conversión de este apóstol, por su
divina vocación y por su especial misión a la conversión de la gentilidad.
Estos tres señalados favores que hizo Jesucristo a San Pablo en el instante de
su conversión, forman como el objeto principal de esta festividad. Y a la
verdad, si en el pueblo judaico se celebraba solemnemente el aniversario de las
victorias señaladas, que habían sido especialmente beneficiosas al Estado, ¿qué
victoria hubo jamás que fuese tan beneficiosa a la Iglesia, de la cual hubiese
sacado tanto fruto ni que la hubiese sometido tantos pueblos, como la que
Cristo consiguió del perseguidor más furioso de los fieles, por cuyo medio, del
mayor enemigo suyo hizo el mayor defensor de su Ley, un vaso de elección, el
doctor de las gentes y, en fin, uno de sus mayores apóstoles?
Saulo, que después tomó el nombre de Pablo, era de nación judío, de la tribu
de Benjamín, y había nacido en Tarso, ciudad de Cilicia, en el Asia Menor.
Profesaba su padre la secta de los fariseos, esto es, de los judíos que hacían
profesión de ser los más exactos observadores de la Ley y de seguir la moral
más rígida y más severa. Por su nacimiento era ciudadano romano, por ser éste
uno de los privilegios de la ciudad de Tarso, que era Municipio de Roma (título
más noble que el de Colonia), en atención a que en las guerras civiles se había
siempre declarado en favor de Julio César, y después de Augusto, hasta tomar el
nombre de Juliópolis. Pasó los primeros años de su juventud en Tarso, donde
estudió las ciencias griegas, que se enseñaban en aquella ciudad, de la misma
manera que en Alejandría y en Atenas. Como tenía Saulo ingenio conocido y era
de suyo inclinado al estudio, le enviaron sus padres a Jerusalén para
instruirse en la Sagrada Escritura del Antiguo Testamento, bajo la dirección
del célebre doctor judío Gamaliel, convertido más tarde a la fe cristiana, y
tuvo, entre otros, por condiscípulos a Bernabé, su futuro compañero en el
apostolado, y a Esteban, protomártir.
Era Saulo de carácter impetuoso y rígido observador de la Ley mosaica,
sobre todo en lo exterior, y por esto él mismo dijo ser fariseo e hijo de
fariseo. Aprendió bien, con su claro talento y genio vehemente, todo lo que
pertenecía a la religión y a las costumbres y ceremonias de los judíos. Su
edad, con corta diferencia, era la de Nuestro Señor Jesucristo, a quien parece
que no conoció en su vida mortal. Tampoco hay indicio de que estuviera en
Jerusalén en el tiempo de la Pasión y Muerte del Salvador del mundo.
Lo que sí puede asegurarse, es que el celo ardiente que tenía por las
ceremonias de sus padres y su temperamento bilioso, le hizo el enemigo más
implacable de la Iglesia naciente desde el momento en que tuvo noticia de su
existencia. La secta farisaica opuso, desde luego, su predicación a la de los
apóstoles y discípulos de Jesucristo; y Saulo, esperanza de la Sinagoga,
concibió un odio y una envidia profundos contra su condiscípulo San Esteban. Se
tiene por cierto que fue uno de los judíos de Cilicia que se levantaron contra
el protomártir y que disputaron con él. Y es indudable que fue de los que con
más ardor clamaron por su muerte, y que quiso tener el gusto de guardar las
capas de los que lo hacían apedrear, como dice la Sagrada Escritura.
No puede dudarse de que la plegaria que San Esteban elevó a Dios cuando,
al expirar, pidió que no se imputase a sus verdugos la muerte suya, fue
escuchada por el Señor, haciendo que la sangre de este Santo cayese sobre la
cabeza de Saulo, no para su condenación, sino a modo de lluvia superabundante
de gracia, que hizo, poco después, de tan furioso perseguidor de la Iglesia un
vaso de elección.
Pero la sangre de este primer mártir irritó más la cólera y encendió más
la rabia de los judíos. Excitaron una horrible persecución contra la Iglesia de
Jerusalén; pero ninguno se mostró más ardiente que Saulo en el ansia de
destruirla. Le animaba contra los cristianos un celo que parecía furor.
Viéndose aplaudido y autorizado por los de su nación, no guardaba términos ni
medidas. Se entraba por las casas, sacaba de ellas a todos los que sospechaba
ser discípulos de Cristo, los metía en las cárceles, y los hacía cargar de
prisiones y cadenas.
Crecía su rabia contra los fieles, según que experimentaba el buen éxito
de su persecución. Obtuvo sin dificultad amplia comisión del pontífice Caifás
para hacer minuciosa pesquisa de todos los cristianos, con facultad de
castigarlos. Se iba a todas las sinagogas, hacía apalear y azotar cruelmente a
cuantos creían en Jesucristo, y ponía en ejecución cuantos medios alcanzaba:
promesas, amenazas, tormentos, para hacerlos blasfemar de su Santo Nombre.
Habiéndose extendido la fama de esta terrible persecución, era mirado
Saulo como furioso perseguidor de los cristianos, como enemigo jurado de
Jesucristo, y como el azote de sus fieles siervos, de manera que sólo el nombre
de Saulo aterraba a los que creían en Él. Parecían cortos los límites de Judea,
de Galilea y de toda la Palestina para contener el celo, o, por mejor decir, la
furia de este rabioso perseguidor. Lleno siempre de amenazas, alentaba sangre y
respiraba muerte al oír sólo el nombre de cristiano.
Teniendo noticia de que cada día se aumentaba el número de los
discípulos de Jesucristo en Damasco, ciudad célebre a la otra parte del monte
Líbano, pidió al príncipe de los sacerdotes cartas para aquellas sinagogas con
facultad de prender a cuantos cristianos hallase y de llevarlos a Jerusalén,
donde podrían ser castigados con mayor libertad, resuelto a exterminar él solo
aquella naciente iglesia.
Se hallaba ya a dos o tres leguas de la ciudad,
cuando a la hora del mediodía vio bajar del Cielo una gran luz más
resplandeciente que el mismo Sol, la cual le rodeó a él y a todos los que le
acompañaban. Al punto cayeron todos en tierra atónitos y deslumbrados, y Saulo
oyó una voz que le dijo en hebreo: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? En vano tiras coces contra el
aguijón. Entonces preguntó Saulo: Señor, ¿quién sois Vos? Y le respondió el
Salvador: Yo soy Jesús, a quien tú
persigues. Fuera de sí Saulo, al oír esta respuesta, replicó
temblando y despavorido: Señor ¿qué queréis
que haga? Le mandó el Salvador que se levantase; y aunque le
envió a otro para que supiese de él lo que era voluntad suya que hiciese, no
por eso dejó de darle allí mismo una idea general de lo que había de padecer. Levántate, le dijo, y estate en pie, porque
Yo me he dejado ver de ti para hacerte ministro y testigo de las cosas que has
visto, y de otras que te manifestaré. Te saqué de las manos de este pueblo y de
las naciones a las cuales te envío ahora, para que, abriéndoles los ojos, pasen
de las tinieblas a la luz y del imperio de Satanás al de Dios, y para que
reciban la remisión de sus pecados y la herencia de los santos por medio de la
fe, que hace creer en Mí.
Mientras pasaba todo esto, los que iban en compañía de Saulo, levantados
ya de la tierra, estaban de pie, atónitos y suspensos. Oían una voz, pero no
veían al que hablaba. Habiéndose también levantado Saulo, aunque tenía los ojos
abiertos, nada veía. Fue menester cogerle de la mano para conducirle a Damasco.
Le metieron en casa de cierto vecino, que se llamaba Judas, donde estuvo tres
días ciego, sin comer ni beber, para prepararse a recibir las inspiraciones
divinas.
Vivía a la sazón en Damasco un discípulo de
Jesucristo, llamado Ananías, hombre de gran piedad y venerado por su virtud
hasta de los mismos judíos. Se le apareció el Señor en una visión y le mandó
que fuese a la calle Recta y que buscase en ella a cierto hombre llamado Saulo,
natural de Tarso, a quien hallaría en oración. Al oír Ananías el eco del nombre
de Saulo, replicó lleno de admiración: ¡Cómo, Señor, si he oído decir a muchas personas que ese hombre ha hecho
grandes males a vuestros santos en Jerusalén! Aun ahora trae amplísimo poder de
los príncipes de los sacerdotes para meter en la cárcel a los que invocan
vuestro Santo Nombre. —No importa, le respondió el Señor, ve adonde te mando; ese hombre ya es un vaso de elección, escogido por
Mí para que predique mi Nombre delante de las naciones, delante de los reyes de
la Tierra y delante de los judíos de Israel. Así, ya le tengo indicado y
prevenido lo mucho que ha de padecer por mi amor.
Al mismo tiempo que el Salvador estaba declarando esto a Ananías, estaba
Saulo viendo en espíritu que un hombre llamado Ananías entraba en su cuarto, y
ponía las manos sobre él para que recobrase la vista.
Obedeció Ananías a Dios sin dilación, lleno de fe y
de confianza: fue a buscar a Saulo a la calle Recta y, poniendo las manos sobre
él, le dijo: Saulo hermano, el
Señor Jesús, que se te apareció en el camino por donde venías, me ha enviado
aquí para que te restituya la vista y para que seas lleno del Espíritu
Santo. Al mismo tiempo se le cayeron de los ojos como unas
escamas, y comenzó a ver con toda claridad. Se levantó lleno de alegría, de
admiración y de los más vivos sentimientos de gratitud y de amor; y, habiéndole
declarado Ananías lo que el Señor le había dado a entender tocante a su
vocación, le bautizó y el Espíritu Santo le llenó de sus celestiales dones.
Entonces tomó el nombre de Pablo, convirtiéndose de
perseguidor del Nombre de Cristo en Apóstol de los gentiles y de las naciones
todas. Después de haber dado gracias a Dios, tomó Pablo alimento, recobró las
fuerzas materiales y permaneció algunos días con los fieles que estaban en
Damasco. Créese que tendría entonces cerca de treinta y seis años de edad.
Antes de salir de Damasco se presentó en las sinagogas proclamando que
Jesucristo es el Hijo de Dios y el Redentor del mundo. Es fácil concebir cuan atónitos
exclamarían los judíos que le escuchaban, habiéndole visto pocos días antes
perseguir tan furiosamente a los que invocaban al Nazareno, y sabiendo que
había venido a Damasco exclusivamente para prender a cristianos y conducirlos
cargados de cadenas a presencia de los príncipes de los sacerdotes en
Jerusalén.
¿Qué mayor maravilla que ésta, dice San Juan Crisóstomo? El lobo es
hecho pastor; el que bebió la sangre de las ovejas no cesó ya de derramar su
sangre por la salud de las ovejas. Mayor milagro fue convertir a Saulo en Pablo
que resucitar muertos. En esto último, la naturaleza sigue sin contradicción al
que es su Señor; pero, en la conversión de Saulo, estaba en la potestad del
libre albedrío de éste el dejarse o no persuadir. Mayor maravilla, pues, es
convertir la voluntad que corregir la naturaleza, mucho más obrándose la
conversión después de haber sido Jesucristo crucificado como un infame
malhechor y humildemente sepultado.
En efecto, en el alma de Saulo había grandes
obstáculos para su conversión, y, al ser vencidos, pusieron de manifiesto la
eficacia y el poderío de la gracia y la infinita misericordia de Dios para el
pecador. Estos obstáculos, según los sagrados expositores, eran cuatro pecados
gravísimos, que hacían a Saulo esclavo del demonio: 1.°, la envidia que sintió
contra San Esteban, su condiscípulo, nacida en las disertaciones de las aulas y
convertida en odio profundo cuando fue vencido por el protomártir, lo cual le
llevó a coadyuvar a su martirio; 2.°, el orgullo y el gran concepto que de sí
mismo tenía, que por sí solo era el mayor obstáculo para que penetrase en su
corazón la divina gracia, la cual sólo se da a los humildes; 3.°, el ser
blasfemo, perseguidor e injuriador del Nombre de Jesucristo y de los que le
invocaban, y haber inducido a otros a blasfemar; y 4.°, el ser colérico y
dominado por la ira, pues sabido es cuán difícil es que penetre la gracia de
Dios en el pecho de un hombre iracundo. Y, no obstante, todos estos obstáculos
fueron vencidos en un solo instante, cuando menos se esperaba, y sin anterior
preparación de su espíritu. Las palabras: ¿Qué queréis que yo haga?, revelan, no el
principio de su conversión, sino la conversión completa y perfectísima. ¿Qué
protestas de arrepentimiento ni qué propósito de enmienda pueden igualar a la
elocuencia de esta sola frase?
Al oír la voz de Dios, su soberbia se cambió en
humildad; su cólera en docilidad cuando, al quedar ciego, se dejó conducir a Damasco;
de blasfemo se hizo fervoroso adorador de Dios, y la envidia y el odio, que
antes sentía contra San Esteban, se transformaron en caridad ardentísima, que
le llevó a hacerse todo de todos para
hacer a todos de Jesucristo. El alma se abisma en la consideración
de tan gran milagro, y el pecho del pecador, por enormes que sean sus culpas,
debe abrirse a la esperanza al contemplar los prodigios que la divina
misericordia obró en Saulo.
Después de que hizo la primera manifestación pública de fe cristiana en
Damasco, se retiró a los desiertos de la Arabia, donde estuvo tres años
preparándose para las batallas que había de reñir por el Señor. Allí fue
instruido por el mismo Jesucristo en la doctrina del Evangelio y del Nuevo
Testamento y sus relaciones con el Antiguo; pudiendo decirse con verdad que
durante aquel tiempo fue su vida un éxtasis y arrobamiento continuos. Pasado
aquel santo noviciado, volvió a Damasco para comenzar a predicar el Evangelio a
gentiles y a judíos. De todo lo cual, hasta el término de su gloriosa carrera,
se hablará el 30 de junio.
Aún existen en las cercanías de Damasco algunas piadosas señales que
marcan el sitio donde cayó San Pablo herido por el resplandor de la luz
celeste, que le detuvo en el camino; y se hallan a un cuarto de legua de la
puerta llamada Mediodía, sirviendo hoy de cementerio a los cristianos.
Antiguamente se levantó allí un templo, del que sólo quedan trozos de columnas.
Damasco, ciudad ya noble en tiempo de David, es hoy
capital del valiato o provincia de Siria, en la Turquía asiática, y pertenecía
al imperio otomano, siendo la ciudad más importante después de Constantinopla.
Contiene ciento cincuenta mil almas, de las que noventa mil son musulmanes, y
los restantes cristianos, griegos, maronitas y drusos principalmente; así que
la población es muy turbulenta. Célebre fue la horrible matanza de cristianos
en 1860, que motivó la intervención de Francia. Con todo, los cristianos
residentes en Damasco organizan todos los años, el 25 de enero, una devota
procesión, que visita el sitio donde se realizó la conversión de San Pablo y la
calle donde vivió, en el barrio de los judíos, que conserva el nombre de Recta o derecha, con que es mencionada en
el Nuevo Testamento.
Muchos siglos hace que se fijó la fiesta de la Conversión de San Pablo
el 25 de enero, en el cual se hacía antes sólo conmemoración del Apóstol con
motivo de la traslación de sus reliquias a Roma. En los calendarios y misales
del siglo VIII se hace memoria de esta fiesta; y desde el pontificado de
Inocencio III, a principios del siglo XIII, se celebra con general solemnidad.
En muchos obispados de Francia, de los Países Bajos y de Inglaterra se celebra
como fiesta de precepto. En los misales y breviarios romanos se señala con rito
doble mayor.
La Misa es en honor de la Conversión de San Pablo, y la oración la que
sigue:
¡Oh Dios, que enseñaste a todo el mundo, por medio de la predicación del
Apóstol San Pablo! Concédenos la gracia de que, así como hoy honramos su
Conversión, así también caminemos a Ti, siguiendo su ejemplo. Por Nuestro Señor
Jesucristo, etc.
La Epístola es del capítulo 6, versículos 1.° al 22, de los Hechos de
los Apóstoles.
En aquellos días: Saulo, que todavía no respiraba
sino amenazas y muerte contra los discípulos del Señor, se presentó al príncipe
de los sacerdotes y le pidió cartas para Damasco dirigidas a las sinagogas,
para traer presos a Jerusalén a cuantos hombres y mujeres hallase de esa
profesión. Caminando, pues, a
Damasco, ya se acercaba a esta ciudad, cuando de repente le cercó de resplandor
una luz del Cielo. Y, cayendo en tierra, oyó una voz que le decía: Saulo, Saulo, ¿por qué me
persigues? Y él respondió: ¿Quién eres tú, Señor? Y el Señor le dijo: Yo soy
Jesús, a quien tú persigues; dura cosa es para ti dar coces contra el aguijón.
Él entonces, temblando y despavorido, dijo: Señor, ¿qué quieres que haga? Y el
Señor le respondió: Levántate y entra en la ciudad, donde se te dirá lo que
debes hacer. Los que venían acompañándole estaban asombrados, oyendo, sí, pero sin ver a nadie. Se levantó Saulo de la
tierra, y, aunque tenía abiertos los ojos, nada veía. Por lo cual, llevándole
de la mano, le metieron en Damasco. Así permaneció tres días privado de la
vista, y sin comer ni beber. Estaba a la sazón en Damasco un discípulo llamado
Ananías, al cual dijo el Señor en una visión: ¿Ananías? Y él respondió: Aquí me
tenéis, Señor. Levántate, le dijo el Señor, y ve a la calle llamada Recta, y busca
en casa de Judas a un hombre de Tarso, llamado Saulo, que ahora está en
oración. (Y veía a un hombre, llamado Ananías, que entraba y le imponía las manos para que
recobrase la vista). Respondió empero Ananías: Señor, he oído decir a muchos
que este hombre ha hecho grandes daños a tus santos en Jerusalén, y aun aquí
está con poderes de los príncipes de los sacerdotes para prender a todos los
que invocan tu Nombre. Ve a encontrarle, le dijo el Señor, que ese mismo es ya
un instrumento elegido por Mí para llevar mi Nombre delante de todas las
naciones y de los reyes y de los hijos de Israel. Y yo le haré ver cuántos
trabajos tendrá que padecer por mi Nombre. Marchó, pues, Ananías, y entró en la
casa, e imponiéndole las manos le dijo: Saulo, hermano, el Señor Jesús, que se te apareció en el camino que
traías, me ha enviado para que recobres la vista y quedes lleno del Espíritu
Santo. Al momento cayeron de sus ojos unas como escamas y recobró la vista, y,
levantándose, fue bautizado. Y habiendo tomado después alimento, recobró sus
fuerzas. Estuvo algunos días con los discípulos que habitaban en Damasco. Y
desde luego empezó a predicar en las sinagogas a Jesús, que Éste era el Hijo de
Dios. Todos los que le oían estaban pasmados, y decían: ¿Pues no es éste aquel
mismo que perseguía en Jerusalén a los que invocaban este Nombre, y que vino
acá de propósito para conducirlos presos a los príncipes de los sacerdotes?
Saulo empero cobraba cada día nuevo vigor y esfuerzo, y confundía a los judíos
que habitaban en Damasco, demostrándoles que Jesús era el Cristo.
REFLEXIONES
¡Qué ardiente, qué impetuoso y digno de temor es el celo falso, el celo
postizo! Hace en la viña del Señor el mismo destrozo que las raposas de que
habla la Sagrada Escritura, y va introduciendo el fuego por todas las mieses.
Como esta furiosa pasión se cubre siempre con el especioso pretexto de la mayor
gloria de Dios, no hay cosa capaz de vencerla, ni aun de moderarla. El celo
puro y santo es vivo, pero dulce: el falso celo siempre es amargo, siempre es
caprichoso y no da oídos a la razón.
A la verdad, en este particular apenas hay lugar a la ignorancia
invencible. A poca reflexión que se haga, se descubre todo el error: reina en
él demasiado la pasión para estar muy encubierta. Sólo con que se considere el
verdadero motivo de esa aspereza, de esos desprecios y de esas picantes
aversiones, está descubierto todo el veneno. Al verdadero celo le anima siempre
la verdadera caridad, que nunca respira daño al prójimo, sino deseo de su mayor
bien; tan lejos está de triunfar en sus desgracias, que antes se compadece y se
contrista en todas sus aflicciones. No hay cosa más moderada ni más apacible y
compasiva que el verdadero celo; su perpetuo y su divino ejemplar es la
conducta que observó Jesucristo con los mayores pecadores. Al contrario, el
falso celo, como, en suma, no es más que una vehemente pasión mal disfrazada,
siempre es turbulento, siempre inquieto, siempre maligno, siempre lleno de sal
y de hiel. Su fuego no purifica, pero abrasa; lleno de industrias, de calumnias
y de dureza, hace consistir toda su virtud en la malignidad y en el artificio.
En conclusión, no es celo, que es espíritu de parcialidad y de amor propio.
Este era el falso celo de Saulo. No respiraba más que amenazas, muertes
y estragos; todo lo quería trastornar, todo lo quería perder; y en nada menos
pensaba que en convencer y en convertir.
Pide cartas de recomendación para las sinagogas de Damasco. ¿Será acaso
para que le ayudasen a sacar dulcemente a sus hermanos del engaño y del error
en que los consideraba metidos? Nada de eso. Las pide para sepultarlos a todos
en profundos calabozos y cargarlos de cadenas. Todo celo falso es duro y
desabrido. Le sirve de pretexto la religión; pero el móvil principal que le
rige, el verdadero motivo que le anima, es el espíritu de indignación y de
encono. Mas ¡oh, qué difícil es curar una enfermedad que está arraigada en el
corazón y en el entendimiento!
Para convertir a Saulo fue menester cegarle. La luz
de sus ojos solamente le servía para que viese menos. Si había de ver con
claridad, era menester que desconfiase y renunciase su propia luz. Mil preocupaciones
siniestras alimentaban su pasión; su orgullo la encendía. Preciso era extinguir
todo este fuego; y para esto fue necesario un milagro. Hubo de bajar del Cielo
una nueva claridad que derribase en tierra aquel espíritu orgulloso. Nunca se
acompañó con el falso celo la virtud de la humildad. Fue menester mudar aquel
corazón maligno y duro; hacer dócil aquel animal impetuoso y fiero. ¡Oh cuántos
milagros son menester para curar un celo falso! Ilustre prueba es de esto la
conversión de Saulo. Señor, ¿qué queréis
que haga? ¡Oh, qué diferencia de dictámenes y qué diversidad
de lenguaje! Que vaya Saulo a saber de Ananías lo que debe creer y lo que debe
obrar. Esto se le dijo. Siempre nos habla y nos instruye Dios por el oráculo de
la Iglesia. ¡Cuánto va del celo de Saulo al celo de Pablo! Aquél sólo respiraba
muertes: éste sólo alienta la salvación de todos los hombres, a ejemplo de
Jesucristo.
El Evangelio es del capítulo 19, versículos 27 al 29, de San Mateo.
En aquel tiempo dijo Pedro a Jesús: Bien ves que
nosotros hemos abandonado todas las cosas, y te hemos seguido: ¿cuál será,
pues, nuestra recompensa? Mas Jesús les respondió: En verdad os digo que
vosotros que me habéis seguido, en el día de la resurrección, cuando el Hijo del hombre se sentare en el solio de
su majestad, vosotros también os sentaréis sobre doce tronos y juzgaréis a las
doce tribus de Israel. Y cualquiera que haya dejado casa o hermanos o hermanas,
o padre o madre, o esposa o hijos, o heredades, por causa de mi Nombre, recibirá
cien veces más, y poseerá la vida eterna.
MEDITACIÓN
De las señales ciertas de una conversión verdadera.
Punto primero. — Considera que muchas veces se cree ser conversión lo
que no es más que un proyecto o simple idea de convertirse. Muchos son los que
se engañan en esto. La obediencia pronta a la voz de Dios, la mudanza de
costumbres, de creencias y de conducta: ésta es la única prueba de haberse
convertido de veras. ¿Experimento yo en mí mismo esta genuina prueba?
En Saulo, aquel fiero enemigo del nombre cristiano,
puedes ver el modelo de una conversión perfecta. Al primer rayo de la gracia,
por decirlo así, a la sola voz de Dios, cae Saulo por tierra, y exclama fuera
de sí: Señor, ¿qué queréis que haga? Así habla el que
está verdaderamente convertido. Cuando desaparecen de nuestros ojos mil brillos
falsos y se pierden de vista muchos objetos que nos alumbran, ¿decimos a Dios
desde luego: Señor, ¿qué queréis
que haga?, o haced lo que quisiereis de mí?
El primer paso es el retiro. Se busca un Ananías, esto es, un director
seguro, bien instruido en los caminos de Dios. Ya no dominan los respetos
humanos; si antes se persiguió a Jesucristo, ya se hace pública profesión de
ser su discípulo y de padecer tal en todas ocasiones. Ni la tentación, ni el
amor propio, ni las persecuciones, ni las adversidades, ni las pruebas, ni las
cruces, nada inmuta a un corazón verdaderamente convertido; todo sirve para
purificarle más y para hacerle más puro y más fiel. ¿Se parecen a este modelo
las conversiones de muchos que se ven en estos tiempos? La mía ¿es de este
carácter? Por solas estas señales se conoce una conversión verdadera.
¡Qué error imaginar que uno se ha convertido sólo porque se conoce y se
confiesa la necesidad que hay de convertirse! Entre el pensamiento de
convertirse y la conversión efectiva hay un dilatado espacio de camino, hay
grandísima distancia. ¡Oh qué cosa tan triste es morir sólo con el deseo de
convertirse!
No permitáis, Señor, que me suceda esta desdicha. Resuelto estoy, con la
asistencia de vuestra divina gracia, a probar el deseo de convertirme con mi
misma conversión.
Punto segundo.—Considera con qué prontitud lo dejan todo los apóstoles
por seguir a Jesucristo en el instante en que los llama; en aquel punto, en
aquel momento, y no después. Es poco sincera la conversión menos pronta; en
materia de conversión, toda tardanza es sumamente peligrosa; el dilatarlo un
punto es tanto como no querer hacerlo. Ni aun ir a rendir los últimos obsequios
a un padre difunto se permite a un joven que dice quiere seguir a Cristo; pues
¿qué se dirá de los que no quieren convertirse hasta que hayan redondeado bien
todos sus negocios; hasta que se acabe esta comisión; hasta que vuelva de tal
viaje; hasta que deje este empleo; hasta que mude de estado? ¡Oh Dios, y con
cuánta razón os burláis de estas vanísimas monerías, de estos fantásticos
trampantojos! [Pero hay que cumplir con los compromisos justos].
He aquí que todo lo
hemos dejado. Otra prueba que caracteriza la conversión
verdadera. Quien dice todo, nada exceptúa.
Aunque sólo esté preso con un alfiler el corazón humano, ya no es corazón
libre. Conversión con reserva no es conversión, sino superchería. Todos los
Amalecitas han de ser sacrificados, desde el rey hasta el esclavo más vil. ¡Oh
qué compasión ver tantas excepciones, tantas limitaciones frívolas en tantas
imperfectas conversiones! Siempre se ha de reservar alguna cosa; pero,
desengáñate, que si no te retiras de todos los objetos, si no huyes de todas
las ocasiones, si no rompes todos los lazos, ciertamente no te has convertido.
Pero no basta dejarlo todo por Jesucristo, es
necesario seguirle: Te hemos
seguido. Otra prueba de la conversión verdadera, con la
circunstancia de que a esta precisa condición se promete únicamente el premio.
Y, para seguir a Cristo, no basta haber dejado el pecado, es menester practicar
todas las virtudes cristianas. Conversión poco activa, no es más que un
fantasma de conversión. ¡Cuánto tiempo hace que estoy haciendo vanos propósitos
de conversión, pero no me convierto! A la verdad, me desprendí ya de algunos
lazos; pero ¿me he desprendido de todos? ¿Puedo decir con verdad que sigo a
Cristo? Pues ¿en qué título fundo la esperanza de la recompensa? ¡Qué locura
vivir con tanto atolondramiento en punto tan delicado y en materia de tanta
consecuencia!
Reconozco, Dios mío, y confieso con el más vivo dolor de mi corazón, que
hasta ahora no me he convertido, por más que Vos me habéis llamado tanto para
que me convirtiese. Pero, al presente, que por vuestra gracia estoy
sinceramente resuelto a mi conversión, quiero desde luego daros pruebas
verdaderas de que es efectiva y sincera, siendo fiel en serviros, fervoroso en
amaros, regular y exacto en todo lo que sea obedeceros.
JACULATORIAS
Hablad, Señor, que vuestro siervo oye. —Libro I de los Reyes, III, 10.
Señor, ¿qué queréis que haga? —Hechos de los Apóstoles, IX, 6.
PROPÓSITOS
1. - Al principio del año formaste un plan de vida, y el día siguiente
renovaste el propósito de convertirte sin dilación. Vuelve a leer lo que
entonces escribiste con los propósitos que se señalaron en el tercer día del
año, y sin andar entreteniéndote más en vanos deseos, ni engañándote con vanas
ideas, tómate cuenta a ti mismo; y, si hallares que desde entonces acá en nada
te has reformado, pregúntate: ¿en qué pararon aquellos grandes proyectos de
conversión? Y concluye que todos fueron cosa de juego.
2. - Considera, en particular, cuál es tu pasión dominante; porque todos
tenemos cierta pasión favorecida, a la cual no la incomodamos habitualmente.
Resuélvete, desde luego, a no darle oídos, a no agradarla; y, para no incurrir
en adelante en otra tal ineficacia, imponte, por modo de penitencia, una
limosna o alguna mortificación por espacio de quince días, siempre que cayeres
en semejante falta. Cuando se quiere de veras una cosa, se aplican los medios
para conseguirla. Las resoluciones vagas o ineficaces sólo sirven para
adormecernos en nuestros desórdenes. Todos los días meditar y no enmendarse,
viene a ser estudiar en ser tibio sin remordimiento. Nadie hay que no tenga
necesidad de convertirse, porque ningún cristiano se hallará que no necesite de
alguna reforma. Examina hoy si te has enmendado en las faltas de que te acusas
en casi todas tus confesiones; si has pagado esos salarios o esas deudas como
lo habías prometido; si has hecho esa restitución que tanto agrava tu
conciencia. ¿Eres ya menos colérico y no tan arrebatado? ¿Eres ya más vigilante
en el cuidado de tu familia y en la educación de tus hijos? ¿Cumples mejor con
las obligaciones de tu estado? ¿Eres más fervoroso y más exacto en la
observancia regular? Si te faltan estas señales de conversión, no te des por
convertido; pero comienza desde este día a convertirte, y determina dos o tres
puntos de enmienda, que sirvan de prueba y acrediten tu reforma.
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