Honorio Marinari, Santa Inés, siglo XVII
No hemos agotado aún el
magnífico cortejo de Mártires que nos sale al paso en estos días del año.
Sebastián ayer; mañana Vicente, que lleva la victoria hasta en el nombre. En
medio de estos grandes santos aparece hoy la jovencita Inés. Es una niña de
trece años a quien ha dado el Emmanuel la intrepidez de ser Mártir; marcha
sobre la arena con paso tan firme como el oficial romano o el diácono de
Zaragoza. Si aquellos son soldados de Cristo, esta es su casta esposa. Tales
son las victorias del Hijo de María. Apenas se ha revelado al mundo, cuando
todos los corazones nobles corren hacia Él, conforme ya lo había anunciado:
"Donde estuviere el cuerpo, allí se juntarán las águilas." (San Mateo
XXIV, 28).
Es el
fruto admirable de la virginidad de su Madre, la cual estimó en más la
fecundidad del alma que la del cuerpo, abriendo un nuevo camino por el que las
almas escogidas se lanzan rápidamente hacia el Sol divino, para contemplar con
mirada virginal y sin celajes, sus divinos destellos; Él había dicho: "Bienaventurados los limpios de
corazón, porque ellos verán a Dios" (San Mateo V, 8).
Gloria Imperecedera de la
Iglesia católica, única que posee en su seno el don de la virginidad, origen de
todas las grandezas, porque nace exclusivamente del amor. Honor sublime de la
Roma cristiana el haber engendrado a Inés, ángel terreno, ante cuya presencia
palidecen aquellas antiguas Vestales, cuya virginidad colmada de favores y
riquezas, no sufrió nunca la prueba del hierro ni del fuego.
¿Existe alguna fama que se
pueda comparar con la de esta joven, cuyo nombre se leerá hasta el fin del
mundo en el Canon de la Misa? Después de tantos siglos, aún quedan en la ciudad
santa, huellas de sus pasos inocentes. Aquí un templo levantado sobre el
antiguo circo Agonal, que nos introduce bajo bóvedas envilecidas en otro tiempo
por la prostitución, y ahora embalsamadas con el perfume de la Santa. Más allá,
en la Vía Nomentana, fuera de los muros de Roma, una elegante Basílica,
construida por Constantino, que guarda el casto cuerpo de la virgen, bajo un
altar revestido de piedras preciosas. Alrededor de la Basílica, bajo tierra,
comienzan y se extienden amplias criptas, en cuyo centro descansó Inés hasta el
día de la paz, junto a muchos miles de mártires que la daban guardia de honor.
Tampoco debemos pasar por alto
el gracioso homenaje que todos los años tributa a la joven virgen la Santa
Iglesia Romana en el día de su fiesta. En el altar de la Basílica Nomentana son
colocados dos corderos, que recuerdan a la vez la mansedumbre del Cordero
divino y la dulzura de Inés. Después que los bendice el Abad de los Canónigos
regulares que están al servicio de aquella Iglesia, son llevados a un
monasterio de religiosas, que los crían con esmero; su lana sirve para tejer
los Palios que enviaba el Soberano Pontífice a todos los Patriarcas y
Metropolitanos del mundo católico, como símbolo esencial de su jurisdicción. De
esta manera con el ornamento de lana que estos Prelados debían llevar sobre sus
hombros como imagen de la oveja del buen Pastor, y que el Papa tomaba de la
tumba de San Pedro para enviárselo, llegaba hasta los confines de la Iglesia el
doble sentimiento de la fortaleza del Príncipe de los Apóstoles y de la
virginal dulzura de Inés.
Vamos
ahora a citar las páginas admirables que dedicó San Ambrosio a Santa Inés, en
su libro de las Vírgenes. La mayor parte de ellas las lee la Iglesia en el
Oficio de hoy; no podía aspirar la virgen de Cristo a más dulce panegirista que
el gran obispo de Milán, el más elocuente y el más persuasivo de los Padres por
lo que se refiere a la virginidad; pues nos dice la historia que, en las
ciudades en que él predicaba, las madres encerraban a sus hijas por miedo a que
renunciasen al matrimonio, inflamadas de ardiente amor a Cristo por las
sugestivas palabras del prelado.
"Al ponerme a escribir un
libro sobre la Virginidad, dice el gran obispo, me considero feliz comenzándole
por el elogio de la virgen cuya festividad nos reúne. Celebramos la fiesta de
una Virgen: tratemos de ser puros. Celebramos la fiesta de una Mártir:
sacrifiquemos víctimas. Celebramos la fiesta de Santa Inés: maravíllense los
hombres, no pierdan ánimo los niños, pásmense las esposas, imiten las vírgenes.
Pero ¿podríamos hablar dignamente de aquella cuyo nombre encierra ya su elogio?
Fue su celo mayor que su edad, su virtud superior a su naturaleza, de manera
que su nombre no parece un nombre humano, sino más bien el anuncio de su
martirio." Hace aquí alusión el santo obispo a la palabra cordero, de
donde deriva el nombre de Inés. Dice luego que viene del griego agnos, que
significa puro, y continúa así su discurso:
"El nombre de esta virgen
es también un título de pureza: la celebraré, pues, como Mártir y como Virgen.
Es suficiente alabanza la que no necesita ser rebuscada, porque existe por si
misma. Retírese el rector, y cállese la elocuencia; una sola palabra, basta su
nombre para alabar a Inés. Cántenla los ancianos, los jóvenes y los niños.
Todos los hombres celebran a esta mártir, pues no pueden pronunciar su nombre
sin alabarla.
Se refiere que tenía trece años
cuando sufrió el martirio. Crueldad inaudita la de un tirano que no respeta una
edad tan tierna, pero aún más maravilloso el poder de la fe, que encuentra
testigos en esa edad. ¿Había lugar para heridas en un cuerpo tan pequeñito? Apenas
encontró la espada un sitio para herir en aquella niña; con todo eso, supo Inés
vencer a la espada.
Es la edad en que la joven
tiembla ante el mirar airado de su madre; un simple alfilerazo hace brotar sus
lágrimas, como si fuera una herida. Inés, en cambio, intrépida entre las manos
sangrientas de los verdugos, permanece inquebrantable en medio de sus pesadas
cadenas; desconocedora aún de la muerte, pero dispuesta a morir, presenta todo
su cuerpo a la punta de la espada de un fiero soldado. A su pesar, la trasladan
a los altares: tiende su brazo a Cristo a través del fuego del sacrificio, y
hasta en medio de las sacrílegas llamas, su mano hace la señal de la cruz,
trofeo de su Señor victorioso. Ofrece su cuello y sus dos manos a los hierros
que la presentan, pero no son a propósito para apretar miembros tan pequeños.
¡Nuevo género de martirio! No
tiene la Virgen aún la edad del tormento, y ya está madura para la victoria; no
está madura para el combate, y ya es capaz de corona; tiene en contra suya el
prejuicio de la edad y ya es maestra en virtudes. No camina la esposa con tanta
prisa hacia el lecho nupcial, como avanza esta virgen gozosa y con paso ligero,
hacia el lugar de su suplicio; ataviada no con una cabellera artificiosamente
dispuesta, sino con el mismo Cristo; coronada, no de flores, sino de pureza.
Todos lloran; ella es la única
que no lo hace; se maravillan de que tan fácilmente desprecie una vida que no
ha gustado todavía, que la sacrifique como si la hubiera ya agotado. Todos se
admiran de que sea ya testigo de la divinidad, cuando por su edad no dispone
aún de sí misma. Su palabra no tendría valor en una causa humana; pero se la
cree cuando da testimonio ante Dios. Efectivamente, una fortaleza que está muy
por encima de la naturaleza, sólo podría venir del autor de la naturaleza.
¡Qué de amenazas empleó el juez
para intimidarla! ¡Cuántos halagos para ganarla! ¡Cuántos hombres la pidieron
por esposa! Pero ella exclamaba: La desposada injuria al esposo, si le hace
esperar. El primero que me escogió es el único que ha de poseerme. ¿Por qué
tardas, verdugo? Muera este cuerpo que puede ser amado por ojos que no me
agradan.
Se presenta, ora, dobla el
cuello. Hubierais visto temblar al verdugo como si fuera él el condenado. Se
movía su mano, y su rostro estaba pálido ante el peligro ajeno, mientras la
doncella veía sin temor su propio peligro. Ved, pues, un doble martirio en una
sola víctima: el martirio de la castidad y el de la religión. Inés permaneció
Virgen y obtuvo el martirio."
Canta hoy la Iglesia Romana
unos magníficos responsorios, en los cuales declara Inés de una manera
encantadora su ingenuo amor, y la dicha que tiene de ser la prometida de
Cristo. Están formados con frases sacadas de las antiguas Actas de la mártir,
atribuidas durante mucho tiempo a San Ambrosio.
R. Mi esposo ha adornado mi
cuello y mi mano con piedras preciosas; ha puesto en mis orejas inestimables
margaritas: * Y me ha embellecido con perlas finas y deslumbrantes. — V. Ha
impreso su sello en mi rostro, para que no admita a otro amante. * Y me ha
embellecido...
R. Amo a Cristo, seré la Esposa
de Aquel cuya Madre es Virgen, cuyo Padre le engendró de un modo espiritual, de
Aquel que hizo ya resonar en mis oídos sus armoniosos acordes: * De Aquel a
quien amando soy casta, a quien tocando soy pura, y poseyendo soy virgen. — V.
Me dio un anillo como prenda de su amor, y me adornó con un rico collar. * De
aquel a quien amando...
R. Probé la leche y la miel de
sus labios: * Y su sangre colorea mis mejillas. — V. Me enseñó tesoros
incomparables, cuya posesión me prometió. * Y su sangre colorea mis mejillas.
R. Su carne está ya unida a la
mía por medio del manjar celestial, y su sangre colorea mis mejillas: * El es
quien tiene por Madre a una Virgen y cuyo Padre le engendró de un modo
espiritual. — V. Estoy unida a Aquel a quien sirven los Ángeles, y cuya belleza
es admirada por el sol y la luna. * El es quien tiene...
¡Cuán dulce y fuerte es el amor
de tu Esposo Jesús, oh Inés! ¡De qué manera se apodera de los corazones
inocentes, para transformarlos en corazones intrépidos! ¿Qué te importaba a ti
el mundo y sus goces, el suplicio y sus tormentos? ¿Qué tenías que temer de la
espantosa prueba a que te sometió la crueldad del perseguidor? La hoguera, la
espada no significaban nada para ti; tu amor te decía bien alto, que ninguna
violencia humana sería capaz de arrebatarte el corazón de tu divino Esposo;
tenías su palabra y conocías muy bien su fidelidad.
¡Oh niña, purísima en medio del
cenagal de Roma, libre en medio de un pueblo esclavo! ¡Qué bien se manifiestan
en ti las virtudes del Emmanuel! Él es Cordero, y tú eres sencilla como Él; es
el León de la tribu de Judá, y como Él eres tú invencible. ¿Cuál es, por tanto,
esa nueva raza bajada del cielo que va a poblar la tierra? ¡Oh! ¡Cuántos siglos
ha de durar la vida de esa familia cristiana nacida de los Mártires y que cuenta
entre sus antepasados, héroes tan valientes, vírgenes y niños al lado de
pontífices y guerreros, inflamados todos de un ardor celestial y no
pretendiendo otra cosa que salir de este mundo, después de haber depositado en
él la semilla de las virtudes! De esta manera han llegado a nosotros los
ejemplos de Jesucristo por la cadena de sus Mártires. De suyo eran tan frágiles
como nosotros; tenían que vencer las costumbres paganas que habían viciado la
sangre de la humanidad, y no obstante eso, fueron fuertes y puros.
Vuelve a nosotros tus ojos, oh
Inés, y ampáranos. El amor de Cristo languidece en nuestros corazones. Tus
luchas nos conmueven; hasta lloramos al oír contar tu heroísmo, pero somos
débiles contra el mundo y los sentidos.
Enervados por el ansia de
comodidades y por una absurda atención a eso que llamamos sensibilidad, no
tenemos valor frente al deber. ¿No es verdad que la santidad no es comprendida?
Causa extrañeza y escandaliza; la consideramos imprudente y exagerada. Y sin
embargo de eso, oh Virgen de Cristo, ahí estás tú, con tus renuncias, con tu
fervor celestial, con tu sed de padecer que te lleva a Cristo. Ruega por
nosotros, pecadores; crea en nosotros el sentimiento de un amor generoso y
activo. Cierto que existen almas valerosas que te siguen; pero son pocas;
auméntalas con tu intercesión para que el Cordero pueda tener en el cielo un
cortejo numeroso.
Te presentas a nosotros, oh
Virgen inocente, en los días en que nos acercamos a la cuna del divino Niño.
¿Quién sería capaz de expresar las caricias que tú le dedicas, y las que de Él
recibes? Deja también que se acerquen los pecadores a ese Cordero que viene a
redimirles; recomiéndales tú misma a ese Jesús que tanto amaste siempre.
Condúcenos a María, la tierna y pura oveja que nos dio al Salvador. Tú que eres
un fiel reflejo del suave brillo de su virginidad, alcánzanos de ella una de
esas miradas suyas que hacen puros los corazones.
Ruega, oh Inés, por la Santa
Iglesia, que es también la Esposa de Jesús. Ella fue la que te hizo nacer a su
amor; de ella tenemos también nosotros la luz y la vida. Haz que sea cada vez
más fecunda en vírgenes fieles. Ampara a Roma, donde tu sepulcro es tan
glorioso. Bendice a los Prelados de la Iglesia: pide para ellos la dulzura del
cordero, la solidez de la roca y el celo del buen Pastor por la oveja perdida.
Ayuda, por fin, a todos cuantos te invocan; enciéndase tu amor hacia los
hombres en la hoguera que abrasa al Sagrado Corazón de Jesús.
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