En el siglo III se veneraba en un cementerio de Roma en recuerdo
del ministerio de San Pedro, una silla de toba o madera. Más tarde, en el
Bautisterio damasino del Vaticano, se veneró la silla gestatoria apostolicæ confessionis. El 22 de
febrero se celebraba una fiesta con el nombre de Natale Petri de Cathedra; pero
a causa de la Cuaresma las iglesias de la Galia comenzaron a celebrarla el 18
de enero. Las dos costumbres se desarrollaron paralelas; finalmente, se perdió
más tarde la unidad primitiva de su significado y hubo dos fiestas de la Cátedra
de San Pedro, la una atribuida a Roma, la del 18 de enero, la otra atribuida a
otra sede que fue, en definitiva la de Antioquía, y se celebró el 22 de febrero.
Se conserva ahora la Cátedra de San Pedro en el ábside de la basílica del
Vaticano, encerrada en un inmenso relicario, de suerte que no puede sentarse ya
el Papa sobre la Cathedra Apostólica como los Pontífices de los quince primeros
siglos. (Dom Schuster: Liber Sacramentorum.)
El Arcángel había anunciado a
María que su Hijo sería Rey y que su Reino no tendría fin; guiados por la
Estrella, vinieron los Magos desde el lejano Oriente buscando a ese Rey en
Belén; el nuevo Imperio necesitaba su Capital; y como el Rey que había de
establecer en ella su trono, debía según los designios eternos, subir pronto a
los cielos, era necesario que el carácter visible de esa Realeza, descansase
sobre un hombre que hiciera las veces de Cristo hasta el fin de los siglos.
Para tan gloriosa
representación eligió el Emmanuel a Simón, cuyo nombre cambió por el de Pedro,
declarando expresamente que la Iglesia entera descansaría sobre este hombre
como sobre una roca inconmovible. Mas, como también Pedro debía terminar su
carrera en la cruz, se comprometía Jesucristo a darle sucesores en los que
sobreviviese siempre la autoridad de Pedro.
REALEZA
DEL VICARIO DE CRISTO. — Mas, ¿cuál será la señal para conocer
al sucesor de Pedro en el hombre privilegiado sobre el que descansará el edificio
de la Iglesia hasta el fin de los siglos? Entre tantos obispos ¿dónde está el
que perpetúa a Pedro? El Príncipe de los Apóstoles fundó y gobernó varias
Iglesias, pero sólo fue regada con su sangre, la de Roma; una sola, la Romana,
guarda su sepulcro; el Obispo de Roma, es, pues, el sucesor de Pedro, y, por
tanto, el Vicario de Cristo. De él y no de otro se dijo: Sobre ti edificaré mi Iglesia.
Y también: A ti te daré
las llaves del Reino de los cielos. Y en otro lugar: He rogado por ti, para que no
desfallezca tu fe; confirma a tus hermanos. Y por fin: Apacienta mis corderos; apacienta mis
ovejas.
De tal manera llegó a
comprender esto la herejía protestante, que durante mucho tiempo se esforzó en
proyectar dudas sobre la estancia de San Pedro en Roma, creyendo con razón
poder destruir con esta estratagema, la autoridad del Romano Pontífice y la noción
misma de un Jefe de la Iglesia. La ciencia histórica ha hecho justicia a sus
pueriles objeciones; y desde tiempo atrás, los eruditos de la Reforma están de
acuerdo con los católicos sobre el terreno de los hechos, y no ponen en tela de
juicio ninguno de los puntos históricos bien sentados por la crítica.
El oponerse a tan extraña
pretensión de los Reformadores con la autoridad de la Liturgia fue en parte
causa de que Paulo IV devolviese en 1558 la antigua fiesta de la Cátedra de San
Pedro en Roma, al 18 de enero. Hacía ya muchos siglos que no celebraba la
Iglesia la fiesta del Pontificado del Príncipe de los Apóstoles más que el 22
de febrero. En adelante se fijó para este día la memoria de la Cátedra de
Antioquía, que fue la primera ocupada por el Apóstol.
Brilla, pues, hoy en todo su
esplendor la realeza del Emmanuel, y se alegran los hijos de la Iglesia de
sentirse todos hermanos y conciudadanos de un mismo Imperio, pues celebran la
gloria de la Capital común a todos.
Si
miran a su alrededor ven infinidad de sectas divididas y que carecen de las
condiciones de perpetuidad, porque les falta un centro, y dan gracias al Hijo
de Dios por haber provisto a la conservación de su Iglesia y de la Verdad, por
medio de la institución de un Jefe visible en el que se perpetúa Pedro
eternamente, lo mismo que Cristo en Pedro. Ya no están los hombres como ovejas
sin pastor; la palabra pronunciada al principio continúa sin interrupción a
través de todos los tiempos; la misión primera no ha quedado nunca en suspenso
de manera que, gracias al Romano Pontífice, el fin de los tiempos podrá enlazar
con el origen de la Iglesia. "¡Qué gran consuelo para los hijos de Dios,
exclama Bossuet, en su Discurso
sobre la Historia Universal, y qué afianzamiento en la verdad,
cuando se sabe, que desde Inocencio XI que rige hoy (1681) los destinos de la
Iglesia, se ascienden sin interrupción hasta San Pedro, constituido Príncipe de
los Apóstoles por el mismo Jesucristo!"
PRIMACÍA
DE LA SEDE ROMANA. — Con la entrada de Pedro en Roma se
realizan y explican los destinos de esta ciudad reina; para ella trae un
imperio mucho más extenso todavía que el que posee. Pero este nuevo Imperio no
se establecerá por la fuerza como el primero. De soberbia dominadora de los
pueblos como había sido hasta ahora, va a convertirse Roma en Madre de las
naciones por el amor; y su imperio no será menos duradero por muy pacífico que
sea. Oigamos cómo nos cuenta San León Magno en uno de sus mejores Sermones, y
con toda la dignidad de su lenguaje, la entrada obscura, pero definitiva, del
Pescador de Genesaret en la capital del paganismo:
"Dios bueno, justo y
omnipotente que nunca negó su misericordia al género humano, y que con sus
muchos beneficios proveyó a todos los mortales de medios para llegar al
conocimiento de su Nombre, ese Dios, en los secretos designios de su inmenso
amor, se compadeció de la ceguera voluntaria de los hombres y de la malicia que
les iba degradando poco a poco, y les envió a su Verbo, igual a Él y coeterno.
Pues bien, al encarnarse este Verbo unió tan íntimamente la naturaleza divina
con la humana, que el acercamiento de la primera a nuestra bajeza fue para
nosotros el principio de la más sublime elevación.
Y para esparcir por todo el
mundo los efectos de esta gracia, preparó la divina Providencia el Imperio
romano, dándole tales límites que llegase a abarcar todas las naciones del
mundo. Era, en efecto, algo muy conveniente para la realización de la obra
proyectada, que los distintos reinos estuvieran reunidos bajo un único Imperio,
para que llegase la predicación con mayor rapidez a oídos de todos los pueblos,
hallándose bajo el mando de una sola ciudad.
Esta ciudad, desconocedora del
autor divino de sus destinos, se había hecho esclava de los errores de todos
los pueblos aunque les gobernaba a casi todos con sus leyes, y creía ser muy
religiosa porque admitía todas las falsedades; pero cuanto más fuertemente se
hallaba aherrojada por el demonio, más admirablemente fue libertada por Cristo.
En efecto, cuando los doce
Apóstoles, después de recibir con el Espíritu Santo el don de hablar diversas
lenguas, se distribuyeron las distintas partes del mundo, tomando posesión de
las tierras en donde debían predicar el Evangelio, al bienaventurado Pedro,
Príncipe del Colegio Apostólico, se le asignó la capital del imperio romano,
para que la luz de la Verdad que se había revelado para la salvación de todos
los pueblos, se derramase con mayor eficacia sobre el mundo entero, partiendo
del centro de aquel Imperio.
Porque ¿qué nación no contaba
con representantes en aquella ciudad? ¿Qué pueblos podían ignorar lo que Roma
había aprendido? Allí iban a ser pulverizadas las teorías filosóficas y
disipadas las vaciedades de la sabiduría terrena; allí iba a ser destruido el
culto de los demonios y la impiedad de todos los sacrificios; en aquel lugar
donde una hábil superstición había acumulado el producto total de todos los
errores. Y ¿no temes, bienaventurado Pedro Apóstol, venir solo a esta ciudad?
El compañero de tu gloria, el Apóstol Pablo, se encuentra todavía ocupado en
fundar iglesias; y tú te adentras en ese bosque poblado de bestias feroces,
caminas sobre ese océano cargado de tempestades con mayor confianza que cuando
anduviste sobre las olas. No temes a Roma, la señora del mundo, tú que temblabas
en el palacio de Caifás a la voz de una criada del Pontífice. ¿Eran acaso más
temibles el tribunal de Pilatos o la crueldad de los judíos que el poderío de
Claudio o la ferocidad de Nerón? No; pero la fuerza de tu amor triunfaba del
miedo, y no considerabas ya temibles a aquellos a quienes habías recibido
encargo de amar. Indudablemente sentías ya esa intrépida caridad cuando la
declaración de tu amor hacia el Señor fue ratificada por el misterio de una
triple interrogación. Por eso, no se te exigió, para apacentar las ovejas de
Aquel a quien amabas más que la expresión plena de los sentimientos de tu
corazón.
Cierto
que tu confianza debía ir en aumento con el recuerdo de los milagros tan
numerosos como habías obrado, de tantos inestimables dones de la gracia como
habías recibido y de las continuas manifestaciones del poder que en ti residía.
Habías ya hablado a los judíos, muchos de los cuales creyeron en tu palabra;
habías fundado la Iglesia de Antioquía, donde tuvo su origen el nombre
cristiano; habías sometido a las leyes de la predicación evangélica el Ponto,
Galacia, Capadocia, Asia y Bitinia; y luego, seguro ya del éxito de tu obra y
del día de tu muerte, acudiste a clavar sobre las murallas de Roma el trofeo de
la Cruz de Cristo, a aquella Roma donde Dios te había deparado el honor del
poder supremo y la gloria del martirio.
El futuro del género humano,
está pues, ligado a Roma por la Iglesia; los destinos de esta ciudad son ya
para siempre comunes con los del soberano Pontífice. Todos nosotros, aunque
divididos por razas, lenguas e intereses, somos Romanos en el orden religioso;
este título nos une por Pedro a Jesucristo, formando el vínculo de la gran
fraternidad de los pueblos y de los individuos católicos.
GLORIA
DE LA ROMA CRISTIANA. — En el orden del gobierno espiritual
Jesucristo nos gobierna por Pedro y Pedro por su sucesor. Todo pastor cuya
autoridad no venga de la Sede de Roma, es un extraño, un intruso. Del mismo
modo, en el orden de la fe, Jesucristo por Pedro y Pedro por su sucesor, nos
enseñan la doctrina divina y nos dan el criterio para discernir la verdad del error.
Todo Símbolo de fe, todo juicio en materia de doctrina, toda enseñanza
contraria al Símbolo, a los juicios y a las enseñanzas de la Sede Romana, son
del hombre y no de Dios, y deben ser rechazadas con horror y anatema. En la
fiesta de la Cátedra de San Pedro en Antioquía, hablaremos de la Sede
Apostólica como fuente única del poder de jurisdicción de la Iglesia; hoy,
honramos la Cátedra romana como origen y regla de nuestra fe. Tomemos aquí
también la palabra elocuente de San León y preguntémosle por los títulos
de Pedro a la infalibilidad de su doctrina. De este gran Doctor aprenderemos a
estimar el valor de las palabras pronunciadas por Cristo para que fueran la
garantía suprema de nuestra adhesión a la fe por los siglos de los siglos.
"El Verbo humanado había
venido a morar en medio de nosotros, y Cristo se había dado enteramente a la
obra de la redención del género humano. Nada había que no estuviera ordenado
por su sabiduría, nada que se hallara fuera de su poder. Le obedecían los
elementos, los Espíritus Angélicos estaban a sus órdenes; el misterio de la
salvación de los hombres no podía fallar en sus efectos, porque el mismo Dios,
Uno y Trino, se ocupaba de él. Con todo, sólo Pedro es elegido en este mundo
para presidir la vocación de todos los pueblos, para presidir a todos los
Apóstoles y a todos los Padres de la Iglesia. Habrá muchos sacerdotes y muchos
pastores en el pueblo de Dios; pero Pedro gobernará con una autoridad que les
es propia, a todos los que el mismo Cristo gobierna de un modo más elevado
todavía. ¡Qué sublime y admirable participación de su poder se dignó dar Dios a
este hombre, mis queridos hermanos! Si quiso que hubiera algo de común entre él
y los demás pastores fue con la condición de darles a éstos, por medio de
Pedro, todo lo que no quería rehusarles.
Pregunta
el Señor a los Apóstoles por la opinión que los hombres tienen de él. Los
Apóstoles están de acuerdo mientras se trata simplemente de exponer las
distintas opiniones de la ignorancia humana. Pero cuando el Señor pregunta a
sus discípulos por su propio parecer el primero en confesarle es el que tiene
la primera dignidad entre los Apóstoles. Él es quien dice: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios
vivo. Le responde Jesús:
Bienaventurado tú, Simón, hijo de Jonás; porque ni la carne ni la sangre te han
revelado esto, sino mi Padre que está en los cielos. Es decir: Sí,
dichoso tú, porque mi Padre te ha iluminado, no te han inducido a error las
ideas terrenas, sino que te ha ilustrado la inspiración del cielo. Si me has
conocido, ha sido gracias a Aquel de quien soy Hijo único, no gracias a la
carne ni a la sangre. Y yo, añade, te digo: Del mismo modo
que mi Padre te ha revelado mi divinidad, yo te descubro tus privilegios.
Porque, tú eres Pedro,
es decir, así como yo soy la Piedra inamovible, la Piedra angular que une ambos
muros, el Fundamento esencial e imprescindible: así tú también eres Piedra,
porque descansas sobre mi base, y todo lo que yo poseo por mi propio poder, lo
posees tú conmigo porque yo te lo comunico. Y sobre esta piedra construiré mi Iglesia, y las puertas
del infierno no prevalecerán contra ella. Mi templo eterno será
construido sobre la base de esta piedra; y mi Iglesia, cuya cumbre tocará en el
cielo, ha de elevarse sobre la solidez de esa fe.
La
víspera de su Pasión, que debía ser una prueba para la constancia de sus
discípulos, dijo el Señor estas palabras: Simón, Simón, Satanás ha solicitado cribarte como el
trigo; pero yo he rogado por ti, para que tu fe no desfallezca. Una vez
convertido, confirma a tus hermanos. Común era el peligro de
tentación para todos los discípulos; todos necesitaban de la ayuda divina,
porque el demonio se había propuesto zarandearles a todos y derrumbarles. Pero
el Señor se cuida de un modo especial de Pedro; sus oraciones serán por la fe
de Pedro, como si la salvación de los demás estuviese segura, no siendo abatida
la fe de su jefe. Sobre Pedro, pues, ha de apoyarse el valor de los demás,
sobre él se ordenará la ayuda de la gracia divina, para que la firmeza que
Cristo concede a Pedro, sea por él comunicada a los Apóstoles.
INFALIBILIDAD
DEL VICARIO DE CRISTO. — En otro Sermón nos hace ver el
elocuente Doctor, cómo Pedro vive y enseña siempre desde la Cátedra Romana.
"El orden establecido por el que es la misma Verdad, persevera constante,
de manera que el bienaventurado Pedro, conservando la firmeza recibida, no ha
abandonado nunca el timón de la Iglesia. Porque es tal la supremacía que le ha
sido otorgada sobre los demás, que nos es preciso reconocer en ella los
vínculos que le unían a Cristo al ser llamado Piedra, proclamado Fundamento.
Por eso le llamó Piedra, le proclamó Fundamento, constituyó Portero del Reino
de los cielos y le declaró Árbitro para atar y desatar con tal autoridad en sus
juicios, que éstos se ratifican en el mismo cielo. Ahora ejerce con mayor poder
y plenitud la misión que le fue confiada porque su oficio y cargo lo desempeña
en Aquel y con Aquel por quien fue glorificado.
Por consiguiente, si algo bueno
hacemos sobre esta Sede, si decretamos algo justo, si nuestras oraciones de
todos los días consiguen alguna gracia ante la misericordia divina, todo ello
se debe a las obras y méritos de aquel que vive en su Sede y obra en ella por
medio de su autoridad. Todo esto nos lo mereció, mis queridos hermanos, por
aquella confesión, que inspirada a su corazón de Apóstol por Dios Padre,
sobrepasó todas las incertidumbres de las opiniones humanas, mereciendo recibir
la firmeza de la Piedra que ningún ataque podría quebrantar. Todos los días
repite Pedro en la Iglesia: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo; y, gracias
al magisterio de esta voz son adoctrinadas todas las naciones que confiesan al
Señor. Esa es la fe que triunfa del demonio y rompe las cadenas de sus
cautivos; la que conduce a los fieles al cielo cuando salen de este mundo.
Contra ella nada pueden los poderes del infierno. Tan grande es, en efecto, la
virtud divina que la preserva, que nunca logró corromperla la maldad de los
herejes, ni la perfidia pagana vencerla"'.
Son palabras de San León.
"No se diga, pues, exclama Bossuet, en su Sermón sobre la Unidad de la Iglesia, no se diga, ni se piense que
el ministerio de San Pedro termina con él: lo que ha de ser apoyo de una
Iglesia eterna, no puede tener nunca fin. Pedro continuará viviendo en sus
sucesores, Pedro hablará siempre desde su Cátedra: esto es lo que nos dicen los
Padres, y lo que confirmaron seiscientos treinta Obispos en el Concilio de Calcedonia."
Y en otro lugar: "La Iglesia Romana es siempre Virgen: La fe Romana es
siempre la fe de la Iglesia; se cree siempre lo que se creyó, por todas partes
resuena la misma voz, y Pedro permanece en sus sucesores como fundamento de los
fieles. Lo dijo Jesucristo; y pasarán el cielo y la tierra antes que su
palabra."
SAN
PEDRO CONTINUADO EN SUS SUCESORES. — Todos los siglos cristianos
profesaron la doctrina de la infalibilidad del Romano Pontífice cuando enseña a
la Iglesia desde la Cátedra apostólica. La encontramos afirmada expresamente en
los escritos de los santos Padres, y los Concilios ecuménicos de Lyon y de
Florencia la declararon en sus más solemnes asambleas, y de una manera tan
clara que no deja lugar a dudas a los cristianos de buena fe. Con todo, el
espíritu del error, apoyado por contradictorios sofismas y presentando bajo una
falsa luz algunos hechos separados y mal entendidos, trató durante largo tiempo
de introducir la confusión entre los fieles de un país, adicto por lo demás a
la Santa Sede. La causa principal de este lamentable cisma fue la influencia
política, y el orgullo de escuela lo hizo más duradero. Su resultado fue la
debilitación del principio de autoridad en las regiones donde se propagó, y la
fijación en ellas de la secta jansenista cuyos errores habían sido condenados
por la Santa Sede. Después de la asamblea de París en 1682, los herejes
afirmaban que los decretos que habían condenado sus doctrinas no eran
infalibles.
El Espíritu Santo que dirige a
la Iglesia extirpó por fin este funesto error. En el Concilio Vaticano
pronunció un solemne fallo, declarando que en adelante, los que rehusasen
reconocer como infalibles los decretos solemnemente definidos por el Romano
Pontífice en materia de fe y de buenas costumbres, dejaban por ese hecho mismo
de pertenecer a la Iglesia católica. En vano trató el infierno de obstaculizar
la acción de la augusta asamblea; si el Concilio de Calcedonia había exclamado:
"Pedro habló por boca de León"; y el Concilio de Constantinopla había
repetido: "Pedro habló por medio de Agatón", el Concilio Vaticano
afirmó: "Pedro habló y hablará siempre por boca del Romano
Pontífice."
Agradecidos al Dios de la
verdad que se ha dignado sublimar y garantizar de todo error a la Cátedra
romana, oiremos con ánimo y corazón sumiso las enseñanzas que de ella emanan.
Reconoceremos la acción divina en la fidelidad con que esta Cátedra inmortal ha
sabido conservar sin mancilla la verdad durante diecinueve siglos, en tanto que
las Sedes de Jerusalén, Antioquía, Alejandría y Constantinopla, apenas la
guardaron algunos siglos, convirtiéndose una tras otra en las cátedras de
pestilencia de que habla el Profeta.
LA FE
DE LA IGLESIA. — Durante estos días dedicados a honrar la Encarnación del
Hijo de Dios y su nacimiento del seno de una Virgen, recordemos que somos
deudores a la Sede de Pedro de la conservación de estos dogmas, fundamento de
toda nuestra Religión. No sólo nos los ha enseñado Roma por medio de sus
apóstoles a quienes encomendó la predicación de la fe en las Galias; sino que
fue también ella quien, con su fallo supremo, aseguró el triunfo de la verdad
cuando las tinieblas de la herejía trataban de ensombrecer tan altos misterios.
En Éfeso, al condenar a Nestorio, se declaró que la naturaleza divina y humana
no forman en Cristo más que una persona, y que por consiguiente María es
verdadera Madre de Dios: En Calcedonia la Iglesia definió contra Eutiques, la
distinción de las dos naturalezas, la de Dios y la del hombre: en el Verbo
encarnado los Padres de ambos Concilios declararon que en sus decisiones no
hacían más que seguir la doctrina que les habían transmitido las Epístolas de
la Sede Apostólica.
Ese es, pues, el privilegio de
Roma, el gobierno en todo cuanto atañe a la vida futura, como gobernó por las
armas durante siglos los intereses de la vida presente, en el mundo entonces
conocido. Amemos y honremos a esa ciudad Madre y Señora, patria común de todos
nosotros, y celebremos hoy su gloria con amor de hijos.
Estamos, pues, asentados sobre
Jesucristo en nuestra fe y en nuestras esperanzas, oh Príncipe de los
Apóstoles, puesto que estamos fundados sobre ti que eres la piedra por Él
colocada. Somos ovejas del rebaño de Jesucristo, pues te obedecemos como a
nuestro Pastor. Siguiéndote, oh Pedro, estamos seguros de entrar en el Reino de
los cielos, porque tú guardas las llaves. Al gloriarnos de ser miembros tuyos,
oh Jefe nuestro, podemos considerarnos como miembros del mismo Jesucristo,
porque el Jefe invisible de la Iglesia no reconoce otros miembros que los del
Jefe visible por Él establecidos. Del mismo modo, cuando guardamos la fe en el
Romano Pontífice, cuando obedecemos sus órdenes, no hacemos más que profesar tu
fe, oh Pedro, y seguir tus mandatos, porque si Cristo enseña y gobierna por ti,
tú enseñas y gobiernas por el Romano Pontífice.
Demos,
pues, gracias al Emmanuel, que no quiso dejarnos huérfanos, sino que antes de
volverse a los cielos, se dignó proporcionarnos un Padre y un Pastor, hasta la
consumación de los siglos. La víspera de su Pasión, queriéndonos demostrar su
amor hasta el extremo, nos dejó su cuerpo por manjar y su sangre por bebida.
Después de su gloriosa Resurrección, cuando iba a subir a la diestra de su
Padre, y sus Apóstoles se hallaban reunidos en torno suyo, estableció su
Iglesia a manera de inmenso redil, diciendo a Pedro: Apacienta mis ovejas,
apacienta mis corderos. De este modo aseguraste, oh Cristo, la perpetuidad de
tu Iglesia y creaste en su seno la unidad, que es lo único que puede
conservarla y defenderla contra los enemigos de dentro y fuera. ¡Gloria a ti,
divino Arquitecto, que construiste tu inmortal edificio sobre Piedra firme!
Soplaron los vientos, se desencadenaron tempestades, se levantaron furiosas
olas, pero la casa se mantuvo en pie, porque estaba fundada sobre la roca (San Mateo, VII, 25.)
Oh Roma, recibe las nuevas
promesas de nuestro amor y los votos de fidelidad que te hacemos, en este día
en que toda la Iglesia proclama tu gloria y se felicita de estar edificada
sobre tu Piedra. Tú serás siempre nuestra Madre y Señora, nuestra guía y
esperanza. Tu fe será siempre la nuestra; porque quien no está contigo, no está
con Jesucristo. En ti son hermanos todos los hombres; no eres para nosotros una
ciudad extraña, ni tu Pontífice un soberano extranjero. Gracias a ti gozamos de
la vida de la inteligencia y del corazón; tú nos preparas para habitar un día
en aquella otra ciudad de la que eres reflejo, la ciudad celestial de la que
eres puerta.
Oh
Príncipe de los Apóstoles, bendice a las ovejas confiadas a tu guarda; y
acuérdate de las que están desgraciadamente fuera del redil. Naciones enteras
instruidas y civilizadas por tus sucesores, llevan una vida lánguida lejos de
ti, y ni siquiera sienten la desgracia de estar alejadas del Pastor. A unas
hiela y corrompe el cisma, otras son víctimas de la herejía. Sin contacto con
Cristo, visible en su Vicario, el Cristianismo se vuelve estéril y poco a poco
desaparece. Durante mucho tiempo doctrinas imprudentes que tienden a aminorar
los dones que el Señor confirió al que debe ser su representante hasta el fin
de los tiempos, han secado los corazones de sus adeptos; apenas han hecho más
que cambiar el culto de César por el servicio de Pedro. ¡Oh Supremo Pastor,
cura todos estos males! Apresura el retorno de las naciones separadas, y el fin
de la herejía del siglo dieciséis; abre los brazos a tu hija, la Iglesia de
Inglaterra, para que vuelva a florecer como en los tiempos pasados. Convierte a
los pueblos de Alemania y a los reinos del Norte; para que todos conozcan que
no hay salvación posible si no es a la sombra de tu Cátedra. Aniquila al
ingente monstruo del Septentrión, que amenaza al Asia y a Europa, y que por
todas partes destruye la verdadera religión. Devuelve el Oriente a su antigua
fidelidad, para que, después de tan largo eclipse, vuelva a ver surgir sus
Sedes Patriarcales en la unidad y obediencia a la única Sede Apostólica.
Finalmente, consérvanos a nosotros en la fe de Roma, y en la obediencia a tu
sucesor, ya que hasta ahora hemos permanecido fieles gracias a la misericordia
divina y a tu paternal cuidado. Instrúyenos en los misterios que te han sido
confiados; revélanos lo que el Padre celestial te ha revelado. Muéstranos a
Jesús, tu Señor; condúcenos a su cuna, para que como tú, y sin escandalizarnos
de sus humillaciones, tengamos la dicha de poder decirle contigo: Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios
vivo.
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