Hoy es Vicente, el Vencedor,
quien viene a unirse a la cuna de su jefe el Emmanuel y a su hermano Esteban,
el Coronado. Le vio
nacer España en la ciudad de Huesca; ejerció su oficio de Diácono en Zaragoza,
y por la fortaleza y ardor de su fe fue ya un presagio de lo que entre los
demás había de ser el Reino Católico. Pero no pertenece sólo a España; como
Esteban y Lorenzo, es héroe de la Cristiandad. El Diácono Esteban predicó a
Cristo a través de las piedras que llovían sobre él como sobre un blasfemo; el
Diácono Vicente confesó al Hijo de Dios sobre la parrilla candente, lo mismo
que Lorenzo. Este triunvirato de Mártires son el ornato de las Letanías, y sus
tres nombres simbólicos y predestinados, Corona, Laurel y Victoria, nos
anuncian a los más esforzados caballeros de la Iglesia.
Triunfó Vicente del fuego,
porque la llama de amor que le devoraba por dentro era más ardiente que la que
consumía su cuerpo. Acompañaron a sus duros combates admirables prodigios; pero
el Señor que se glorificaba en él no quiso que perdiese la corona, y en medio
de los tormentos, el santo Diácono sólo tenía un pensamiento, el de agradecer
con la entrega de su sangre y de su vida, el sacrificio que Dios hizo al sufrir
la muerte por él y por todos los hombres. ¡Con qué fidelidad y amor hace guardia estos días ante
la cuna de su Señor! Y ¡cómo desea que todos los que le visitan amen a este
Niño! ¡Cómo habría de clamar contra la tibieza de los cristianos que no llevan
al recién nacido más que corazones de hielo y divididos, él que no retrocedió
ante tantos sinsabores a trueque de entregarse completamente! A él se le pidió
la vida por partes y la entregó sonriente; ¿nos negaremos nosotros a remover
los obstáculos baladíes que nos impiden el comienzo de una nueva vida con
Jesús? Sea, pues, un acicate para nuestros corazones, el espectáculo de todos
estos Mártires que celebramos estos días; aprendamos a ser sencillos y
valerosos como ellos.
Una tradición antigua, hace a
San Vicente patrón de los trabajos de la viña y de los que se emplean en ellos.
Es una feliz idea y nos recuerda simbólicamente la parte que toma el Diácono en
el Sacrificio divino. Él es el que vierte en el cáliz el vino que se va a
convertir en seguida en la sangre de Cristo. Hace pocos días asistíamos al
banquete de Caná: Jesucristo nos brindaba en él, con el divino licor, el vino de su amor; hoy
nos lo presenta de nuevo, por mano de Vicente. El santo Diácono ha hecho sus
pruebas para hacerse digno de tan alto oficio, mezclando su propia sangre como
si fuera vino generoso, en la copa que contiene el precio de la salvación del
mundo. De este modo se realiza la palabra del Apóstol, que nos dice que los
Santos cumplen en su carne, por medio del mérito de sus sufrimientos, lo que
falta, no a la eficacia, sino a la plenitud del Sacrificio de Cristo, de quien
son miembros. (Colosenses
I, 24).
Te saludamos, oh Diácono
Vencedor, que tienes entre tus manos el Cáliz de la salud. En otro tiempo lo presentabas en el
altar, para que por las palabras de la consagración fuera trocado su licor en
la sangre de Cristo; lo
ofrecías a los fieles para que todos cuantos tuvieran sed de Dios se
saciasen en la fuente de la vida eterna. Hoy, tú mismo lo ofreces a Cristo;
está lleno hasta el borde
de tu propia sangre. De esta manera supiste ser un Diácono fiel,
llegando a dar tu propia vida en confirmación de los Misterios de que eras
dispensador. Tres siglos habían transcurrido desde la Inmolación de Esteban;
sesenta años desde que los miembros de Lorenzo eran asados en las parrillas de
Roma, levantando un perfume de incienso dulce y acre al mismo tiempo; y ahora
en la última de las persecuciones, la víspera del triunfo de la Iglesia, vas a
confirmar tú con tu constancia, que la fidelidad de los Diáconos no había
desaparecido.
La Iglesia está orgullosa de
tus triunfos, oh Vicente; acuérdate que después de Cristo, por ella luchaste. Senos pues, propicio; y
señala este día de tu fiesta con los efectos de tu protección. Ahora contemplas
ya cara a cara al Rey de los Siglos,
cuyo Caballero fuiste: sus resplandores eternos brillan ante tu mirada, serena
aunque deslumbrada. También nosotros le poseemos en este valle de lágrimas, también
nosotros le vemos, porque se llama Emmanuel, es decir Dios con nosotros. Pero a
nuestra vista se presenta como un débil niño, porque teme asustarnos con el
brillo de su gloria. No obstante eso, no dejes de infundir confianza en
nuestros corazones que se ven alguna vez atormentados por la idea de que ese
dulce Salvador ha de ser un día juez riguroso. La vista de lo que tú hiciste y
padeciste en su servicio nos emociona a quienes estamos tan vacíos de buenas
obras, y tan olvidados de los derechos de ese Señor. Haz que tus ejemplos no
pasen en vano delante de nuestros ojos. Ha venido a predicarnos la sencillez
infantil, esa sencillez que nace de la humildad y de la confianza, esa
sencillez que a ti te hizo afrontar tantos tormentos sin flaquear, y con ánimo
tranquilo.
Haznos dóciles para escuchar la
voz de Dios que nos habla con sus ejemplos; haznos tranquilos y alegres en el
cumplimiento de su voluntad, y entregados únicamente a su beneplácito.
Ruega por todos los cristianos,
porque todos están llamados a luchar contra el mundo y las pasiones de su
propio corazón. Todos somos invitados a la palma, a la corona, a la victoria.
Jesús no ha de admitir sino a los vencedores, al banquete de la gloria eterna,
a aquella mesa en que, según su promesa, ha de beber con nosotros el vino
nuevo, en el reino de su Padre. La túnica nupcial necesaria para poder entrar
allí, debe estar teñida en la sangre del Cordero; todos debemos ser mártires,
si no de hecho, al menos de deseo: porque poca cosa es haber vencido a los verdugos,
si no se ha vencido uno a sí mismo.
Asiste con tu ayuda a los
nuevos mártires que también hoy derraman su sangre, para que sean dignos de los
tiempos que te dieron a la Iglesia. Protege a España, tu patria, y a Hispanoamérica, su hija.
Pide al Emmanuel que haga nacer allí héroes esforzados y fieles como tú, para
que el reino Católico, tan celoso siempre de la pureza de la fe, continúe
siendo en todo tiempo la vanguardia de las naciones cristianas. No consientas
que en la Iglesia de Zaragoza, santificada por tu oficio de Diácono, se
debilite el sentimiento de la fe católica, ni se quebranten los lazos de su
unidad. Y ya que la piedad de los pueblos te honra como a protector de los
viñedos, bendice esa parte de la creación que el Señor destinó para uso del
hombre, y de la cual ha querido servirse como instrumento para el más excelso
de los misterios y uno de los más emocionantes símbolos de su amor para con
nosotros.
* * *
Hoy
también honra la Iglesia la memoria del santo monje persa Anastasio, que
padeció martirio entre el 626 y el 628. Al apoderarse Cosroes de Jerusalén, se llevó a Persia el
madero de la verdadera Cruz, más tarde recuperado por Heraclio. La vista del
sagrado madero despertó en Anastasio, todavía pagano, el deseo de conocer la
religión, de la que era trofeo. Renunció a la superstición persa, y abrazó el
cristianismo y la vida monástica. Este paso dado y su ardor de neófito, levantó
contra él el
resentimiento de los paganos, los cuales, después de espantosos tormentos,
cortaron la cabeza al soldado de Cristo. Su cuerpo fue trasladado a
Constantinopla, y de allí a Roma, donde descansa con honor. Dos célebres iglesias de esta capital,
una dentro de la ciudad y otra fuera de sus muros, están dedicadas a San
Vicente y a San Anastasio, porque los dos grandes mártires padecieron el mismo
día, aunque en épocas distintas. Ese es el motivo que movió a la Iglesia a
juntar las dos fiestas en una sola. Roguemos a este nuevo atleta de Cristo que
nos sea propicio, y que nos encomiende al Señor cuya cruz amó tanto.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario