(1209 p.c.) Guillermo de
Donjeon, que pertenecía a una ilustre familia de Nevers, fue educado por su tío
Pedro, archidiácono de Soissons. Muy joven fue hecho canónigo, primero de
Soissons y luego de París. Pero pronto decidió abandonar totalmente el mundo, y
se retiró a la soledad en la abadía de Grandmont. Ahí vivió con gran
regularidad la vida de esa austera orden, hasta que una disputa entre los
monjes de coro y los otros turbó la paz. Guillermo pasó entonces a la orden
cisterciense, que se distinguía por su fama de santidad. Tomó el hábito en la
abadía de Pontigny. Poco después fue elegido abad, primero de Fontaine-Jean, en la
diócesis de Sens, y después, del monasterio de Chaalis, mucho más importante, que había sido
construido por Luis el Gordo, en 1136. San Guillermo se consideró siempre como
el último de los monjes. La mansedumbre de su palabra daba testimonio del gozo
y la paz de su alma. La virtud era atractiva en él, a pesar de sus crueles
austeridades.
A la muerte de Enrique
de Sully, arzobispo de Bourges, el clero de la ciudad pidió a Eudo, obispo de
París, que le ayudase a elegir un pastor. Como todos querían a un abad del
Cister, depositaron sobre el altar el nombre de tres abades. Esta elección por
sorteo hubiera sido una superstición, si los electores hubieran esperado un
milagro. En realidad era muy razonable, ya que todas las personas propuestas
para el cargo parecían igualmente dotadas, y se encomendaba la elección a Dios,
poniendo toda la confianza en su Providencia ordinaria. Después de haber orado,
Eudo leyó el nombre de Guillermo, a quien, por otra parte, habían favorecido
casi todos los votos de los presentes. Era el 23 de noviembre del año 1200. La
noticia abrumó a Guillermo, quien "'jamás hubiera aceptado el cargo, si el
Papa Inocencio III y el abad de Cíteaux, no se lo hubieran mandado. Guillermo
abandonó la soledad con lágrimas en los ojos, y fue consagrado poco después.
El primer cuidado de San
Guillermo fue elevar su vida interior y exterior a la altura de su dignidad,
pues estaba persuadido de que el primer deber de un hombre es honrar a Dios en
su corazón. Redobló, pues sus penitencias, diciendo que su cargo le obligaba a
sacrificarse por los otros,
tanto o más que por sí mismo. Bajo el hábito religioso llevaba una
áspera camisa, y ni en el invierno, ni en el verano, cambiaba de manera de
vestir. Jamás comía carne, aunque sus huéspedes encontraban buena mesa en su
casa. No menos digna de encomio era su solicitud por su rebaño. Se preocupaba
especialmente por los pobres, a quienes prestaba socorro espiritual y material,
pues decía que Dios le había enviado sobre todo para ellos. Era muy indulgente
con los pecadores arrepentidos; en cambio se mostraba inflexible con los
impenitentes, aunque nunca invocó contra ellos el poder civil, como se
acostumbraba entonces. Tal actitud le ganó más de una conversión. Algunos
nobles, abusando de su bondad, usurparon los derechos de su iglesia; pero
Guillermo no se amilanó ante la amenaza de confiscación de bienes y llevó el
caso ante el rey. Su humildad y paciencia triunfaron en varias ocasiones de la
oposición de su capítulo y su clero. Guillermo convirtió a muchos albigenses, y
su última enfermedad le sorprendió cuando estaba preparando una misión para
esos herejes. A pesar de su padecimiento, decidió predicar un sermón de
despedida. Esto hizo que la fiebre aumentara y que Guillermo tuviese que
posponer su viaje. La noche siguiente, previendo que se acercaba el fin,
Guillermo insistió en adelantar el canto de los nocturnos, que tiene lugar a
medianoche; pero, habiendo trazado sobre sus labios la señal de la cruz, sólo
pudo pronunciar las dos primeras palabras. Entonces dio la señal a los
presentes de que le colocaran sobre un lecho de ceniza, y murió al amanecer del 10 de enero
de 1209. Su cuerpo fue sepultado en la catedral de Bourges. En 1217, después de
numerosos milagros, sus restos fueron depositados en un relicario. El Papa
Honorio III le canonizó al año siguiente.
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