Domenichino, San Gregorio Nacianceno,
Capilla de San Nilo, Grottaferrata
(390 P.C.) - San Gregorio de Nacianzo
fue declarado Doctor de la Iglesia y apodado "el teólogo", (título
que comparte con el Apóstol San Juan), por la habilidad con que defendió la
doctrina del Concilio de Nicea, Nació hacia el año 329, en Arianzo de
Capadocia. Era hijo de Santa Nona y San Gregorio el Mayor. Su padre era un
antiguo propietario y magistrado que, después de convertirse al cristianismo
junto con su esposa, recibió el sacerdocio y gobernó durante cuarenta y cinco
años la diócesis de Nacianzo. Sus hijos, Gregorio y Cesario, recibieron una
educación excelente. Después de haber hecho sus primeros estudios en Cesarea de
Capadocia, donde conoció a San Basilio, San Gregorio de Nacianzo, que quería
ser abogado, pasó a Cesarea, en Palestina, donde había una famosa escuela de
retórica. Más tarde volvió a reunirse con su hermano en Alejandría. En aquella
época, los estudiantes pasaban con facilidad de una escuela a otra; San
Gregorio, después de una corta estancia en Egipto, decidió ir a terminar sus
estudios en Atenas. Una furiosa tempestad que sacudió durante varios días la
nave en que iba Gregorio, le hizo caer en la cuenta del riesgo en que se
hallaba de perder su alma, ya que aún no había recibido el bautismo. Sin
embargo, no se bautizó sino hasta varios años después, probablemente porque
compartía la creencia de su época de que era muy difícil obtener el perdón de
los pecados cometidos después del bautismo. Gregorio pasó diez años en Atenas;
casi todo ese tiempo estuvo con San Basilio, de quien llegó a ser íntimo amigo.
Otro de sus compañeros, aunque no de sus amigos, fue el futuro emperador
Juliano, cuya afectación y extravagancia eran muy poco del gusto de los jóvenes
capadocios. Gregorio partió de Atenas a los treinta años de edad, después de
aprender cuanto sus maestros podían enseñarle. No sabemos exactamente qué
pensaba hacer en Nacianzo; en todo caso, si tenía intenciones de practicar su
carrera de leyes o enseñar retórica, modificó sus planes. Gregorio había sido
siempre muy devoto; pero por entonces abrazó una forma de vida mucho más
austera, transformado, según parece, por una profunda experiencia religiosa,
que tal vez fue el bautismo. Basilio, que vivía como solitario en el Ponto, en
las riberas del Iris, le invitó a reunirse con él, y Gregorio aceptó al punto.
En medio de aquel hermoso paisaje solitario, del que San Basilio nos dejó una
bellísima descripción, los dos amigos pasaron un par de años, consagrados a la
oración y al estudio; durante ellos, hicieron una colección de extractos de las
obras de Orígenes y echaron los fundamentos de la vida monástica de Oriente,
cuya influencia había de dejarse sentir también en el Occidente a través de San
Benito.
Gregorio tuvo que arrancarse de
aquel remanso de paz para ir a ayudar a su padre, que tenía ya ochenta años, en
la administración de su diócesis y de sus bienes. Pero el anciano, al que no
satisfacía plenamente la ayuda que su hijo le prestaba como laico, le ordenó
sacerdote más o menos por la fuerza, con la ayuda de algunos fieles.
Aterrorizado al verse elevado a la dignidad sacerdotal, de la que la conciencia
de su indignidad le había mantenido alejado hasta entonces, San Gregorio se
dejó llevar de su primer impulso y huyó en busca de su amigo Basilio. Sin
embargo, diez semanas más tarde, volvió a la casa de su padre, decidido a
aceptar las responsabilidades de su vocación. La apología que escribió sobre su
fuga es, en realidad, un tratado sobre el sacerdocio, en el que se fundaron
cuantos han escrito posteriormente sobre el tema, empezando por San Juan
Crisóstomo. Un incidente se encargó pronto de demostrar cuan necesaria era la
presencia de Gregorio en Nacianzo. Su padre y muchos otros prelados habían
aceptado las decisiones del Concilio de Rímini, con la esperanza de ganarse así
a los semiarrianos. Esto produjo una violenta reacción entre los mejores
católicos, especialmente entre los monjes, y sólo la habilidad de San Gregorio
consiguió evitar el cisma. Todavía se conserva el discurso que pronunció el día
de la reconciliación, así como dos oraciones fúnebres de la misma época: la de
su hermano San Cesario, que había sido médico del emperador en Constantinopla,
en el año 369 y la de su hermana Santa Gorgonia.
El año 370, San Basilio fue
elegido metropolitano de Cesarea. En aquella época, el emperador Valente y el
procurador Modesto hacían lo imposible por introducir el arrianismo en Capadocia
y San Basilio se convirtió en el principal obstáculo para la realización de sus
planes. Con el objeto de disminuir la influencia de este último, Valente
dividió la Capadocia en dos provincias e hizo de la ciudad de Tiana la capital
de la nueva. El obispo de Tiana, Antimo, reclamó inmediatamente la jurisdicción
archiepiscopal sobre la nueva provincia; pero San Basilio arguyó que la nueva
división política no afectaba en nada su autoridad de metropolitano. A fin de
consolidar su posición, contando con un amigo en el territorio en disputa, San
Basilio nombró a San Gregorio obispo de la nueva diócesis de Sásima, ciudad
malsana y miserable, que se hallaba situada en la frontera de las dos
provincias. Gregorio aceptó contra su voluntad la consagración, pero nunca se
trasladó a Sásima, cuyo gobernador era su enemigo declarado. San Basilio acusó
de cobardía a San Gregorio, el cual declaró que no estaba dispuesto a batirse
por una diócesis. Aunque más tarde volvieron a reconciliarse los dos amigos,
San Gregorio quedó herido y su amistad no volvió a ser nunca tan íntima como
antes. San Gregorio permaneció, pues, en Nacianzo, actuando como coadjutor de
su padre, quien murió al año siguiente. A pesar de su deseo de retirarse a la
soledad, San Gregorio tuvo que aceptar el gobierno de la diócesis, hasta que
fuese nombrado el nuevo obispo. Pero la enfermedad le obligó a retirarse a
Seleucia, el año 375 y ahí permaneció cinco años.
A la muerte del emperador
Valente, cesó la persecución contra la Iglesia. Naturalmente, los obispos
decidieron enviar a los más celosos y cultos de sus hombres a las ciudades y
provincias que más habían sufrido con la persecución. La Iglesia de
Constantinopla era, sin duda, la que se hallaba en peor estado, ya que estuvo
sometida a la influencia de los arrianos durante treinta o cuarenta años, y no
tenía una sola iglesia para reunir a los que habían permanecido fieles al
catolicismo. Un consejo episcopal invitó a San Gregorio a encargarse de la
restauración de la fe en Constantinopla. Éste, cuyo temperamento sensible y
pacífico le hacía temer aquel remolino de intrigas, corrupción y violencia, se
negó al principio a salir de su retiro, pero finalmente aceptó. Sus pruebas
empezaron desde que llegó a Constantinopla, pues el populacho, acostumbrado a
la pompa y al esplendor, recibió con recelo a aquel hombrecillo mal vestido,
calvo y prematuramente encorvado. San Gregorio se alojó al principio en casa de
unos amigos, que pronto se transformó en iglesia, y le dio el nombre de
"Anastasia", es decir, el sitio en que la fe iba a resucitar. En
aquel reducido santuario se dedicó a predicar e instruir al pueblo. Ahí fue
donde predicó sus célebres sermones sobre la Santísima Trinidad que le
merecieron el título de "el teólogo", por la profundidad con que captó
la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo Poco a poco creció su fama y la
capacidad de su iglesia resultó insuficiente. Por su parte, los arríanos y los
apolinaristas no dejaban de esparcir insultos y calumnias contra él. En una
ocasión llegaron incluso a irrumpir en la iglesia para arrastrar a San Gregorio
a los tribunales. Pero el santo se consolaba al saber que, si la fuerza estaba
del lado de sus enemigos, la verdad, en cambio, estaba de su parte; si ellos
poseían las iglesias, él tenía a Dios; si el pueblo apoyaba a sus adversarios,
los ángeles le sostenían a él. San Gregorio se ganó la estima de los más
grandes hombres de su tiempo: San Evagrio del Ponto se trasladó a
Constantinopla para ayudarle como archidiácono y San Jerónimo fue del desierto
de Siria a Constantinopla, para oír las enseñanzas de San Gregorio.
Pero siguió la lluvia de
pruebas sobre el campeón de Cristo, tanto por parte de los herejes como de sus
propios fieles. Un tal Máximo, un aventurero al que el santo había prestado
oídos y alabado públicamente, se hizo consagrar obispo por unos prelados que se
hallaban de paso en la ciudad y aprovechó una enfermedad de San Gregorio para
apoderarse de la sede. Este consiguió imponerse sobre el usurpador, pero el
incidente le dolió mucho, sobre todo cuando supo que varios de aquellos a
quienes él consideraba amigos habían apoyado a Máximo.
En los
primeros meses del año 380, el obispo de Tesalónica confirió el bautismo al
emperador Teodosio. Poco después, éste promulgó un edicto por el que obligaba a
sus súbditos bizantinos a practicar la fe católica, tal como la profesaban el
Papa y el arzobispo de Alejandría. En Constantinopla, Teodosio puso al obispo
arriano ante la disyuntiva de aceptar la fe de Nicea o abandonar la ciudad. El
prelado escogió el destierro y Teodosio determinó instalar a San Gregorio en su
lugar, ya que hasta entonces había sido prácticamente obispo en Constantinopla,
pero no obispo de Constantinopla. Un sínodo confirmó el nombramiento de San
Gregorio, quien fue entronizado en la catedral de Santa Sofía, en medio de las
aclamaciones del pueblo. Pero su gobierno duró apenas unas cuantos meses. Sus
antiguos enemigos se levantaron contra él y la hostilidad no hizo sino
aumentar, ante la decisión de San Gregorio sobre el asunto de la sede vacante
de Antioquía. El pueblo empezó a dudar sobre la validez de la elección del
santo, quien fue objeto de algunos atentados. Tan amante de la paz como
siempre, y temeroso de que la inquietud del pueblo llevase al derramamiento de
sangre, San Gregorio determinó renunciar a su cargo: "Si mi gobierno de la diócesis produce
disturbios —manifestó ante la asamblea— estoy dispuesto, como Jonás, a dejarme
arrojar al mar para calmar la tempestad, aunque no la he provocado yo. Si todos
siguiesen mi ejemplo, la Iglesia gozaría pronto de la paz. Yo jamás aspiré a la
dignidad que ocupo y la acepté contra mi voluntad. Por consiguiente, si lo
juzgáis conveniente, estoy dispuesto a partir." El emperador
acabó por dar su consentimiento y San Gregorio pronunció un noble y conmovedor
discurso de despedida. Su tarea, ahí, estaba terminada; quedaba encendida de
nuevo la llama de la fe, que se había apagado en Constantinopla y la mantuvo
encendida en las horas más sombrías por las que había atravesado la Iglesia. Un
rasgo característico del santo fue el que mantuvo siempre relaciones cordiales
con su sucesor, Nectario, quien le era inferior en todo, excepto en la nobleza
del linaje.
San Gregorio pasó algunas
temporadas en las posesiones que había heredado y en Nacianzo, donde aún no se
había instalado el sucesor de su padre. Pero el año 383, después de lograr que
su primo Eulalio fuese elegido para ocupar la sede vacante, se retiró por
completo a la vida privada, en la paz de su hermoso parque, donde había un
bosquecillo y una fuente. Pero aun ahí practicaba la mortificación, ya que
jamás se calzaba ni encendía fuego. Hacia el fin de su vida, escribió una serie
de poemas religiosos, tan bellos como edificantes. Dichos poemas son muy
interesantes desde el punto de vista biográfico y literario, ya que el santo
cuenta en ellos su vida y sus sufrimientos; su forma exquisita raya a veces en lo
sublime. La fama de escritor de que ha gozado San Gregorio hasta nuestros días,
se debe a esos poemas, a sus sermones y a sus deliciosas cartas. San Gregorio
murió en su retiro, el año 309. Sus restos, que fueron primero trasladados de Nacianzo
a Constantinopla, reposan actualmente en San Pedro de Roma.
San
Gregorio gustaba de hablar de la condescendencia que Dios había mostrado a los
hombres. En una de sus cartas, escribía: "Admirad la extraordinaria bondad de Dios, que se digna
tomar en cuenta nuestros deseos como si tuviesen gran valor. Desea
ardientemente que le busquemos y le amemos y recibe nuestras peticiones como si
se tratase de un favor o un beneficio que los hombres le hiciésemos. Dios tiene
más gozo en dar que nosotros en recibir. Lo único que no soporta es que le
pidamos tibiamente y que pongamos límites a nuestras peticiones. Pedirle cosas frívolas
sería hacer una ofensa a la liberalidad con que Dios está dispuesto a
oírnos."
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