Lorenzo Lotto, La caridad de San Antonino de
Florencia: 1542, Basílica de San Pablo, Venecia
(1459 D.C.) - San Antonino es,
sin duda, el prelado que mejor supo ganarse el cariño y la veneración de los
florentinos, entre todos los obispos que han gobernado esa diócesis en el curso
de los siglos. Su padre, llamado Nicolás Pierozzi, era un ciudadano de buena familia
que ejercía el cargo de notario de la República: El santo recibió, en el
bautismo, el nombre de Antonio; pero sus compañeros le llamaron desde niño
«Antonino», por su bondad y corta estatura. Antonino era un muchacho serio y
muy amante de la oración. Asistía frecuentemente a los sermones del Beato Juan
Dominici, que era entonces prior de Santa María Novella; a los quince años,
pidió la admisión en la Orden de Santo Domingo. El Beato Juan, juzgándole
demasiado débil para ese género de vida, trató de desalentarle, mandándole que
aprendiese de memoria el «Decretum Gratiani». Un año más tarde, recitó todo el
decreto y fue admitido al punto. Antonino fue el primer postulante que tomó el
hábito en el nuevo convento que el Beato Juan había construido en Fiésole. Fue
enviado al noviciado de Cortona, donde tuvo por maestro de novicios al Beato
Lorenzo de Ripafratta y, por compañeros, al Beato Pedro Capucci y al
famosísimo artista Fra Angélico da Fiésole. Pronto demostró Antonino sus
excepcionales dotes de hombre de estudios y de gobierno. Era todavía muy joven,
cuando fue elegido superior del gran convento de la Minerva en Roma; después
fue, sucesivamente, prior en Nápoles, Gaeta, Cortona, Siena, Fiésole y
Florencia. Como superior de las congregaciones reformadas de Nápoles y Toscana
y, como superior a cargo de la Provincia Romana, Antonino puso celosamente en
vigor las medidas que el Beato Juan Dominici había dictado para restaurar la
primitiva observancia. Asimismo, en 1436, fundó en Florencia el famoso convento
de San Marcos; los silvestrinos habían ocupado antes esos edificios, pero San
Antonino los reconstruyó prácticamente, según los planos de Michelozzi y
encargó a Fra Angélico que los decorase con frescos.
Cosme de Médici, por su parte,
reconstruyó con gran magnificencia la iglesia adyacente (del siglo XIII) y la
puso a disposición de los dominicos. Además del desempeño de sus deberes
oficiales, San Antonino predicaba frecuentemente, y las obras que escribió le
hicieron muy famoso. Recibía consultas de Roma y de toda la cristiandad,
particularmente sobre puntos de derecho canónico. El papa Eugenio IV le invitó
al Concilio de Florencia; el santo asistió a todas las sesiones. Se hallaba
ocupado en la reforma de los conventos de la provincia de Nápoles cuando se
enteró, con gran pena, de que el Papa le había nombrado Arzobispo de Florencia.
En vano alegó su incapacidad, su mala salud y su avanzada edad; Eugenio IV se
mostró inflexible. San Antonino fue consagrado en marzo de 1446, con gran
júbilo por parte de los florentinos.
El santo practicó estrictamente
las reglas de su orden, en cuanto se lo permitían sus deberes. En su casa
reinaba la mayor sencillez. Su servidumbre constaba únicamente de seis criados;
no tenía vajilla de plata ni caballos. Una vez vendió la única mula que poseía,
pero algún ciudadano rico la compró y la regaló al santo quien, desde entonces,
renovó con frecuencia el procedimiento. San Antonino recibía, diariamente, a
cuantos deseaban verle, pero protegía de modo especial a los pobres, a cuya
disposición estaban su bolsa y su despensa. Cuando ambas se agotaban, el santo
arzobispo vendía los muebles de su casa y sus propios vestidos. Para socorrer a
los pobres vergonzantes, fundó una asociación consagrada a San Martín y pudo
ayudar así a miles de familias.
Aunque era de temperamento
bondadoso, sabía mostrarse firme y decidido cuando las circunstancias lo
exigían. Acabó con los juegos de azar en su diócesis, se opuso vigorosamente a
la usura y a la magia y ejecutó toda clase de reformas. Además de predicar
todos los domingos y fiestas, visitaba una vez al año su diócesis, viajando
siempre a pie. Su fama de prudencia e integridad era tal, que cuantos ejercían
alguna autoridad, así clérigos como laicos, le consultaban incesantemente. Sus
sabias respuestas le merecieron el título de «El Consejero». Cuando Eugenio IV
se hallaba en su lecho de muerte, mandó llamar a San Antonino a Roma, recibió
de sus manos los últimos sacramentos y murió en sus brazos. Nicolás V le
consultaba en materias de Iglesia y Estado, prohibió que se pudiese apelar a
Roma sobre las decisiones del arzobispo y declaró que éste era tan digno del
honor de los altares como San Bernardino de Siena, a quien iba a canonizar. Pío
II escogió a San Antonino para que formase parte de la comisión encargada de la
reforma de la corte pontificia. El santo no era menos estimado por el gobierno
de Florencia, que le confió importantes embajadas y le hubiese enviado de
representante ante el emperador, si la enfermedad no hubiera impedido al santo
salir de Florencia.
Durante una severa epidemia de
peste, que duró más de un año, el santo arzobispo trabajó incansablemente para
asistir a los enfermos y, con su ejemplo, movió al clero a hacer lo propio.
Muchos de los frailes de Santa María Novella, Fiésole y San Marcos, murieron en
la epidemia. Como de costumbre, al flagelo siguió el hambre. El santo se privó
entonces hasta de lo más necesario y consiguió la ayuda del papa Nicolás V,
quien era incapaz de negarle algo. A partir de 1453, Florencia se vio asolada
durante dos años por frecuentes terremotos y una tempestad destruyó un barrio
de la ciudad. San Antonino sostuvo a las víctimas, reconstruyó las ruinas y dio
la mano a todos. También curó a muchos enfermos, pues toda la ciudad sabía que
estaba dotado con el don de hacer milagros. Cosme de Médici afirmó públicamente
que la preservación de la ciudad y de los peligros que la amenazaban, se debía
en gran parte a los méritos y oraciones de su santo arzobispo. San Antonino fue
oficialmente canonizado en 1523.
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