(1085 D.C.) - Como introducción
a la vida de Gregorio VII, los bolandistas hacen notar, en Acta Sanctorum, que
el santo fue muy perseguido en vida y muy calumniado después de su muerte. Sin
embargo, hemos de decir con gran satisfacción que, si en una época estuvo a la
orden del día denigrar al gran Pontífice como si hubiese sido un tirano, los
historiadores modernos admiten por unanimidad que el motivo que inspiró a
Gregorio VII no fue la ambición sino un celo incontenible por hacer reinar la
justicia en la tierra.
San Gregorio nació en la aldea
de Rovaco, en la Toscana, cerca de Saona. Su nombre de bautismo era
Hildebrando. No sabemos nada sobre sus padres. Cuando joven, fue a vivir en
Roma, al cuidado de un tío suyo, que era superior del monasterio de Santa
María, en el Aventino. Hizo sus estudios en la escuela de Letrán. Uno de sus
maestros, Juan Gracián, estimaba tanto a su discípulo que, al ser elevado al
trono pontificio con el nombre de Gregorio VI, le escogió como secretario.
Después de la muerte de aquel pontífice acontecida en Alemania, Hildebrando se
retiró, según cuenta la tradición, a la abadía de Cluny, donde San Odilón era
abad y San Hugo prior. Hildebrando hubiese querido terminar ahí sus días; pero
el obispo de Toul, Bruno, que fue elegido Papa, le pidió que volviese con él a
Roma. Hildebrando desempeñó entonces el cargo de "economus" de San
León IX y restableció el orden en la ciudad y en la tesorería pontificia;
además apoyó al Papa en todas las reformas que éste emprendió. Como fue también
el consejero principal de los cuatro sucesores de San León IX, muchos le
consideraban como "el hombre del poder". Así pues, a nadie sorprendió
el hecho de que el cardenal archidiácono Hildebrando fuese elegido Papa, por
aclamación, a la muerte de Alejandro II, en 1073. Hildebrando adoptó el nombre
de Gregorio VII.
El nuevo Pontífice tenía
razones para sentirse abrumado ante la tarea que le esperaba. Una cosa era
denunciar los abusos que pululaban en la Iglesia, como lo hacía su amigo San
Pedro Damián y aun blandir la espada de la justicia al servicio de otros Papas,
como él mismo lo había hecho antes; y otra, muy distinta, sentirse como vicario
de Cristo en la tierra, responsable ante Dios por la supresión de dichos abusos.
No había en la Iglesia nadie mejor preparado que Gregorio VII para desempeñar
esa tarea. Guillermo de Metz le escribió: "En vos, que habéis alcanzado la
cumbre del poder, están fijos todos los ojos. El pueblo cristiano sabe los
gloriosos combates que habéis sostenido en puestos menos importantes y espera,
unánimemente, oír de vos grandes cosas." Esa esperanza no se vio
frustrada.
Gregorio no podía soñar con el
apoyo de las autoridades para llevar a cabo las reformas que proyectaba. De los
monarcas de la época, el mejor era Guillermo el Conquistador, por más que en
ciertos momentos había dado muestras de gran crueldad. En Alemania reinaba el
emperador Enrique IV, joven de treinta y tres años, disoluto, sediento de oro y
tiránico. En cuanto a Felipe I de Francia, se ha dicho que "su reinado fue
el más largo y desastroso de que conservan memoria los anales de su
patria". Las autoridades eclesiásticas no estaban menos corrompidas que
los príncipes seculares, a los que se habían esclavizado; los reyes y los nobles
vendían los obispados y las abadías al mejor postor, cuando no las concedían a
sus favoritos. La simonía era práctica general, y el celibato clerical estaba
tan de capa caída, que en muchas regiones los sacerdotes llevaban abiertamente
vida conyugal, utilizaban los diezmos y limosnas de los fieles para el
sostenimiento de sus familias y, en algunos casos, llegaban incluso a legar sus
beneficios a sus hijos. Gregorio VII iba a pasar el resto de su vida entregado
a la lucha heroica por libertar y purificar a la Iglesia suprimiendo la simonía
y la incontinencia de los clérigos y aboliendo el sistema vigente de las
investiduras. Según ese método, los laicos podían conceder beneficios
eclesiásticos y ser investidos para obtenerlos, mediante la presentación del
báculo y el anillo pastorales.
Poco después de su acceso al
trono pontificio, Gregorio depuso al arzobispo de Milán, Godofredo, que había
comprado su beneficio. En el primer sínodo romano que se llevó a cabo bajo su
pontificado, el nuevo Papa publicó decretos muy severos contra la simonía y el
matrimonio de los sacerdotes. Esos decretos no sólo privaban de jurisdicción y
de todo beneficio eclesiástico a los sacerdotes casados, sino que ordenaban a
los fieles que se abstuviesen de recibir los sacramentos de sus manos.
Naturalmente esto provocó gran hostilidad contra Gregorio VII, sobre todo en
Francia y en Alemania. Una asamblea, reunida en París, declaró que los decretos
pontificios eran intolerables e irracionales, ya que hacían depender la validez
de los sacramentos de la virtud personal de quien los administraba. Pero San
Gregorio no se amilanó ante la oposición, ni se desvió de la línea de conducta
que se había fijado. En el siguiente sínodo romano fue todavía más lejos,
puesto que suprimió de golpe las investiduras de los laicos y lanzó la
excomunión contra "toda persona, aunque se tratase del emperador o del
rey, que osare conferir investiduras relacionadas con cualquier beneficio
eclesiástico". Para promulgar y poner en práctica dichos decretos, Gregorio
envió legados a toda la cristiandad, pues no podía confiar en los obispos. Los
legados, que generalmente eran monjes a quienes el Papa conocía y había probado
suficientemente, le sirvieron con gran valor y eficacia en aquella época
excepcionalmente difícil.
En Inglaterra, Guillermo el
Conquistador se negó a renunciar al derecho de conferir investiduras y a rendir
vasallaje al Pontífice. Como se sabe, en aquellos tiempos varios príncipes
cristianos habían puesto sus reinos bajo la protección de la Santa Sede. Pero
en cambio, aceptó los otros decretos pontificios y Gregorio VII, que según
parece, tenía confianza en él, no insistió en que renunciase al derecho de
investidura. En Francia, gracias a la energía del legado, Hugo de Die, las
reformas fueron aceptadas y puestas en práctica poco a poco; pero la lucha fue
larga y el Papa tuvo que deponer a casi todos los obispos. Sin embargo, quien
opuso mayor resistencia fue el emperador Enrique IV, el cual levantó contra el
Papa al clero de Alemania y del norte de Italia, así como a los nobles romanos
de tendencias antipapistas. Gregorio VII fue hecho prisionero mientras celebraba
la misa de Navidad, en Santa María la Mayor y estuvo en manos de sus enemigos
varias horas, hasta que el pueblo le rescató. Poco después, un conciliábulo de
obispos, reunido en Worms, hizo varias acusaciones al Papa; los obispos de
Lombardía le rehusaron obediencia, y el emperador envió a Roma un legado para
que informase a los cardenales que Gregorio era un usurpador y que él estaba
decidido a arrojarle del trono pontificio. Al día siguiente, Gregorio excomulgó
solemnemente al emperador y desligó a sus súbditos de la obligación de obedecer
a Enrique IV. Fue ése un acto que debía tener una repercusión inmensa en la
historia del Papado.
También fue una oportunidad
para los nobles germánicos, que deseaban deshacerse del emperador. En octubre
de 1076 celebraron una reunión y decidieron que el emperador perdería la corona
si antes de un año no recibía la absolución pontificia y no comparecía ante un
concilio que Gregorio VII iba a presidir en Augsburgo, en febrero del año
siguiente. Enrique IV resolvió salvarse, fingiendo someterse. Acompañado de su
esposa, su hijo y un servidor, cruzó los Alpes en lo más crudo del invierno y
se presentó en el castillo de Canossa, entre Módena y Parma, donde se hallaba
el Papa. Éste se negó a recibirle, y el emperador pasó tres días a la puerta
del castillo, vestido con hábito de penitente. Algunos historiadores han
tachado de cruel y arrogante la conducta del Pontífice; pero, probablemente
Gregorio VII había reflexionado ya sobre lo que debía hacer. En realidad,
Gregorio VII no tenía más alternativa que suponer la buena fe del emperador,
pues éste había ido como penitente; así pues, acabó por recibir a Enrique IV, a
quien dio la absolución después de haber oído su confesión.
La expresión "ir a
Canossa" se ha convertido en el símbolo del triunfo de la Iglesia sobre el
Estado. Pero en realidad, aquel fue un triunfo de la astucia política de
Enrique IV, ya que, por una parte, el emperador no renunció nunca a su
pretensión de conferir las investiduras eclesiásticas y por otra, los
acontecimientos posteriores llevaron a Gregorio VII casi a la ruina.
A pesar de la resistencia que
opuso Enrique IV, en 1077 algunos de los nobles eligieron a su cuñado, Rodolfo
de Suabia, para que le sustituyese en el cargo. San Gregorio trató de
permanecer neutral durante algún tiempo; pero, finalmente, tuvo que excomulgar
de nuevo a Enrique IV y apoyar la candidatura de Rodolfo, quien murió en una
batalla. Por su parte, Enrique IV promovió la elección de Guiberto, arzobispo
de Ravena, como antipapa y, después de la muerte de Rodolfo de Suabia, se
dirigió a Italia a la cabeza de un ejército. Roma cayó al cabo de tres años de
sitio. San Gregorio se retiró al castillo de Sant' Angelo y permaneció ahí
hasta que fue a rescatarle el duque de Calabria, Roberto Guiscardo. Sin
embargo, los excesos de las tropas de Roberto provocaron la furia del pueblo
romano y San Gregorio, que había llamado en su auxilio a los normandos, fue
víctima de la antipatía del ejército de Roberto. A consecuencia de ello, tuvo
que retirarse a Montecasino primero y después a Salerno, humillado, enfermo y
abandonado por treinta de sus cardenales.
San Gregorio lanzó un último
llamamiento a todos los que creían "que el bienaventurado Pedro es el
padre de todos los cristianos y su jefe y pastor en nombre de Cristo y que la
Santa Iglesia Romana es la madre y maestra de todas las Iglesias". Al año
siguiente murió, el 25 de mayo de 1085. En su lecho de muerte, Gregorio perdonó
a todos sus enemigos y levantó las excomuniones que había fulminado, excepto la
de Enrique IV y la de Guiberto de Ravena. Sus últimas palabras fueron las siguientes:
"He amado la justicia y odiado la iniquidad; por ello muero en el
destierro".
San Gregorio VII fue
ciertamente uno de los Papas más grandes, aunque no dejó de cometer algunos
errores. Sus fallas, que lo fueron más bien del mundo en que vivió, le han ganado
la antipatía de numerosos historiadores. Lo que sí se puede afirmar a ciencia
cierta, es que no fue ambicioso y que consagró todos sus esfuerzos a purificar
y fortalecer a la Iglesia, porque veía en ella a la Iglesia de Dios y quería
convertirla en un refugio de paz y caridad sobre la tierra. El Cardenal Baronio
introdujo el nombre de Gregorio VII en el Martirologio Romano, dándole el
título de beato y no de santo. El Papa Benedicto XIII, en 1728 elevó la
conmemoración de San Gregorio a la categoría de fiesta de la Iglesia universal,
con gran indignación de los galicanos franceses.
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