(1814 D.C.) - En la fecha de hoy, la Iglesia conmemora, una vez más, a la Santísima Virgen, bajo su advocación de María, Auxilio de los Cristianos. La devoción por esta festividad, instituida a principios del siglo pasado por el Papa Pío VII, fue en constante aumento y alcanzó su mayor incremento, que subsiste hasta nuestros días, cuando Don Bosco congregó a una numerosa y entusiasta juventud femenina, en los colegios, los liceos y la orden religiosa de María Auxiliadora.
La historia del establecimiento
de la fiesta de María Auxiliadora no puede ser más conmovedora y edificante. La
Revolución Francesa había asestado un duro golpe a la Iglesia y desquiciado
completamente a la religión cristiana. En 1799, el joven y valiente general
Napoleón Bonaparte derrocó al Directorio, asumió el gobierno, acabó con la
Revolución y dedicó todos sus esfuerzos a apaciguar los ánimos y a poner en
orden a la sociedad. Como Napoleón estaba profundamente convencido de la
influencia benéfica que la religión cristiana ejerce sobre los pueblos, desde
el principio de su gobierno, determinó restablecer el catolicismo en Francia.
Anuló las leyes revolucionarias de proscripción, permitió a los sacerdotes
regresar a sus iglesias, devolvió a los obispos sus catedrales, parroquias y
seminarios, y ajustó con el Papa Pío VII un concordato para arreglar de manera
permanente los asuntos eclesiásticos. Con aquellas medidas, Francia volvió a
ser, en poco tiempo, un país floreciente, próspero y cada vez más poderoso. Al
mismo tiempo, Napoleón, embriagado por sus triunfos y arrastrado por su
ambición desordenada, exigió al Papa algunas cosas que el jefe de la Iglesia no
podía conceder, como por ejemplo, anular el legítimo matrimonio de un hermano
del emperador, o cerrar los puertos de los Estados Pontificios a los ingleses,
los suecos y los rusos. A los emisarios de Napoleón que se presentaron en el
Vaticano con semejantes pretensiones, Pío VII les respondió con firmeza:
"Nos somos el padre de la cristiandad y a nadie trataremos como
enemigo". Aquello bastó para que se enardecieran las pasiones del
emperador, que se enfureció ante la firme resistencia del Pontífice, y se lanzó
contra el jefe de la Iglesia. En 1809, Napoleón se apoderó de los Estados
Pontificios y, después, tuvo la osadía de aprehender a Pío VII. El Papa fue
conducido a Savona y, más tarde, al castillo de Fontainebleau, donde quedó en
calidad de prisionero. Se dice que a diario durante los cinco años que estuvo
preso, dedicaba especialmente una parte del tiempo de sus oraciones a María
Santísima, Auxilio de los Cristianos, para que protegiese a la Iglesia
perseguida, desgobernada y desamparada.
En aquel lapso, la buena
fortuna dio la espalda a Napoleón y, tras una serie de reveses militares, se
produjo la caída del Imperio a principios de 1814. Precisamente en el castillo
de Fontainebleau, donde se hallaba prisionero el Papa, firmó el emperador su
abdicación. Al jefe de la Iglesia le fueron devueltos los Estados Pontificios,
se firmó un acuerdo en el que se proclamaba que, "el poder espiritual
recobraría todos sus derechos y la posición de donde lo había lanzado la
conquista francesa" y, el 24 de mayo de 1814, Pío VII hizo una entrada
triunfal en Roma, entre el doblar de las campanas, las delirantes aclamaciones
de la multitud y lluvias de flores, para ocupar su Sede.
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