(387 D.C.) - La Iglesia venera
a Santa Mónica, santa esposa y santa viuda, que no sólo dio la vida corporal al
famosísimo doctor San Agustín, sino que fue el principal instrumento de que
Dios se valió para darle la vida de la gracia. Mónica nació en África del Norte,
probablemente en Tagaste, a cien kilómetros de Cartago, el año 332. Sus padres,
que eran cristianos, confiaron la educación de la niña a una institutriz que
sabía formar a sus pupilas, aunque las trataba con cierta rudeza. Una de las
costumbres que les inculcaba, era la de no beber nunca entre comidas.
"Ahora queréis agua —les decía—; pero cuando seáis amas de casa y tengáis
la bodega a vuestra disposición, querréis vino, de suerte que tenéis que
acostumbraros desde ahora." Pero cuando Mónica tenía ya la edad suficiente
para que le encargasen que trajera el vino de la bodega, olvidó los excelentes
consejos de la institutriz; empezó por beber unos traguitos a escondidas y
acabó por beber vasos enteros. Pero cierto día un esclavo que la había visto
beber y con quien Mónica tuvo un altercado, la llamó "borracha". La
joven sintió tal vergüenza, que no volvió a ceder jamás a la tentación. A lo
que parece, desde el día de su bautismo, que tuvo lugar poco después de aquel
incidente, llevó una vida ejemplar en todos sentidos.
Cuando llegó a la edad de
contraer matrimonio, sus padres la casaron con un ciudadano de Tagaste, llamado
Patricio. Era éste un pagano que no carecía de cualidades, pero era de
temperamento muy violento y vida disoluta. Mónica tuvo que perdonarle muchas
cosas, pero todo lo soportó con la paciencia de un carácter fuerte y bien
disciplinado. Por su parte, Patricio, aunque criticaba la piedad de su esposa y
su liberalidad para con los pobres, la respetó siempre mucho, y ni en sus
peores explosiones de cólera, levantó la mano contra ella. Cuando otras mujeres
casadas se quejaban con Mónica de la conducta de sus maridos y le mostraban las
huellas de los golpes que habían recibido, la santa no vacilaba en decirles que
muy probablemente lo habían merecido por tener la lengua tan suelta. A la
larga, Mónica, con su ejemplo y oraciones, convirtió al cristianismo no sólo a
su esposo, sino también a su suegra, mujer de carácter difícil, cuya presencia
constante en el hogar de su hijo había dificultado aún más la vida de Mónica.
Patricio murió santamente en 371, al año siguiente de su bautismo. Tres de sus
hijos habían sobrevivido, dos hombres y una mujer. Las ambiciones de Patricio y
Mónica se habían concentrado en el primogénito, Agustín, que era
extraordinariamente inteligente, por lo que habían decidido darle la mejor
educación posible. Pero el carácter caprichoso, egoísta e indolente del joven
había hecho sufrir mucho a su madre. Agustín había sido catecúmeno en la
adolescencia y, durante una enfermedad que le había puesto a las puertas de la
muerte, estuvo a punto de recibir el bautismo; pero al recuperar rápidamente la
salud, pospuso el cumplimiento de sus buenos propósitos. Cuando murió su padre,
Agustín tenía diecisiete años y estudiaba retórica en Cartago. Dos años más
tarde, Mónica tuvo la enorme pena de saber que su hijo llevaba una vida
disoluta y había abrazado la herejía maniquea. Cuando Agustín volvió a Tagaste,
Mónica le cerró las puertas de su casa durante algún tiempo, para no oír las
blasfemias del joven. Pero una consoladora visión que tuvo la hizo tratar menos
severamente a su hijo. Soñó, en efecto, que se hallaba en el bosque, llorando
la caída de Agustín, cuando se le acercó un personaje resplandeciente y le
preguntó la causa de su pena. Después de escucharla, le dijo que secase sus
lágrimas y añadió: "Tu hijo está contigo." Mónica volvió los ojos
hacia el sitio que le señalaba y vio a Agustín a su lado. Cuando Mónica contó a
Agustín si sueño, el joven respondió con desenvoltura que Mónica no tenía más
que renunciar al cristianismo para estar con él; pero la santa respondió al
punto: "No se me dijo que yo estaba contigo, sino que tú estabas
conmigo."
Esta hábil respuesta impresionó
mucho a Agustín, quien más tarde la consideraba como una inspiración del cielo.
La escena que acabamos de narrar, tuvo lugar hacia fines del año 337, es decir,
casi nueve años antes de la conversión de Agustín. En todo ese tiempo, Mónica
no dejó de orar y llorar por su hijo, de ayunar y velar, de rogar a los
miembros del clero que discutiesen con él, por más que éstos le aseguraban que
era inútil hacerlo, dadas las disposiciones de Agustín. Un obispo, que había
sido maniqueo, respondió sabiamente a las súplicas de Mónica: "Vuestro
hijo está actualmente obstinado en el error, pero ya vendrá la hora de
Dios." Como Mónica siguiese insistiendo, el obispo pronunció las famosas
palabras: "Estad tranquila, es imposible que se pierda el hijo de tantas
lágrimas." La respuesta del obispo y el recuerdo de la visión eran el
único consuelo de Mónica, pues Agustín no daba la menor señal de
arrepentimiento.
Cuando tenía veintinueve años,
el joven decidió ir a Roma a enseñar la retórica. Aunque Mónica se opuso al
plan, pues temía que no hiciese sino retardar la conversión de su hijo, estaba
dispuesta a acompañarle si era necesario. Fue con él al puerto en que iba a
embarcarse; pero Agustín, que estaba determinado a partir solo, recurrió a una
vil estratagema. Fingiendo que iba simplemente a despedir a un amigo, dejó a su
madre orando en la iglesia de San Cipriano y se embarcó sin ella. Más tarde,
escribió en las "Confesiones": "Me atreví a engañarla,
precisamente cuando ella lloraba y oraba por mí." Muy afligida por la
conducta de su hijo, Mónica no dejó por ello de embarcarse para Roma; pero al
llegar a esa ciudad, se enteró de que Agustín había partido ya para Milán. En
Milán conoció Agustín al gran obispo San Ambrosio. Cuando Mónica llegó a Milán,
tuvo el indecible consuelo de oír de boca de su hijo que había renunciado al
maniqueísmo, aunque todavía no abrazaba el cristianismo. La santa, llena de
confianza, pensó que lo haría, sin duda, antes de que ella muriese.
En San Ambrosio, por quien
sentía la gratitud que se puede imaginar, Mónica encontró a un verdadero padre.
Siguió fielmente sus consejos, abandonó algunas prácticas a las que estaba
acostumbrada, como la de llevar vino, legumbres y pan a las tumbas de los
mártires; había empezado a hacerlo así en Milán, como lo hacía antes en África;
pero en cuanto supo que San Ambrosio lo había prohibido porque daba lugar a
algunos excesos y recordaba las "parentalia" paganas, renunció a la
costumbre. San Agustín hace notar que tal vez no hubiese cedido tan fácilmente
de no haberse tratado de San Ambrosio. En Tagaste Mónica observaba el ayuno del
sábado, como se acostumbraba en África y en Roma. Viendo que la práctica de
Milán era diferente, pidió a Agustín que preguntase a San Ambrosio lo que debía
hacer. La respuesta del santo ha sido incorporada al derecho canónico: "Cuando
estoy aquí no ayuno los sábados; en cambio, ayuno los sábados cuando estoy en
Roma. Haz lo mismo y atente siempre a la costumbre de la Iglesia del sitio en
que te halles." Por su parte, San Ambrosio tenía a Mónica en gran estima y
no se cansaba de alabarla ante su hijo. Lo mismo en Milán que en Tagaste,
Mónica se contaba entre las más devotas cristianas; cuando la reina madre,
Justina, empezó a perseguir a San Ambrosio, Mónica fue una de las que hicieron
largas vigilias por la paz del obispo y se mostró pronta a morir por él.
Finalmente, en agosto del año
386, llegó el ansiado momento en que Agustín anunció su completa conversión al
catolicismo. Desde algún tiempo antes, Mónica había tratado de arreglarle un
matrimonio conveniente, pero Agustín declaró que pensaba permanecer célibe toda
su vida. Durante las vacaciones de la época de la cosecha, se retiró con su
madre y algunos amigos a la casa de veraneo de uno de ellos, que se llamaba
Verecundo, en Casiciaco. El santo ha dejado escritas en sus "Confesiones"
algunas de las conversaciones espirituales y filosóficas en que pasó el tiempo
de su preparación para el bautismo. Mónica tomaba parte en esas conversaciones,
en las que demostraba extraordinaria penetración, buen juicio y un conocimiento
poco común de la Sagrada Escritura. En la Pascua del año 387, San Ambrosio
bautizó a San Agustín y a varios de sus amigos. El grupo decidió partir al
África y con ese propósito, los catecúmenos se trasladaron a Ostia, a esperar
un barco. Pero ahí se quedaron, porque la vida de Mónica tocaba a su fin,
aunque sólo ella lo sabía. Poco antes de su última enfermedad, había dicho a
Agustín: "Hijo, ya nada de este mundo me deleita. Ya no sé cuál es mi
misión en la tierra ni por qué me deja Dios vivir, pues todas mis esperanzas
han sido colmadas. Mi único deseo era vivir hasta verte católico e hijo de
Dios. Dios me ha concedido más de lo que yo le había pedido, ahora que has
renunciado a la felicidad terrena y te has consagrado a su servicio."
Mónica había querido que la enterrasen
junto a su esposo. Por eso, un día en que hablaba con entusiasmo de la
felicidad de acercarse a la muerte, alguien le preguntó si no le daba pena
pensar que sería sepultada tan lejos de su patria. La santa replicó: "No
hay sitio que esté lejos de Dios, de suerte que no tengo por qué temer que Dios
no encuentre mi cuerpo para resucitarlo." Cinco días más tarde, cayó
gravemente enferma. Al cabo de nueve días de sufrimientos, fue a recibir el
premio celestial, a los cincuenta y cinco años de edad. Agustín le cerró los
ojos y contuvo sus lágrimas y las de su hijo Adeodato, pues consideraba como
una ofensa llorar por quien había muerto tan santamente. Pero, en cuanto se
halló solo y se puso a reflexionar sobre el cariño de su madre, lloró
amargamente. El santo escribió: "Si alguien me critica por haber llorado
menos de una hora a la madre que lloró muchos años para obtener que yo me
consagre a Ti, Señor, no permitas que se burle de mí; y, si es un hombre
caritativo, haz que me ayude a llorar mis pecados en tu presencia." En las
"Confesiones", Agustín pide a los lectores que rueguen por Mónica y
Patricio. Pero en realidad, son los fieles los que se han encomendado, desde
hace muchos siglos, a las oraciones de Mónica, patrona de las mujeres casadas y
modelo de las madres cristianas.
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