(C. 605 D.C.) - Cuando el Papa
San Gregorio el Grande comprendió que había llegado el momento de emprender la
evangelización de la Inglaterra anglosajona, escogió como misioneros a treinta
o más monjes del monasterio de San Andrés, en la Colina Cœli. Como jefe de la expedición
nombró al prior del monasterio, Agustín. San Gregorio debía tenerle en muy alta
estima para confiarle la realización de un proyecto tan caro a su corazón. La
expedición partió de Roma en 596. Cuando los misioneros llegaron a la Provenza,
tuvieron las primeras noticias de la ferocidad de los anglosajones y de los
peligros que les aguardaban al otro lado del Canal de la Mancha. Muy
descorazonados por ello, convencieron a Agustín para que volviese a Roma a fin
de hacer ver al Pontífice que se trataba de una aventura imposible. Pero San
Gregorio, por su parte, estaba informado de que los ingleses no eran hostiles
al cristianismo, de suerte que ordenó a Agustín que volviera a reunirse con sus
hermanos. Las palabras de aliento que les envió el Sumo Pontífice, dieron valor
a los misioneros para seguir adelante. La expedición desembarcó en la isla de
Thanet, gobernada entonces por el rey Etelberto de Kent. Los misioneros
acudieron a presentar sus respetos al rey, quien los recibió sentado bajo una
encina, les ofreció en Canterbury una casa, la antigua iglesia de San Martín y
les dio permiso de predicar el cristianismo a sus súbditos.
Etelberto recibió el bautismo
el día de Pentecostés del año 597. Casi inmediatamente después, San Agustín fue
a Francia, donde San Virgilio, el metropolitano de Arles, le consagró obispo.
En la Navidad de ese mismo año, muchos de los súbditos de Etelberto recibieron
el bautismo en Swale, como lo relató gozosamente San Gregorio en una carta a
Eulogio, patriarca de Alejandría. Agustín envió a Roma a dos de sus monjes,
Lorenzo y Pedro, para que informasen al Papa sobre los acontecimientos, le
pidiesen más misioneros y le preguntasen su opinión sobre varios asuntos. Los
misioneros volvieron a Inglaterra con el palio para Agustín, acompañados por un
nuevo contingente de evangelizadores, entre los que se contaban San Melito, San
Justo y San Paulino. Beda escribe: "Con esos ministros de la Palabra, el
Papa envió todo lo necesario para el servicio divino en la iglesia: vasos
sagrados, manteles para los altares, imágenes para las iglesias, ornamentos
para los sacerdotes, reliquias y también muchos libros." El Papa explicó a
Agustín cómo debía proceder para fundar la jerarquía en todo el país y dio,
tanto a Agustín como a Melito, instrucciones muy prácticas acerca de otros
puntos. No debían destruir los templos paganos, sino purificarlos y emplearlos
como iglesias. Debían respetar en cuanto fuese posible las costumbres locales y
sustituir las fiestas paganas por las de los mártires cristianos y las de la
dedicación de las iglesias. San Gregorio escribía: "Para llegar muy alto
hay que avanzar paso a paso y no a saltos."
San Agustín reconstruyó en
Canterbury una antigua iglesia, la cual, junto con una casa de troncos, formó
el primer núcleo de la basílica metropolitana y del futuro monasterio de "Christ
Church". Ambos edificios se hallaban en el sitio que ocupa actualmente la
catedral que Lanfranco empezó a construir en el año 1070. Fuera de las murallas
de la ciudad, San Agustín fundó el monasterio de San Pedro y San Pablo. Después
de su muerte, el monasterio tomó el nombre de abadía de San Agustín, y en ella
fueron sepultados los primeros arzobispos.
La evangelización de Kent
avanzaba lentamente. San Agustín empezó entonces a pensar en los obispos de la
antigua Iglesia, que habían sido arrojados por los conquistadores sajones a las
regiones salvajes de Gales y Cornwall. Aislada del resto de la cristiandad, la
Iglesia conservaba en aquellas comarcas algunas costumbres que diferían de la
tradición romana. San Agustín invitó a los principales obispos a reunirse con
él en un sitio de los confines de Wessex, que todavía en tiempos de Beda se
conocía con el nombre de "la encina de Agustín". Ahí los exhortó a
adoptar las costumbres del resto de la Iglesia de occidente y les pidió que le
ayudasen en la tarea de evangelizar a los anglosajones. Para demostrar su
autoridad, San Agustín obró una curación milagrosa en presencia de los obispos;
pero éstos se negaron a seguir el consejo del santo, por fidelidad a la
tradición local y por rencor contra los conquistadores. Más tarde, se llevó a
cabo otra reunión que fracasó también; como Agustín no se levantó de su asiento
cuando llegaron los otros obispos, éstos interpretaron su actitud como falta de
humildad y se negaron a prestarle oídos y a reconocerle por metropolitano.
Desgraciadamente, según cuenta la tradición, San Agustín profirió entonces la amenaza
de que "si no querían hacer la paz como hermanos, se les haría la guerra
como enemigos." Algunos autores afirman que esta profecía se cumplió diez
años después de la muerte de San Agustín, cuando el rey Etelfrido de Nortumbria
derrotó a los británicos en Chester y asesinó a los monjes que habían ido a
Bangor Iscoed a orar por la victoria.
El santo pasó sus últimos años
empeñado en difundir y consolidar la fe en el reino de Etelberto e instituyó
las sedes de Londres y Rochester. Unos siete años después de su llegada a
Inglaterra, San Agustín pasó a recibir el premio celestial, hacia el año 605,
el 26 de mayo. En Inglaterra y Gales se celebra su fiesta en ese día; pero en
los otros países se le conmemora el 28 de mayo.
San Agustín escribió con
frecuencia a San Gregorio el Grande para consultarle acerca de cuántas
dificultades encontraba en su ministerio. Ello demuestra su delicadeza de
conciencia, ya que, en muchas cosas en que hubiese podido decidir por su propio
saber y prudencia, prefería consultar al Papa y atenerse a sus decisiones. En
cierta ocasión, San Gregorio exhortó a San Agustín a guardarse de las
tentaciones de orgullo y vanagloria que podían asaltarle a causa de los
milagros que Dios obraba por su intermedio: "Alégrate con temor y teme con
alegría ese don que el cielo te ha concedido. Debes alegrarte, porque los
milagros exteriores atraen a los ingleses a la gracia interior. Pero debes
temer que los milagros te hagan concebir una gran estima de ti mismo, porque
con ello transformarías en vanagloria lo que debe servir para el honor de Dios…
No todos los elegidos hacen milagros y, sin embargo, sus nombres están escritos
en el cielo. Los verdaderos discípulos de la Verdad sólo deben regocijarse del
bien que todos comparten y en el que encontrarán el gozo interminable."
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