Oh Dios, que te dignaste elegir por pontífice máximo al bienaventurado
Pío V para destruir a los enemigos de tu Iglesia, y para reparar el culto
divino, defiéndenos con tu protección para que libres de las asechanzas de
nuestros enemigos gocemos en tu servicio de una paz perpetua y estable. Por
Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
(1572 D.C.) – Antonio Miguel
Ghislieri nació en 1504, en Bosco, en la diócesis de Tortona y tomó el hábito
de Santo Domingo a los catorce años, en el convento de Voghera. Después de su
ordenación sacerdotal, fue profesor de filosofía y teología durante dieciséis
años. Además, ejerció los cargos de maestro de novicios y superior de varios
conventos. En 1556, fue elegido obispo de Nepi y Sutri y al año siguiente, fue
nombrado inquisidor general y cardenal. Como él lo hacía notar, con cierta
ironía, esos cargos eran como grillos con que la Iglesia le ataba los pies para
impedirle volver a la paz del claustro. El Papa Pío IV le trasladó a la sede
piamontesa de Mondovi, que estaba prácticamente en ruinas a causa de las
guerras. El nuevo prelado consiguió, en poco tiempo, restablecer la calma y la
prosperidad; pero pronto fue llamado a Roma a ejercer otros cargos. Aunque las
opiniones del cardenal Ghislieri no siempre coincidían con las de Pío IV, jamás
dejó de manifestarlas abiertamente.
Pío IV
murió en diciembre de 1565. El cardenal Ghislieri fue elegido para sucederle,
gracias, sobre todo, a los esfuerzos de San Carlos Borromeo, quien veía en él
al reformador que la Iglesia necesitaba. Miguel Ghislieri tomó el nombre de Pío
V. Desde el primer momento de su pontificado, puso de manifiesto que estaba
decidido a aplicar no sólo la letra, sino también el espíritu del. Concilio de
Trento. Con motivo de la coronación de un nuevo Papa, solían distribuirse
regalos a la multitud; Pío V ordenó que se diesen dichos regalos a los pobres
de los hospitales y que se repartiese, entre los conventos más necesitados de
la ciudad, el dinero que estaba destinado a cubrir los gastos de un banquete
que solía ofrecerse a los cardenales, embajadores y otras altas personalidades.
Uno de los primeros decretos del nuevo Pontífice fue para que los obispos
residiesen en sus diócesis y los párrocos en sus parroquias, so pena de severos
castigos. San Pío V se ocupó con el mismo celo de purificar la curia, que de
acabar con los bandoleros en los Estados Pontificios; de promulgar leyes contra
la prostitución, que de prohibir las corridas de toros. En una época de
escasez, importó de Francia y Sicilia grandes cantidades de grano y mandó
distribuir gratuitamente la mayor parte y vender el resto a un precio inferior
al de costo. Resuelto a acabar con el nepotismo, mantuvo a sus parientes a
distancia; aunque continuando la tradición tuvo que elevar a uno de sus
sobrinos al cardenalato, le concedió poderes muy reducidos. El nuevo Breviario
fue publicado en 1568; en él se omitían las fiestas y extravagantes leyendas de
algunos santos y se daba a las lecciones de la Sagrada Escritura su verdadero
lugar. El nuevo Misal, que apareció dos años más tarde, restableció muchas
costumbres antiguas y adaptó la vida litúrgica a las necesidades de la época. A San Pío V debió la Iglesia la mejor edición que se había
hecho hasta entonces de las obras de Santo Tomás de Aquino, quien fue titulado
Doctor de la Iglesia por el mismo Papa. Las penas que decretó San Pío V contra
las violaciones del orden moral eran tan severas, que sus enemigos le acusaron
de que quería convertir a Roma en un monasterio. El éxito del Papa se debió, en
gran parte, a la veneración que el pueblo le profesaba por su santidad. Ayunaba
en el adviento y durante la cuaresma, aun en sus últimos años de vida, a pesar
de sus achaques. Su oración era tan fervorosa, que el pueblo aseguraba que
obtenía cuanto pidiese a Dios. Frecuentemente visitaba los hospitales y asistía
personalmente a los enfermos.
Las reformas que hemos enumerado
habrían consumido todas las energías de un hombre común y corriente; en el caso
de San Pío V no eran siquiera su principal preocupación. Los dos grandes
problemas de su pontificado fueron la divulgación del protestantismo y las
invasiones de los turcos. Contra ambas amenazas trabajó incansablemente; dio
nuevo impulso a la Inquisición, de suerte que el sabio Bayo, cuyos escritos
fueron condenados, sólo pudo salvar la vida al retractarse. Pero no todos los
éxitos del Papa contra el protestantismo se debieron a métodos tan drásticos,
ya que, por ejemplo, San Pío V convirtió a un inglés, simplemente con la
santidad y dignidad que trashumaban de él. Durante su pontificado, se terminó
el catecismo que el Concilio de Trento había mandado redactar y el santo
Pontífice mandó traducirlo inmediatamente a varias lenguas. Igualmente impuso a
los párrocos la obligación de impartir instrucción religiosa a los niños y
jóvenes. Aunque San Pío V era más bien conservador, se adelantó a la mayoría de
sus contemporáneos en la importancia que atribuía a la instrucción en el caso
del bautismo de los adultos.
Los
términos que empleó el Pontífice en la reedición de la bula "In Cœna Domini"
(1568), dejaban ver claramente que, en cuanto Papa, defendía cierta soberanía
sobre los príncipes. Durante muchos años acarició la esperanza de ganar a la fe
a Isabel de Inglaterra; pero, en 1570, publicó contra ella una bula de
excomunión ("Regnans in
Excelsis"), por la que dispensaba a sus súbditos de la
obligación de prestarle obediencia y les prohibía reconocerla corno soberana.
Fue éste un error de juicio, ciertamente, pero se explica por el
desconocimiento de las circunstancias reales de Inglaterra y de los
sentimientos del pueblo. Esta medida no hizo más que aumentar las dificultades
de los católicos ingleses y dar cierta apariencia de verdad a la acusación de
traición que se les hacía tan frecuentemente; por otra parte, agudizó las
controversias sobre los juramentos y pruebas de fidelidad que tanto molestaron
y debilitaron a los católicos, desde el "Juramento de Obediencia", en
1606, hasta la emancipación, en 1829. Aun actualmente no ha desaparecido del
todo la sospecha que la bula despertó acerca de la lealtad cívica de los
católicos. Algunos mártires ingleses murieron protestando de su lealtad a la
reina y, cuando la Armada Invencible, apoyada por Pío V, quien esperaba que el
dominio español en Inglaterra contribuyese a aplicar sus sanciones, zarpó en
1588, los católicos ingleses no se mostraron menos prontos a combatirla, que el
resto de sus compatriotas. Europa había cambiado mucho; la época de las luchas
entre Gregorio VII y Enrique IV, Alejandro III y Barbarroja, Inocencio III y
Juan de Inglaterra, la época de la "Unam Sanctam" de Bonifacio VIII,
habían pasado a la historia. Se acercaba el momento en que otro Sumo Pontífice,
Pío IX, iba a declarar: "Actualmente
ya nadie piensa en el derecho de deponer a los príncipes, que la Santa Sede
ejerció antiguamente y el Sumo Pontífice menos que nadie."
Pío V olvidó su fracaso ante
los ingleses, al año siguiente, cuando Don Juan de Austria y Marcantonio
Colonna, apoyados política y económicamente por la Santa Sede, acabaron con el
poder de los turcos en el Mediterráneo. Al mando de un ejército de veinte mil
soldados, zarparon de Corfú y encontraron a la flota turca en el Golfo de
Lepanto. Ahí derrotaron a los turcos en una de las más famosas batallas
navales. El Papa había orado por la flota cristiana —frecuentemente con los
brazos en cruz—, desde que ésta zarpó. Además, había decretado oraciones
públicas y ayunos privados. Precisamente a la hora de la batalla, se llevaba a
cabo en la iglesia de la Minerva una procesión del santo rosario para pedir por
la victoria de los cristianos. El Papa se hallaba tratando algunos negocios con
varios cardenales; súbitamente interrumpió la conversación, abrió la ventana y
permaneció unos minutos con los ojos clavados en el cielo. Después cerró la
ventana y dijo a los cardenales: "No es el momento de hablar de negocios;
demos gracias a Dios por la victoria que ha concedido a los ejércitos
cristianos." Para conmemorar dicha victoria, incluyó más tarde, en las
Letanías de la Virgen, la invocación "Auxilio de los Cristianos" e
instituyó una fiesta en honor del Santo Rosario. El día de la gran victoria fue
el 7 de octubre de 1571. Al año siguiente, el Papa sufrió el violento ataque de
una dolorosa enfermedad de la que había sufrido mucho tiempo y que sus
austeridades habían agravado. Dicha enfermedad le llevó a la tumba el 1° de
mayo de 1572, a los sesenta y ocho años de edad.
San Pío V —el último de los
Papas que alcanzó el honor de los altares hasta el advenimiento de San Pío X—
fue canonizado en 1712. El santo Pontífice practicó durante toda su vida la
austeridad monacal de su juventud. Su bondad y fervor eran proverbiales: no se
contentaba con ayudar económicamente a los pobres y a los enfermos, sino que
los asistía personalmente. Cierto que en el carácter de San Pío V había también
un aspecto de rudeza, que muchos historiadores se han encargado de subrayar;
pero durante su pontificado, en el que no le faltó el apoyo y el ejemplo de hombres
de la talla de un San Felipe Neri, Roma empezó a percibir los resultados del
Concilio de Trento y volvió a merecer el título de Ciudad Apostólica y Primera
Sede del mundo. Un pariente de San Francisco Javier, el Doctor Martín de
Azpilcueta, dejó un interesante testimonio del ambiente que reinaba en Roma, en
una carta que escribió a su familia. El Doctor Azpilcueta, que había viajado
mucho, se hace lenguas de los habitantes de Roma, de su buena conducta y de su
espíritu religioso. Ciertamente los viajeros de la época de León X y Paulo III
no se expresaban en los mismos términos y el cambio se debió, sobre todo, a San
Pío V.
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