Bernardo López Piquer, S. Pascual Bailón
adora la Eucaristía, 1811, Valencia
(1592 D.C.) - El Martirologio
Romano nos dice que San Pascual Bailón fue un hombre de maravillosa inocencia y
vida austera, a quien proclamó la Santa Sede patrono de los congresos
eucarísticos y de las cofradías del Santísimo Sacramento. No podemos menos de
maravillarnos de que ese humilde frailecillo, que nunca fue sacerdote, cuyos
padres eran campesinos y cuyo nombre apenas era conocido en el oscuro pueblo
español donde nació, presida actualmente, desde el cielo, las imponentes
asambleas de los congresos eucarísticos. Gracias al Padre Jiménez, hermano en
religión, superior y biógrafo del santo, poseemos bastantes noticias sobre los
primeros años de su vida. Pascual nació en Torre Hermosa, en las fronteras de
Castilla y Aragón, el día de Pentecostés. Como en España se llama a esa fiesta
"la Pascua de Pentecostés", el niño fue bautizado con el nombre de
Pascual. Los padres de Pascual, Martín Bailón e Isabel Jubera, formaban una
piadosa pareja de campesinos, muy modestos; prácticamente no poseían más que un
rebaño de ovejas. Pascual empezó a trabajar como pastor a los siete años, primero
al cuidado del rebaño de su padre y después al de otros rebaños. En esa
ocupación trabajó hasta los veinticuatro años. Pascual, que nunca había ido a
la escuela, aprendió solo a leer y escribir, pues ansiaba poder rezar el oficio
parvo de la Virgen, que era entonces el libro de oraciones de los laicos. A
pesar de que las veredas eran muy pedregosas y estaban cubiertas de cardos,
Pascual no usaba sandalias; vivía muy pobremente, ayunaba con frecuencia y llevaba
bajo su capa de pastor una especie de hábito religioso. Cuando no podía asistir
a misa, se arrodillaba a hacer oración durante largas horas, con los ojos fijos
en el lejano santuario de Nuestra Señora de la Sierra, donde se celebraba el
santo sacrificio. Cincuenta años más tarde, un anciano pastor, que había
conocido a Pascual en aquella época, atestiguó que más de una vez, en esas ocasiones,
los ángeles llevaron el Santísimo Sacramento al pastorcito con la hostia
suspendida sobre un cáliz para que pudiese verla y adorarla. También se cuenta
que San Francisco y Santa Clara se aparecieron a Pascual y le dijeron que debía
ingresar en la Orden de los Frailes Menores. Más convincente que éste, es el
testimonio que se refiere al escrupuloso sentido de justicia del pastorcito. El
daño que sus ovejas causaban, de cuando en cuando, en las viñas y sembrados le
preocupaba tanto, que insistía en compensar a los propietarios, y con
frecuencia lo hacía así de su propia bolsa, aunque ganaba muy poco. Sus
compañeros le respetaban por ello, pero encontraban exagerados sus escrúpulos.
A los dieciocho o diecinueve
años, Pascual pidió, por primera vez, la admisión en la Orden de los Frailes
Menores Descalzos. Por entonces, vivía aún San Pedro de Alcántara, el autor de
la austera reforma que había poblado los conventos de monjes fervorosos.
Probablemente los frailes del convento de Loreto, que no conocían a aquel joven
procedente de un pueblo a trescientos kilómetros de distancia, no estaban muy
seguros de su firmeza y demoraron la admisión. Algunos años más tarde, le
recibieron en el convento y muy pronto comprendieron que Dios les había puesto
un tesoro entre las manos. Aunque toda la comunidad vivía todavía en el fervor
de los primeros años de la reforma, el hermano Pascual se distinguió pronto en
todas las virtudes religiosas. La caridad de Pascual maravillaba aun a aquellos
hombres tan mortificados, que compartían con él las austeridades de la vida y
de la regla común. El santo se mostraba inflexible en cuestiones de conciencia.
Se cuenta que un día, cuando ejercía el oficio de portero, se presentaron dos
damas que querían confesarse con el padre guardián. "Dígales que no
estoy", le ordenó éste. "Les diré que Vuestra Reverencia está ocupado",
respondió Pascual. "No —insistió el guardián—; dígales que no estoy".
Entonces el hermanito replicó humilde y respetuosamente: "Padre mío, no
puedo decir que vuestra reverencia no está, pues eso sería una mentira y un
pecado venial". Dicho esto, volvió tranquilamente a la portería. Estos
chispazos de independencia, que iluminan de vez en cuando la monotonía de los catálogos
de virtudes, nos permiten asomarnos, por momentos, a la realidad de aquella
alma tan fervorosa y tan transparente.
Da gusto leer las ingenuas
mañas de que el santo se valía para conseguir, de cuando en cuando, alguna cosa
mejor para los pobres y los enfermos; y saber que las lágrimas asomaban a los
ojos de aquel hombre austero y poco comunicativo, cuando tenía ocasión de
palpar la miseria de los otros. Aunque San Pascual nunca reía, no por ello
dejaba de ser alegre. Su piedad y su espíritu de penitencia no tenían nada de
triste. El Padre Jiménez narra que, en cierta ocasión, cuando el santo se
hallaba solo en el refectorio, poniendo la mesa, uno de sus hermanos se asomó
por una ventanita y le vio ejecutar una deliciosa danza frente a la estatua de la
Virgen que presidía en la sala, como un nuevo "juglar de Nuestra
Señora". El curioso fraile se retiró sin hacer ruido; a los pocos minutos
entró en el refectorio y pronunció el saludo habitual: "Alabado sea
Jesucristo", y encontró a Pascual tan radiante de alegría, que su recuerdo
le estimuló en la devoción durante varias semanas. El Padre Jiménez, que era
nada menos que provincial de los alcantarinos en la época de mayor fervor de la
reforma de San Pedro, nos dejó este autorizado testimonio: "No recuerdo
haber visto jamás una sola falta en el hermano Pascual, aunque viví con él en
varios de nuestros conventos y fuimos compañeros de viaje en dos ocasiones.
Ahora bien, el cansancio y la monotonía de los viajes dan fácilmente ocasión de
descuidarse un poco en la virtud..."
Pero el rasgo más conocido de
San Pascual, por lo menos fuera de España, es su devoción al Santísimo
Sacramento. Muchos años antes de que empezasen a organizarse los congresos
eucarísticos y de que el santo fuese nombrado patrono de ellos, el Padre
Salmerón escribió una biografía titulada: "Vida del Santo del Sacramento,
San Pascual Bailón". Pascual era, para sus hermanos en religión, "el
Santo del Santísimo Sacramento", porque acostumbraba pasar largas horas
arrodillado ante el tabernáculo, con los brazos en cruz. Ya el Padre Jiménez,
el primero de los biógrafos de San Pascual, decía que el santo hermanito, en
cuanto tenía un momento libre, se dirigía apresuradamente a la capilla y que su
mayor delicia era ayudar a una misa tras otra, desde muy temprano. Al terminar
los maitines y laudes, cuando el resto de la comunidad se retiraba a dormir,
San Pascual se quedaba con frecuencia arrodillado en el coro; ahí le sorprendía
la aurora, dispuesto a ayudar a las misas que iban a celebrarse.
No podemos citar aquí las
largas y sencillas oraciones que el santo rezaba después de la comunión, tal
como las dejó escritas el Padre Jiménez. Dicho autor supone que el mismo San
Pascual las había compuesto, pero la cosa no es tan clara. San Pascual tenía un
"cartapacio", que él mismo se había fabricado con trozos de papel que
encontró en el basurero; en él había escrito, con su hermosa letra, algunas
oraciones y reflexiones que él compuso o que había encontrado en sus lecturas.
Se conserva todavía uno de esos cartapacios; probablemente San Pascual tenía
dos. Poco después de su muerte, algunas de las oraciones de los cartapacios
llegaron a oídos del Beato Juan de Ribera, que era entonces arzobispo de
Valencia. El beato quedó tan impresionado, que inmediatamente pidió una
reliquia de aquel hermanito lego que había llegado a un conocimiento tan profundo
de las cosas divinas. El Padre Jiménez le llevó la reliquia y el arzobispo le
dijo: "¡Ah!, Padre Provincial, las almas sencillas nos están robando el
cielo. No nos queda más que quemar todos nuestros libros." A lo que el Padre
Jiménez replicó: "Señor, los culpables no son los libros sino nuestra
soberbia; eso es lo que deberíamos quemar."
Según parece, San Pascual, el
santo de la Eucaristía, sufrió una vez, en propia carne, los feroces ataques
con que los protestantes manifestaban su odio a los sacramentos y a los
católicos. Había sido enviado a Francia a llevar un mensaje muy importante al Padre
Cristóbal de Cheffontaines, destacado erudito bretón, que ejercía entonces el
cargo de superior general de los observantes. En aquella época en que las
guerras de religión estaban en su apogeo, era una locura atravesar Francia
vestido con el hábito; resulta muy difícil explicarse por qué los superiores
escogieron a aquel sencillo hermanito lego, que no sabía una palabra de
francés. Tal vez pensaban que su sencillez y confianza en Dios era más eficaz
que otros métodos diplomáticos. San Pascual desempeñó con éxito su misión, pero
sufrió muchos malos tratos y, en varias ocasiones, salvó la vida casi por
milagro. En una población fue apedreado por los hugonotes y recibió una herida
en un hombro que le hizo sufrir toda la vida. Según cuentan casi todos sus
biógrafos, empezando por el Padre Jiménez, en Orleáns fue sometido a un interrogatorio
acerca del Santísimo Sacramento. El santo confesó valientemente la fe y venció
a sus adversarios en una disputa pública, gracias a la ayuda sobrenatural de
Dios. Entonces los hugonotes le apedrearon nuevamente, pero ninguna de las
piedras dio en el blanco. San Pascual murió en el convento de Villarreal, un
domingo de Pentecostés, a los cincuenta y dos años de edad. Expiró con el
nombre de Jesús en los labios, precisamente cuando las campanas anunciaban el
momento de la consagración en la misa mayor. Inmediatamente el pueblo empezó a
venerarle como santo, por los numerosos milagros que había obrado en vida y que
siguió obrando en el sepulcro. Probablemente las autoridades eclesiásticas
decidieron introducir rápidamente su causa por razón del número de milagros.
Pascual fue beatificado en 1618, antes que el mismo San Pedro de Alcántara,
quien había muerto treinta años antes que él y había reformado la orden a la
que Pascual perteneció. Tal vez uno de los factores a los que se debe atribuir
la rapidez de la beatificación del santo hermanito es que, en su tumba se
oyeron, durante dos siglos, unos "golpecitos" que el pueblo interpretó
muy pronto en un sentido portentoso. Los biógrafos del santo consagran largas
páginas a los "golpecitos" y a sus interpretaciones. San Pascual fue
canonizado en 1690.
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