San Atanasio, "el campeón
de la ortodoxia", nació probablemente hacia el año 297, en Alejandría. Lo
único que sabemos de su familia es que sus padres eran cristianos y que tenía
un hermano llamado Pedro. Rufino nos ha conservado una tradición, según la cual,
Atanasio llamó la atención del obispo Alejandro un día que se hallaba
"jugando a la iglesia" con otros niños, en la playa. Atanasio recibió
una educación excelente, que comprendía' la literatura griega, la filosofía, la
retórica, la jurisprudencia y la doctrina cristiana. Atanasio llegó a poseer un
conocimiento excepcional de la Sagrada Escritura. Él mismo dice que sus
profesores de teología habían sido confesores durante la persecución de
Maximiano que había sacudido a Alejandría cuando él era todavía un niño de
pecho. Es interesante hacer notar que, según parece, Atanasio estuvo desde muy
joven eh estrecha relación con los ermitaños del desierto, sobre todo con el
gran San Antonio. "Yo fui discípulo suyo —escribe— y, cual Eliseo, vertí
el agua en las manos de ese nuevo Elías". La amistad de Atanasio con los ermitaños
le sirvió de mucho en su vida posterior. En 318, cuando tenía alrededor de
veintiún años, Atanasio hizo su aparición, propiamente dicha, en el escenario
de la historia, al recibir el diaconado y ser nombrado secretario del obispo
Alejandro. Probablemente en ese período compuso su primer libro: el famoso
tratado de la Encarnación, en el que expuso la obra redentora de Cristo.
Probablemente hacia el año 323,
un sacerdote de la iglesia de Baukalis, llamado Arrio, empezó a escandalizar a
Alejandría, al propagar públicamente que el Verbo de Dios no era eterno, sino
que había sido creado en el tiempo por el padre y que, por consiguiente, sólo
podía llamársele Hijo de Dios de un modo figurativo. El obispo le ordenó que
pusiese por escrito su doctrina y la presentó al clero de Alejandría y a un
sínodo de obispos egipcios. Con sólo dos votos en contra, la asamblea condenó
la herejía de Arrio y le depuso, junto con otros once sacerdotes y diáconos que
le apoyaban. El heresiarca pasó entonces a Cesarea, donde siguió propagando su
doctrina y consiguió el apoyo de Eusebio de Nicomedia y otros prelados sirios.
En Egipto se había ganado ya a los "melecianos" y a muchos de los
intelectuales; por otra parte, sus ideas, acomodadas al ritmo de las canciones
populares, habían sido divulgadas con increíble rapidez por los marineros y
mercaderes en todos los puertos del Mediterráneo. Se supone, con bastante probabilidad,
que Atanasio, en su calidad de archidiácono y secretario del obispo, tomó parte
muy activa en la crisis y que escribió una carta encíclica, en la que anunciaba
la condenación de Arrio. Pero en realidad, lo único que podemos afirmar con
certeza, es que acompañó a su obispo al Concilio de Nicea, donde se fijó
claramente la doctrina de la Iglesia, se confirmó la excomunión de Arrio y se
promulgó la confesión de fe conocida con el nombre de Credo de Nicea. Es muy
poco probable que Atanasio haya tomado parte activa en las discusiones de la
asamblea, puesto que no tenía sitio en ella. Pero, si Atanasio no ejerció ninguna
influencia sobre el Concilio, el Concilio la ejerció sobre él, ya que —como ha
dicho un escritor moderno—, toda la vida posterior de Atanasio fue, a la vez,
un testimonio de la divinidad del Salvador y una ratificación heroica de la
profesión de fe de los Padres de Nicea.
Poco después del fin del
Concilio murió Alejandro. Atanasio, a quien había nombrado para sucederle, fue
elegido obispo de Alejandría, a pesar de que aún no había cumplido los treinta
años. Casi inmediatamente emprendió la visita de su enorme diócesis, sin
excluir la Tebaida y otros monasterios; los monjes le acogieron en todas partes
con gran júbilo, pues Atanasio era un asceta como ellos. Otra de sus medidas
fue nombrar a un obispo para Etiopía, que acababa de convertirse al cristianismo.
Pero desde el principio de su gobierno, Atanasio tuvo que hacer frente a las
disensiones y a la oposición. No obstante sus esfuerzos por realizar la
unificación, los melecianos se obstinaron en el cisma e hicieron causa común
con los herejes; por otra parte, los arríanos, a los que el Concilio de Nicea
había atemorizado por un momento, reaparecieron con mayor vigor que antes, en
Egipto y en Asia Menor, donde encontraron el apoyo de los poderosos. En efecto,
el año 330, Eusebio de Nicomedia, el obispo arriano, volvió del destierro y
consiguió persuadir al emperador Constantino, cuya residencia favorita se encontraba
en su diócesis, a que escribiese a Atanasio y le obligase a admitir nuevamente
a Arrio a la comunión. El santo obispo respondió que la Iglesia Católica no
podía estar en comunión con los herejes que atacaban la divinidad de Cristo.
Entonces, Eusebio escribió una amable carta a Atanasio, tratando de justificar
a Arrio; pero ni sus halagos ni las amenazas del emperador lograron hacer mella
en aquel frágil obispo de corazón de león, a quien más tarde Juliano el
Apóstata trató de ridiculizar con el nombre de "el enano".
Eusebio de Nicomedia escribió
entonces a los melecianos de Egipto, exhortándolos a poner por obra un plan
para deponer a Atanasio. Así, los melecianos acusaron al santo obispo de haber
exigido un tributo para renovar los manteles de sus iglesias, de haber enviado
dinero a un tal Filomeno, de quien se sospechaba de haber traicionado al
emperador y de haber autorizado a uno de sus legados para destruir el cáliz en
el que celebraba la misa un sacerdote meleciano, llamado Iskiras. Atanasio
compareció ante el emperador; demostró plenamente su inocencia y volvió, en
triunfo, a Constantinopla, con una carta encomiástica de Constantino. Sin embargo,
sus enemigos no se dieron por vencidos, sino que le acusaron de haber asesinado
a Arsenio, un obispo meleciano, y le convocaron a comparecer ante un concilio
que iba a tener lugar en Cesarea. Sabedor de que su supuesta víctima estaba
escondida, Atanasio se negó a comparecer. Pero el emperador le ordenó que se
presentase ante otro concilio, convocado en Tiro el año 335. Como se vio más
tarde, la asamblea estaba llena de enemigos de San Atanasio, y el presidente
era un arriano que había usurpado la sede de Antioquía. El conciliábulo acusó a
Atanasio de varios crímenes, entre otros, el de haber mandado destruir el
cáliz. El santo demostró inmediatamente su inocencia, por lo que tocaba a
algunas de las acusaciones, y pidió que se le concediese algún tiempo para
obtener las pruebas de su inocencia en las otras. Sin embargo, cuando cayó en
la cuenta de que la asamblea estaba decidida de antemano a condenarle, abandonó
inesperadamente la sala y se embarcó con rumbo a Constantinopla. Al llegar a
dicha ciudad, se hizo encontradizo con la comitiva del emperador en la calle, y
obtuvo una entrevista. Atanasio probó su inocencia en forma tan convincente que
cuando el Concilio de Tiro anunció en una carta que Atanasio había sido
condenado y depuesto, Constantino respondió convocando al Concilio en
Constantinopla para juzgar de nuevo el caso. Pero súbitamente, por razones que
la historia no ha logrado nunca poner en claro, el monarca cambió de opinión.
Los escritores eclesiásticos no se atrevieron naturalmente a condenar al
cristianísimo emperador; pero al parecer, lo que le había molestado fue la
libertad apostólica con que le habló Atanasio en una entrevista posterior. Así
pues, antes de que la primera carta imperial llegase a su destino, Constantino
escribió otra, por la que confirmaba la sentencia del Concilio de Tiro y
desterraba a Atanasio a Tréveris en las Galias.
La historia no ha conservado
ningún detalle sobre ese primer destierro, que duró dos años, excepto que el
obispo de la localidad acogió hospitalariamente a Atanasio, y que éste se
mantuvo en contacto epistolar con su grey.
El año 337 murió Constantino.
Su imperio se dividió entre sus tres hijos: Constantino II, Constancio y
Constante. Todos los prelados que se hallaban en el destierro fueron
perdonados. Uno de los primeros actos de Constantino II fue el de entronizar
nuevamente a Atanasio en su sede de Alejandría. El obispo entró triunfalmente
en su diócesis. Pero sus enemigos trabajaban con la misma actividad de siempre
y Eusebio de Nicomedia se ganó enteramente al emperador Constancio, en cuya
jurisdicción se encontraba Alejandría. Atanasio fue acusado ante el monarca de
provocar la sedición y el derramamiento de sangre y de robar el grano destinado
a las viudas y los pobres. Eusebio consiguió, además, que un concilio realizado
en Antioquía depusiese nuevamente a Atanasio y ratificase la elección de un
obispo arriano para su sede. La asamblea llegó incluso a escribir al Papa, San
Julio, para invitarle a suscribir la condenación de Atanasio. Por otra parte,
la jerarquía ortodoxa de Egipto escribió una encíclica al Papa y a todos los
obispos católicos, en la que exponía la verdad sobre San Atanasio. El Sumo
Pontífice aceptó la proposición de los eusebianos para que se reuniese un
sínodo a fin de zanjar la cuestión.
Entre tanto, Gregorio de
Capadocia había sido instalado en la sede de Alejandría; ante las escenas de
violencia y sacrilegio que siguieron a su entronización, Atanasio decidió ir a
Roma a esperar la sentencia del concilio. Éste tuvo lugar sin los eusebianos,
que no se atrevieron a comparecer, y terminó con la completa reivindicación de
San Atanasio. El Concilio de Sárdica ratificó poco después esa sentencia. Sin
embargo, Atanasio no pudo volver a Alejandría sino hasta después de la muerte
de Gregorio de Capadocia, y sólo porque el emperador Constancio, que estaba a
punto de declarar la guerra a Persia, pensó que la restauración de San Atanasio
podía ayudarle a congraciarse con su hermano, Constante. El obispo retornó a
Alejandría, después de ocho años de ausencia. El pueblo le recibió con un
júbilo sin precedente y, durante tres o cuatro años, las guerras y disturbios
en que estaba envuelto el imperio le permitieron permanecer en su sede,
relativamente en paz. Pero Constante, que era el principal sostén de la
ortodoxia, fue asesinado, y en cuanto Constancio se sintió dueño del Oriente y
del Occidente, se dedicó deliberadamente a aniquilar al santo obispo, a quien
consideraba como un enemigo personal. El año de 353, obtuvo en Arlés que un
conciliábulo de prelados interesados condenase a San Atanasio. El mismo año, el
emperador se constituyó en acusador personal del santo en el sínodo de Milán;
y, sobre un tercer concilio no mejor que los anteriores, escribió San Jerónimo:
"El mundo se quedó atónito al verse convertido al arrianismo". Los
pocos prelados amigos de San Atanasio fueron desterrados; entre ellos se
contaba al Papa Liberio, a quien los perseguidores mantuvieron exilado en
Tracia hasta que, deshecho de cuerpo y espíritu, aceptó momentáneamente la
condenación de Atanasio.
El santo consiguió mantenerse
algún tiempo en Egipto con el apoyo del clero y del pueblo. Pero la resistencia
no duró mucho. Una noche,' cuando se hallaba celebrando una vigilia en la
iglesia, los soldados forzaron las puertas y penetraron para herir o matar a
los que opusieran resistencia. Atanasio logró escapar providencialmente y se
refugió entre los monjes del desierto, con los que vivió escondido seis años.
Aunque el mundo sabía muy poco de él, Atanasio se mantenía muy al tanto de lo
que sucedía en el mundo. Su extraordinaria actividad, reprimida en cierto
sentido, se desbordó en la esfera de la producción literaria; muchos de sus
principales tratados se atribuyen a ese período.
A poco de la muerte de
Constancio, ocurrida en 361, siguió la del arriano que había usurpado la sede
de Alejandría, quien pereció a manos del populacho. El nuevo emperador,
Juliano, revocó todas las sentencias de destierro de su predecesor, de suerte
que Atanasio pudo volver a su ciudad. Pero la paz duró muy poco. Los planes de
Juliano el Apóstata para paganizar la cristiandad encontraban un obstáculo
infranqueable en el gran campeón de la fe en Egipto. Así pues, Juliano le
desterró "por perturbar la paz y mostrarse hostil a los dioses".
Atanasio tuvo que refugiarse una vez más en el desierto. En una ocasión estuvo
a punto de ser capturado. Se hallaba en una barca, en el Nilo, cuando sus compañeros,
muy alarmados, le hicieron notar que una galera imperial se dirigía hacia
ellos. Sin perder la calma, Atanasio dio la orden de remar al encuentro de la
galera. Los perseguidores les preguntaron si habían visto al fugitivo: "No
está lejos —fue la respuesta—; remad aprisa si queréis alcanzarle." La
estratagema tuvo éxito. Durante su destierro, que era ya el cuarto, San
Atanasio recorrió la Tebaida de un extremo al otro. Se hallaba en Antinoópolis
cuando dos solitarios le dieron la noticia de que Juliano acababa de morir, en
Persia, atravesado por una flecha.
El santo volvió inmediatamente
a Alejandría. Algunos meses más tarde, fue a Antioquía invitado por el
emperador Joviniano, quien había revocado la sentencia de destierro. Pero el
reinado de Joviniano fue muy breve y, en mayo de 365, el emperador Valente
publicó un edicto por el que desterraba a todos los prelados a quienes
Constancio había exilado y los sustituía por los de su elección. Atanasio se
vio obligado a huir una vez más. El escritor eclesiástico Sócrates dice que se
ocultó en la sepultura de su padre; pero una tradición más probable sostiene
que se refugió en una casa de los alrededores de Alejandría. Cuatro meses
después, Valente revocó el edicto, tal vez por temor de que estallase un levantamiento
entre los egipcios, que estaban cansados de ver sufrir a su amado obispo. El
pueblo le escoltó hasta su casa, con grandes demostraciones de júbilo. San
Atanasio había sido desterrado cinco veces y había pasado diecisiete años en el
exilio; pero, en los últimos siete años de su vida, nadie le disputó su sede.
En ese período escribió, probablemente, la vida de San Antonio. Murió en
Alejandría, el 2 de mayo del año 373; su cuerpo fue, después, trasladado a
Constantinopla y más tarde, a Venecia.
San Atanasio
fue el hombre más grande de su época y uno de los más grandes jefes religiosos
de todos los tiempos. No se puede exagerar el valor de los servicios que prestó
a la Iglesia, pues defendió la fe en circunstancias particularmente difíciles y
salió triunfante. El cardenal Newman sintetizó su figura al decir que fue
"uno de los principales instrumentos de que Dios se valió, después de los
Apóstoles, para hacer penetrar en el mundo las sagradas verdades del
cristianismo". Aunque casi todos los escritos de San Atanasio surgieron al
calor de la controversia, debajo de la aspereza de las palabras corre un río de
profunda espiritualidad que se deja ver en todos los recodos y revela las altas
miras del autor. Como un ejemplo, citaremos su respuesta a las objeciones que los arríanos oponían a los textos "Pase de Mí este
cáliz" y "¿Por qué me has abandonado?"
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